(El viejo jardín, en una tarde otoñal y dorada. Dos palomas se arrullan posadas en la piedra de armas, y los vencejos, que revolotean sobre la torre señorial, trazan en el azul signos de quimera con la punta negra del ala. De tiempo en tiempo, un estremecimiento recorre el jardín, y luego todo vuelve a quedar en silencio de misterio: El misterio de los mirtos centenarios, de las fuentes abandonadas, de las rosas que se deshojan en los rosales... Doña Malvina, la dueña, hace calceta sentada en un banco de piedra y atisba por encima de los espejuelos hacia la puerta del jardín, donde acaba de aparecerse el señor Abad de Brandeso.)
EL ABAD.- Acaban de contarme que llegó esta mañana toda la familia. ¿Cómo han sido esas paces, Doña Malvina?
DOÑA MALVINA.- Dios Nuestro Señor, que dispone todas las cosas. Ya conoce aquella súbita resolución que tomó la señorita al leer la carta de las niñas. Llegamos a Viana caladas de agua y muertas de miedo. Yo durante el camino no hice otra cosa que rezar... Las olas montaban por encima de la barca. ¡Y qué serenidad la señorita! Solamente la vi temblar cuando llegamos a la puerta de su casa. Estaba pálida como una muerta. Pensé que iba a caerse. Sin pronunciar una sola palabra, subió las escaleras y abrazó a las niñas, que salieron a recibirla. Crea que me daba miedo verla tan pálida, con los ojos secos. Tomó a las niñas de la mano y siguió con ellas...
[55]
EL ABAD.- ¡El trance habrá sido al entrar en la alcoba donde estaba el marido enfermo!
DOÑA MALVINA.- Llegó, le besó las manos de rodillas, y entonces por primera vez lloró... Las niñas también lloraban, como si las inocentes comprendiesen.
EL ABAD.- ¿Y el marido?
DOÑA MALVINA.- No la conoció.
EL ABAD.- ¿Y ahora?
DOÑA MALVINA.- Lo mismo. Solamente conoce al criado que le acompañaba siempre.
EL ABAD.- Ya llevaba mucho tiempo desmemoriado. Ultimamente *últimamente*, habrá tenido noticia de la llegada del ilustre Marqués de Bradomín.
DOÑA MALVINA.- Aun cuando no lo dice, ese remordimiento tiene la señorita. Siete días estuvo a su cabecera, día y noche, velándole. A todos nos tenía pasmados que tuviese fuerzas, estando como está tan delicada. ¡Y ahora le cuida y sirve con un amor!
EL ABAD.- ¿Y el ilustre Marqués no ha vuelto a mostrarse?
DOÑA MALVINA.- Mis ojos no le han visto más.
EL ABAD.- Hace dos días continuaba en el Pazo de Lantañón.
DOÑA MALVINA.- Entonces allí seguirá.
EL ABAD.- ¿Y si vuelve?
DOÑA MALVINA.- Si vuelve... Como ahora no hacen sufrir a nadie.
EL ABAD.- Pero ofenden a Dios, Doña Malvina.
[56]
(Por un sendero del jardín vienen dos niñas que parecen dos princesas infantiles, pintadas por el Tiziano en la vejez. Las dos son muy semejantes, rubias y con los ojos de oro. La mayor se llama María Fernanda, la pequeña, María Isabel. Llegaban sofocadas de sus juegos, y la onda primaveral de sus risas se levantaba armónica entre los viejos mirtos.)
MARÍA ISABEL.- ¡Señor Abad!
MARÍA FERNANDA.- ¡Don Benicio!
EL ABAD.- ¡Señoritas! ¡Qué altas y qué preciosas!
MARÍA FERNANDA.- María Isabel no ha crecido. ¡Yo sí!
MARÍA ISABEL.- Tú has crecido más, pero yo también crecí.
MARÍA FERNANDA.- Te sirven todos los vestidos que tenías.
EL ABAD.- Yo a las dos las encuentro hechas unas mujeres.
DOÑA MALVINA.- ¡Todavía han de pasar muchos años!
EL ABAD.- ¿Cuál es la más aplicada?
