10. El empresario

—Sebastián Sarmiento, oiga bien, es un hijo de puta —escupió el señor que estaba a mi lado. Sus palabras despedían rencor y amargura, y su mirada de rabia reflejaba una deuda que seguía sin saldar. Pendiente. Ese día entendí muchas cosas, entre ellas que Sebastián tenía su propia lista de enemigos y que algunos de éstos eran igual de ricos y poderosos que él, y además poseían largas y buenas memorias, de las que se mantienen frescas e intactas a pesar del paso del tiempo. Eran fulanos orgullosos y soberbios, para quienes ninguna afrenta es pequeña ni se olvida, y por eso mismo son más peligrosos que el tictac de una bomba de relojería.

Esto sucedió una semana después de nuestra breve charla en el Teatro Colón, en el primero de varios encuentros con personas que lo conocían, algunos accidentales —casuales, habría rectificado Sebastián, mirándome con aquella sonrisa que yo llegaría a conocer bastante bien, la que parecía matizar y a la vez recalcar la seriedad de su pensamiento—, como éste con el señor que lo acababa de insultar, y otros buscados por mí de manera deliberada —cenas, almuerzos, citas en bares y cafés, o en las oficinas de sus socios y rivales—, con el fin de llenar las lagunas que yo tenía sobre su pasado y quizás entender mejor a mi amigo de la infancia. En ese momento, lo confieso, no me imaginé que yo terminaría escribiendo estas páginas, aunque es probable que ya estuviera creciendo en mí la inquietud, un deseo incipiente e inconsciente de articular su historia en palabras, pues a fin de cuentas ése es mi oficio: contar la existencia de otros, narrar la biografía de individuos que, por una razón o suma de razones, considero que sobresalen e iluminan mejor que otros su tierra y su tiempo. En verdad, para entonces lo único que me motivaba y me espoleaba a ir más allá, cada vez más lejos y profundo en el enigma que para mí representaba Sebastián, era cierta curiosidad sobre su vida, las preguntas acerca de su recorrido que me había formulado al verlo después de tantos años, más el hecho, totalmente accidental —casual, habría corregido él de nuevo, ya con fastidio—, de que en los días siguientes a nuestro encuentro escuché su nombre tantas veces a mi alrededor. Eso, supongo, nos ha pasado a todos. Basta tener una antena en alto para detectar algo que nos interesa y de pronto lo percibimos en torno nuestro como nunca antes. En la universidad, recuerdo, tuve una compañera de facultad que me gustaba mucho, y un día al final de clases, mientras yo pugnaba y hacía la fila para subirme al colectivo de la carrera Séptima —en medio de un típico aguacero de abril, tapándome la cabeza con un periódico que se desintegraba en mis manos—, la vi saliendo de un parqueadero al volante de un Renault 6 de color amarillo mostaza. Jamás me había fijado antes en ese tono de pintura, y pensé que, para suerte mía, aquel automóvil sería fácil de distinguir en la ciudad y así yo podría descubrir a esa joven tan bella manejando por las avenidas atestadas de vehículos en su carrito de color singular, idéntico al de los resaltadores que usábamos para subrayar los textos y las fotocopias de lectura. Sin embargo, a partir de ese instante me pareció que las calles estaban repletas de autos amarillos, pues los veía por todas partes. Eso mismo me pasó con Sebastián. Yo llevaba veinticinco años sin pensar en él, sin tener noticias suyas y sin oír siquiera su nombre mencionado; de golpe me lo encuentro una noche en un concierto de música clásica en el Teatro Colón, y a continuación advierto su presencia por todos lados y escucho su nombre en boca de muchas personas. Lo cierto es que con cada reunión que siguió en esos meses, tanto las buscadas como las casuales, y con cada historia, anécdota, rumor y relato que se referían a Sebastián, sospecho que la idea de algún día escribir algo sobre este hombre tan particular se fue afianzando y echando raíces en mi interior.

En fin, recuerdo ese día perfectamente. Era un sábado en la tarde, y yo me encontraba en Il Pomeriggio, uno de los cafés más concurridos del norte de la ciudad, esperando a mi esposa que andaba de compras en el centro comercial Andino de Bogotá. Bueno, «de compras» es un decir. Ella no había tenido ocasión de cambiar algunos de los mejores regalos que nos habían dado en Navidad, y admito que yo estaba bastante ansioso con el plan. Habíamos dejado a nuestras hijas en una fiesta de cumpleaños —de una amiguita de ambas del conjunto residencial donde vivimos—, de modo que disponíamos de tiempo de sobra, y mi temor radicaba en que mi mujer aprovechara esas horas no sólo para devolver los obsequios sino de paso adquirir un par de cosas por su cuenta, pues nuestras finanzas no nos permiten el lujo de pasar una tarde de compras, y menos en un lugar tan costoso como ese centro comercial.

Ya he dicho que soy historiador, escritor y profesor universitario, y, si no me equivoco, gozo de buena reputación entre mis alumnos, quienes me ven como un maestro exigente pero justo. He publicado varios libros, aunque todos han sido de corte académico y para lectores más bien especializados, y por lo general los críticos han aplaudido mis esfuerzos, la mayoría destacando el rigor de la investigación y la solidez de las fuentes, junto con la validez de las tesis y la transparencia de la prosa. Mi fuerte son las biografías y los ensayos sobre aquel período de la historia que tanto me interesa, el paso de la Edad Media al Renacimiento europeo, ese momento tipo bisagra que unió dos épocas tan distintas y fascinantes, la primera marcada por el oscurantismo y el fanatismo religioso, la ignorancia y la superstición, y la segunda marcada por la cultura y la exploración, la sed de conocimiento, la innovación y el talento en las artes y la audacia en las ciencias. Tuve un éxito inesperado con mi libro sobre Fernando de Magallanes, en particular en España y Portugal, y mi nombre figuró entre otros durante unas semanas en la prensa europea, pues gracias al hallazgo fortuito de un documento refundido en una biblioteca privada en Florencia, con mis colegas italianos pudimos demostrar lo que hasta entonces se creía que era un rumor sin fundamento: que la Conspiración Pazzi del 26 de abril de 1478, el atentado contra la familia Médici en la Catedral de Santa María del Fiore, donde murió asesinado Juliano de Médici mientras que su hermano, el célebre Lorenzo el Magnífico, se escapó de milagro, en realidad fue una orden secreta tramada por el papa de la época, Sixto IV —recordado por su nepotismo y por construir el templo que todavía lleva su nombre, la famosa Capilla Sixtina, pintada años después por los mayores artistas de su tiempo, entre ellos Perugino, Botticelli y Miguel Ángel—, y ejecutada por su amigo mercenario y duque de Urbino, el condottiero Federico da Montefeltro. Ése, lamento decir, fue mi único momento de gloria, mis quince minutos de fama. De resto, me invitan a menudo a dictar conferencias en distintas ciudades de Colombia y también, de vez en cuando, en el extranjero, mis libros se siguen vendiendo a pesar del limitado mercado de mis lectores y doy clases en tres universidades en Bogotá. De manera que esas fuentes de ingresos —más el sueldo de mi esposa, quien trabaja medio tiempo como asistente en un bufete de abogados— nos bastan para vivir, digamos, cómodamente, pero sin gastos excesivos. No para ir de compras, repito, en un lugar tan exclusivo como este centro comercial.

Así, luego de estacionar nuestro automóvil en el sótano del Andino, subimos por las escaleras eléctricas a la primera planta y nos pusimos de acuerdo para encontrarnos, unas horas más tarde, en ese mismo sitio. Matilde me dio un beso en la mejilla y se fue feliz con sus paquetes de regalos para devolver, y yo no supe qué hacer con mi tiempo libre. Entonces di un par de vueltas por el centro comercial, mirando distraído las vitrinas y reparando en los precios tan elevados de los artículos, y, sin proponérmelo, salí para disfrutar el aire de la tarde y caminar delante de las suntuosas tiendas del exterior, bordeando la gran fachada de ladrillos, y después entré en La Caja de Herramientas, la pequeña librería que queda al pie de Il Pomeriggio. Allí estuve curioseando un rato en la parte de atrás, revisando los anaqueles de la sección de Historia en busca de títulos recién publicados, y antes de salir me detuve a examinar algunos libros destacados en la mesa de novedades. Por último, como no tenía adónde ir ni tenía nada más que hacer, compré una revista para leer en el café vecino —diciéndome que tampoco había que exagerar, ni íbamos a terminar en la bancarrota si me permitía el inesperado gusto de un buen capuchino—, de modo que pasé al local contiguo y busqué un lugar apartado para sentarme y pasar las horas, tratando de no pensar demasiado en la cuenta.

Il Pomeriggio es un café elegante y agradable, con varias mesas afuera en la terraza, todas cubiertas con un mantel blanco de tela, y adentro hay una barra larga de madera con licores importados que adornan la pared del fondo. Los meseros visten pantalón negro y chaqueta blanca con corbatín, y hay un par de televisores que pasan sin cesar películas mudas de Charlie Chaplin, las cuales siempre me conmueven de manera especial. Este café tan limpio y placentero se podría encontrar en cualquiera de las grandes ciudades de Italia, y se conoce porque es uno de los sitios predilectos de la sociedad capitalina. Yo sólo me he sentado ahí dos o tres veces en mi vida, convidado sin falta por alguno de mis amigos más adinerados, y en cada ocasión he descubierto políticos, empresarios, abogados, actores y periodistas de renombre. Supongo que su ubicación resulta ideal para citas y reuniones después del trabajo, y también para ver a otras personas y, más que nada, para ser visto. Sin duda, por eso casi toda la gente que ingresa al café se roba una ojeada discreta en los grandes espejos de las paredes, para cerciorarse de que la blusa, el peinado, la corbata o el pañuelo lucen en forma adecuada.

