Intento desentrañar esa expresión indescifrable suya.
¿Está enfadado por lo que ha ocurrido? ¿Por eso me ha dicho que no me preocupara por nada de eso? ¿Mis días de probar juguetes, o de probar cualquier otra cosa, se han terminado?
Es posible. Dudo que ningún otro empleado haya interrumpido su día de un modo parecido, haciendo que lo llevara al hospital.
Por otra parte, este embrollo mío ha contribuido a localizar un posible error en su código, así que algo de bueno ha tenido. A menos que él sea igual que Britney… susceptible acerca de los errores de su aplicación
Oh, bueno. Incluso aunque de verdad quiera despedirme, apuesto a que no lo haría justo después de haber tenido que ir corriendo al hospital: eso no quedaría bien si yo decidiera demandarle.
Cosa que no haría, pero él no lo sabe.
Las puertas del ascensor se abren.
—Hasta la vista —se despide Ava cuando salimos. Volviéndose hacia el Empalador, agrega—: Gracias por cuidar de ella. Ha sido un placer conocerle.
Él responde con una inclinación de cabeza y ella se aleja a toda prisa.
Recibimos el alta del hospital y salimos del edificio.
Ivan está esperando dentro del coche.
El Empalador me sostiene la puerta del vehículo con gesto caballeroso y yo me subo, asegurándome de dejarme caer en el asiento de enfrente al de donde está su portátil. No creo que sea prudente para mí sentarme a su lado después de todo esto.
Podría fenecer de tanto sonrojarme.
Antes de que decida abrocharme el cinturón de nuevo, lo hago yo misma por idéntico motivo.
Él se sienta junto a su portátil, como yo esperaba que hiciera, pero por alguna razón, siento una punzada de decepción.
Ivan pisa el acelerador hasta el fondo.
El Empalador levanta la partición entre su esbirro y nosotros, y le echa un vistazo a su portátil antes de lanzarme una mirada penetrante que me deja clavada a mi asiento.
Mierda. Probablemente yo le esté entreteniendo, impidiéndole hacer algo importante.
—Así que... —Me revuelvo incómoda en el asiento—. ¿Y ahora qué?
Él ladea la cabeza.
—Vamos a llevarla a su casa, por supuesto.
Ya que han pasado varios minutos enteros desde la última vez que me he ruborizado, vuelvo a hacerlo ahora.
—Quiero decir, en cuanto a las pruebas de los productos. —O, dicho de otra forma, ¿sigo teniendo un trabajo?
—Debe descansar.
Se le da muy bien hacer afirmaciones que suenan igualito que órdenes militares. Al menos no le saludo ni le suelto un «sí, señor» esta vez.
—¿Y después de haber descansado? —me aventuro a preguntar.
—Ahora mismo no tiene que preocuparse por eso.
Otra vez lo mismo. ¿Debería preguntarle directamente si sigo teniendo un empleo? ¿O eso solo lograría meterle esa idea en la cabeza?
—Fue a la Universidad de Brooklin, ¿verdad? —pregunta, sin venir a cuento.
—Así es. —Espera. ¿Cómo lo sabe él? ¿Lo vio en mi ficha cuando buscaba mi dirección?
—Un estupendo programa de informática —dice él—. Un campus acogedor.
Yo pestañeo.
—¿Cómo lo sabe? ¿Usted fue también alumno allí?
—Culpable. —Algo casi parecido a una sonrisa juguetea con los rabillos de sus ojos—. Me gradué ocho años antes que usted, así que nuestros caminos nunca se cruzaron.
Ajá. Así que sí miró mi expediente, incluso mi fecha de graduación.
Me pregunto qué habría pasado si nos hubiésemos conocido en la universidad y él no hubiese sido mi jefe al cuadrado.
¿Estás loca? ¿Quién dice que se sienta atraído por ti siquiera? Solo te está llevando a casa, y posiblemente a eso le siga un despido.
Me humedezco mis secos labios.
—¿También se especializó en informática?
¿Acaba de mirar fugazmente hacia mi boca?
—¿En qué si no? —pregunta él, elevando levemente las comisuras de los labios: una sonrisa auténtica, una de esas que hacen que se te mojen las bragas.
—Historia —suelto—. Y gracias a Dios no añado «Eso sería fácil para usted, ya que la vivió en primera persona».
Sus labios dibujan una gran sonrisa.
—No, he estado en programación desde siempre. Mi hermano mayor me metió en ello. —Inclina la cabeza—. ¿Y usted? ¿Por qué lo eligió como especialidad?
—Al principio, fue un acto de rebeldía —admito yo—. Mis padres son del tipo hippy-artista. Esperaban que me especializara en algo como música, fotografía o cine: nada que fuese práctico en absoluto, como la informática.
Él arquea una ceja.
—Hay otras disciplinas prácticas ahí fuera.
—Por supuesto. Hice unos cuantos cursos introductorios de ciencias, pero hubo algo en la programación que me atrajo. Además, un gilipollas de esa clase creía que yo, una chica, no sería capaz de estudiar eso... lo cual me hizo tener más ganas.
Cuando menciono al gilipollas, el Empalador frunce profundamente el ceño. Después de todo, ¿puede que tal vez no fuesen los de RRHH los que estén detrás de la proporción entre hombres y mujeres de la empresa?
—Lo irónico del caso es que —prosigo—, escribir código me parece un proceso tan creativo como esos otros sobre los que mis padres andan lloriqueando todo el tiempo.
Su ceño se relaja.
—Programar puede ser un arte tanto como una ciencia.
Yo sonrío.
—Pero no les diga eso a mis padres.