MARÍA FERNANDA.- Yo las cuentas no las entiendo, pero la Historia Sagrada la sé toda.
EL ABAD.- ¿Y tú, María Isabel?
MARÍA ISABEL.- ¡Yo también!
EL ABAD.- ¿Y además entiendes las cuentas?
MARÍA ISABEL.- Eso no...
[57]
MARÍA FERNANDA.- Las cuentas no las entiende ninguna niña. En el convento somos quince educandas, y sólo una las entiende.
EL ABAD.- Pues ya hay una.
MARÍA ISABEL.- Pero en cambio, Sor María Salomé, que tiene cerca de ochenta años, siempre que nos castigan por no saberlas, nos trae dulces a escondidas.
MARÍA FERNANDA.- Porque dice que a ella las cuentas tampoco le han entrado nunca en la cabeza. ¡Y tiene cerca de ochenta años!
EL ABAD.- ¿Y la Doctrina, la sabéis?
MARÍA FERNANDA.- Sí, señor.
EL ABAD.- ¿Cuántos son los Mandamientos de la ley de Dios?
MARÍA FERNANDA.- Los Mandamientos de la ley de Dios son diez: El primero, amar a Dios sobre todas las cosas; el segundo, no jurar su santo nombre en vano; el tercero, santificar las fiestas; el cuarto, honrar padre y madre; el quinto, no matar; el sexto, ¡larán! ¡larán!
EL ABAD.- ¿Cómo larán, larán?
MARÍA ISABEL.- ¡Larán! ¡Larán!
EL ABAD.- ¡Ah! Sí, el sexto, ¡larán! ¡larán! Y vuestra madre, ¿dónde está?
MARÍA FERNANDA.- Antes estaba en la capilla.
EL ABAD.- ¿Y ahora?
MARÍA FERNANDA.- Ahora...
DOÑA MALVINA.- Véala allí, caminando detrás de la litera donde pasean al enfermo.
[58]
EL ABAD.- ¿Una litera?
DOÑA MALVINA.- Una litera que había en el palacio, del tiempo de los abuelos... Fué idea del señor Marqués para que la señorita pasease por el jardín, una vez que estuvo muy delicada.
EL ABAD.- Vamos a saludarla.
(El Abad se aleja por la honda avenida de castaños que comienza a cubrirse de hojas, y allá en el fondo, donde casi se desvanece su balandrán flotante, tropiézase con una dama que baja la escalinata del palacio. Es una dama alta y rubia, de buen donaire y de buen seso, que ostenta un hermoso nombre de rica-hembra. Se llama Isabel Bendaña.)
ISABEL BENDAÑA.- ¡Señor Abad de Brandeso!
EL ABAD.- ¡Doña Isabel de Bendaña, mi buena amiga! No sabía que se hospedase aquí tan ilustre señora. ¿Cuándo ha llegado usted?
ISABEL BENDAÑA.- Hoy he llegado, acompañando a mi prima Concha.
EL ABAD.- A saludarla iba.
ISABEL BENDAÑA.- En el jardín está. Siempre al lado de su marido, no se aparta un momento, y le cuida con una especie de fiebre amorosa. El está que parece un niño...
EL ABAD.- Es edificante... Pero temo...
(SE alejan juntos por los senderos del abandonado jardín, y se pierden entre el follaje dorado y otoñal de los castaños. Los mirlos cantan en las ramas, y sus cantos se responden encadenándose en un ritmo remoto, como el murmullo de las fuentes que en la sombra de los viejos mirtos repiten el comentario voluptuoso que parecen hacer a todos los pensamientos de amor, sus voces eternas y juveniles. El sol poniente deja un reflejo dorado sobre los cristales de la torre, cubierta de negros vencejos, y en el silencio de la tarde, aquel jardín lleno de verdor umbrío [59] y de reposo señorial, junta la voz de sus fuentes con la voz de las niñas que rodean el banco donde hace calceta la dueña de los espejuelos doctorales.)
MARÍA FERNANDA.- Pues si no sabes el cuento de las tres princesas encantadas, cuéntanos el de los siete enanos, que ése lo sabes.
MARÍA ISABEL.- Y si no, cuéntanos el del gigante moro.
