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Para que la vida pudiera recuperar la normalidad anterior a la epidemia, era necesario, por supuesto, que se reanudara el tráfico marítimo en la isla, algo que sería imposible si no se restablecía antes el servicio de telegrafía de la oficina de correos. El 19 de octubre, el doctor Nuri estaba presidiendo una concurrida reunión para abordar este tema cuando se escuchó por todo Arkaz el sonido profundo, estridente y resonante de la sirena de un barco que se acercaba al puerto.

Algunos cónsules y ministros que estaban sentados en la gran mesa donde se realizaban las reuniones de cuarentena se incorporaron de inmediato. Dos de ellos corrieron a la ventana. Otros permanecieron sentados, tratando de divisar el barco por la ventana, cuando la sirena volvió a sonar un par de veces, de forma más prolongada.

Todos los reunidos en la gran sala contigua al despacho del difunto gobernador Sami Pachá se vieron invadidos por un nerviosismo expectante. ¿Qué barco sería ese? ¿Cómo había conseguido sortear el bloqueo? Algunos cónsules en apariencia tranquilos empezaron a charlar animadamente tratando de adivinar el nombre y la compañía del barco por el sonido de su sirena, mientras que otros hablaban con temor e inquietud sobre la llegada de enemigos invasores y la posibilidad de una matanza inminente. En esa época no sería descabellado que algunos estados imperialistas enviaran barcos con aspecto de cargueros ino­fensivos, pero que en realidad transportaban a despiadados asesinos armados para masacrar a la población rebelde de alguna colonia remota. Pero seguramente un barco que había anunciado su llegada con el agradable y melodioso sonido de su sirena no tendría intenciones hostiles.

Cuando la sirena retumbó entre los acantilados de Arkaz, Pakize Sultan se encontraba en la planta baja de la sede ministerial (antigua sede de la gobernación), a punto de presenciar una pelea entre los dos viejos lunáticos más famosos de la ciudad: el rum Dimitrios y Servet el Encadenado. Después de que la epidemia llegara a su fin tres días atrás, la gente había empezado a acudir al edificio gubernamental para ver a la reina, hacerle obsequios o peticiones, o tan solo para besarle la mano (algunos creían que solo la intervención de aquella joven de veintiún años había logrado expulsar definitivamente al diablo de la peste). En vez de ordenar a los guardias municipales que echaran a la gente, la reina había hecho acondicionar una polvorienta sala de archivos que daba al patio interior, amueblándola con sillas, butacas y un escritorio de nogal, a fin de transformarla en una cámara donde recibir a los ciudadanos y escuchar lo que tuvieran que decir, ya fueran alabanzas, quejas o propuestas.

La reina Pakize dedicaba dos horas del día a recibir a todo tipo de visitantes en aquella estancia en cuyas paredes colgaban un mapa de Minguer y el montaje fotográfico del comandante Kâmil y Zeynep. Escuchaba las penurias de la gente que buscaba a familiares desaparecidos durante la epidemia, que aún había no había podido echar a aquellos que habían ocupado sus casas, que exigía saber qué había sido de sus parientes encerrados en el área de aislamiento, o que pedía ayuda, dinero o trabajo. Süleyman Efendi el Gruñón quería poner fin a un interminable litigio sobre terrenos y pozos. Algunos querían enseñarle las lesiones, heridas y otras dolencias que no habían podido tratarles los médicos durante la epidemia, mientras que otros pedían permisos, barcas e incluso pasajes de barco para marcharse de la isla lo antes posible. Muchos querían volver a enviar sus telegramas cuanto antes, o que se les eximiera de pagar con recargos algún impuesto retrasado. Hubo incluso una anciana cascarrabias del barrio de Turunçlar que le pidió que la ayudara a encontrar un buen marido para su hija. Todos parecían haber decidido que la reina era una persona sincera, altruista y de buen corazón.

Parte de la gente que hacía cola para conocer a la reina eran lo que podríamos describir como admiradores «puros y genuinos». Estos no querían pedirle nada en concreto, solo querían ver en persona a Pakize Sultan, presentar sus respetos a la reina o darle las gracias obsequiándola con nueces e higos que habían recolectado de sus jardines. La mayor de dos hermanas que habían acudido con su madre se puso como la grana al ver a la reina y fue incapaz de decir una palabra. Los dos viejos locos antes mencionados también entraban en la categoría de admiradores. Tras haberse pasado todo el verano encerrados en sus casas y subsistir gracias a la ayuda de sus hijos y nietos, finalmente habían salido de forma cautelosa al exterior, y cuando se toparon el uno con otro, en vez de empezar a pelearse como era habitual se pusieron a charlar amistosamente y acabaron riendo juntos, contentos de haber sobrevivido.

