Bonkowski Pachá quedó impresionado por los amplísimos conocimientos que tenía Nikiforo sobre dónde se podía conseguir cualquier tipo de sustancias en la isla de Minguer.
—Sin duda, tú también debes formar parte del Comité de Cuarentena, y no solo el farmacéutico Mitsos —dijo.
—Me siento honrado por tu amable ofrecimiento, querido pachá —repuso Nikiforo—. Amo la isla de Minguer. Pero no puedo soportar a todos esos cónsules que solo sirven para vender pasajes de barco, practicar el contrabando y encontrar nuevas maneras de engañarse unos a otros. Y ni siquiera son cónsules, todos ellos son vicecónsules. En cualquier caso, va a ser muy difícil imponer la cuarentena mientras su excelencia el gobernador siga protegiendo a esos jeques.
—¿Cuál de ellos muestra mayor hostilidad hacia la cuarentena?
—A nosotros los rums no se nos ocurriría jamás entrometernos en las cuestiones de fe de los musulmanes. Pero hay que entender que esta isla es como un barco, y que en él estamos todos juntos. Las flechas de la plaga no van a hacer distinción entre musulmanes y cristianos. Si los musulmanes no respetan la cuarentena, no solo morirán ellos, sino también los cristianos.
Bonkowski Pachá se levantó de la silla para indicar que había llegado el momento de marcharse y comenzó a examinar las elaboraciones de agua de rosas que estaban expuestos en las vitrinas de la farmacia.
—¡Nuestros productos más demandados siguen siendo La Rose du Minguère y La Rose du Levant! —exclamó Nikiforo. Abrió la vitrina y le dio a Bonkowski Pachá una delicada botella de uno y un tarro de vidrio de tamaño mediano del otro—. La Rose du Minguère es nuestra crema de manos con fragancia de rosas y La Rose du Levant es nuestra agua de rosas de más calidad. Una noche de hace más de veinte años, en Estambul, se nos ocurrieron juntos esos nombres, ¿te acuerdas, querido pachá?
Bonkowski Pachá recordaba aquella noche en Estambul y sonrió con nostalgia. Aquellos dos jóvenes, a los que el sultán había otorgado de forma repentina e inesperada una concesión, estaba sentados en la trastienda de la farmacia de Nikiforo en Karaköy, bebiendo rakı y soñando con hacerse ricos. Primero embotellarían el agua de rosas con el especial aroma de Minguer, luego fabricarían con ella crema de manos. La década de 1880 fue la edad de oro de lo que los europeos denominaban specialités pharmaceutiques. Las anticuadas herboristerías, con su profusión de olores y colores, cayeron en desgracia y las farmacias se adueñaron rápidamente del mercado, con sus paredes pintadas de blanco y sus vitrinas de madera; allí se podían encargar los medicamentos prescritos mediante receta. Estas farmacias no tardaron en importar productos de otros lugares: elegantes frascos que contenían ungüentos para los callos y remedios para el dolor de estómago, tintes para la barba o el cabello, pasta de dientes o bálsamos para las heridas. Algunas farmacias de Estambul y Esmirna llegaron a vender también eaux de toilette y purgantes fabricados en Europa. Fue en esa época cuando ciertos avispados farmacéuticos empezaron a elaborar versiones locales de esos productos. Incluso Bonkowski Bey creó una pequeña empresa para producir su propia «gaseosa purgante» y «agua carbonatada con sabor a frutas». Fue entonces cuando descubrió que las botellas, los tapones y las elegantes cajitas y etiquetas de los «productos locales» eran importados de Europa, la mayoría desde París. Además, allí también cobraban por los dibujos que aparecían en las etiquetas. Por esa razón recurrió a un amigo suyo, el pintor Osgan Kalemciyan.
—Este dibujo lo hizo tu amigo Osgan para nuestras botellas de agua de rosas, y lo hemos mantenido desde entonces. Cuando empezamos, encargamos mil copias a la única imprenta de Arkaz que se dedicaba a hacer etiquetas y tarjetas de visita, y luego las pegamos a nuestros primeros frascos.