Así pasé el tiempo, sentado en una mesa de la terraza, la más alejada de la entrada, hojeando mi revista y bebiendo de mi taza espumosa a sorbos lentos, gozando del sabor del café, cuya buena calidad es otro de los atractivos del lugar. No deja de ser irónico que en el país más famoso del mundo por este producto es difícil encontrar un café decente, y siempre he escuchado una explicación lógica pero no por eso menos ofensiva: que nuestros mejores granos se exportan al exterior y lo que resta para el consumo interno es lo peor de cada cosecha. El hecho es que me encontraba a gusto, saboreando el capuchino que me había traído el mesero —cuando finalmente conseguí que me atendiera—, leyendo por encima un artículo de la revista y notando cómo se iba llenando el establecimiento con su clientela habitual, cuando de pronto alcé los ojos y reconocí a Luis Antonio Salcedo, el segundo de Sebastián Sarmiento, parado en la puerta del local. Estaba charlando con un sujeto alto y delgado, con pinta de caballero inglés, aunque no supe quién era porque estaba de espaldas. En ésas Salcedo me vio y de inmediato se despidió del otro señor y se dirigió a mi mesa, sonriendo y luciendo su cabello blanco impecablemente peinado. Entonces vi que el individuo alto y flaco, el que Salcedo había dejado de manera un tanto abrupta para venir hacia mí, era nadie menos que Felipe López Caballero, periodista y dueño de la revista Semana, y además hijo y nieto de expresidentes. Yo no me lo habría creído si alguien me hubiera susurrado al oído que yo me iba a reunir, meses después, con ese hombre tan influyente para conversar sobre Sebastián, y que la persona que me serviría de enlace sería, justamente, Luis Antonio Salcedo. En todo caso me asombró que el vicepresidente de Alcásar se acordara de mí, y más todavía que dejara de lado a alguien como Felipe López para prestarme atención. La única explicación posible, pensé, mientras aquel señor apuesto y galante serpenteaba entre las mesas para aproximarse a la mía, era que Sebastián le había dicho algo. Y no me equivoqué, porque eso fue lo primero que me indicó Salcedo a modo de saludo, como si fuera necesaria una aclaración para entender su amabilidad conmigo.

—Hola, Roberto —su sonrisa relucía mientras yo me ponía de pie, algo perplejo, para estrechar su mano extendida—. Qué gusto volverte a ver. La otra noche Sebastián me llamó después del concierto, muy tarde, por lo demás, y me habló bastante de ti. Tengo entendido que eran amigos hace años, ¿correcto? ¿En el colegio, tal vez?

Balbuceé que sí, sin imaginar qué más le habría comentado Sebastián, y menos para que yo mereciera semejante cortesía por parte de este ejecutivo tan rico y ocupado, un personaje que, como tantos de los suyos, dispone de mucho dinero y poco tiempo, en particular para la gente que no le produce plata o placer. Incluso la primera vez que lo vi, recordé, cuando él saludó a Juan Manuel de la Torre en el Teatro Colón, tras nuestra afanosa llegada y antes de ingresar al palco central, él ni siquiera pareció registrar mi presencia, pues no creo que un simple profesor como yo figurara en los radares de un empresario como Luis Antonio Salcedo.

El hombre siguió hablando con gentileza, luciendo su dentadura blanca y brillante, diciendo que nos tendríamos que reunir todos para almorzar algún día —cosa que no iba a suceder nunca, por supuesto—, opinando sobre esto y aquello, y hasta preguntando por mis libros y artículos académicos —estaba bien informado, comprobé—, cuando un señor bien vestido y de aspecto presumido, que estaba ocupando solo una de las mesas vecinas, se levantó de su silla y se acercó a nosotros. Yo no lo conocía, y naturalmente pensé que deseaba saludar a Salcedo, pero la expresión de su rostro carecía del gesto cordial o la sonrisa familiar que suelen ofrecer las personas cuando se presentan ante un amigo.

—Buenas tardes, Luis Antonio —dijo en un tono seco, casi hostil.

Desprevenido, Salcedo se dio la vuelta para ver quién le hablaba, y pocas veces en mi vida he visto un semblante cambiar de manera tan repentina, como quien apaga un interruptor. A continuación se produjo una situación tensa entre ellos, como si alguien nos hubiera arrojado un balde de agua a la cara. Mi interlocutor se limitó a responder:

—Buenas tardes, Miguel Ángel.

Siguió un silencio incómodo.

—Pasaste a mi lado —señaló el otro—. Seguro no me viste.

—Así es… Disculpa. No te vi.

—Qué raro… Casi me pasas por encima.

—Como digo: no te vi. Reitero mis disculpas.

—Descuida… Ya estoy acostumbrado a que me pases por encima.

Siguió otro silencio más largo y más incómodo todavía.

Salcedo nos presentó, quizás para distender el ambiente, como si la presencia de un tercero, alguien neutral y ajeno a su conflicto o problema, sirviera para evitar una confrontación. Entonces el señor me escudriñó de pies a cabeza, sin disimular su desconcierto, como tratando de ubicarme y por lo visto sin entender, seguramente debido a mi atuendo y apariencia, por qué alguien como Luis Antonio Salcedo se dignaba a conversar conmigo o qué podríamos tener en común. Al cabo inquirió, no sin un eco de mofa bajo las palabras:

—Y ustedes dos… ¿cómo se conocen?

Salcedo pareció tardar un tiempo más de lo normal en responder; tosió en falso un par de veces, evidentemente molesto, y miró hacia arriba, como si hubiera visto un pájaro que le había llamado la atención. Yo me sentí fuera de lugar, casi obligado a decir cualquier cosa, y como la pregunta parecía formulada a los dos, repliqué sin prevención:

—Nos conocimos hace unos días en un concierto de música clásica —dije, pero mi respuesta no surtió mayor efecto. Siguió otro breve silencio, entonces agregué—: Tenemos un amigo en común: Sebastián Sarmiento.

El señor me miró como si yo, casualmente, le hubiera informado que su querida madre era una prostituta. Primero abrió muy grande los ojos, a la vez que daba un paso atrás, luego endureció la mirada y se esfumó todo vestigio de cortesía o cordialidad, que era poco para empezar, y fue entonces cuando declaró, a modo de despedida y con los labios apretados de la furia:

—Sebastián Sarmiento, oiga bien, es un ¡hijo de puta!

Sin decir nada más nos dio la espalda, dejó unos billetes en su mesa, refunfuñando, y se marchó del café.

Quedé mudo, sin entender lo que había pasado, poco menos que rascándome la cabeza. Luis Antonio Salcedo suspiró profundo, como recobrando la calma, y me hizo un gesto con la mano invitándome a tomar asiento en mi propia mesa. Pidió un café —el mesero, por supuesto, lo atendió en seguida—, sin preguntarme si esa silla estaba ocupada o si yo me encontraba esperando a alguien más, y cuando le sirvieron la bebida me contó una historia que me permitió ver a mi viejo amigo del colegio bajo otra luz.

Esto ocurrió hace unos años, empezó Salcedo. El caballero endulzó su café con un sobrecito de azúcar dietética y procedió a revolver la taza con una cucharilla de plata, tomándose su tiempo, como preparándose para narrar los hechos en forma ordenada. Como te dije al presentarlos, el señor que acabas de conocer se llama Miguel Ángel Olarte. Era mi socio en una empresa privada llamada Comtex, una firma dedicada, principalmente, a las comunicaciones, aunque también teníamos intereses en otros sectores de la economía nacional. Probó el café, cauto para no quemarse los labios, y asintió con la cabeza, satisfecho. Nuestra compañía estaba creciendo a ritmo acelerado y había llegado la hora, según Miguel Ángel, de eliminar a unos competidores, porque en Colombia, ya lo sabes, la torta de los negocios es menos grande que en otros países y la de los medios de comunicación está repartida, en gran parte y desde hace generaciones, entre un puñado de familias y grupos económicos. En otras palabras, no hay mucho espacio para escalar ni para nuevos participantes, y si la idea es conservar o fomentar la presencia de tu empresa a nivel nacional, una forma de hacerlo es buscando capital y aumentando la inversión, siempre y cuando el mercado lo permita, pero otra es despejando el terreno de tus rivales, empezando con los más vulnerables o peligrosos, aquellos que representan una competencia directa a tus ventas e intereses. Así, la primera firma a la que Miguel Ángel le puso el ojo fue Alcásar, porque ellos también estaban creciendo con mucho éxito, aunque de manera más discreta, y, por eso mismo, más inteligente.

El hombre bebió otro sorbo de café, meditativo, y colocó con cuidado la taza en el platillo, con un gesto en la cara que denotaba que era necesario hacer una precisión antes de continuar.

Para ser honesto, Roberto, siempre pensé que los motivos de Miguel Ángel en relación con Alcásar no eran sólo empresariales. Parecía que él deseaba aplastar a Sebastián, te lo resumo así con toda franqueza, y puedo hablar contigo de esta forma por el aprecio que él te tiene, tal como me lo hizo saber la otra noche… Por cierto, en algún momento de nuestra charla Sebastián me comentó que ustedes dos habían sido como hermanos, ¿verdad?, a pesar de no verse hace años…

Creí haber oído mal. Me atajé a tiempo, antes de pedirle a Salcedo que repitiera lo último, porque de haberlo hecho me habría delatado y me interesaba, al menos por un rato, que este señor sí creyera que me unía a Sebastián una vieja amistad, aunque la realidad fuera otra. Era la única forma, pensé en esa fracción de segundo, de que el otro avanzara con aquella historia que ahora yo tenía curiosidad de escuchar, pero debo decir que esa frase me sorprendió más que cualquier otra, porque nunca pensé que eso lo podría decir Sebastián Sarmiento de mí. Sin duda, eso explicaba la atención que Salcedo me dispensaba en ese momento, y también que él hubiera dejado de lado a una persona como Felipe López para hablar conmigo, pero el recuerdo que yo tenía de nuestra infancia no se prestaba para concluir algo así de grande. ¿Como hermanos? De ninguna manera. Sin embargo, no pude analizar más a fondo el comentario porque Salcedo ya estaba retomando el hilo de su relato.