DOÑA MALVINA.- ¡Dios me dé paciencia con vosotras! Os contaré la historia de una dama encantada que se aparece al borde de una fuente que hay cerca de aquí.
MARÍA FERNANDA.- ¿Tú la viste?
DOÑA MALVINA.- Yo la vi siendo una niña como vosotras. La dama estaba sentada al pie de la fuente, peinando los largos cabellos con peine de oro.
(Próximo al banco se ha detenido Florisel, que pasaba con la jaula de sus mirlos. Al oir *oír* las palabras de la dueña, sus ojos brillan llenos de curiosidad.)
FLORISEL.- Sería una princesa encantada.
DOÑA MALVINA.- Era la reina mora que un gigante tiene prisionera.
MARÍA ISABEL.- ¿Y era muy guapa?
DOÑA MALVINA.- ¡Muy guapa, muy guapa!
MARÍA FERNANDA.- ¿Así, como mamá?
DOÑA MALVINA.- Muy semejante. A su lado, sobre la hierba, tenía abierto un cofre de plata lleno de ricas joyas que rebrillaban al sol. El camino iba muy desviado, y la dama, dejándose el peine de oro preso en los cabellos, me [60] llamó con su mano blanca que parecía una paloma en el aire. Yo, como era una niña, tomé miedo, y dime a correr, a correr...
FLORISEL.- ¡Si a mí quisiese aparecerse!
DOÑA MALVINA.- Cuantos se acercan, cuantos perecen encantados. Vosotras no sabéis que para encantar a los caminantes, con su gran hermosura los atrae, y con la riqueza de las joyas que les muestra, los engaña: Les pregunta cuál de entre todas sus joyas les place más, y ellos, deslumbrados al ver tantos broches y cintillos y ajorcas, pónense a elegir, y así quedan presos en el encanto. Para desencantar a la reina y casarse con ella bastaría con decir: Entre tantas joyas, sólo a vos quiero, señora reina. Muchos saben esto, pero cegados por la avaricia, se olvidan de decirlo, y pónense a elegir entre las joyas.
FLORISEL.- ¡Si a mí quisiese aparecerse!
DOÑA MALVINA.- ¡Desgraciado de ti! El que ha de romper el encanto no ha nacido todavía.
(Isabel Bendaña y el tonsurado reaparecen dando compañía a la Señora del Palacio. Caminan lentamente, acompasando su andar al de la dama, que de tiempo en tiempo se detiene y alienta con fatiga. Ante la escalinata, cerca del banco donde la dueña refiere a las dos niñas sus cuentos de abuela, hacen el último alto.)
ISABEL BENDAÑA.- ¿No pasa usted, Don Benicio?
EL ABAD.- Perdonen que no les haga más larga visita.
LA DAMA.- Señor Abad, que mañana celebra usted la misa en nuestra capilla. No lo eche usted en olvido.
EL ABAD.- No lo echo en olvido, no lo echo en olvido. ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán! Díganle al ilustre Marqués de Bradomín...
LA DAMA.- El Marqués de Bradomín no está en el palacio de Brandeso.
[61]
DOÑA MALVINA.- Ya lo sabe.
EL ABAD.- En el supuesto de que recaiga por aquí, díganle que hace pocos días, cazando con el Sumiller, descubrimos un bando de perdices. Díganle que a ver cuándo le caemos encima. Resérvenlo al Sumiller, si viniese por el palacio. Me ha encargado el secreto. ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!
DOÑA MALVINA.- ¡Qué gran raposo! Sóbrale de saber dónde está el señor Marqués. ¿Adonde vais, niñas?
MARÍA FERNANDA.- Vamos con Florisel a ver los otros mirlos.
(Doña Malvina sube la escalinata con las dos niñas de la mano. El Abad desaparece en el fondo de la avenida silbando a sus galgos, con el balandrán flotante y el chambergo en la mano por refrescar la asoleada y varonil cabeza, donde la tonsura apenas se esboza sobre el gris acerado del cabello. Las dos primas quedan solas.)
LA DAMA.- Xavier llegará dentro de un momento.
ISABEL BENDAÑA.- ¡Xavier!
