Sin embargo, el Comité de Cuarentena de Minguer no pudo reunirse a la mañana siguiente. Los delegados musulmanes estaban dispuestos, pero el cónsul francés se encontraba en Creta, el presidente del comité, el doctor Nikos, no se hallaba en casa, y el cónsul inglés, a quien el pachá consideraba un amigo, pidió que lo excusaran por cierto imprevisto. El gobernador convocó a su despacho a Bonkowski Pachá, a quien seguía manteniendo alojado en aquella destartalada casa de huéspedes con centinelas en la puerta.
—He pensado que, mientras esperamos a que se reúna el Comité de Cuarentena, tal vez le gustaría ver a su amigo farmacéutico de Estambul, su antiguo socio Nikiforo —le dijo.
—¿Está aquí? No respondió a los telegramas que le envié —se sorprendió Bonkowski Pachá.
El gobernador se giró hacia un rincón del despacho, donde Mazhar Efendi —cuya presencia había pasado inadvertida hasta entonces— permanecía sentado como en una sombra difusa.
—¡Nikiforo está en la isla, y podemos confirmar que recibió los dos telegramas que usted le envió! —aseguró Mazhar Efendi. Y lo dijo sin ningún reparo, convencido de que Bonkowski Pachá consideraría normal que los espías del gobernador leyeran todos los telegramas que llegaban a la isla.
—No contestó a sus telegramas porque temía que usted sacase a colación los desacuerdos comerciales que tuvieron en el pasado, así como el asunto de las concesiones administrativas —explicó el gobernador—. Pero ahora mismo está en su farmacia, esperando que su viejo amigo lo honre con una visita. Cuando se marchó de Estambul, abrió una farmacia aquí y se ha hecho muy rico.
Bonkowski Pachá y el doctor İlias fueron caminando hasta la farmacia. Los dueños de las tiendas de las estrechas callejas que daban a la plaza Hrisopolitissa habían extendido sus toldos de rayas azules, blancas y verdes para proteger del sol de la mañana los productos expuestos en sus vitrinas —telas de todos los colores, encajes, ropa confeccionada en Tesalónica y Esmirna, bombines, sombrillas de estilo europeo y zapatos— con lo que las callejuelas parecían aún más angostas de lo que eran. El químico y el médico vieron aquí también lo que ya habían observado en otras muchas ciudades al inicio de una epidemia: la gente que caminaba por la calle no tenía ningún miedo de tocar a los demás y contraer la enfermedad. Las mujeres que salían por la mañana a la compra con sus hijos, los vendedores ambulantes de frutos secos, galletas, bollitos de rosa de Minguer o limones, el barbero que afeitaba en silencio a su distinguido cliente y el chaval que vendía los periódicos de Atenas recién llegados en el último ferri, todos, mostraban que la vida en la ciudad seguía como siempre. La relativa opulencia de ese barrio y de esas calles, y la abundante variedad que los comercios ofrecían a la burguesía rum de Arkaz, le sugerían a Bonkowski Pachá que los negocios de su viejo amigo, el farmacéutico Nikiforo, irían viento en popa.
Bonkowski Pachá conoció a Nikiforo, que había nacido en Minguer, hacía veinticinco años en Estambul, cuando regentaba una pequeña farmacia en el barrio de Karaköy. Estaba situada en un callejón que daba al Banco Otomano y en su rótulo se leía «Pharmacie Nikiforo». En la trastienda había una habitación que antes se usaba como improvisada cocina —la llamada «sala de calderos»— y que había convertido en su taller. Allí Nikiforo elaboraba crema de manos con aroma a agua de rosas y pastillas mentoladas y dulces para la tos, productos que vendía en las ciudades portuarias y en algunas de las provincias más alejadas gracias a la política ferroviaria de Abdülhamit.