—Osgan no solo era químico y farmacéutico, sino también el diseñador de publicidad más demandado en aquella época —dijo Bonkowski Pachá—. Pintaba carteles publicitarios para los hoteles más conocidos y algunos de los comercios más importantes, como el de Lazzaro Franco, y por supuesto también dibujaba las ilustraciones de los catálogos farmacéuticos y diseñaba los envases.
—¡Ven a ver esto! —exclamó Nikiforo, y, tras llevarse a Bonkowski Pachá a un lado, continuó en voz baja—: El enemigo más acérrimo de la cuarentena, y a quien el gobernador debería tener más vigilado, es el jeque del tekke Rifai. El jeque Hamdullah también lo apoya bajo cuerda.
—¿Y dónde está ese tekke?
—Id a los barrios de Vavla y Germe. ¿Te acuerdas de los símbolos que utilizamos para la Rosa de Levante? Un diseño más estilizado y figurativo. Se pueden ver trazas de las características torres picudas del castillo de Arkaz, el Monte Blanco y la rosa de Minguer.
—¡Sí, también me acuerdo de esto! —respondió Bonkowski Pachá.
—Voy a enviarle en el landó algunas muestras de nuestros productos a Su Excelencia el gobernador —añadió Nikiforo, señalando las dos botellas de La Rose du Levant que había metido en una cesta—. Una vez hice bordar el diseño de la etiqueta de estos frascos en una tela y la colgué en el escaparate como reclamo, pero, por desgracia, su excelencia el gobernador malinterpretó mis intenciones, mandó confiscarla y aún no me la ha devuelto. Acepto formar parte del Comité de Cuarentena, pero con una condición: que me devuelvan esa pieza de tela. Es una parte importante de la historia de nuestra empresa.
Media hora más tarde, tras insistir en reunirse con el gobernador, Bonkowski Pachá entraba en su despacho, y le trasladó de inmediato a Sami Pachá el deseo de Nikiforo.
—Mi viejo amigo, el farmacéutico Nikiforo, ha aceptado formar parte del Comité de Cuarentena. Pero pone una única condición: ¡que le devolvamos su pancarta publicitaria!
—¡Así que ha tenido el valor de contarle aquel incidente! ¡Es un ser ingrato y repugnante, ese Nikiforo! Gracias a la concesión de Su Majestad el sultán, se enriqueció con el cultivo de rosas, las farmacias y el comercio de agua de rosas. Y en cuanto se labró su fortuna, le dio la espalda al sultán y se alió con el cónsul griego y su ministro de Comercio. Si quisiera, le enviaría a los inspectores de hacienda, lo cubriría de tasas y multas y vería cómo sus palacios de agua de rosas se derrumban sobre su cabeza.
—¡No haga eso, Excelencia! —exclamó Bonkowski Pachá con un aire de extrema humildad—. La cuarentena es una labor de unidad y colaboración. Y ya me resultó bastante difícil convencerlo de que formara parte del Comité de Cuarentena.
El gobernador entró por una puerta verde en una pequeña habitación contigua al despacho. Abrió la tapa de un cofre, sacó un trozo de tela del característico color entre rojo y rosado de Minguer, y lo desplegó como si fuera una sábana.
—¡Fíjese, muy bien podría tratarse de una bandera!
—Entiendo su preocupación, querido pachá, pero no es una bandera, se trata de la etiqueta del producto de la empresa farmacéutica que fundamos Nikiforo y yo cuando éramos jóvenes. ¡Es una especie de emblema que colocábamos en las botellas! —aclaró Bonkowski Pachá—. ¡Excelencia, pida por favor a la oficina de telégrafos que vuelva a comprobar los mensajes! —se apresuró a añadir, no porque quisiera cambiar de tema, sino porque no podía creer que aún no hubiese llegado el telegrama de Esmirna.
Más tarde, cuando Bonkowski Pachá y su ayudante ya habían regresado caminando a la desvencijada casa de huéspedes, el doctor İlias volvió a aconsejar al impaciente Bonkowski que no fuera por su cuenta a la oficina de telégrafos.
—¿Y qué peligro hay? ¿Quién de por aquí iba a querer que se desatara una epidemia de peste? Esta isla es como cualquier otro lugar, y en cuanto la plaga empiece a azotarla, todas las facciones rivales dejarán a un lado sus hostilidades inmediatamente.