—Ni en sueños —dice él con fingida seriedad—. Que sufran sabiendo que su hija consiguió un título que virtualmente garantizará que siempre tendrá un trabajo bien remunerado y que probablemente también la estimulará intelectualmente. Qué cosa tan horrible.
Mi sonrisa se hace más amplia.
—¿Qué le gustó a usted de la informática cuando la probó?
Él vuelve a recolocarse las gafas.
—Me gustaron su lógica y su exactitud. En otras ciencias, hay muchas teorías que pueden ser o no la verdad absoluta. En la nuestra, la mayoría de las teorías pueden probarse, como en las matemáticas. También me gusta la sensación de control cuando escribo código. Dado que los ordenadores están por todas partes, no saber cómo programarlos, o al menos cómo funcionan, es un poco como no saber leer y...
Su teléfono suena, distrayéndonos a los dos, y me doy cuenta de que estaba escuchándole con la boca abierta... en parte porque me ha fascinado la pasión en su voz. Si ser el dueño súper-rico de una empresa se vuelve aburrido para él, siempre puede dedicarse a dar discursos inspiradores de vez en cuando.
Él echa un vistazo a la pantalla de su teléfono pero no coge la llamada.
—¿Por dónde iba yo?
Mierda. ¿Acaba de ignorar algo importante por mi culpa?
—No pasa nada —le digo—. Debería coger esa llamada.
Él se mete el teléfono en el bolsillo.
—Dijo que sus padres están metidos en el mundo del arte. ¿A qué se dedican?
Su teléfono vuelve a sonar.
Él lo ignora, con la mirada clavada en mí, expectante.
¿Sería descortés si insisto en que él responda y por lo tanto, ignore la pregunta?
Al percibir mi reticencia, él saca el teléfono y con toda intención, lo silencia.
—Mamá es cantante de ópera —le contesto después de que el teléfono vuelva a desaparecer en su bolsillo—. Papá es pintor.
Parece fascinado.
—¿Dónde actúa ella y dónde expone él?
—Mamá se dedica principalmente a enseñar, pero papá por fin se ha hecho lo suficientemente famoso como para poder vender sus obras. Eso sucedió justo a la vez que yo me graduaba de la universidad. Cuando era pequeña, nuestros ingresos eran bastante bajos... tanto como para necesitar una beca completa para la universidad.
—A mí también me hizo falta una —dice él, para mi sorpresa—. Cuando llegamos a este país, no teníamos ningún ingreso.
Ah, sí, claro. Orígenes inmigrantes.
—Sus padres deben de estar muy orgullosos de lo que ha logrado.
—Lo dan por sentado, más bien. —Vuelve a fruncir el ceño—. Creo que sienten que renunciaron a toda su vida en Rusia por sus hijos, por lo que sus estándares de lo que se considera un logro digno están fuera de control.
—Bueno, al menos no le bautizaron Fanny cuando su apellido es Pack —digo, ansiosa por librarle de ese ceño fruncido—. Como puede imaginar, yo siempre iba «de paquete» en todas las bromas. Sobre todo porque Fanny Pack también significa «riñonera» en inglés y eso me ha dado por detrás toda la vida. Nota: juego de palabras.
Mi plan malvado funciona. Otra sonrisa juguetea con las comisuras de sus ojos.
—Creo que preferiría tener unos padres con sentido del humor... aunque eso quisiera decir que hubiese acabado llamándome como una chica-paquete o un bolso que llevas a la cintura.
—Eso es porque no conoce a mis padres. ¿Sabe usted cómo siempre los adolescentes se sienten avergonzados por sus padres? Yo llevo toda la vida sintiéndome así. Siempre están fuera de tiesto. Por ejemplo, me soltaron la charla de «los pájaros y las abejas» cuando yo tenía cinco años... con diagramas y todo.
Otra sonrisa genuina adorna sus labios.
—Mejor eso que no hacerlo nunca... como pasó con los míos.
Quiero recorrer con el dedo la curva de esos labios tan sensuales. No, para ya, pervertida. Jefe al cuadrado, ¿recuerdas? Haciendo un esfuerzo, vuelvo a concentrarme en la conversación que tengo entre manos.
—Aún así, nunca ha ido a la secundaria llamándose como yo —digo.
Él sigue impertérrito.
—Mi apellido, Chortsky, significa «de un chort»... que es la palabra rusa para «demonio». Chort es también una palabrota popular, algo así como «joder».
Ajá. Entonces es oficial, es malvado. Aun así, pobre tío. Me imagino a un niñito llamado así, del que se burlan sin piedad.
—Al menos sus padres no eligieron tener ese apellido —digo yo—. Ellos lo sufrieron también.
Él se encoge de hombros.
—Podrían haberlo cambiado.
—Muy bien, usted gana… si ganar es tener unos padres peores que los míos. —Ladeo la cabeza. —¿A qué se dedican?
—Ahora mismo, son los dueños de un restaurante en Brighton Beach. Pero en Rusia, mi padre era cirujano y mi madre arquitecta.
Antes de que pueda preguntarle nada más, la limusina se detiene.
Miro por la ventana.
Guau. Ni me he dado cuenta de que ya estábamos en casa.
—Vaya a descansar —dice él, de nuevo blandiendo su tono autoritario, y sin rastro alguno de su anterior sonrisa.
Me debato contra las ganas de preguntarle otra vez sobre las pruebas de control de calidad. Algo me dice que eso no sería bien recibido ahora mismo.
—Adiós —digo al abrir la puerta de la limusina.
—Hasta luego, Sra. Pack. —Hace una pausa y luego agrega con cautela—: Por cierto… quizás desee echarle un vistazo a su ceja.