En un Estambul que en 1879 aún se resentía profundamente por la nueva derrota sufrida en la guerra ruso-otomana de 1877-1878 —la conocida como guerra del 93—, con todos los territorios perdidos y el terrible sufrimiento de los refugiados, los dos jóvenes farmacéuticos estrecharon su relación para fundar juntos la Asociación de Farmacéuticos de la Sublime Puerta. Poco después, la Société de Pharmacie de Constantinople, como también se la conocía, tenía ya más de setenta miembros, rums en su mayor parte. El éxito de la organización y sus actividades educativas llamaron la atención del joven sultán Abdülhamit, lo cual le llevó a encargar al joven Bonkowski, a cuyo padre conocía del ejército, un gran número de tareas, como, entre otras, el análisis del agua potable de Estambul o la redacción de diversos informes sobre microbiología.
Fue más o menos por aquella época cuando Abdülhamit centró su interés en la producción de agua de rosas, parte de su sueño de transformar las manufacturas tradicionales otomanas en una industria de fábricas y talleres. Desde hacía siglos, las familias de Estambul elaboraban el agua de rosas destilando de forma casera las rosas de sus propios jardines, pero la producían en pequeñas cantidades y la usaban para preparar mermeladas y dulces y para otras actividades de la vida cotidiana. ¿Acaso, con la experiencia y la tradición de los otomanos, no se podría elaborar este producto en fábricas al estilo europeo en mucha mayor cantidad y cultivar las rosas suficientes para ello? El sultán Abdülhamit II encargó un informe sobre el asunto al joven y diligente químico Bonkowski Bey.
En tan solo un mes, Bonkowski Bey ya había especificado la planificación y el presupuesto para una fábrica capaz de producir agua de rosas en grandes cantidades en Estambul, y explicó detalladamente al sultán que, además de los invernaderos de Beykoz situados a las afueras de la ciudad, el único lugar en el que se podría establecer una explotación agrícola capaz de cultivar las toneladas de rosas que una fábrica de esas características necesitaría no sería otro que la vigésimo novena provincia otomana, la isla de Minguer. Evidentemente, durante su proceso de investigación, Bonkowski Bey sacó provecho de las ideas y los consejos de su amigo minguerense Nikiforo, que elaboraba su crema de manos con rosas procedentes de la isla. Poco después, el sultán convocó ante su presencia a Bonkowski Bey y al farmacéutico Nikiforo y les preguntó en repetidas ocasiones si la provincia de Minguer podría o no producir, como se decía en el informe, tan grandes cantidades de aquellas rosas de peculiar fragancia, oleosas y de fuerte olor profundo y almibarado. Y, tras obtener una respuesta afirmativa de los dos nerviosos y temblorosos farmacéuticos, uno católico y el otro ortodoxo, salió de la estancia.
Al poco tiempo, un emisario enviado por el gobierno de Estambul comunicaba a Bonkowski Bey que Su Majestad otorgaba una concesión a los señores Bonkowski y Nikiforo para cultivar rosas en la provincia de Minguer y vender su cosecha a la fábrica de agua de rosas que el sultán iba a establecer en Estambul. Los concesionarios no deberían pagar tasa alguna por esta actividad.
Nikiforo se tomó mucho más en serio que Bonkowski aquel privilegio concedido por el sultán, y un año más tarde había fundado una compañía para producir agua de rosas en la isla. Bonkowski, que invirtió diez liras de oro de su propio bolsillo, se encargó de gestionar las relaciones con el Ministerio de Comercio y Agricultura y de dar a conocer sus actividades empresariales. Durante aquel primer año consiguieron sistematizar la producción de rosas cultivadas en la isla. Bonkowski incluso encontró a un granjero familiarizado con los entresijos del cultivo de rosas, que había huido desde los Balcanes a Estambul tras la guerra del 93, así que lo envió junto a su familia a Minguer.
Pero todas estas iniciativas e inversiones se interrumpieron de repente cuando Bonkowski Bey perdió el favor de Abdülhamit. Al parecer, su ofensa fue contar pomposamente ante un farmacéutico y dos médicos, que estaban sentados leyendo en la sala de espera de la Farmacia Apery de Estambul, que Su Majestad el sultán tenía un problema en el riñón izquierdo, siendo el caso que también estaban presentes dos periodistas disidentes, uno de ellos espía. (Abdülhamit moriría treinta y ocho años más tarde por una insuficiencia del riñón izquierdo). Más que porque se conociera su enfermedad, el sultán se ofendió porque Bonkowski hablara tan a la ligera sobre sus riñones.