—Siempre habrá alguien que vaya a por usted solo por conseguir notoriedad, querido pachá. Estoy seguro de que recordará lo ocurrido en Edirne, donde, después de un mes de esfuerzos para acabar con la epidemia de cólera, y cuando ya se disponía a abandonar la ciudad, todavía había quienes sostenían que fue usted quien llevó allí la enfermedad.
—¡Esta es una isla verde, cálida y próspera! —repuso Bonkowski Pachá—. La gente de aquí es más agradable, como su clima.
Como seguían sin recibir respuesta de gobernación acerca del telegrama, el inspector jefe de sanidad del Estado otomano y su médico asistente decidieron finalmente salir de la casa de huéspedes sin decírselo a nadie. Para cuando los centinelas de la puerta se dieron cuenta y los alcanzaron, ya habían llegado a la plaza de la Provincia. Un cielo despejado dominaba la plaza aquella cálida tarde de primavera. Bonkowski Pachá quedó extasiado ante el bullicioso y deslumbrante panorama, con el espectacular castillo a la izquierda y los escarpados y fabulosos roquedales del Monte Blanco a la derecha. Caminaron cobijados por la sombra de los soportales que rodeaban la plaza. La oficina de correos de Minguer y la elegante tienda de tejidos de Dafni habían apostado en sus entradas a alguien para rociar con solución desinfectante a sus visitantes. No se veía ninguna otra señal de que hubiera peste en la ciudad. Los caballos de los coches que estaban en la plaza dormitaban de pie, mientras los cocheros charlaban animadamente a la espera de clientes.
Al entrar en la oficina de correos, un empleado les roció con lisol diluido con fragancia de rosas. Bonkowski Pachá se acercó a un funcionario de cierta edad que estaba muy ocupado contando algo, mojándose de vez en cuando los dedos en agua con vinagre.
—¡Ya ha llegado el telegrama que esperaba, y también los dirigidos al Comité de Cuarentena de la provincia! —le informó el funcionario, antes de proseguir con su recuento.
Ansioso por conocer los resultados, Bonkowski Pachá había despachado también otro telegrama de carácter personal al director de cuarentenas de Esmirna. Así fue como se enteró «oficialmente» de que había una epidemia de peste en la isla, lo cual no hizo más que confirmar su pronóstico.
—¡Voy a darme una pequeña vuelta por Vavla y Germe antes de que comience la reunión de la cuarentena! —anunció Bonkowski Pachá—. Un epidemiólogo debe asegurarse de verlo todo con sus propios ojos.
El doctor İlias reparó en que justo a su derecha, detrás del mostrador de telégrafos, la puerta de la sala de entrega de paquetes se había quedado abierta. La otra puerta de esa sala, la que daba al exterior, también estaba entornada y dejaba ver el verde oscuro del jardín trasero.
Bonkowski Pachá se percató de la expresión de estupor del doctor İlias, pero no le prestó atención. Se metió detrás del mostrador que tenía a su izquierda. Deambuló por allí como si nada (Dimitris, el director de la oficina de correos, y otro funcionario le daban la espalda mientras leían algo), y se coló rápidamente en la sala desierta. Sin aminorar el paso, empujó la puerta entreabierta que daba al jardín trasero y salió del edificio de Correos.
El doctor İlias nunca habría dejado solo a su maestro en una situación así. Pero todo ocurrió muy deprisa, así que se limitó a observarlo como en trance, pensando que el inspector jefe volvería tal como se había ido.
Una vez en el jardín, Bonkowski Pachá se deleitó ante la idea de haberse librado momentáneamente de los espías y guardaespaldas del director del servicio de inteligencia. Salió a la calle y subió la cuesta. No tardarían en enviar a sus hombres para buscarlo por todas partes, y sin duda darían con él. Pero el célebre químico sexagenario estaba disfrutando de su pequeña escapada y de haber conseguido eludir la atención de todos.
