13. Duele al respirar

Cuando Sebastián Sarmiento preguntó por primera vez por su madre, siendo todavía un crío, su padre le contestó la verdad: que ella había muerto hacía años. El niño no preguntó más en esa ocasión; ni cómo ni cuándo murió, y así creció, huérfano de madre, criado por aquel señor que lo amaba por encima de todo en el mundo, el hombre sintiendo una permanente punzada de inquietud en el corazón, porque él sabía que el amor verdadero, el más auténtico y profundo de todos, es el que duele siempre en el pecho, a causa del temor y de la premonición, del pavor a la desgracia, a la posibilidad del accidente y a la certeza de la muerte. Amar es apreciar y atesorar lo que se tiene, decía, pero también es sufrir con la idea, la eventualidad y hasta la inevitabilidad de la pérdida. Un gozo sin fin y una angustia sin cesar. Van de la mano. Y esa clase de amor, opinaba el padre de Sebastián, así de inmenso e incondicional, libre de la necesidad y de la obligación de la reciprocidad, sólo se descubre con los hijos. Y basta tenerlos para comprender que todas las manifestaciones anteriores, todas aquellas por las que uno antes había jurado vivir y morir, sólo eran pálidos simulacros de ese sentimiento. Si no te duele al respirar, concluía el señor, no es amor de verdad. Por eso él se lo decía al niño a diario, porque era consciente del privilegio, agradecido con su hijo por nada menos que el regalo de sentir algo tan intenso, mucho más grande que él mismo; una emoción que lo rebosaba, que le enriquecía la vida como nada más en el planeta lo podía hacer —ya que nada era remotamente comparable—, y que existía gracias a la existencia de su hijo. ¿Quién te ama?, don Hernando Sarmiento le preguntaba al niño en medio de un abrazo fuerte y apretado. Y Sebastián creció con tanto afecto de parte de su padre que siempre respondía sin falta, seguro y confiado, y sin dudarlo un solo instante: «Tú, papá. Tú me amas».