En fin, prosiguió, muchas veces sentí que Miguel Ángel no sólo quería retirar a Sebastián del negocio o eliminarlo como rival, sino que deseaba eliminarlo del todo, acabar con él. No… en verdad no sé por qué le tenía esa antipatía, una enemistad que rayaba en el odio. Quizás Miguel Ángel le tenía envidia a Sebastián, o había sucedido algún problema de tipo personal entre ellos dos… En cualquier caso, lo cierto es que el objetivo de absorber a Alcásar y de sacar a Sebastián del camino, de una vez por todas, se volvió prioritario para Miguel Ángel, casi una obsesión. Mi socio no hablaba de otra cosa, y tardamos mucho tiempo pensando en cómo proceder, elaborando una estrategia de asalto y absorción, o, como se dice en el medio, una adquisición hostil de su compañía… Dicho en breve: diseñamos nada menos que un plan infalible.

Salcedo sonrió curtido, a la vez soltando un ligero bufido de sorna, como si después de tantos años trabajando en ese campo tan azaroso de los negocios él ya tuviera un concepto muy distinto sobre qué tan fiables y exitosos eran los planes infalibles.

De nuestro lado, continuó Salcedo, teníamos además un tercer socio: don Raimundo Echavarría. Supongo que no tengo que decirte quién era ese caballero tan importante, y es una gran pérdida para el país que él haya fallecido recientemente. Como sabes, don Raimundo era un patriarca de origen antioqueño, uno de esos empresarios visionarios y trabajadores, comprometidos con el futuro de Colombia, generoso y altruista como pocos y todavía más en esta sociedad que no entiende la necesidad de la filantropía, ni tiene la costumbre de practicarla, ni dispone de los incentivos fiscales que existen en otros países para estimularla. El hecho es que Comtex era una de las muchas compañías en las que don Raimundo tenía una participación significativa, y en este caso mayoritaria, mientras que Miguel Ángel y yo, con apenas el treinta y tres por ciento de la firma, estábamos al frente de las operaciones cotidianas. Así que nos preparamos durante meses, en agotadoras sesiones de trabajo, y un día nos reunimos con don Raimundo en su despacho para presentarle nuestra estrategia de crecimiento, la cual tendría dos etapas fundamentales: una, que consistía en abrir oficinas en Cali y Manizales, mejorar nuestros servicios en Ibagué y Cúcuta, y duplicar el número de empleados en Bogotá y Medellín. Pero esa etapa dependía de una previa, que era absorber a Alcásar, puesto que ellos ya tenían instalaciones en casi todas esas ciudades, y además contaban con una notable presencia en la costa atlántica, en particular en Cartagena, Santa Marta y Barranquilla, un mercado que nosotros no habíamos explorado hasta entonces. La idea era hacernos con una tajada mayor de los medios a nivel regional, y no sólo de revistas y prensa escrita sino también de radio y televisión, con miras a obtener una cuota superior de influencia y a la vez de ingresos mediante ventas y pauta publicitaria. Mejor dicho, lograr la adquisición de Alcásar, hostil o como fuera, nos permitiría fortalecer nuestra posición estratégica y expandir nuestro campo de acción para hacer lo demás. Se trataba de una inversión cuantiosa, eso es cierto, pero disponíamos del músculo financiero gracias al prestigio del emporio Echavarría, y además nuestros estudios de mercado preveían una recuperación del capital en pocos años, y las ganancias, a partir de entonces, serían formidables. Claro: al viejo le gustó la propuesta. A pesar de que él tenía tanto dominio y poseía tanta industria, es curioso que hasta ese momento su conglomerado no hubiera incursionado en el mundo de las comunicaciones, y precisamente por eso él había adquirido el sesenta y seis por ciento de Comtex, como un primer paso en esa dirección, o tal vez para ensayar las aguas del negocio a ver si le gustaban. Por supuesto, don Raimundo también estaba de acuerdo en que había que abrir nuevos frentes y quizás salir de algunos rivales para despejar el camino, y de ese modo crecer en este medio tan competido y, al mismo tiempo, tan lucrativo.

Salcedo volvió a sorber su café mientras yo lo escuchaba, atento. Tomó una servilleta de tela y se palpó la boca un par de veces para limpiar todo rastro de la bebida, un toque discreto que me llamó la atención porque era un gesto que yo sólo había visto en las películas, aunque él lo realizó con gracia y finura, con un estilo natural.

Entonces el panorama cambió de forma inesperada, declaró. Vientos favorables, si se puede decir, empezaron a soplar en nuestra dirección, porque fue por esa época, de casualidad, que el socio de Sebastián, un señor llamado Rafael Alcázar, murió en circunstancias extrañas, y eso nos permitió vislumbrar un nuevo plan de acción. Uno menos… ¿cómo lo describo? A lo mejor menos honorable, sin duda, pero más efectivo.

Salcedo pareció meditar sobre aquello, haciendo memoria y moviendo la cabeza con desaliento.

Así es, reiteró al cabo de un rato. Ahora teníamos una estrategia aún más prometedora. Y la razón de fondo era un dato esencial: Sebastián y Rafael poseían porcentajes diferentes de su empresa. Yo no sabía por qué era así y sólo lo entendí mucho tiempo después. Resulta que Sebastián había querido que su amigo tuviera un porcentaje mayor, algo mínimo pero simbólico, como un acto de cortesía y nobleza, lo cual era típico, luego aprendí, de su carácter deferente y generoso. Pero en aquel entonces lo único que a Miguel Ángel y a mí nos importaba eran los números: el hecho de que Rafael era dueño del cincuenta y uno por ciento de Alcásar, mientras que Sebastián poseía el cuarenta y nueve por ciento. Entonces, al morir Rafael, como suele suceder en esos casos, su participación quedó en manos de sus herederos: su esposa y dos hijos pequeños. Ahora la firma la manejaba Sebastián exclusivamente, pero la muerte de Rafael fue muy misteriosa, un asesinato que se prestó para toda suerte de rumores y conjeturas, porque mientras unos decían que había sido accidental y fruto del azar —un demente, parece, que iba matando personas por la calle sin motivo—, otros sugerían un escenario más perverso y, quizás, más verosímil: que Sebastián Sarmiento había contratado a un sicario para asesinar a su socio y quedarse con toda la compañía, y que el loco de la calle no había tenido nada que ver con el atentado y, antes bien, sólo era un desechable, un pobre desgraciado y chivo expiatorio. Eso, como sabes, ha ocurrido en otros lugares y todavía más en este país, donde tantos pleitos se resuelven a tiros y muchos rivales se eliminan para siempre. No fue difícil, en consecuencia, propagar esa segunda versión de los hechos, y gracias a esos cuentos y murmullos pudimos abordar a la viuda de Rafael, entrar en contacto con ella de manera discreta y confidencial, pero también cautelosa y astuta. En resumen: para llamar las cosas por su nombre, le envenenamos el oído a la señora. Las habladurías llegaron a tal punto que durante la investigación judicial que se hizo para esclarecer la muerte de Rafael, Sebastián fue considerado sospechoso por las autoridades e interrogado varias veces, pero al final no se probó nada en su contra. Eso no nos inquietó, desde luego. Para nosotros lo principal era desacreditar a Sebastián frente a la esposa de Rafael, y aprovechar que él estaba distraído con el juicio y dedicado a demostrar su inocencia para entonces mover nuestras fichas y convencer a la mujer de que nos vendiera su participación mayoritaria de la empresa. Moralmente era inadmisible, le dijimos, que ella formara parte de una entidad manejada… si era cierto lo que se decía en la calle… por el asesino de su esposo. Figúrate el descaro. De modo que le pedimos prudencia en el manejo de la información para no poner a Sarmiento sobre aviso, y cuando llegó el momento indicado, a través de otra de las compañías de don Raimundo, se le hizo a la dama una importante oferta de dinero para comprar toda su parte de Alcásar. En seguida empezó un complejo proceso de negociación, porque la señora estaba bien asesorada y no era ninguna tonta, y además tenía ciertas condiciones que no eran fáciles de conceder, en particular por razones legales y tributarias, como que parte del pago se le hiciera en Bogotá y la otra parte, la más grande, se consignara en una cuenta privada en el exterior, un paraíso fiscal tipo Suiza o Panamá para evitar los impuestos, pues la viuda aspiraba a crear un colchón financiero que le permitiera seguir viviendo con el mismo nivel de solvencia económica que había gozado con su marido. En suma, todo se fue acordando y definiendo a través de varias reuniones secretas y con aire clandestino, no te exagero, y al cabo de un tiempo ya estábamos listos para dar el zarpazo final.

Salcedo pareció reflexionar un momento, no sé si recordando esas peripecias o calibrando la certeza de sus palabras.

No te puedes imaginar cómo estaba Miguel Ángel en ese entonces, señaló. Excitado y nervioso, parecía un adolescente que recibe un automóvil como regalo de grado. El hombre podía saborear su victoria, dichoso no sólo de quedarse con Alcásar sino de hacerlo en forma encubierta, sin que Sebastián se enterara de nada y sin presentir que dentro de poco se iba a despertar con un rival metido en la cama y dueño, además, de la tajada más grande del pastel; un nuevo socio y enemigo a muerte que poseía el mayor porcentaje de su preciosa compañía. A partir de entonces sólo sería una cuestión de días antes de verse obligado a vendernos su parte de la empresa, y en ese momento Alcásar sería completamente nuestra, absorbida por Comtex en su totalidad.