Dos horas más tarde encontraron el cuerpo ensangrentado de Bonkowski Pachá tirado en un solar situado casi enfrente de la Farmacia Pelagos de la plaza Hrisopolitissa. Hasta el día de hoy, los historiadores de Minguer siguen discutiendo, si bien con cierta desgana, sobre qué hizo durante esas dos horas el inspector jefe de sanidad del sultán y del Estado otomano (así como químico jefe y farmacéutico particular de Abdülhamit II), sobre quién, cuándo y cómo le secuestraron y asesinaron.
La angosta cuesta por la que Bonkowski Pachá subió con paso lento y despreocupado estaba flanqueada a un lado por una vieja tapia desconchada, de la que asomaba el frondoso ramaje de emparrados, sauces llorones y terebintos, y, al otro, por un descampado en el que, entre gritos y risas, unas mujeres tendían la ropa entre los árboles mientras sus hijos medio desnudos correteaban alrededor. Más adelante, Bonkowski Pachá vio unas lagartijas apareándose entre las hiedras. La Escuela Rum Femenina Marianna Theodoropoulos aún no estaba de vacaciones, pero apenas la mitad de sus alumnas acudían a clase. Mientras caminaba a lo largo de la tapia y atisbaba el jardín trasero de la escuela como si mirara a través de los negros barrotes del patio de una cárcel, el inspector jefe —con la larga experiencia en epidemias que le daban los años— observó que allí también, pese a los rumores sobre la peste, muchos padres y madres de familias rums que no podían quedarse en casa para cuidar a sus hijos y no tenían recursos suficientes para alimentarlos aún los enviaban a la escuela para asegurarse de que al menos tomaban un tazón de sopa o comían un trozo de pan. Y mientras miraba a las cada vez más escasas alumnas que mataban el tiempo en la escuela, pudo distinguir la inquietud en sus rostros.
Bonkowski Pachá entró luego en el patio de la iglesia de Hagia Triada. Poco antes, dos cortejos fúnebres habían partido desde allí en dirección al cementerio ortodoxo situado detrás del barrio de Hora, de modo que en ese momento reinaba una relativa calma en el recinto. El inspector jefe recordó la controversia que había acompañado a la construcción de aquella nueva iglesia ortodoxa veinte años atrás, y cuyo eco había llegado hasta Estambul. El emplazamiento de la iglesia había sido anteriormente un cementerio que se había construido a toda prisa para los fallecidos durante la terrible epidemia de cólera que azotó Arkaz en 1834. Los miembros de la comunidad rum que se habían enriquecido gracias al comercio del mármol de la isla propusieron erigir una gran iglesia en aquel terreno, a fin de exorcizar el recuerdo de aquellos días espantosos. El gobernador de la época se opuso alegando que construir el nuevo edificio sobre el lugar donde yacían las víctimas del cólera causaría problemas sanitarios, hasta que un día, durante una reunión en la que se debatía sobre las provisiones de agua potable de Estambul, Abdülhamit se interesó por el parecer del joven químico, lo que desembocó finalmente en la concesión del permiso para construir la iglesia sobre el terreno del cementerio. Al igual que todas las demás iglesias otomanas erigidas en los últimos sesenta años, a la estela de la época reformista del Tanzimat que permitía incorporar cúpulas a la arquitectura religiosa cristiana, la de Hagia Triada poseía una cúpula enorme. Los distintos gobernadores habían expresado su descontento porque, debido a sus grandes dimensiones y al campanario visible al entrar en el puerto, los visitantes podrían tener la impresión de que Minguer era una isla rum. Tal vez la cúpula de la mezquita Nueva, la construcción otomana de mayor tamaño de la isla, fuera aún más grande, pero, a causa de su emplazamiento, ¡el efecto no resultaba tan impactante!
Bonkowski Pachá era consciente de que, si entraba en la iglesia, el encargado de la bomba con desinfectante y el resto de la congregación empezarían a atosigarlo, así que se quedó fuera, caminando junto a los muros del patio. A lo largo de uno de ellos había varios tenderetes. En la esquina de enfrente había un liceo masculino, auspiciado con los fondos de beneficencia de la iglesia. Eso hizo que Bonkowski Pachá rememorase aquellos días, treinta años atrás, en que impartía clases de química como profesor en algunos institutos de Estambul; y deseó poder hacer lo mismo ahora, y dar algunas lecciones a aquellos estudiantes pasmados y ociosos sobre química, microbios y la peste.