Al igual que otros muchos, aquellos dos viejos lunáticos habían ido a la antigua sede de la gobernación porque querían entregarle a Su Majestad (que tendría la edad de sus nietas) unas cestas de mimbre llenas de nueces e higos que habían recogido de sus jardines y recitarle unos poemas que habían compuesto en turco, rum y minguerense. Pero mientras hacían cola habían empezado a darse codazos y a insultarse por lo bajo en esas tres lenguas. Según algunos, esta discusión la instigaron los que tenían alrededor; según otros, la iniciaron ellos mismos porque pensaban que si se empujaban e insultaban se ganarían la simpatía de la gente, y porque en el fondo era lo único que sabían hacer.

Justo cuando los dos viejos lunáticos empezaban a intercambiarse insultos y obscenidades a viva voz —algo que sin duda incomodaría bastante a la soberana—, sonó por primera vez la sirena del barco de vapor. En palabras de la reina, los dos ancianos sonrieron «como si fueran dos críos» y levantaron la cabeza hacia el cielo azul como si les hubiera llegado un sonido mágico. Cuando volvió a sonar por segunda y tercera vez, la reina se levantó de su asiento sin dar explicaciones a nadie, subió por la amplia escalinata alfombrada hasta su habitación seguida por los escoltas, escribanos y sirvientes que portaban las cestas de regalos, e intentó divisar el barco por la ventana.

Se trataba de una pequeña embarcación de carga y pasajeros, el Enas, con bandera cretense y de un color rojo oxidado. Muy rara vez iba por Minguer, ya que por lo general hacía la ruta Creta-Tesalónica-Esmirna. En cuanto vislumbró el barco, que a pesar de su puente de mando pequeño y achaparrado y su chimenea corta y redondeada ofrecía un aspecto decidido e imponente, Pakize Sultan volvió a sentir la profunda tristeza que solía experimentar cuando contemplaba por las ventanas del palacio de Çırağan las embarcaciones de vapor y los ferris de pasajeros que bajaban por el Bósforo dirigiéndose desde el mar Negro hacia el Mediterráneo: la vida no debería consistir en permanecer confinada en aquellas estancias palaciegas, sino en poder viajar a bordo de uno de aquellos barcos que la llevarían a otros mundos.

Pero cuando contemplaba los barcos desde las ventanas del palacio su padre había estado cerca de ella, o al menos había estado rodeada de sus pertenencias, impregnadas de su olor. La nostalgia de Estambul y de su padre se convirtió en dolor, y para intentar distraerse y tranquilizarse se sentó al escritorio y empezó a redactar una nueva carta para su hermana, en la que escribió que era plenamente consciente de su enorme responsabilidad hacia el pueblo de Minguer, y que se enorgullecía de ser tan querida por «sus gentes». A la reina le parecía muy injusto que los hombres musulmanes pudieran casarse hasta con cuatro mujeres y divorciarse de ellas cuando se les antojara, simplemente diciendo tres veces «¡Me divorcio!». En esa carta escribió que, en cuanto tuviera la oportunidad, derogaría esa práctica. Estaba segura de que su padre se sentiría muy orgulloso de ella si supiera las cosas que había hecho y las que pensaba hacer.

El cónsul británico de Creta fue quien realizó las gestiones necesarias para que la embarcación de color herrumbroso que Pakize Sultan había visto acercarse lentamente al puerto obtuviera el permiso necesario para pasar entre los acorazados de las grandes potencias. A bordo del barco llegaban más de cuarenta minguerenses, en su mayoría rums que habían huido a Creta al principio de la epidemia; tres médicos, dos de ellos musulmanes; así como una remesa tardía de colchones, tiendas de campaña y suministros sanitarios para luchar contra la peste.

Mucha gente interpretó la llegada del Enas como una señal de que la epidemia había acabado definitivamente, y dejaron todo lo que estaban haciendo para bajar al puerto con ánimo de celebración. La reina observó detenidamente desde su habitación cómo el barco de color herrumbroso echaba el ancla y cómo dos barcas partían desde los muelles para ir a su encuentro. La muchedumbre congregada en el puerto empezó a intercambiar rumores sobre la naturaleza exacta de aquella embarcación y cómo habría conseguido llegar hasta la isla, y muchos especularon con que el bloqueo quizá se hubiera levantado hacía tiempo.

No fue hasta tres horas después de que desembarcaran los primeros pasajeros cuando el primer ministro doctor Nuri logró por fin hablar con la reina, y le comunicó que el barco era «amistoso» y que había logrado llegar a la isla gracias a un acuerdo provisional entre los británicos y su tío. (Notó que la mención a su tío no despertaba ira en el rostro de Pakize Sultan, sino melancolía).