Salcedo bebió otro sorbo de café y revolvió la taza con la cucharilla, aunque no hacía falta. Parecía mirar hacia adentro, rememorando esos días de tensión y suspenso.

Nunca olvidaré cómo sucedieron las cosas, evocó. Miguel Ángel nos citó un viernes al mediodía en las elegantes oficinas de Comtex, en la lujosa sala de conferencias. Entré por la gran puerta del salón y vi, sobre la larga mesa de madera lustrada, una bandeja de plata con varias copas altas y delgadas, y una botella de champaña Dom Pérignon que se enfriaba metida en un cubo de cristal con hielo. Miguel Ángel se acercó con una sonrisa triunfante y me dio un fuerte abrazo, dándome las gracias y felicitándome por el excelente trabajo de varios meses, y luego me dijo al oído que ese día iba a ser uno de los más importantes de nuestras vidas, porque nos íbamos a volver millonarios… No obstante, creo que para Miguel Ángel lo más apetecido era la escena de venganza que él tenía preparada en su mente, como una fantasía alimentada en secreto durante años, y así me la describió en algún momento de esa tarde agotadora: después de recibir de la oficina de don Raimundo la confirmación que estábamos esperando hacía tiempo, la luz verde de que ya se había hecho el giro de fondos a la viuda de Rafael y de que ésta había firmado todos los documentos legales, transfiriendo los títulos de su propiedad a nosotros, él pensaba llamar a Sebastián para soltarle un par de frases por teléfono: «Le quiero decir que su empresa ya es mía, Sarmiento. Y ahora le voy a pedir una sola cosa: váyase a la mierda».

Salcedo bebió de su taza y se volvió a limpiar la boca como lo había hecho antes. Parecía un galán de cine, con su cabello blanco inmóvil, su traje cortado a medida y su pinta de aristócrata, y me pregunté si una actitud así era algo con lo cual se nacía o si era una especie de postura que se practicaba delante del espejo, como hacen los actores de teatro. Sin embargo, la seriedad de su rostro y su expresión un tanto contrita me indicó que no le quedaba fácil contarme todo aquello, porque de por medio estaba un amigo mío —al menos así lo creía—; uno que él y su socio de entonces se habían dispuesto a destruir.

Recuerdo que mientras Miguel Ángel y yo conversábamos en la amplia sala de Comtex, continuó, llegaron los demás participantes de la reunión. Eran cuatro de nuestros mejores abogados, más dos analistas financieros y un asistente que portaba bajo el brazo varias carpetas de gráficas e informes, que procedió a repartir entre todos, y nos hicimos en un extremo de la enorme mesa de nogal, la superficie de madera limpia y brillante como un espejo. Los nueve estábamos sentados en cómodas sillas de cuero y metal cromado, con sólo la bandeja de copas y la botella de champaña al final de la mesa, y, a nuestro lado, un teléfono moderno con varias líneas de acceso y un citófono interno para comunicarnos con Saturia, la secretaria privada de Miguel Ángel. Habíamos acordado hacer todas las llamadas a través de la secretaria para darle un aire profesional al asunto, de modo que ella sería la encargada de marcar los números telefónicos y de comunicarnos con los directores de los bancos o los subalternos de nuestra empresa, para que esta primera etapa de la estrategia que habíamos elaborado con tanto trabajo y atención a los detalles se realizara sin tropiezos. Aun así, y a pesar de que todas las fichas parecían puestas en su sitio, sin mayor espacio para errores o sorpresas, te confieso que había una verdadera mezcla de sentimientos en ese recinto, y se percibía en el ambiente. Por un lado estábamos intranquilos, tensos y temerosos de que algo, por pequeño que fuera, saliera mal, y por otro lado estábamos realmente entusiasmados y optimistas. Sí… yo también, desde luego. Para mí el momento era uno de gran importancia, no lo niego. A diferencia de Miguel Ángel Olarte, yo no tenía nada personal contra Sebastián Sarmiento, pero con ese negocio nos íbamos a convertir en un auténtico jugador de las comunicaciones en el país, y, por ende, en hombres adinerados. Además, otra consecuencia nada desdeñable era que nuestro socio Echavarría seguramente iba a quedar muy complacido con los dos gracias a nuestro plan de crecimiento, y eso nos garantizaba un futuro prometedor. Transcurrieron los minutos en ese salón con una lentitud exasperante, todos esperando la llamada de la oficina de don Raimundo. Pasó una hora. Después otra. Nadie se imaginó que esa reunión iba a tardar tanto, y estábamos a punto de pedir algo para almorzar cuando por fin sonó la voz de la secretaria en el citófono.

—¿Doctor Olarte?

Miguel Ángel pulsó el botón del parlante, mientras el asistente repartía nuevos documentos con los últimos datos que habíamos obtenido del estado financiero de Alcásar. La tensión en la sala había aumentado en esas horas, pues estábamos a punto de concluir lo que nos habíamos propuesto con tanto empeño, pero también teníamos presente una advertencia que don Raimundo nos había hecho la semana anterior: «No ensillen las bestias antes de traerlas, muchachos, y recuerden que en la puerta del horno se quema el pan». Eso es cierto, y sabíamos que en un instante todo se podía ir al carajo, de modo que estábamos procediendo con prudencia y templanza, aunque los nervios, claramente, ya estaban de punta.

—Dígame, Saturia.

—Tengo la oficina del doctor Echavarría.

—¿Qué línea?

—La número uno —replicó la secretaria.

Miguel Ángel dejó escapar un suspiro de alivio, tomó el auricular del teléfono y hundió el botón indicado, y procedió a hablar con el subdirector de don Raimundo. Entonces recibimos una noticia que nos tranquilizó: todo estaba en orden, incluidos los documentos, que ya estaban preparados y listos para la revisión de la viuda delante del notario; en ese momento la señora iba en camino al despacho del patriarca —había tenido un retraso involuntario en el salón de belleza, pues deseaba llegar bien atildada a su cita con el doctor Echavarría—, y tan pronto ella estampara los papeles con su huella y rúbrica, don Raimundo nos iba a llamar en persona para confirmar la transferencia de fondos y felicitarnos por la terminación del negocio. Todo estaba claro, sin duda, pero aquello sólo se refería a nuestra parte de la operación. En cuanto a la parte que le correspondía a la heredera de Rafael Alcázar estábamos a oscuras, pues desde hacía una semana ella había exigido hablar exclusivamente con don Raimundo, de modo que sólo sabíamos lo poco que se filtraba de la empresa Echavarría. No obstante, el subdirector calmó a Miguel Ángel, diciéndole que no había razón para poner en duda que las cosas iban a llegar a buen término y que, en apenas unos minutos, don Raimundo nos iba a llamar para darnos, él mismo, el parte de victoria.

—Espero que la champaña esté bien fría para celebrar —anunció Miguel Ángel con una sonrisa al colgar el teléfono.

Todos soltamos una ruidosa carcajada, en gran medida alimentada por la insoportable tensión del momento.

Volvieron a pasar varios minutos sin que recibiéramos la llamada. Saturia nos interrumpió un par de veces para preguntar si nos apetecía comer cualquier cosa, y como cada vez que sonaba el citófono saltábamos con la expectativa de que era la oficina de Echavarría, a Miguel Ángel se le agotó la paciencia y le ordenó de mal talante que no nos fastidiara más, que se limitara a pasarnos la llamada que estábamos esperando y que no nos molestara con tonterías. En seguida cada uno se dedicó a lo suyo, y nos tratamos de ocupar imaginando posibles imprevistos y haciendo cálculos de inversión, revisando balances financieros, líneas de crédito y las gráficas de crecimiento de la empresa codiciada —las líneas zigzagueantes de clara tendencia ascendente—, pero en realidad todos teníamos un ojo puesto en las luces del teléfono, aguardando que alguna se encendiera, y también un oído atento al citófono, pendientes de la voz de la secretaria anunciando la perentoria comunicación con don Raimundo.

—Ahora sólo falta la confirmación por parte de Echavarría —dijo Miguel Ángel otra vez—, y repartimos copas y abrimos esa botella de champaña. Aunque debimos haber comprado otra, ¡porque una no bastará para celebrar este triunfo!

Volvimos a reír, pero esta vez con menos intensidad.

Nos quedamos varios minutos más en suspenso, esperando la noticia anhelada. Entonces Miguel Ángel se comunicó de nuevo con su secretaria a través del citófono, luego de hacer las últimas consultas con los abogados, y le repitió la misma instrucción de pasarle la llamada de don Raimundo tan pronto la recibiera, y también le reiteró de manera tajante que nadie, por ningún motivo, nos interrumpiera. Nadie, insistió, ni siquiera su esposa ni el presidente de la República, ni aunque se estuviera incendiando el edificio. Sabíamos que éste era el momento de la verdad, y nuestro futuro estaba en juego en esos segundos que discurrían con angustiosa lentitud. Ya estábamos listos para hacernos con el cincuenta y uno por ciento de Alcásar, y después de eso podríamos proceder con la siguiente etapa de la estrategia, fortaleciendo la presencia de Comtex en las demás ciudades del país. Pero no podíamos desconocer un hecho incontrovertible: al cabo de varios meses de trabajo agotador y de docenas de reuniones hasta muy tarde en la noche, ahora todo se reducía a ese instante y nuestro porvenir dependía de una llamada telefónica.

Salcedo se quedó en silencio durante un tiempo. A esa hora atardecía. El bullicio en torno nuestro había aumentado de volumen, la gente se saludaba y charlaba en las mesas vecinas del café. Los meseros entraban y salían por la puerta principal del local, llevando y trayendo bandejas llenas de tazas, copas y platos, y servían bebidas o pequeños emparedados llamados paninis, aunque nosotros dos estábamos abstraídos de todo eso. Parecíamos aislados del mundo, concentrados en la historia de Salcedo, y hasta yo me había olvidado de Matilde y de sus compras y del agujero que probablemente nos iba a quedar en las finanzas del hogar al final del día. Entonces aguardé a que el hombre siguiera hablando, pero al ver que se demoraba más de la cuenta en decir algo adicional, como si estuviera inmerso en sus recuerdos, me atreví a preguntar:

—¿Qué pasó entonces, Luis Antonio?