Luego, cuando Sebastián cumplió diez años de edad, su padre le contó el resto de la historia. Los dos estaban recorriendo los potreros de su hacienda en la sabana de Bogotá, cerca del pueblo de Cota, adonde habían llegado a pasar el fin de semana, y mientras caminaban por los pastos altos y sin cortar, acompañados de la media docena de perros de diferentes razas que vivían en la casa y los seguían, juguetones y leales, y su padre usaba el bastón de guayacán con el que solía pasear por la finca y el niño corría con todos los perros detrás, brincando entre la hierba que pastaban las vacas sin quitarles los ojos adormilados de encima, rumiando despacio, el joven atento a las plastas húmedas de boñiga salpicadas por todas partes, de pronto el hombre dijo algo inesperado: «A tu madre le habría gustado ver cómo has crecido». Sebastián se detuvo y lo miró con atención, jadeando e ignorando los reclamos de los perros, porque aquel señor nunca mencionaba a su esposa fallecida. Estaría orgullosa, agregó retomando el paso, y ahora que has cumplido diez años y puedes escribir tu edad en dos dígitos creo que ya es hora de contarte un par de cosas sobre ella… Siguieron andando por el potrero, contemplando los cerros de la cordillera donde yacía la gran casa colonial incrustada como en el nicho de un pesebre, el niño escuchando en silencio, mirando a su padre que evocaba a su esposa con evidente amor y nostalgia. En ese momento el pequeño entendió algo que nunca se había cuestionado siquiera —la respuesta antes que la pregunta—, la razón por la cual ese caballero jamás se había vuelto a casar, y era porque él seguía enamorado de su mujer fallecida. El hombre le habló a su hijo de las manos de su madre, de la pulcritud de sus uñas, de su cabello color castaño —en el que lucía sin excepción el corte de moda—, de la fragancia que despedía al caminar, de su rostro fino y ovalado —como pintado por Perugino, anotó con una sonrisa triste—, siempre cariñosa, y lo distinguida que era y lo amable y considerada que era con los demás, especialmente con las personas más necesitadas. Fue ella quien lo inició en sus primeras obras de filantropía, afirmó don Hernando, en las numerosas caridades que dependían de sus negocios de inversiones y representaciones de firmas extranjeras, y ella siempre le estaba diciendo que podían hacer más, apoyar más y dar más a la gente de ese país tan sufrido, a las personas que sobrevivían padeciendo carencias y problemas abrumadores. Le contó al niño cómo la había conocido, a raíz de una simple casualidad —tropezó con esa preciosa señorita al salir de un almacén en Bogotá, y él quedó tan impresionado con su porte y belleza que ni siquiera le alcanzó el aliento para pedirle disculpas por su torpeza—, y le describió el primer baile juntos, la ocasión en que fueron al cine y él se atrevió a cogerle la mano por primera vez —la mía áspera y sudando a chorros, admitió el señor con otra sonrisa melancólica, mirándose las palmas y recordando a su mujer amada, y en cambio la mano de tu madre suave y seca y delicada—, la boda que celebraron en un club privado en el centro de Bogotá y la luna de miel que disfrutaron en París, con la travesía en un transatlántico de lujo y las noches que danzaron en la cubierta de primera clase, bajo las estrellas, apreciando el olor y la brisa del mar, ella vestida de largo y él de corbata negra, mientras se acercaban a las luces titilantes que anunciaban las costas de Europa. Ante todo, le dijo, lo que ella más deseó desde el comienzo, sobre cualquier otra cosa en el universo, era ser madre. Nos demoramos un poco, es verdad, reconoció su padre apoyado en su bastón de guayacán, pero cuando ella finalmente quedó embarazada te puedo decir que nunca la había visto tan feliz. Estaba radiante; de veras resplandecía con el embarazo y te cuidó mientras crecías en su interior como creo que pocas lo han hecho. Te cantaba canciones de cuna a cada rato, y se arrimaba a los parlantes del equipo de sonido de la casa para que te fueras familiarizando con la música clásica, y te contaba cuentos, historias y hasta chismes de la farándula internacional, convencida de que la podías escuchar mientras te formabas en su vientre. Recuerdo que se bebía unos brebajes que olían a mil demonios, una esencia de hígado o de salmón para que crecieras sano y fuerte, y como le repugnaba el olor ella se pinzaba la nariz con un gancho de ropa para tomarse de un solo golpe esas bebidas que, francamente, no entiendo cómo se las podía tragar. Los dos siguieron caminando un rato más en silencio, admirando la vegetación agreste y tupida que tapizaba los cerros de la sabana, las montañas gruesas y macizas que trazaban una silueta de dragón dormido en torno de la finca, viendo los caballos y las vacas que los observaban en el potrero sin apartarles la vista, y poco antes de llegar a la casa el hombre remató su historia. Ella murió en tu parto, declaró con el entrecejo fruncido. Es importante que lo sepas, Sebastián. Una complicación que los médicos no pudieron anticipar. Por unos minutos creyeron que tú también ibas a morir en el quirófano, pero de milagro naciste bien y saludable, aunque ella no sobrevivió y murió desangrada… No te miento si te digo que esa noche, cuando la enfermera finalmente te acomodó en mis brazos, envuelto en una mantita azul y con un gorrito de lana en la cabeza, tú y yo ambos llorando sin cesar, y ella me felicitaba a la vez que me daba el sentido pésame, fue el momento más feliz y al mismo tiempo el más triste de toda mi vida.

No volvieron a mencionar a la madre de Sebastián en tres años. Por alguna razón el niño no hizo una sola pregunta adicional sobre ella, y su padre tampoco la volvió a nombrar. Quizás el señor pensó que su papel en ese tema se tenía que limitar a respetar la voluntad de su hijo, y que, si el joven tenía cualquier duda o inquietud, o si simplemente deseaba hablar sobre su madre, él lo haría con mucho gusto y con toda franqueza —respondiendo a sus interrogantes con absoluta claridad y de la mejor forma posible—, pero si por algún motivo el chico no lo quería hacer, pues esa decisión también la tenía que respetar. Y Sebastián, por su lado, quien ya había crecido durante tantos años sin la presencia de su madre, tal vez no le hizo más preguntas a su padre porque no quería incorporarla en su vida, o no sabía cómo hacerlo y además ignoraba de qué serviría hacerlo, o no se imaginaba qué papel podría tener la imagen de esa mujer hermosa y casi fantasmal en su existencia, o a lo mejor sólo era una forma de protegerse, para evitar sufrir por una situación irremediable. Lo cierto es que Sebastián se propuso mencionar a su madre sólo una vez más, pocos años después de ese relato en los potreros de la finca, habiendo cumplido ya los trece años, y todo ocurrió por un hecho imprevisto y casual: porque Ernestina, la cocinera que llevaba un año trabajando en la casa de Bogotá, fue pillada robando.