LA DAMA.- ¡Temo tanto verle! Temo el encanto de sus palabras, temo que sus ojos me miren, temo que sus manos se apoderen de las mías...
ISABEL BENDAÑA.- Pero no...
LA DAMA.- ¡Volverá a enloquecerme y volveré a caer en sus brazos! ¿Tú qué me aconsejas, Isabel?
ISABEL BENDAÑA.- Si es así, que no le veas...
LA DAMA.- ¿Y puedo negarme a decirle adiós, cuando es por toda la vida?
[62]
ISABEL BENDAÑA.- Xavier no intentará separarte de tu marido. Xavier, mejor que nadie, debe comprender la grandeza de tu sacrificio.
LA DAMA.- No la comprenderá... Y yo quiero ser fiel a esa pobre sombra, detenida por un milagro delante de la muerte. Quiero ser su esclava, ahora que nada puede exigir de mí. Cuando me sonríe, con su sonrisa de enfermo que vuelve a ser niño, cuando posa sobre mí sus ojos llenos de indecisión, tristes ojos sin pensamiento, el dolor de haberle ofendido se levanta dentro de mí como una ola, como un gran sollozo. Algunas veces, cuando estoy sola con él, temo que de pronto tenga un momento de lucidez, y me maldiga, y me arroje de su lado. ¡Tú no sabes cómo esa idea me hace sufrir!
ISABEL BENDAÑA.- ¿Y Xavier te ha escrito que venía?
LA DAMA.- No.
ISABEL BENDAÑA.- ¿Cómo lo sabes?
LA DAMA.- Lo presiento. Xavier vendrá, y yo volveré a caer en sus brazos, sin que nada pueda salvarme.
ISABEL BENDAÑA.- Tú debes luchar contra esa idea.
LA DAMA.- ¡No puedo! ¡Y el remordimiento me matará! ¡Mi falta, mi adulterio ahora, sería más cobarde, más infame que nunca!
ISABEL BENDAÑA.- Yo en tu caso no vería a Xavier.
LA DAMA.- No le conoces. Se aparecería cuando yo menos lo esperase.
ISABEL BENDAÑA.- Es algo fatal.
LA DAMA.- ¡Fatal! Y prefiero estar prevenida. Yo sé cómo puedo defenderme, y cómo puedo conseguir que se aleje de mí para siempre. Me bastaría [63] pronunciar algunas palabras, pero me falta valor para hacerlo. Yo puedo renunciar a Xavier, no a que me recuerde sin cariño. Quiero vivir siempre en su corazón.
ISABEL BENDAÑA.- ¡Me das pena!...
LA DAMA.- Si le dijese: «Xavier, tuve otro amante.»
ISABEL BENDAÑA.- ¿Cuándo?
LA DAMA.- ¡Nunca! ¿Quién has creído que soy yo? Ni otro amante, ni otro amor que Xavier.
ISABEL BENDAÑA.- Pues no se lo digas.
LA DAMA.- ¿A ti te asusta?
ISABEL BENDAÑA.- Sí. Es un sacrificio demasiado cruel. Y, además, quién sabe si eso le alejaría para siempre.
(En la puerta del jardín aparecen dos sombras. Se las distingue, como a través de larga sucesión de pórticos, en el fondo de la avenida de castaños. Bajo la bóveda de ramajes resuena la voz engolada y fanfarrona del Mayorazgo de Lantañón. La otra sombra es el Marqués de Bradomín.)
DON JUAN MANUEL.- Llego hasta mis molinos. Volveré a buscarte.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¡Adiós, tío!
DON JUAN MANUEL.- ¡Adiós, sobrino! Que me tengan avillado *abillado* un jarro de La Amela.
LA DAMA.- ¡Ahí está!
ISABEL BENDAÑA.- ¿Adonde vas?
LA DAMA.- ¡Adonde mi ánimo se fortalezca! ¡Adonde está vivo mi remordimiento!
[64]
(SE aleja hacia la puerta del laberinto, donde vigilan dos quimeras manchadas de musgo, y en el tortuoso sendero que se desenvuelve entre los mirtos centenarios desaparece. El Marqués de Bradomín se acerca, camina lentamente bajo los cipreses que dejan caer de sus cimas un velo de sombra.)