El ministro de Inteligencia no tardó en identificar la persona más importante que llegaba a bordo del barco, un jovial y narigudo periodista francés, el mismo que había hecho llegar a Europa las noticias sobre Minguer que se habían publicado en la prensa francesa y británica. El plan era que, para obtener las declaraciones solicitadas por el gobierno, ese hombre realizara una entrevista a la reina en la que hablara sobre cómo Abdülhamit había mantenido en cautividad a su padre, sus hermanas y el resto de su familia, y por supuesto sobre cómo se había convertido en la reina de un estado soberano, algo que casi parecía una ironía del destino. Le Figaro y el London Times dedicarían mucho espacio a esa entrevista, lo cual, según el ministro de Inteligencia, ayudaría a allanar el terreno para que los británicos ayudaran a proteger a la isla contra las represalias de Abdülhamit. El cónsul George también había pedido que le recordaran a Su Majestad que no se olvidara de subrayar su desprecio hacia los movimientos islamistas y la discriminación contra las mujeres.

—Dígame, señor, ¿por qué vinimos a esta isla?

—¡Todavía no sabemos por qué su tío nos incluyó en esa delegación con rumbo a la China!

—Pero nos enviaron aquí después de que asesinaran al pobre Bonkowski Pachá, que en paz descanse, con órdenes de mi tío para acabar con la epidemia y resolver el crimen, ¿no es así? —dijo la reina, dirigiéndose a su marido en un tono ligeramente condescendiente, pero también edificante y lleno de ternura.

—Y por esa razón, tras haber cumplido nuestro objetivo por la gracia de Dios, el pueblo de esta isla la ha convertido en su reina.

—Todavía no acabo de entender por qué me han hecho reina. Pero lo que sí sé, mi señor, es que no nos enviaron aquí para arrebatarles esta isla a los otomanos y entregársela en bandeja a los ingleses. Y también sé que, si hacemos eso, ni siquiera podré soñar con regresar a Estambul y volver a ver a mis queridas hermanas y a mi pobre padre.

—En este momento, regresar no parece algo factible.

—Soy consciente de ello, señor —dijo la reina—. Pero todo lo que hemos hecho en esta isla ha tenido como objeto poner fin a la epidemia. Por ahora nos quedaremos un tiempo más. ¡Tenemos una obligación moral con esta gente que me ha abierto sus corazones y me ha convertido en su reina! Le seré sincera: lo que menos me apetece ahora es verme con un periodista francés para contarle chismorreos sobre mi tío. Lo que quiero es que nos subamos al blindado —así era como se referían entre ellos al landó— y vayamos a Dikili, Kofunya, los Altos Turunçlar y los otros barrios para ayudar a esa gente que tanto nos necesita.

El periodista francés narigudo, cuya llegada a la isla había sido organizada vía telegráfica gracias a los esfuerzos conjuntos de Mazhar Efendi y el cónsul George, pensaba que la reina tan solo se hacía de rogar. Mientras esperaba a que Su Majestad le concediera una audiencia para la entrevista, empezó a recopilar información para otros artículos que pensaba escribir sobre la historia y los atractivos de la isla, el castillo y su famosa mazmorra, y por supuesto la epidemia de peste. Cuando se enteró de que había un grupo de funcionarios otomanos que, con el pretexto de la cuarentena, habían sido enviados a la Torre de la Doncella y que llevaban ciento trece días encerrados allí en condiciones lamentables, el periodista solicitó permiso a la reina para ir al islote y entrevistar a aquellos «turcos». La reina accedió a su petición, y además decidió que ella también iría para ver con sus propios ojos todo cuanto sucedía allí.

Dos horas después, a media tarde, Pakize Sultan y el doctor Nuri llegaron a la Torre de la Doncella en una flotilla de tres embarcaciones. Habían informado de antemano de que la reina y el primer ministro irían a realizar una visita de inspección, pero al desembarcar en el islote la única persona que acudió a recibirlos fue el funcionario rum encargado del lugar, a quien acompañaba su perro bóxer. En los ciento trece días que habían transcurrido desde la proclamación de la independencia, habían muerto más de la mitad de los sesenta funcionarios leales a Estambul y al sultán (algunos los llamaban «los turcos») procedentes de Arkaz y de otros pueblos de la isla que se negaron a co­laborar con el nuevo estado de Minguer. Todos aquellos burócratas a los que durante los primeros días de «Libertad» el difunto gobernador Sami Pachá había tratado de embaucar asegurándoles que «¡El estado de Minguer es justo!», finalmente habían rechazado las propuestas de salarios más elevados y manifestado con ingenua franqueza su deseo de volver a Estambul, algo por lo que habían pagado un precio muy alto.