Cuando salía del patio de la iglesia, se encontró con un anciano rum vestido elegantemente y le preguntó en francés por el barrio de Vavla. El anciano (que resultó ser pariente lejano de la adinerada familia Aldoni) le indicó de forma balbuceante el camino, y más tarde, solo dos horas después de que se encontrara el cadáver de Bonkowski Pachá, y tras informar a la policía acerca de su encuentro y de lo que el inspector jefe le preguntó, fue tratado durante bastante tiempo como sospechoso, una desagradable experiencia que relataría al cabo de diez años a un periódico ateniense.
Después de salir de la iglesia, pasó por delante de varios colmados y fruterías, algunos abiertos, otros cerrados, así como por el obrador de galletas de almendra de Zofiri, que aún sigue en funcionamiento en el momento de escribir estas líneas, en 2017. Cuando descendía por la bajada del Asno Rebuznador, Bonkowski Pachá tuvo que apartarse a un lado para dejar pasar a una pequeña procesión que subía cargando con un enorme ataúd. De esto fue testigo el barbero Panayot, que tenía su negocio en la esquina de la cuesta con la avenida Hamidiye. La mezquita que el antiguo gran visir y célebre minguerense Ahmet Ferit Pachá hiciera construir en 1776 permanecía tranquila y solitaria después de que se hubieran marchado los dolientes de los últimos funerales, y antes de que llegaran los siguientes. Bonkowski Pachá pasó junto a la mezquita de cúpula en comparación más pequeña, cruzó la puerta del patio que daba al mar, y se encaminó hacia las callejas perfumadas con el olor de los tilos. Al ver el hospital Hamidiye, que todavía no estaba completo pero ya empezaba a recibir pacientes esa mañana, se imaginó que los hombres del director de inteligencia lo buscarían por allí, de modo que dio media vuelta y se adentró primero por las calles del barrio de Kadirler, y después por las de Germe.
Al deambular por esos barrios que ya habían entregado tantas víctimas a la epidemia, Bonkowski Pachá observó cómo fluían las aguas residuales por las alcantarillas que discurrían por el centro de las calles, cómo correteaban los chiquillos descalzos y cómo dos hermanos se pegaban por algún motivo desconocido. Pasó por delante de la puerta del jeque que había bendecido el amuleto de Bayram Efendi y que aún llevaba en el bolsillo. Esto lo sabemos gracias al informe de un policía de paisano que estaba de guardia permanentemente en esa zona.
Este agente no sabía quién era Bonkowski Pachá, pero presenció su encuentro con un joven cerca del tekke o sede de la hermandad, y explicó el inicio de su conversación, que transcurrió más o menos así:
—Doctor, tenemos un enfermo. Venga a nuestra casa, por favor.
—Yo no soy médico…
Hablaron un poco más, pero el policía ya no pudo escucharlos. Luego, de repente, los perdió de vista.
El inspector jefe de sanidad y el alterado joven caminaron un rato a paso ligero hasta que entraron en un jardín de tapias bajas y sin verja. Bonkowski Pachá se sintió como si estuviera en un sueño y empujara en vano tratando de abrir la puerta equivocada. Y seguía empujando pese a saber que, aunque consiguiera abrirla, no iba a poder hacer nada.
Por fin se abrió la puerta y entraron. El ambiente estaba cargado del olor a sudor, vómito y aliento rancio característico de las casas infectadas por la peste. Contuvo la respiración, consciente de que si alguien no abría inmediatamente las ventanas él también contraería la enfermedad. Pero nadie las abrió. ¿Dónde estaba el enfermo de peste? Pero, en vez de llevarlo hasta el paciente, todos los presentes lo miraron con una inquietante expresión acusadora, y Bonkowski Pachá se sintió tan angustiado que por un momento creyó que se asfixiaría.
Una figura de pelo castaño claro y ojos verdes dio un paso al frente.
—¡Una vez más, para nuestra desgracia, nos habéis traído la enfermedad y la cuarentena! —exclamó—. ¡Pero esta vez no lo vais a conseguir!