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Prima y señora.
ISABEL BENDAÑA.- No esperaba verte aquí. ¿Don Juan Manuel, no venía contigo?
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Sí, pero no ha querido detenerse. Está muriéndose uno de sus cien ahijados, y le han llamado para que le eche su bendición.
ISABEL BENDAÑA.- Es verdad, que entre los aldeanos existe la creencia de que la bendición del padrino abrevia la agonía. Tú, en cambio, vienes aquí para hacerla más lenta y más cruel.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Hablas de Concha? Eres injusta conmigo; bien que en eso no haces más que seguir las tradiciones de la familia. ¡Cómo me apena esa idea que todos tenéis de mí! ¡Dios que lee en los corazones!...
ISABEL BENDAÑA.- Mira, calla. Eres el más admirable de los donjuanes: Feo, sentimental y católico.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Isabel, eres injusta conmigo; mi presencia aquí es tan sólo una prueba de mi amor por Concha. Con la cabeza llena de canas no puede serse Don Juan. Hoy sólo me está bien con las mujeres la actitud amable de un santo prelado confesor de princesas y teólogo de amor. La pobre Concha es la única que me quiere todavía: ¡Sólo su amor me queda en el mundo! Lleno de desengaños, estaba en Roma pensando en hacerme fraile, cuando recibí una carta suya. Era una carta llena de afán y de tristeza, perfumada de violetas, y de un antiguo amor. Sin concluir de leerla, la besé: Concha, al cabo de tantos años, me escribía, me llamaba a su lado con súplicas dolorosas y ardientes. Los tres pliegos traían la huella de sus lágrimas: me hablaba de la tristeza de su vida en el retiro de este viejo palacio, y me llamaba suspirando. Aquellas manos pálidas, olorosas, ideales, sus manos, que ya amé siempre tanto, volvían a escribirme como otras veces. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. [65] Yo siempre había esperado en la resurrección de nuestros amores, era una esperanza que llenaba mi vida con un aroma de fe. ¡Era la quimera del porvenir!
ISABEL BENDAÑA.- ¿Y si Concha te suplicase ahora?...
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Que me fuese? Sería entristecer dos vidas. Concha tampoco tiene otro amor que yo.
ISABEL BENDAÑA.- ¿Y sus hijas?
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¡Pobres niñas!
ISABEL BENDAÑA.- ¿Y su marido?
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- No existió jamás... Isabel, tú bien sabes que hay tálamos fríos como los sepulcros, y maridos que duermen como las estatuas yacentes de granito, maridos que ni siquiera pueden servirnos de precursores, y bien sabe Dios que la perversidad, esa rosa sangrienta, es una flor que nunca se abrió en mis amores. Yo he preferido siempre ser el Marqués de Bradomín a ser ese divino Marqués de Sade. Esa ha sido la causa de pasar por soberbio entre algunas mujeres.
ISABEL BENDAÑA.- Xavier, yo te suplico que te vayas.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Tú?
ISABEL BENDAÑA.- En nombre de Concha.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Creía merecer que ella me lo dijese.
ISABEL BENDAÑA.- ¿Y ella, pobre mujer, no merece que le evites ese dolor?
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Si hoy atendiese su ruego, mañana volvería a llamarme. ¿Crees que esa piedad cristiana que ahora la arrastra hacia su marido, durará siempre? ¿Crees que después de martirizarse un día y otro día no hará estéril ese martirio otra carta suya? Tú sabes que también fué una ola de misticismo [66] lo que antes nos separó. ¿Recuerdas sus terrores religiosos y la celeste aparición que le fué acordada hallándose dormida? Concha estaba en el laberinto, sentada al pie de la fuente y llorando sin consuelo: En esto se le apareció un Arcángel: no llevaba espada ni broquel, era cándido y melancólico como un lirio. Concha comprendió que aquel adolescente no venía a pelear con Satanás, y le sonrió a través de las lágrimas, y el Arcángel extendió sobre ella sus alas de luz y la guió. El laberinto, según parece, era el pecado en que Concha estaba perdida, y el agua de la fuente eran todas las lágrimas que había de llorar en el Purgatorio. A pesar de nuestros amores, Concha no se condenaría; yo sí. El Arcángel, después de guiarla a través del laberinto, en la puerta agitó las alas para volar. Concha, arrodillándose, le preguntó si debía entrar en un convento; el Arcángel no respondió. Concha, retorciéndose las manos, le preguntó si iba a morir; el Arcángel no respondió. Concha, arrastrándose sobre las piedras, le preguntó si debía deshojar en el viento la flor de nuestros amores; el Arcángel tampoco respondió; pero Concha sintió caer dos lágrimas en sus manos: Las lágrimas le rodaban entre los dedos como dos diamantes. Entonces Concha comprendió el misterio de aquel sueño. ¡Era preciso separarnos!