Al principio, su castigo había consistido en permanecer encerrados —supuestamente por motivos de cuarentena— en aquel pequeño islote rocoso, sin posibilidad de volver a Estambul, y condenados a marchitarse bajo el sol sobre los estrechos riscos de sus acantilados. Pero a medida que llegaban más funcionarios leales a Estambul procedentes de otras partes de Minguer y la peste comenzó a propagarse, el islote se convirtió en un infierno. La única razón por la que la mitad de los reclusos lograron sobrevivir apretujados todos juntos en aquellos espacios terribles y angostos era porque la otra mitad habían muerto (arrojaban los cadáveres al mar desde un pequeño acantilado y los arrastraban las corrientes del Mediterráneo). Fue durante aquellos fatídicos días cuando los funcionarios encarcelados comprendieron que las autoridades de Minguer pensaban utilizarlos como moneda de cambio para tratar de llegar a algún acuerdo con Abdülhamit.

Algunos de los «rehenes» de la Torre de la Doncella empezaron a planear hacerse con la barca que iba y venía de Arkaz y utilizarla para escapar. Otros aseveraban que lo mejor sería no hacer nada, confiando en que tarde o temprano el acorazado otomano Mahmudiye, que formaba parte del bloqueo naval, acudiría a rescatarlos. Pero a medida que pasaban los días los reclusos seguían muriendo, asfixiados por los brutales efectos del calor, el hambre y la peste que los hacían discutir entre ellos e incluso llegar a las manos, y consumiéndose por las terribles condiciones que tenían que soportar. Muchos de los funcionarios otomanos más veteranos y leales a Abdülhamit —entre ellos el director de Fundaciones Piadosas Nizami Bey y el gobernador de distrito Rahmetullah Efendi, a quienes tanto detestaba Sami Pachá— murieron durante la primera semana del mandato del jeque Hamdullah.

La única persona que sobrevivió a aquella hecatombe sin perder la salud ni la cordura fue Hadi, el asistente del nuevo gobernador a quien habían asesinado antes de ocupar su cargo. En sus memorias, Hadi escribe sobre esta visita de la reina y su marido a la Torre de la Doncella en el mismo tono condescendiente y despectivo que emplearían los fundadores de la moderna República de Turquía al referirse a los últimos sultanes otomanos, los príncipes y los damats, y la dinastía otomana en su totalidad. En su opinión, Pakize Sultan y el doctor Nuri no eran más que un par de esnobs estirados cuya vida palaciega les había hecho perder todo contacto con la realidad, y que se habían convertido en meros peones de las potencias internacionales.

Muchos de los que habían sido desterrados a la Torre de la Doncella y murieron allí sin poder regresar a Estambul dedicaron el último aliento que les quedaba de vida a maldecir al exgobernador Sami Pachá que los había encerrado allí y había arrebatado la isla al Imperio otomano.

Como le habría sucedido a cualquier reina consciente de su responsabilidad, mientras escuchaba el relato del sufrimiento de aquellos «mártires» otomanos, Pakize Sultan se sintió invadida por un profundo sentimiento de culpa y vergüenza. Más tarde le escribiría a su hermana que, al ver a aquellos rehenes leales a Estambul, a aquellos prisioneros consumidos hasta la piel y los huesos por el hambre y la miseria, con los ojos protuberantes sobresaliendo de sus cuencas, quiso suplicarle al periodista francés que no escribiera nada sobre aquello, «¡no deshonre ni a los minguerenses ni a los turcos!». Cuando todavía no era más que un príncipe, su padre Murat V había impresionado a muchos periodistas europeos con su fluido francés. Pero Pakize Sultan se sentía bastante insegura de su dominio de la lengua. Después de haberse negado a conceder la entrevista sobre «el sultán y sus hijas cautivos en el harén» que tanto deseaba el narigudo periodista, ahora no podía prohibirle escribir también sobre «lo que había sucedido en la Torre de la Doncella y las terribles condiciones que habían tenido que soportar los funcionarios turcos». Mientras luchaba con aquellas emociones encontradas que pugnaban en su interior, la reina guardó silencio. Comprendió que estaba atrapada entre su sentido del deber hacia la isla y su esperanza de regresar algún día a Estambul, y quizá también por eso se sentía tan avergonzada.

Mientras caminaban hacia las barcas que los llevarían de vuelta a la ciudad, la reina se giró hacia su marido el primer ministro y le dio una orden que todos los presentes pudieron escuchar:

—¡Antes de emprender el regreso, el herrumbroso barco cretense que está punto de levar anclas en las aguas de enfrente del castillo hará una parada en la Torre de la Doncella para recoger a todos los que deseen volver a sus hogares en Estambul!