Sin embargo, el verdadero delito de Stanislaw Bonkowski fue sin duda el inesperado éxito alcanzado por la asociación de farmacéuticos modernos que fundó. Por aquellos años, las anticuadas herboristerías que vendían remedios tradicionales, especias, hierbas, raíces, venenos, opio y otras drogas, rivalizaban con las modernas farmacias que actuaban conforme a la ciencia médica. A propuesta de Bonkowski Bey, con el apoyo inicial de Abdülhamit, se elaboró un nuevo reglamento farmacéutico por el que se prohibía la venta en herbolarios, ni siquiera con receta, de venenos, drogas y sustancias nocivas.
Los propietarios de herboristerías tradicionales, en su mayoría musulmanes, vieron cómo disminuían sus ingresos y se rebelaron contra estas medidas. Enviaron a Abdülhamit numerosas cartas, tanto firmadas como anónimas, en las que se denunciaba la persecución a los comerciantes musulmanes. ¡Solo había malas intenciones tras el deseo de los farmacéuticos rums de apropiarse de todos los venenos y narcóticos! Abdülhamit dejó de encargarle tareas al joven Bonkowski —también, probablemente, debido al enfado por su indiscreción—, pero después de cinco años, y tras las súplicas de numerosos intermediarios, sus ánimos se apaciguaron y confió de nuevo en él, así que comenzó a encomendarle la redacción de informes sobre asuntos como el análisis de las aguas del lago Terkos o las causas de la reiterada aparición de brotes de cólera todos los veranos en Adapazarı. El químico, ya perdonado, continuó escribiendo numerosos informes sobre diversos temas, desde una lista de hierbas de los jardines del palacio Yıldız con las que se podrían elaborar venenos, hasta los más nuevos y baratos productos europeos que podrían utilizarse para la desinfección del agua del pozo de Zamzam.
Durante esos cinco años, Bonkowski perdió el contacto con su amigo el farmacéutico de Karaköy, mientras que Nikiforo cerró su negocio y regresó a su Minguer natal.
Bonkowski Pachá se alegró mucho por su viejo amigo al contemplar la abundancia de los productos de la enorme farmacia situada en la plaza Hrisopolitissa. Fuera se leía «Nikiforo Ludemis — Pharmacien», y en el lugar más destacado del escaparate había colocado su fez con el dibujo de una rosa. Era el mismo símbolo que había utilizado en su farmacia de Estambul para atraer a los clientes que no sabían leer y que necesitaban alguna receta. Junto al fez se exponían refinados envases y recipientes con el agua de rosas elaborada por el propio Nikiforo, así como frascos con aceite de pescado, alcanfor o glicerina. La gran variedad de productos —cajas de medicamentos, chocolates suizos, conservas, botellas de agua mineral Evian y Vittel traídas desde Francia, purgantes de Hunyadi Yanos, colonias inglesas Atkinsons, cajas de aspirinas importadas de Alemania y otros muchos productos enviados desde Atenas— hacía de aquel escaparate un abigarrado espectáculo.
El dueño de la tienda salió al ver a los dos distinguidos visitantes que contemplaban con admiración su escaparate. Procurando no acercarse demasiado a ellos, el farmacéutico Nikiforo les invitó a entrar y sentarse y les ofreció café. Los dos viejos amigos se dedicaron amables palabras como si no hubieran pasado décadas sin verse y compartieron algunos recuerdos.
—El gobernador Sami Pachá ha dicho que en realidad no querías verme.
—No soy del agrado del gobernador.
—Yo ya no tengo nada que ver con la concesión que Su Majestad nos otorgó hace años para incentivar nuestro trabajo —explicó Bonkowski Pachá.
—Por favor, os invito a que veáis los productos de la empresa que fundamos juntos.