ISABEL BENDAÑA.- ¿Y os separasteis?
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Sí: estaba como loca.
ISABEL BENDAÑA.- Acaso ahora lo esté también, pero su locura es bien hermosa.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Y tú crees que durará siempre?
(El blanco fantasma de la dama solloza en la puerta del laberinto. Está allí desde hace un momento, y por sus labios pasa el temblor de un rezo, al mismo tiempo que sus ojos y su alma vuelan hacia el Marqués de Bradomín.)
LA DAMA.- Sí, Xavier. ¡Siempre!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Más que mi amor?
LA DAMA.- Tanto como tu amor. ¡Xavier, tú no sabes cuánto he sufrido desde aquella noche en que nos separamos!
[67]
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Con la promesa de volver a vernos.
(Los dos se contemplan mirándose en el fondo de los ojos, con esa intensidad atrayente y dolorosa que tienen los abismos y los destinos trágicos. Isabel Bendaña se aleja lentamente, y cuando desaparece bajo la dorada y otoñal avenida de viejos castaños, el Marqués de Bradomín intenta besar las manos de la dama, aquellas manos olorosas y ardientes que deshojan el amor como un lirio rústico. La dama retrocede, y sus ojos brillan con dos lágrimas rotas en el fondo.)
LA DAMA.- ¿Tú vienes a exigirme que abandone a un pobre ser enfermo? ¡Tú quieres que le deje en manos mercenarias, y eso, jamás, jamás, jamás! ¡Sería en mí una infamia!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Son las infamias que impone el amor, pero desgraciadamente ya soy viejo para que ninguna mujer las cometa por mí.
LA DAMA.- ¿Por qué me dices eso cuando sabes que no puedo dejar de quererte? Xavier, si tuvieses un duelo, te batirías a pesar de mis súplicas, a pesar de mis lágrimas, aunque me vieses morir. Lo que a mí me sucede es algo parecido. Hay momentos en que una mujer no debe retroceder, ni siquiera dudar. ¡Las mujeres no se baten, pero se sacrifican!...
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Hay sacrificios tardíos, Concha.
LA DAMA.- ¡Eres cruel!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Cruel?
LA DAMA.- Tú quieres decirme que el sacrificio debió ser para no engañarle.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Acaso hubiera sido mejor, pero al culparte a ti, me culpo a mí también. Eramos *Éramos* jóvenes y ninguno de los dos supo sacrificarse... ¡Esa ciencia sólo se aprende con los años, cuando se hiela el corazón!
LA DAMA.- ¡Xavier, es la última vez que nos vemos, y qué recuerdo tan amargo me dejarán tus palabras!
[68]
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Tú crees que es la última vez? Yo creo que no. Mi pobre Concha, si accediese a tu ruego, volverías a llamarme.
LA DAMA.- ¿Por qué me lo dices? Y si yo fuese tan cobarde que volviera a llamarte, tú no vendrías. Este amor nuestro es imposible ya.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Yo vendría siempre.
LA DAMA.- ¡Dios mío, y acaso llegará un día en que mi voluntad desfallezca, en que mi cruz me canse!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Ya llegó.
LA DAMA.- ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Antes que eso sucediese!... ¡No! ¡No!...
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Por qué tiemblas? ¿Qué dudas? Ya llegó.
LA DAMA.- ¡Vete, Xavier!... ¡Vete!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Mi pobre Concha, cuánto sufres y cuánto me haces sufrir con tus escrúpulos.