Salcedo me miró con una expresión muy seria en los ojos y volvió a suspirar profundo. Estábamos allí, por fin anotó, todos fingiendo estar ocupados en esa sala de conferencias, pero realmente atisbando los dos aparatos sobre la mesa de nogal. De pronto, una de las lucecitas del teléfono empezó a titilar y luego sonó, para nuestro infinito alivio, la voz de la secretaria en el citófono.

—Doctor Olarte —anunció—. Tengo la oficina de don Raimundo Echavarría en la línea número dos.

Percibí un suspiro colectivo en la sala de conferencias. De todos los presentes menos de Miguel, quien estaba a punto de estallar debido a la tensión acumulada.

—¡Conécteme de inmediato, carajo! ¡Y no nos interrumpa más!

Miguel Ángel presionó el botón de luz intermitente del sistema de telefonía y levantó el auricular para atender la llamada. Todos lo estábamos observando, expectantes. Lo oímos decir «¿Aló?» y lo vimos asentir con la cabeza un par de veces, y luego él tapó la bocina con la mano para decirnos, aparte e irritado, que la secretaria de don Raimundo le acababa de pedir el favor de esperar un momento, que ya le iba a pasar al doctor Echavarría, y que entre tanto estaba escuchando música ambiental, como la que suena en los ascensores y en las salas de espera de los dentistas. Pasaron varios segundos. El nerviosismo y la ansiedad en ese recinto parecían en un punto de máxima tensión, y para Miguel Ángel todavía más. Era evidente que él se estaba tratando de controlar, haciendo esfuerzos por calmarse, porque sabía que al hablar con don Raimundo su compostura tenía que ser la de un profesional que está al mando de la situación, y por lo tanto su voz tenía que sonar serena y natural, o alegre y optimista, cualquier cosa menos como efectivamente lo estaba en realidad, que era al borde de la histeria.

Los segundos se convirtieron en minutos. Un abogado tamborileaba con los dedos sobre la mesa de nogal. Otro se mordía las uñas. El mayor de los analistas financieros sacó un pañuelo arrugado de su bolsillo y se lo pasó por la frente, y el menor se aflojó el nudo de la corbata y soltó el primer botón de su camisa, exhalando un bufido de cansancio que sonó demasiado fuerte. Yo hice lo mismo y empecé a sudar, y vi que Miguel Ángel se estaba desesperando más que cualquiera, dando vueltas de pasos cortos sujeto por el cable del teléfono, pasándose los dedos por el cabello y secándose la humedad de las manos en las perneras del pantalón. Reinaba un silencio sombrío e insufrible en el salón, lleno de temor y expectativa, como cuando uno se asoma a un abismo.

De pronto volvió a sonar la voz de la secretaria en el citófono.

—¿Doctor Olarte?

Miguel Ángel se enfureció con la interrupción y le pegó a la mesa un golpe en seco con la palma de la mano. No pudo ocurrir en un peor momento, por lo demás, porque en ese instante se perdió contacto con la oficina de don Raimundo. Entonces Miguel Ángel presionó iracundo el botón del citófono y le gritó al parlante:

—¡Carajo, Saturia! ¡Le dije que no nos interrumpiera! ¿No le quedó claro, pendeja? ¡Se cayó la llamada con don Raimundo! ¡Conécteme de nuevo ya mismo! ¿Oyó? ¡Ya mismo!

Miguel Ángel trataba mal a sus empleados, bastante mal, de eso puedo dar fe, y la verdad es que todos lo soportaban por necesidad, porque no tenían otra opción. No era raro que él les gritara o insultara, y jamás tuvo un gesto de bondad o generosidad con ninguno de ellos, y menos en términos de sueldos o bonificaciones, más allá de lo que estipulaba la ley. En fin, te cuento que yo estaba tan concentrado en la operación financiera y tenía los nervios tan a punto de reventar que también me exasperé, y casi le arrebato el teléfono a Miguel Ángel para tratar de marcar yo mismo el número de la oficina de don Raimundo, cuando oímos otra vez la voz atemorizada de la secretaria en el citófono. Ahora estaba pidiendo disculpas, explicando que ella sí sabía que no nos debía interrumpir, que la orden en efecto había sido clara, pero pensaba que tal vez… a lo mejor se trataba de algo importante, aunque podía estar equivocada, y sólo se quería cerciorar, estar segura de…

Miguel Ángel la cortó en seco:

—¡Deje de decir estupideces, maldita sea! ¡Hable de una vez!

Ella pareció vacilar un instante más. Luego dijo:

—Tengo al doctor Sebastián Sarmiento.

Todos quedamos en silencio, mirando el citófono como si nuestro peor enemigo estuviera allí metido, agazapado dentro del aparato. Pasaron varios segundos de desconcierto.

—¿Cómo así, Saturia? —preguntó Miguel Ángel—. ¿Está al teléfono? —entonces se le iluminó la cara como si se le hubiera ocurrido una nueva idea—. ¡Mejor! ¡Todavía mejor! —agregó con zorrería, soltando una risotada perversa. En seguida se dirigió a nosotros mientras hundía el botón para silenciar el parlante y hablar sin que lo oyera su secretaria—: Seguro ya se enteró de lo que le vamos a hacer y está llamando a protestar. Pataleo de ahogado, se llama esa figura —los ojos le brillaban como carbones encendidos, entonces volvió a pulsar el botón del parlante y le ordenó a la mujer—: Pásemelo de inmediato para anunciarle lo que se le viene encima.

Transcurrieron unos segundos de silencio.

—¿Me oyó, imbécil? —vociferó Miguel Ángel, presionando el botón repetidas veces—. ¿En qué línea está? ¡Pásemelo ya mismo, carajo!

Al cabo se oyó la voz trémula de la mujer.

—Perdón, doctor Olarte —articuló Saturia, y en sus palabras se notaban el miedo y la confusión de no saber cómo proceder—. Lo que pasa es que lo tengo aquí. Está delante de mí en este momento.

Todos pegamos un brinco hacia atrás, como si del citófono hubiera saltado una serpiente.

—Yo no lo conozco en persona —Saturia bajó la voz casi a un susurro, como tratando de explicar lo que estaba pasando o justificar la presencia de nuestro rival sin que él la escuchara—, pero el caballero dice llamarse Sebastián Sarmiento y que… bueno, que desea hablar con usted —pasaron varios segundos, nosotros perplejos y petrificados, y faltó poco para que la secretaria pidiera socorro—. ¿Qué hago, doctor Olarte?

Los nueve nos miramos sin decir nada en voz alta, como si temiéramos ser escuchados a través del aparato. Yo me encogí de hombros, con la expresión de alguien totalmente perdido, y peor estaban los abogados; uno incluso miraba a los costados como buscando la salida más próxima para escapar, y otro parecía contemplar la ventana, a lo mejor calculando la caída de diez pisos a la acera de la calle.

Miguel Ángel me miró de nuevo, agrandando los ojos como exigiendo consejo, y ante mi mutismo por fin presionó el botón del citófono, encolerizado. Entonces dijo, con un tono en la voz de hombre al frente del problema, aunque detecté un cierto temblor en sus palabras:

—Está bien, Saturia. Hágalo seguir.

Te confieso que en esa coyuntura yo entendía a Miguel Ángel. Porque una cosa era llamar a Sarmiento en su fantasía y mandarlo al demonio por teléfono, pero otra muy distinta era tener que hacerlo en persona y decírselo a la cara. Además, no sabíamos qué conocía Sebastián de nuestros planes, ni qué armas tenía él para defenderse, o cómo iba a reaccionar ante nuestra adquisición hostil de su compañía. Lo más seguro era que no podía hacer mucho, desde luego; quizás protestar o insultarnos o intimidarnos con amenazas de litigios, ya que nosotros teníamos la sartén por el mango, y no en vano el aspecto que más habíamos cuidado durante toda esa transacción había sido el jurídico, justamente para impedir que un pleito o una demanda echara todo por tierra. No obstante, un empresario poderoso y furibundo es impredecible y nunca se sabe cómo va a actuar, o hasta dónde está dispuesto a llegar.

Todos levantamos la vista hacia la pesada puerta de madera, como si no supiéramos qué iba a ingresar a la sala de conferencias. Ahora los nueve estábamos de pie, como preparados para una batalla, y me pareció ver a uno de los abogados empuñar su bolígrafo como si fuera una daga, y otro se deslizó detrás de su silla como si fuera un parapeto, y otro más tomó una carpeta de cuero como si la pensara usar como escudo. Quizá creímos que Sarmiento iba a irrumpir en el salón cabalgando al frente de un ejército de abogados, con sus contadores tocando trompetas de asalto y sus analistas lanzando gritos de guerra, y que se iba a entablar una sangrienta contienda sobre la mesa de madera barnizada. Sin embargo, al cabo de unos segundos se abrió la gran puerta sin hacer el menor ruido y apareció Sebastián. Solo. Yo no lo podía creer. Hasta me asomé por encima de su hombro para ver si venía alguien más detrás, pero no había nadie. El hombre lucía un traje de color azul oscuro, camisa blanca y corbata a rayas, muy sobrio y elegante, y, ante todo, asombrosamente tranquilo, como si se encontrara realizando un trámite de rutina. No parecía molesto ni agraviado, ni furioso o combativo, y por un momento pensé que ni siquiera estaba al tanto de lo que estaba pasando. En cualquier caso, sólo se quedó lo justo para decirnos lo siguiente:

—Señores —nos miró detenidamente a todos, uno por uno—, lamento interrumpir su reunión. Vengo a informarles que he comprado la mayor parte de Comtex y por lo tanto ahora somos socios, aunque ustedes sólo poseen un tercio de esta compañía. Para evitar complicaciones innecesarias, espero que me vendan el porcentaje que les corresponde, y como socio mayoritario sugiero que lo hagan cuanto antes —echó un vistazo alrededor del salón, una ojeada discreta y valorativa, como anticipando su uso futuro, e hizo un sencillo gesto de aprobación—. Les agradezco su tiempo y atención. Hasta pronto.