Nikiforo les mostró primero las finas y delicadas botellas de agua de rosas que encargaba en Estambul. Luego examinaron las cremas de manos con fragancia de rosas, los ungüentos, los jabones de diversos colores con olor a rosa y los espráis con esencia de rosa.
—Nuestra marca de ungüentos es la más popular, solo por detrás de los productos de Edhem Pertev. Y nuestra crema de manos es muy demandada no solo en las farmacias rums de Estambul, sino también entre las señoras musulmanas.
Hoy conocemos todo lo que se habló durante ese encuentro en la farmacia de Nikiforo gracias a la transcripción, palabra por palabra, que hizo desde la sala contigua un espía del director de inteligencia. Nikiforo se dedicó a explicarles los éxitos comerciales que había cosechado en las ciudades portuarias del Mediterráneo oriental con sus productos farmacéuticos aromatizados con agua de rosas, pero luego confesó, orgulloso, lo que le había hecho ganar realmente dinero tras la concesión de Abdülhamit: más de la mitad de los agricultores de la isla de Minguer vendían sus rosas a la compañía de Nikiforo y de sus hijos. Cuando aún se encontraba en Estambul, se había casado con Mariantis, una chica rum de Minguer, con la que tuvo dos hijos. Todoris, el mayor, estaba al frente de su finca situada en el pueblo de Pergalo, al norte de la isla. El pequeño, Apostol, dirigía las ventas de la tienda que su empresa, La Rosa de Minguer, tenía en Atenas.
—Maşallah! Os dedicáis a exportar un producto local y luego a traer el dinero a la isla —se admiró Bonkowski Pachá—. Entonces, ¿por qué no le gustas al gobernador Sami Pachá?
—En los alrededores de Pergalo, al norte, son interminables las peleas, escaramuzas y asaltos entre bandas rums y musulmanas. Hay un bandido rum llamado Pavlo, muy querido entre las gentes de aquella zona montañosa, y cuando viene a pedir dinero para «proteger» la finca donde cultivamos nuestras rosas, mi hijo no puede negarse. Si lo hiciera, no pasarían ni tres días antes de que quemaran nuestras tierras o de que alguien resultara muerto. Todos saben que, si hacen enfurecer a ese despiadado Pavlo, no dudará en asesinar a funcionarios otomanos o a asaltar algún pueblo musulmán y raptar alguna chica (alegando que «en realidad son rums a las que se obligó a convertirse al islam»), sacando ojos y cortando orejas a diestro y siniestro.
—¿Y no puede el gobernador Sami Pachá atrapar a ese Pavlo?
—Su excelencia el gobernador considera que la mejor manera de luchar contra el malvado Pavlo es respaldar al chiflado jeque de la hermandad de los Terkapçı, del cercano pueblo musulmán de Nebiler, y a su protegido, un bandido llamado Memo —prosiguió el farmacéutico Nikiforo mientras dirigía un guiño de complicidad a sus dos invitados como para indicarles que sabía que había alguien escuchando en la habitación de al lado—. Memo es tan despiadado como Pavlo, pero además es un musulmán fanático que no dudará en dar un buen escarmiento a cualquier casa de comidas musulmana que ose abrir sus puertas en Ramadán.
—¡Dios mío! —exclamó Bonkowski Pachá dirigiendo una sonrisa cómplice al doctor İlias—. ¿Y qué es lo que hace ese tal Memo?
—En el último Ramadán hizo azotar a un hombre de la aldea de Dumanlı por servir comida durante el día en su restaurante, tanto para que le sirviera de escarmiento como para darse a conocer en la zona.
—Y los musulmanes de Minguer, los funcionarios, las viejas familias, ¿toleran todas esas fechorías?
—Y qué más daría que lo hicieran —replicó el farmacéutico con indiferencia—. Como buenos musulmanes, puede que lo reprueben… Pero ese Memo es quien los protege de Pavlo, ya que nuestro gobernador tarda mucho en enviar a los soldados desde la capital de la provincia. Lo único que puede hacer es identificar los nombres y lugares de los pueblos rums rebeldes que apoyan las atrocidades de Pavlo, y sugerir a los acorazados otomanos Mahmudiye y Orhaniye que los bombardeen en verano. Por fortuna, no suelen hacerlo.