LA DAMA.- ¡Vete! ¡Vete!... ¡No me digas nada! ¡No quiero oirte *oírte*!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¡Divinos escrúpulos de santa! ¡Cuántas noches, al entrar en tu tocador, donde me dabas cita, te hallé llorando de rodillas!... Sin hablar, levantabas los ojos hacia mí indicándome silencio, y las cuentas del Rosario pasaban con lentitud devota entre tus dedos pálidos.
LA DAMA.- ¡Calla!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Algunas veces, sin esperar a que concluyeras, me acercaba y te sorprendía, y tú, volviéndote más blanca, te tapabas los ojos con las manos.
[69] Yo amaba locamente aquella boca dolorosa, aquellos labios trémulos y contraídos, helados como los de una muerta.
LA DAMA.- ¡Calla! Xavier, voy a causarte una gran pena. Yo ambicioné que tú me quisieses como a esas novias de los quince años. ¡Pobre loca! Y te oculté mi vida, y todo te lo negué cuando me has preguntado, y ahora, ahora!... ¡Tú me adivinas, Xavier, tú me adivinas, y no me dices que me perdonas!...
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Te adivino. ¿Has querido a otros?...
LA DAMA.- Sí.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¡Y me lo dices!
LA DAMA.- ¡Para que me desprecies!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Quiénes fueron tus amantes?
LA DAMA.- Se ha muerto ya.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Uno nada más?
LA DAMA.- Nada más.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Y conmigo, dos. Ese amante, mi sucesor, sin duda...
LA DAMA.- No.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Siempre es un consuelo. Hay quien prefiere ser el primer amor, yo he preferido siempre ser el último. Pero, ¿acaso lo seré?
LA DAMA.- ¡Xavier, mi Xavier, el último y el único!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿Por qué reniegas del pasado? ¿Imaginas que eso puede consolarme? Más piadosa hubieras sido callando.
[70]
LA DAMA.- ¿Qué hice yo? Xavier, olvida cuanto dije... Perdóname... ¡No, no debes olvidar ni perdonarme!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¿He de ser menos generoso que tu marido?
LA DAMA.- ¡Qué crueles son tus palabras!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¡Qué cruel es la vida cuando no caminamos por ella como niños ciegos!
LA DAMA.- ¡Cuánto me desprecias! ¡Es mi penitencia!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Despreciarte, no. Tú fuiste como todas las mujeres, ni mejor ni peor. ¡Adiós, Concha!
LA DAMA.- Si todas las mujeres son como tú me juzgas, yo tal vez no haya sido como ellas. ¡Xavier, mi Xavier, déjame que me vea en tus ojos! ¡Es la última vez! ¡Compadéceme, no me guardes rencor!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- No es rencor lo que siento, es la melancolía del desengaño, una melancolía como si el crepúsculo cayese sobre mi vida, y mi vida, semejante a un triste día de otoño, se acabase para volver a empezar con un amanecer sin sol.
LA DAMA.- Tú tendrás el amor de otras mujeres.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- Temo que reparen demasiado en mis cabellos blancos.
LA DAMA.- ¿Qué importan tus cabellos blancos? Yo los buscaría para quererlos más. ¡Xavier, adiós para toda la vida!
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.- ¡Quién sabe lo que guarda la vida! ¡Adiós, Concha!
[71]
(El Marqués de Bradomín se aleja, y la dama tiende hacia él los ojos mudos y desesperados. En el silencio de aquel jardín de mirtos lleno de gracia gentilicia, y de la tarde azul llena de gracia mística, los tritones de las fuentes borbotean su risa quimérica, y las aguas de plata corren con juvenil murmullo por las barbas limosas de los viejos monstruos marinos, que se inclinan para besar a las sirenas presas en sus brazos. La dama, desfallecida, se sienta en el banco que tiene florido espaldar de rosales, y ante sus ojos se abre la puerta del laberinto coronada por las dos quimeras, y el sendero umbrío, un solo sendero, ondula entre los mirtos como el camino misterioso de una vida.)
LA DAMA.- ¡Qué hice yo, Dios mío!... ¡Y si a pesar de todo volviese!...
ASI TERMINA LA TERCERA JORNADA