El muchacho se enteró de lo ocurrido y entró corriendo al cuarto de la empleada para averiguar si era cierto. La mujer había sido despedida en el acto y Sebastián la encontró furibunda, sacando sus prendas del armario de su alcoba y empacándolas sin cuidado en una maletita pequeña. Ernestina parecía estar hablando consigo misma y se pasaba el dorso de la mano para quitarse las lágrimas de la cara, aunque el joven no sabía si ella lloraba de pesar o de rabia. La cocinera no le prestó atención, y siguió sacando y empacando sus cosas como si él no estuviera ahí, refunfuñando y maldiciendo en voz baja, recogiendo sus artículos de aseo personal del baño y abriendo y cerrando los cajones de la cómoda para cerciorarse de no dejar ni olvidar nada, y continuó buscando sus pertenencias que casi arrancaba de los ganchos del ropero y sacaba de las gavetas y arrojaba y embutía como fuera en la maletita. Al cabo Ernestina se puso el sombrero que Sebastián la veía lucir los domingos cuando salía en su día de descanso, coronado de florecitas de plástico, y procedió a abotonarse el abrigo gris frente al espejo alto de su cuarto de dormir. Entonces el joven preguntó:

—¿Es verdad lo que dicen, Ernestina?

La mujer terminó de recoger sus cosas y se secó las lágrimas de los ojos con un pañuelo que extrajo de la manga de su blusa. Ahora el muchacho vio que no eran lágrimas de tristeza o remordimiento sino de cólera. Era una solterona tozuda, que a menudo estaba de mal humor, pero el niño le había tomado cariño en el año que llevaba de servicio en la casa, al igual que le sucedía con todas las demás empleadas, seguro en busca de la presencia femenina que nunca tuvo a su alrededor. Por eso Sebastián no quería que fuera cierta la noticia, y tampoco quería que Ernestina se marchara del hogar.

—¡Maldita sea! —protestó la cocinera, indignada—. ¡Lo que faltaba! ¡Un mocoso también haciéndome preguntas!

Ernestina nunca le había hablado así y Sebastián abrió muy grandes los ojos.

—¡Quítese de allí, niño, que me voy adonde nadie me llame ratera!

Iracunda, la mujer se ajustó el sombrero en la cabeza y salió con la maletita del cuarto. Atravesó la casa con el joven detrás, insistente, que no paraba de hacerle preguntas. Cuando estaban a punto de llegar a la puerta de la calle, Sebastián se adelantó y se detuvo ante la mujer con los brazos abiertos, impidiéndole el paso. No quería que ella se fuera sin al menos darle una explicación.

—Quiero saber si es verdad, Ernestina.

—Usted no tiene derecho a hacerme preguntas, joven Sebastián. ¡Así que apártese de mi camino!

—No, Ernestina. No me voy a mover hasta que me respondas.

—¡Déjeme pasar, niño! —exclamó la cocinera, buscando la manija de la puerta—. ¡No vuelvo nunca a esta casa! ¡Déjeme pasar antes de que alguien lo lamente!

—¿Por qué, Ernestina? ¿Por qué lo habría de lamentar? ¿Por qué robaste?

La mujer lo miró con dureza, la cara roja del llanto y los ojos como tizones encendidos. Por primera vez el niño descubrió odio en una mirada adulta.

—A ustedes no les falta nada —silabeó—. Lo tienen todo.

—Pero eso está mal, Ernestina. ¿Cómo pudiste robar?

La mujer se abrió paso a la fuerza, empujando al niño de lado con brusquedad, haciéndolo tambalear, y salió por la puerta principal y descendió los escalones que daban a la calle. Entonces se dio media vuelta y miró al joven sin disimular su desprecio, buscando unos guantes negros y viejos de cuero en el bolsillo de su abrigo. Mientras se los calzaba, una sonrisa cruel se asomó en sus labios.

—En esta casa podrán decir que soy una ratera —vociferó, como para que la oyera todo el vecindario, y unas personas en la calle, en efecto, se habían detenido y acercado para oír lo que estaba pasando—. Pero al menos no soy una asesina. ¿Me oyó? ¡No soy una asesina! —Y agregó con deliberación, apuntándole con el índice, como soltando una carga de dinamita—: Como usted, jovencito.

El niño se quedó estupefacto, como si le hubieran cruzado la cara de una bofetada.

—Pero, pero… ¿Qué estás diciendo, Ernestina? ¿Cómo así? ¿A qué te refieres?

La mujer empuñó su maletita en la mano y escupió antes de irse:

—¿No ve que usted mató a su propia mamá al nacer? ¿Acaso eso cómo se llama? Sépalo de una vez y para que le quede bien claro, señorito: usted es un asesino.