Con eso dio media vuelta y se marchó.

Quedamos mudos y estupefactos. Era absurdo, por supuesto. ¿Comtex? Imposible. Si ésa era nuestra empresa, y ante todo era la consentida de don Raimundo Echavarría. La pelea había sido en torno a Alcásar, pero sobre Comtex nunca hubo una duda y ni siquiera una palabra. Nos miramos por un instante y casi rompimos en carcajadas, como si se tratara de una broma orquestada por nuestro socio Echavarría, porque esa conclusión era inconcebible. Sin embargo, nadie se rió. Permanecimos inmóviles y en silencio, y de improviso, como rompiendo un sortilegio, alguien masculló atónito: «No puede ser». Entonces empezamos a actuar, tratando de llamar a la oficina de don Raimundo, mas cuando finalmente nos logramos comunicar, su secretaria nos informó que el doctor Echavarría no deseaba hablar con nosotros. Quedamos pasmados, sin entender lo que había pasado, pero en ese momento sospechamos que era cierto. Sebastián Sarmiento no sólo le compró a la viuda de Rafael su porcentaje mayoritario de Alcásar, y de esa manera él quedó de propietario absoluto de su propia empresa, sino que de paso le compró a don Raimundo la totalidad de su parte de Comtex. Y hasta ahí llegaron los intereses del conglomerado Echavarría en el campo de las comunicaciones. En suma: ahora Sebastián era dueño completo de su compañía y socio mayoritario de la nuestra, y Miguel Ángel y yo, así como los otros siete que estaban en esa sala de conferencias, quienes minutos antes creímos que nos íbamos a volver millonarios, entendimos que estábamos a puertas de estar desempleados. Literalmente en la calle. Y no había nada que pudiéramos hacer.

Salcedo esbozó otra vez esa sonrisa de ironía, entre admirado y como de hombre toreado en muchas plazas. Al cabo remató la taza de café y creí que su relato había concluido.

No obstante, afirmó, mientras se pasaba de nuevo la servilleta por la boca, ahí no termina la historia. Yo quedé un buen rato anonadado en ese salón, te lo juro. Pasé en un segundo de sentir que tenía el mundo al alcance de mis manos, que iba a ser realmente rico y poderoso, a verme sin sueldo y sin trabajo, porque obviamente lo primero que haría Sebastián, como socio principal de la firma, sería despedirnos a todos. Fueron tales mi desconcierto, mi rabia y confusión, que salí de la oficina como pude, creo que tropezando contra los muebles, y dejé atrás a Miguel Ángel y a los otros, no sin antes advertir que unos parecían buscar entre sus papeles, como si la explicación de ese desenlace inimaginable estuviera refundida en algún documento descartado, y los otros observaban alelados la puerta por donde había salido Sebastián Sarmiento. Lo último que vi fue la famosa botella de champaña metida en su cubo de hielo derretido, helada pero intacta. Entonces lo único que se me ocurrió hacer fue bajar al primer piso del edificio y salir a caminar por la calle. Necesitaba tomar aire, despejar mi mente, y di unas vueltas sin rumbo y anduve sin saber en dónde me encontraba, hasta que de pronto descubrí, a varias cuadras de distancia, un pequeño bar abierto que yo no conocía. En ese momento sentí la urgencia de beberme un par de whiskys dobles para ubicarme y tratar de entender lo que había sucedido, explicarme ese resultado imposible y, más importante todavía, meditar en lo que le iba a decir a mi esposa y en lo que iba a hacer con mi vida a partir de ese instante.

El hombre sonrió con cierta picardía, negando con la cabeza.

En fin, prosiguió al cabo de una pausa, dejando escapar el aire de sus pulmones, entré en el bar, que me sorprendió por ser un lugar discreto y bien iluminado, y creí que mi cerebro me estaba jugando una chanza pesada, como si estuviera viendo alucinaciones, porque adivina quién estaba ahí sentado, ocupando solo una mesa del rincón.

¿Quién?

Tu amigo.

No puede ser, afirmé. ¿Sebastián?

Salcedo movió apenas la cabeza para asentir. Sebastián Sarmiento, admitió, de nuevo en persona. Como digo, estaba sentado en un rincón del local, cruzado de piernas y bebiendo un aperitivo con placidez, como cualquier hijo de vecino. No te imaginas mi sorpresa. Y mi rabia. Su postura tan ecuánime y fría me suscitó una cólera incontenible, y me dirigí hacia él sin saber muy bien con qué intención; tal vez lo quería insultar o golpear, aunque sin ninguna justificación, lo reconozco, porque en ese negocio él había jugado tan limpio o tan sucio como lo habíamos hecho nosotros, y él, sin duda, con menos bajeza, porque Sarmiento se había limitado a defender lo suyo, su reputación y su empresa, mientras que nosotros habíamos acudido a maniobras traicioneras para quitarle su compañía y enlodarlo, calumniarlo y desprestigiarlo ante la sociedad. En todo caso, cuando me vio entrar, Sebastián se puso tranquilamente de pie y me hizo un gesto cordial con la mano, ofreciéndome la silla que tenía a su lado, mirándome con una expresión amable y cortés, y hasta con cierta alegría en los labios, como si estuviera gratamente sorprendido de verme. No me vas a creer, pero… ¿Cómo lo digo? Era como si él entendiera perfectamente la causa de mi enojo, como si no hubiera necesidad de decirlo en palabras, y que él estaba ahí precisamente para ayudarme, para brindarme apoyo y respuestas, y hasta por un segundo pensé que me iba a dar un abrazo de consolación. Esa actitud me desarmó por completo, y quedé tan perplejo y confundido que sólo atiné a seguir ahí parado, mirándolo con la boca abierta, y después creo que me desplomé en la silla que él me había ofrecido.

—¿Quién se cree usted? —articulé, iracundo—. ¿Cómo hizo…?

Sebastián levantó una mano con calma, como pidiendo un minuto de mi tiempo. Entonces tomó asiento y lo que dijo me desconcertó todavía más.

—Es curioso, Luis Antonio. Por lo visto las casualidades me siguen. En mi vida he tenido unas buenas y otras malas —se pasó la mano por el mentón y miró alrededor, y por primera vez reparé en una cicatriz que le surcaba la barbilla—, pero que tú hayas entrado justamente en este lugar y en este momento es, claramente, una de las buenas y quizás una de las mejores —me tuteaba como si fuéramos amigos, sin que le importara que yo lo tratara de usted, y su tono de veras sonaba sincero y por eso mismo convincente—. Te pensaba llamar en estos días.

—¿A ? ¿Para qué? ¿Qué diablos puede usted querer de mí?

Sebastián me miró a los ojos sin parpadear, pero su rostro no irradiaba rencor o molestia, sino honestidad y nobleza, como para que yo no dudara de la transparencia de sus palabras. La suya era, te lo puedo decir sin exagerar una sílaba, una franqueza demoledora.

—Hace poco murió mi socio y amigo, Rafael Alcázar… no sé si lo sabes —continuó, y ante la mención de ese nombre yo me puse alerta, con la guardia en alto, pues imaginé que de inmediato vendría una andanada de insultos para desquitarse de mí; después de todo lo que habíamos hecho para aprovecharnos de la trágica muerte de su socio, lo lógico era que Sebastián expresara esas palabras con enfado o sarcasmo, pero la verdad es que no lucía resentido. Según su manera de hablar y actuar, de veras parecía como si él no supiera si yo me encontraba al tanto de la muerte de su amigo, y mucho menos que yo hubiera participado durante meses en explotar esa desgracia a nuestro favor, envileciendo su honra y su reputación, y contribuyendo a que mucha gente pensara que Sebastián era nada menos que un asesino—. El hecho es que Rafael —siguió diciendo, imperturbable—, entre muchas otras cosas, era el encargado de las relaciones públicas de nuestra empresa, y su presencia ha sido imposible de sustituir. Por lo tanto —resumió, como si tratara de un tema menor—, me gustaría que ese trabajo lo hicieras tú.

La frase me dejó aturdido. Por mi mente pasó de todo cuando vi a ese hombre ahí sentado, solo en aquel bar… de todo menos que él me iba a ofrecer un empleo.

Sebastián se puso lentamente de pie y le hizo una discreta señal al mesero, pero no como si le estuviera solicitando la cuenta sino como si fuera un cliente habitual de la casa, al igual que si le estuviera pidiendo que agregara lo consumido a la factura del mes. Algo así tenía que ser, advertí, porque el mesero se limitó a asentir con la cabeza y el ejecutivo no sacó su billetera ni pagó su aperitivo. En cualquier caso, yo quedé tan asombrado con lo que él me acababa de decir que no sólo no lo podía creer, sino que permanecí sentado, sin saber cómo reaccionar, y con las palabras atragantadas en mi boca.