—¡Parece que te lo ponen muy difícil! —exclamó Bonkowski Pachá—. Pero está claro que tu tienda está muy bien surtida.
—Supongo que sabrás que, hace unos treinta o cuarenta años, hubo un próspero periodo de un cuarto de siglo en el que el mármol de Minguer, conocido en el mundo entero como la piedra de Minguer, era muy demandado —explicó el farmacéutico Nikiforo—. En los embarcaderos de piedra se cargaban barcos y más barcos con el mármol rosa de Minguer que se exportaba a Alemania y América. En la década de 1880, todas las aceras de los bulevares de Chicago, Hamburgo o Berlín, ciudades con inviernos duros, se pavimentaron con piedra tallada de nuestras montañas, pues se decía que soportaban bien el frío y el hielo. En aquella época, el comercio con Europa se hacía a través de Esmirna. Pero en los últimos veinte años, con la caída de la demanda de piedra de Minguer y debido al creciente apoyo que recibimos desde Grecia, nuestros productos se dirigen cada vez más hacia Atenas. A las señoras atenienses y europeas les encanta ponerse nuestra crema con aroma de rosas en las manos, para ellas es casi como un perfume caro. Por el contrario, en Estambul el agua de rosas es algo que puede beberse a cucharadas en la mesa de cualquier pastelería, y no es especialmente cara. Pero me imagino que no es nuestra concesión de agua de rosas lo que te interesa. Así pues, debe de ser verdad lo que dicen, que habéis venido para detener la plaga de peste.
—La epidemia se ha extendido porque se ha mantenido en secreto —dijo Bonkowski Pachá.
—Y todo estallará de repente, como cuando empezaron a morir las ratas —aventuró Nikiforo.
—¿Tú no tienes miedo?
—Sé que estamos al borde de un tremendo desastre… Pero como no puedo formarme una imagen clara de lo que ocurrirá, no paro de decirme a mí mismo que debo de estar equivocado, y entonces, mi estimado amigo, no me permito continuar pensando en ello. Lo que de verdad me asusta es que el gobernador les ha dado tanta manga ancha a esas hermandades de pacotilla y sus jeques consentidos e ignorantes que ahora no le permitirán aplicar una cuarentena como es debido. Esos cabecillas de baja estofa harán todo lo que esté en su mano, con sus papelitos de oración y sus amuletos, para aguar la cuarentena.
Bonkowski Pachá se sacó el amuleto del bolsillo y se lo mostró.
—¡Esto se lo quité al carcelero que ha fallecido! —dijo—. No te preocupes, lo he desinfectado.
—¡Por favor, Stanislaw! —exclamó el farmacéutico Nikiforo—. Tú debes saberlo mejor que nadie: ¿es realmente cierto que para que una persona se contagie de peste es preciso que haya ratas y pulgas? ¿O podría transmitirse de persona a persona sin que haya ratas de por medio? ¿O es que tal vez podría pegármelo este amuleto?
—Ni siquiera los médicos y especialistas en cuarentenas más sabios y reconocidos de la conferencia de Venecia del año pasado podrían afirmar que «no se contagia por el contacto entre personas» o que «no se contagia por la saliva y las partículas del aire». Y si esto no se puede asegurar a ciencia cierta, no queda más remedio que recurrir a los métodos tradicionales del aislamiento, la cuarentena y la caza de ratas. Todavía no existe una vacuna para esta maldición. Los ingleses y los franceses la están buscando, ya veremos si lo consiguen.
—Entonces, ¡que Nuestro Señor Jesucristo y la Virgen María nos asistan! —concluyó el farmacéutico.
Las campanas de la iglesia comenzaron a dar las doce.
—¿Tienes veneno para ratas? —preguntó Bonkowski Pachá—. ¿Qué es lo que se usa en la isla? ¿Arsénico?