—Mejor dicho —precisó Sebastián, y esto aumentó aún más mi estupor—, me gustaría que fueras el vicepresidente de Alcásar… Con el ingreso de Comtex y esta nueva participación, nuestra compañía será un formidable contrincante en el terreno de las comunicaciones. Además, nadie conoce la empresa que hoy hemos adquirido como tú, y sé que eres la persona idónea para ocupar ese cargo y hacer ese trabajo. Ahora… también reconozco que es algo temprano para hacer esta propuesta, es claramente prematura, y te pido disculpas por mi falta de tacto y de timing, pero pienso que las oportunidades que se nos presentan en la vida son frágiles y fugaces, fruto del azar, el resultado de una serie de hechos casuales que pueden cambiar en un instante y por eso hay que aprovecharlas cuando éstas se dan; agarrarlas del cuello, si me permites la expresión. En ese sentido, como ya te dije, encontrarnos aquí a esta hora es una de esas oportunidades excepcionales, y por eso me atrevo a hacerte esta oferta ahora —el hombre me contemplaba sin apartar la vista, con una mirada amable y cálida, como si su intención fuera darme confianza—. Entonces tómate tu tiempo, Luis Antonio. Descansa una semana o dos, consúltalo con tu familia y sal de viaje para pensar en otras cosas. A tu regreso me avisas. Obviamente, yo no le ofreceré el cargo a nadie más hasta que me confirmes tu decisión —entonces esbozó esa sonrisa suya, amplia, cordial y generosa, la que parece decir que te está hablando con la mayor gentileza y sinceridad del mundo—. Naturalmente, me darías una gran alegría si tu decisión fuera positiva.

Luis Antonio Salcedo sonrió también, seguramente evocando ese encuentro, quizás todavía sin poderlo creer del todo. Se dio media vuelta en la silla y llamó al mesero, haciendo un ademán en el aire de solicitar la cuenta. El muchacho se la trajo al minuto, y, como buen relacionista público, Salcedo no permitió que yo pagara mi café. Te invita Alcásar, comentó medio en broma, colocando una tarjeta de crédito dorada en la pequeña bandeja metálica que le ofreció el mesero. Claro, prosiguió después de otra pausa, dos semanas más tarde yo había aceptado el cargo y ésa ha sido la mejor decisión de mi vida. Trabajar con Sebastián es un gran placer, como seguro tú lo sabes… Él me da mucho juego, y como es una persona tan discreta y reservada, tan reacia a la figuración y al protagonismo, mucha gente piensa incluso que yo soy el dueño de la compañía, lo cual no deja de tener su gracia.

A continuación Salcedo hizo un elocuente gesto con el pulgar, señalando la mesa que estaba a su espalda y de la que se había levantado su antiguo socio de Comtex, como recordando por qué me había contado esa historia. En conclusión, dijo, te podrás imaginar que desde ese momento Miguel Ángel Olarte nos aborrece a los dos, y la verdad es que no sé a quién más, si a Sebastián o a mí. Pero lo cierto es que nos odia con pasión, y algún día nos pasará la factura, no te quepa la menor duda.

Yo estaba impresionado con lo que Luis Antonio me había contado, cuando de pronto me acordé de mi cita con Matilde y consulté mi reloj. Faltaban pocos minutos para nuestro encuentro en la primera planta del centro comercial. Sin embargo, yo quería saber más sobre ese episodio, pues tenía demasiadas preguntas rondando en mi mente y mi curiosidad no me permitiría quedar así de insatisfecho. Yo no sabía qué tan prudente sería formular algún interrogante, pero seguramente no tendría otra ocasión para hacerlo, y entonces entendí lo que Sebastián había opinado en cuanto a las oportunidades y lo fugaces que son, y que por eso mismo hay que aprovecharlas cuando éstas se presentan. Agarrarlas del cuello, él había dicho.

Hay algo que no entiendo, dije al fin.

¿Qué cosa?

Traté de ordenar los cabos sueltos que tenía en mi cabeza, sabiendo que no tendría tiempo para atarlos todos. Finalmente, sólo atiné a preguntar:

¿Cómo hizo Sebastián para ganar?

¿Ganar?

Digo, ¿cómo se quedó él con ambas empresas?

Salcedo se puso lentamente de pie, alistándose para despedirse, y apoyó las manos en el respaldo de la silla. Sonrió de una forma extraña.

Eso sólo lo supe después, respondió. Sebastián, por supuesto, se enteró desde muy temprano de lo que nos proponíamos, pues en este mundo de los negocios, ahora lo sé bien, los grandes secretos los terminan comentando los mensajeros y las secretarias con la misma facilidad con que conversan sobre sus jefes, los amantes o los peinados. Entonces él se reunió en privado con don Raimundo Echavarría. Llegó una noche a su mansión y le contó su lado de las cosas, apelando a su sentido social y a su vocación altruista. Le explicó que Alcásar iba a seguir invirtiendo en programas de filantropía como lo había hecho siempre, mientras que Comtex no tenía un programa comparable de asistencia social o laboral, y añadió que su empresa de comunicaciones no buscaba acumular poder para controlar la información y de esa forma ganar todavía más poder, como lo han hecho siempre los medios en este país —y como lo habíamos planeado nosotros con la estrategia ideada—, al extremo que durante décadas los grandes periódicos nacionales ponían o tumbaban ministros desde las páginas editoriales, como probablemente tú lo sabes mejor que nadie dado que eres historiador, sino informar de manera objetiva o, al menos, neutral, para que los lectores u oyentes entendieran los temas, los diversos puntos de vista, y luego formaran sus propias opiniones. Y eso, que en cualquier país civilizado es apenas elemental, en éste, con semejante tradición de magnates que intervienen en el manejo de la información y moldean el proceso decisorio, esa postura resultaba pocos menos que revolucionaria. Claro, cuando uno lo dice así a lo mejor suena candoroso, pero dicho por Sebastián a don Raimundo, junto a la chimenea en la biblioteca de su casa y con ese tono sincero en la voz, firme y respetuoso, ambos sentados en repujados sillones de cuero, sin duda bebiendo un brandy de calidad y hablando a solas, te garantizo que le habrá sonado auténtico al viejo Echavarría. El hecho es que nuestro amigo fue tan convincente y persuasivo en su planteamiento que don Raimundo le acabó vendiendo su participación de Comtex, y además hizo de puente para conciliar y arreglar las cosas entre Sebastián y la viuda de Rafael. Entonces ella le vendió su parte de Alcásar, y bueno, ése es el fin de la historia: don Raimundo terminó por reconocer que lo suyo no eran los medios de comunicación e hizo un gran negocio; Sebastián también, porque se quedó con dos grandes empresas y se volvió lo que es hoy en las comunicaciones de Colombia; y la señora de Rafael igualmente, pues se quedó con todo lo que se había propuesto desde el inicio. Además, supe que el dinero que al final Sebastián le ofreció fue bastante superior a nuestra cifra. Por último, yo quedé mejor posicionado de como estaba, ya que tu amigo me permitió conservar mi porcentaje de la compañía y me paga un salario que es casi el doble del que recibía antes. En cambio, el único que lo perdió todo fue Miguel Ángel Olarte.

Guardé silencio por un momento. No obstante, al observar a Salcedo que hablaba de pie, apoyado en el respaldo de la silla, sentí que algo quedaba flotando en el tintero. Tenía el aspecto de la persona que vacila entre decir algo más u optar por un prudente silencio, mordiéndose el labio inferior. En eso regresó el mesero con la tarjeta de crédito y la factura. Luis Antonio firmó de prisa y arrancó el desprendible, rompiendo el papelito amarillo y depositando los trozos en el cenicero.

¿Hay algo más, Luis Antonio?, me atreví a preguntar. Lo digo porque parecería que quisieras añadir algo.

No, nada, dijo Salcedo, negando suavemente con la cabeza, mientras guardaba la billetera en el bolsillo superior de su chaqueta. Bueno… miento. Es sólo que desde entonces siempre he pensado que Sebastián le tuvo que decir algo más a Echavarría para que el viejo cambiara de opinión. No sé qué es; Sebastián nunca me lo ha dicho, pero tuvo que ser algo definitivo.

Es increíble, se me ocurrió declarar después de un rato.

Así es. A diferencia de lo que muchas veces sucede en la vida, esta historia tiene un final feliz.

Me puse también de pie, y Salcedo me extendió la mano para despedirnos. Yo se la estreché en serio, con gratitud por haber compartido ese relato conmigo, y a su vez le di las gracias por su tiempo y por el café. Le expliqué que se me hacía tarde, que me tenía que marchar para encontrarme con mi mujer ahí cerca, adentro del centro comercial, y él se limitó a asentir con la cabeza, como si comprendiera mis razones. Era ya de noche. Los primeros minutos de la oscuridad iban cubriendo, paulatinamente, la ciudad, los cerros opacos y la vasta sabana de Bogotá. Las figuras de la terraza ya no se distinguían con la misma nitidez de antes, y los meseros estaban encendiendo candiles de aceite en las mesas. Yo me empecé a alejar, dando un paso para salir del local, cuando Salcedo me atajó con una pregunta.

¿Sabes una cosa, Roberto?

Entonces el hombre me miró con una expresión curiosa, casi con pesadumbre, como si se hubiera despojado de su máscara profesional para compartir conmigo algo más personal.

Hay un detalle de lo que te acabo de contar que no es del todo exacto, manifestó. Creo que lo debes saber antes de irte, ya que eres tan amigo de Sebastián, y no deseo que te lleves una impresión equivocada.

No entendí a qué se refería.

¿Cómo así?

Salcedo volvió a suspirar profundo, y entornó los ojos para verme mejor, no tanto por la falta de luz sino como si me estuviera calibrando, analizando para establecer si de veras yo era merecedor de la siguiente confidencia. Al final, seguro pensando que entre Sebastián y yo sí existía una vieja y sólida amistad, se atrevió a contarme el último fragmento de su historia.

Lo del final feliz, aclaró. Esa parte no es del todo correcta.

Disculpa, Luis Antonio, me excusé. Pero no entiendo lo que me estás diciendo.

Salcedo pareció tomar aire para responder.

Me preguntaste cómo nos ganó Sebastián, y es cierto lo que te conté: el proceso interno de la negociación ocurrió tal como lo describí. Pero no fue así que él triunfó sobre nosotros. Yo mismo se lo pregunté esa tarde en el bar, luego de escuchar, incrédulo, su asombrosa oferta de trabajo, y segundos antes de despedirnos. Le hice la misma pregunta que me hiciste tú, pero yo se la hice de mala gana, con rencor y una rabia mal disimulada. En verdad yo necesitaba entender él cómo le propinó ese giro inesperado a la negociación, y así se lo hice saber.

—No me ha respondido —le dije, poco menos que con desprecio, mientras él ya se retiraba del bar—. ¿Cómo nos ganó usted?

Salcedo se miró las manos por un segundo, y parecía avergonzado de haber tratado mal a su futuro jefe, de haberle hablado en ese tono insolente y grosero.

Lo que Sebastián replicó en ese momento, continuó con aire pensativo, su versión de cómo nos arrebató nuestra propia compañía debajo de las narices y cómo se hizo dueño absoluto de la suya, fue lo que más me sorprendió. Porque él no se refirió a la mecánica del negocio. No me habló de los contactos a los que había acudido o las fichas que había movido, ni de las cifras o los datos que había investigado, ni de la cantidad de dinero invertido o los numerosos giros y préstamos bancarios para financiar la operación, o de la estrategia diestra y astuta que él había empleado para conseguir su objetivo, sino que me dio una explicación más… Veamos… más sincera… Sí, eso es… Y en todo caso más íntima.

Perdóname, le dije a Salcedo, robando otra mirada a mi reloj y pensando que Matilde ya debía estar esperándome en nuestro lugar de encuentro. Pero sigo sin entender lo que me estás diciendo. ¿Acaso las cosas no sucedieron así?

Salcedo sonrió a medias. Su rostro casi ya no se distinguía debido a la penumbra que nos envolvía.

Yo seguía abrumado con todo lo que había sucedido ese día, confesó, como si no me hubiera escuchado o como ofreciéndome una excusa por su altanería. Te pido que me entiendas: yo estaba agotado, con hambre y sed, y además tenía los sentimientos revueltos debido a la ira que me despertaba Sebastián en ese momento, eso unido a mi estupor por la oferta de trabajo tan descabellada que él me acababa de hacer y que yo, en ese instante, ni siquiera me creía del todo. Imagínate: vicepresidente de su empresa, nada menos, y además vicepresidente de una empresa que acababa de duplicar su tamaño… En fin, cuando le volví a hacer la pregunta en tono desafiante, Sebastián ya se estaba alejando. Entonces se detuvo, muy tranquilo, e inclinó un poco la cabeza, como mirando el suelo, y oí que exhalaba un suspiro de paciencia. Se dio media vuelta muy despacio para mirarme de frente, y dio un paso adelante para quedar más cerca de mí.

—¿Quieres saber cómo les gané, Luis Antonio? —me preguntó en voz baja, como si no deseara que nadie más nos escuchara, a pesar de que el local estaba casi vacío a esa hora, pero sin perder una fracción de su cordialidad y elegancia—. ¿Eso es lo que me estás preguntando?

—Sí —repuse, agresivo y provocador—. Quiero saber cómo hizo.

Sebastián me miró detenidamente, se ajustó con un toque el nudo de la corbata a rayas, y después dijo algo que tampoco me esperaba.

—Te envidio, Luis Antonio.

Creí, por supuesto, que se estaba burlando de mí. Este hombre nos había derrotado por completo, aniquilado en una negociación a la que le habíamos invertido meses de trabajo, y al final nos había dejado nada menos que humillados y en la calle. ¿Y ahora él decía que me envidiaba? Tenía que ser una mofa descarada. Y sin duda mi expresión le dejó en claro mi enojo.

—¿Acaso cree que voy a permitir que usted se ría de mí? —articulé, apretando los puños y con deseos de pegarle en la cara.

Sebastián permaneció inmóvil, mirándome fijamente a los ojos y sin alarma o jactancia, con aplomo y sin la menor señal de inquietud, guasa o burla. Estaba muy serio, y eso me confundió todavía más.

—No, Luis Antonio —dijo al fin, sin alzar la voz—. No me estoy riendo de ti. Me preguntas cómo les gané, y otro día te contaré la parte menos importante de este resultado, la mecánica y las diferentes etapas del negocio, si lo deseas… Y sólo si aceptas ser el vicepresidente de Alcásar, desde luego —se permitió una sonrisa amable y cómplice—. Pero la verdadera explicación de cómo triunfé sobre ustedes se resume en una palabra.

—¿Una palabra? Pero ¿qué está diciendo? ¿Cuál palabra, maldita sea?

Sebastián me siguió mirando con el semblante grave, con esos ojos que parecen no mentir nunca.

—Como comprenderás —reveló tras una pausa—, y espero que esto no te moleste, Luis Antonio, me he permitido investigar un poco sobre ti… —su tono sonó apenado, casi atribulado por la intrusión en mi privacidad—. Bueno, es apenas natural: no pienso ofrecerle el segundo puesto de mi compañía a alguien totalmente desconocido. Por eso lo hice y averigüé cuanto pude, aunque no es mucho, me temo. Estás casado, ¿correcto?

—Sí —respondí, conteniendo mi cólera y sin entender eso a qué venía a cuento—. Desde hace años. ¿Por qué?

—¿Hijos?

—Sí, también. Una hija de catorce años y dos varones, uno de doce y otro de diez años. ¿Y qué?

—¿Amigos?

—Sí, carajo —repliqué, impaciente y altivo—. Muchos. Pero eso qué tiene que ver…

En ese momento intuí lo que Sebastián me estaba tratando de decir. Vislumbré por un instante lo que me estaba confiando, y quizás él lo advirtió en mis ojos, porque su sonrisa se hizo más notoria y nostálgica, y mi rabia se pareció desinflar. La dureza de mi expresión también se relajó, como si me hubieran pinchado la tensión del cuerpo.

—Así es, Luis Antonio —dijo, como si ya lo hubiéramos aclarado todo—. Por eso te envidio. Porque yo no tengo nada de eso. Yo tenía un amigo cercano que murió hace poco. Mi esposa también falleció hace años, y no tuvimos hijos. No tengo más familia y soy una persona sin amistades, de modo que nada me quita tiempo de mi trabajo, que es lo único que tengo. Por lo tanto, mientras tú y Miguel Ángel planeaban cómo quedarse con mi empresa, e invertían horas en averiguar la mejor manera de hacerlo y en diseñar su estrategia, en algún momento ustedes tenían que pensar en otras cosas, atender otros frentes de la vida como la familia, los compromisos sociales, las amistades. Eso significa, Luis Antonio, que ustedes tenían un tiempo limitado para pensar en este negocio. Yo, en cambio, no tenía que gastar un minuto en nada de eso porque carezco de todo ello. Les gané por una razón muy simple, y, como digo, se resume en una palabra: por disponibilidad. Nada más. Porque todo mi tiempo lo invierto en mi vida profesional, mientras que ustedes, con sus abogados y analistas y financieros y asistentes, por buenos que sean, sólo pueden invertir una fracción de su calendario en estas cábalas y transacciones. Por eso, en fin, yo podré ser más poderoso que ustedes, y quizás algún día seré más rico e influyente que don Raimundo Echavarría. Pero ustedes, todos ustedes, que cuentan con esposas, hijos, amigos y familiares, serán más felices. Y eso, en última instancia, es lo único que importa.

Salcedo guardó silencio durante un rato, negando con la cabeza.

Con eso Sebastián se marchó, añadió. Y yo quedé mudo en mi sitio… Y ahora que llevo bastante tiempo trabajando con él, conociéndolo más de cerca, puedo aseverar que lo que me dijo esa tarde es rigurosamente cierto: él no tiene familia ni amigos ni mujeres ni nada, y por eso Sebastián proyecta un aire casi de desamparo, porque en el fondo es una de las personas más brillantes y exitosas que conozco, y a la vez es una de las más solitarias.

Ambos permanecimos callados unos segundos.

Claro, por ese motivo es entendible el afecto que él te tiene, Roberto. Y no vacilo en decirte que ha sido un honor hablar contigo esta tarde, porque desde que conozco a Sebastián él nunca me ha hablado de otra persona como lo hizo de ti la otra noche, ni la ha calificado como alguien tan cercano, casi un hermano, me reiteró. Es más, hasta donde llega mi conocimiento, eres el único amigo que él tiene de veras, o al menos el único que le queda…

No supe qué decir ante eso. Cada una de esas palabras era tan exagerada y alejada de mi recuerdo, de mi propio concepto de nuestra infancia, que me resultaba incomprensible. ¿Cómo llamar amigo a una persona que no se ha visto en casi treinta años, y con la cual el primer contacto, de niños, fue tan breve y efímero? Hoy en día tengo buenas y grandes amistades, y el contraste no puede ser mayor ni más evidente. De manera que aparté la vista, ruborizado, y mentalmente agradecí que en la creciente oscuridad mi interlocutor no lo podría notar.

Pero bueno, concluyó Salcedo con una sonrisa afable. No te quería entristecer con mi historia. Y es una tontería que yo te hable de cómo es Sebastián, porque tú lo conoces mejor que yo, ¿no es cierto?

Tampoco supe qué contestar ante eso, de modo que me limité a asentir con la cabeza.

Además, me recordó, tienes una cita con tu esposa.

Tardé unos segundos en salir de mi desconcierto.

Sí, repliqué por fin. Así es.

Hasta pronto, Roberto.

Hasta pronto, Luis Antonio.

Entonces salí del café con mi revista bajo el brazo, y me dirigí a la entrada lateral del centro comercial. Sin embargo, antes de ingresar por las pesadas puertas de vidrio, me di vuelta por un segundo y creí ver a Luis Antonio Salcedo en la penumbra, aún parado en el mismo lugar donde nos habíamos despedido, a lo mejor todavía pensando en el curioso destino de su exrival y ahora jefe, Sebastián Sarmiento.