—En las farmacias tenemos productos con cianuro que vienen de Esmirna, de las farmacias Gran Bretaña y Aristóteles. No son demasiado caros. Una caja puede durar hasta siete u ocho semanas. Aquí la gente, cuando tenía ratones en casa, lo que solía comprar era el arsénico que venden en las herboristerías. También puedes utilizar la solución que acaban de enviar desde Grecia a la Farmacia Pelagos con el último ferri de Pantaleon, o la que ha llegado a la tienda de Dafni procedente de Tesalónica. Esta última tiene más fósforo. Pero tú eres el químico, sabrás más de venenos que yo.
Los dos viejos amigos intercambiaron una mirada profunda y misteriosa. En ese momento, Bonkowski Pachá sintió como si se hubiera distanciado de su amigo de juventud y ahora estuviera más ligado a Abdülhamit y al Estado otomano, aunque los lectores de las cartas que tenemos entre manos comprenderán más tarde que esto no es del todo cierto. Aun así, Bonkowski no podía entender las emociones de Nikiforo; no podía aceptar que se hubiera alejado por completo de Abdülhamit y Estambul.
—Cuando las ratas empezaron a atacar y luego se murieron por sí solas —prosiguió Nikiforo—, nadie se interesó por las trampas, ni por los venenos. Pero ahora, con todo lo que está hablando sobre la peste y después de las historias que llegaron desde Esmirna sobre la caza de ratas, la nuera de los Yanboidakis, una de las familias rums más adineradas, compró dos trampas fabricadas en Tesalónica. Y el jardinero de los Frangiskos le compró una trampa de resorte a Hristo, nuestro carpintero.
—¡Pues pídele a Hristo que fabrique tantas trampas como le sea posible! —interrumpió Bonkowski Pachá, entusiasmado—. ¿Cuánto tiempo tardarían en llegar si se piden a Creta o a Esmirna?
—Desde que empezaron a correr rumores sobre la cuarentena han disminuido los ferris regulares y han aumentado los discrecionales. Algunas familias ricas que suelen venir para el verano ya se han marchado pensando que, si se declara la cuarentena, podrían quedarse atrapadas aquí. Otras ni siquiera han venido este año. El veneno para ratas puede tardar un día en llegar desde Creta, y dos días desde Esmirna.
—Como farmacéutico, debes tener muy claro que pronto enfermará todo el mundo, que faltarán camas de hospital y que los médicos no darán abasto con los pacientes ni los enterradores con los cadáveres.
—Pero vosotros acabasteis de forma rápida y sencilla con la epidemia en Esmirna.
—Allí conseguimos reunir al dueño rum de la Farmacia Lazarides, la mayor de Esmirna, y al propietario musulmán de la Farmacia Şifa, y en vez de culparse el uno al otro por lo que estaba pasando, se pusieron manos a la obra para acabar cuanto antes con la plaga. Dime, ¿qué suministros tenéis en la isla para preparar solución desinfectante?
—Los militares fabrican su propia solución en una calera que hay en la guarnición. La oficina del gobernador importa barriles de desinfectante desde Estambul y Esmirna, mientras que algunos hoteles y restaurantes se lo compran a la farmacia de Nikolas Aghapides de Estambul. El olor a lavanda de determinados establecimientos podría dar la impresión de que han sido desinfectados, de que están limpios, pero yo no estaría seguro de que la proporción de alcohol de esas soluciones sea suficientemente alta para matar al microbio de la peste, o de si esos productos perfumados surtirán algún efecto. Mitsos, el dueño de la Farmacia Pelagos, también forma parte del Comité de Cuarentena, y seguramente podría relajar las medidas de la cuarentena a los hoteles que le compren su solución a buen precio.
—¿Tienes sulfato de cobre?
—Aquí lo llaman vitriolo azul… En un día, mi estimado amigo, podré conseguir en las demás farmacias la cantidad suficiente para preparar la solución. Aunque, dada la naturaleza de la política de cuarentena en la isla, no creo que podamos garantizar un suministro continuo.