18. La leona

Al día siguiente en Cartagena de Indias, tan pronto Sebastián Sarmiento abrió los ojos y bostezó y descorrió las cortinas de la suite de lujo, apreciando la vista de la legendaria muralla de piedra con las troneras de los cañones y las garitas de los centinelas, y a continuación el luminoso mar Caribe estirado hasta el horizonte, vasto y azul y apacible en las horas de la mañana, lo primero que hizo fue llamar al hotel Agua y pedir que lo comunicaran con la habitación de Mara Ordóñez. Qué rica sorpresa, dijo ella, risueña. Y no, no me has despertado. Me levanté hace rato y estaba leyendo la prensa mientras tomaba el desayuno en la cama. Entonces le susurró en voz baja, como si no quisiera que nadie más la oyera, que había soñado con él durante la noche. Me gustaría verte, confesó, el tono entre sonrojada y coqueta, y le preguntó si le apetecía ir juntos a la primera conferencia del día del festival literario. Sebastián, sin embargo, tenía otros planes en mente. Lo había decidido la noche anterior, antes de quedarse dormido: deseaba estar a solas con Mara y no quería revivir una situación como la del restaurante Paco’s, rodeados de gente extraña que les podría interrumpir la charla e impedir que se conocieran mejor. Así que le propuso que se olvidaran del festival por ahora y que más bien salieran a pasear solos en el mar. Yo me encargo de todo, afirmó. Lo único que tienes que hacer es estar lista en la puerta de tu hotel y te recojo a las once de la mañana. Me parece delicioso, replicó ella, entusiasmada. Te espero a esa hora. Sebastián regresó el auricular a la base del teléfono con una sonrisa, y reflexionó que algo tan sencillo como eso, como acordar una cita con una mujer hermosa y esbozar una sonrisa de placer e ilusión, eran cosas que él no había hecho hacía mucho tiempo. Demasiado, incluso.

En seguida el empresario llamó al conserje del hotel y le planteó lo deseado: una embarcación exclusiva alquilada por el día y un almuerzo completo para tres —teniendo en cuenta también al piloto—, con varias botellas de vino blanco italiano, entremeses y emparedados de diversos quesos y jamones, un típico pastel cartagenero de coco para el postre, hielo suficiente y otros licores y refrescos adicionales. A la hora prevista Sebastián dejó la llave de la suite en la recepción del primer piso, salió por la puerta principal y se subió al auto con chofer, reservado para llevarlos a la sede naval, y al poco recogió a Mara enfrente del hotel Agua —él vestido en un traje de baño azul tipo bermudas y una camisa blanca de lino con las mangas dobladas hasta los codos, sandalias y lentes de sol, y ella con un vestido de baño entero de tono negro y un pareo de colores anudado a la cintura, sandalias de cuero y un sombrero blanco aguadeño de paja, más gafas oscuras y una mochila de mimbre colgada al hombro, de la cual, Sebastián notó complacido, sobresalía un ejemplar en rústica, bastante manoseado, de La montaña mágica de Thomas Mann— y se dirigieron a la marina Santa Cruz en el barrio señorial de Manga. Se subieron a bordo del suntuoso yate de madera Riva de dieciséis metros de eslora y cabina abierta, capitaneada por un piloto diestro llamado Justo, y partieron los dos sin parar de hablar, cómodos y alegres, recostados en la tumbona de la popa. Admiraron el paisaje que iban dejando atrás sobre la estela de la lancha, señalando la ciudad amurallada con las cúpulas de las iglesias doradas por el sol, y a la derecha el cerro de La Popa con el convento blanco de cal en la cima. Vieron, al otro lado de la bahía, el gran buque escuela ARC Gloria atracado en la Base Naval, de tres mástiles y el elegante casco de madera pintado de blanco, con el velamen recogido y la inmensa bandera de Colombia ondeando en la brisa; los buques de guerra y los submarinos en reposo de la Armada Nacional; los edificios altos y esbeltos de Bocagrande y Castillogrande; y luego la amplia salida al mar, que separaba las playas de El Laguito de la isla de Tierra Bomba. Mara le pidió a Sebastián el favor de aplicarle la crema bronceadora en la espalda para protegerse del sol, y él no pudo evitar un estremecimiento al tocarle la piel con las yemas de los dedos, untando la crema suave y fría sobre ese hermoso cuerpo de color canela. Y cuando ella le dijo con una sonrisa que se diera la vuelta para corresponderle el gesto, él se estremeció por segunda vez al quitarse la camisa y al percibir el contacto femenino en su propia piel, el deleite de sentir esos dedos finos y firmes que le esparcían la crema por la nuca y los hombros, frotando con fuerza los músculos de su espalda, y recapacitó acerca de todo el tiempo que había transcurrido desde que él había sentido el roce de una mujer, el tacto de una mano ajena en su cuerpo. Era una sensación extraordinaria, casi olvidada, que él creía que nunca más iba a volver a sentir. Sin dejar de conversar, se tendieron en la colchoneta de la popa mientras surcaban las aguas opacas de la bahía —Sebastián robando miradas de reojo para estudiar el cuerpo de Mara en su traje de baño negro de una pieza, con la cintura esbelta y los dos senos de tamaño perfecto, los botones erizados de los pezones que se insinuaban bajo la tela—, y pasaron frente al pueblo de pescadores de Caño del Oro, con las casas de techos de cinc y las fachadas pintadas de colores alegres, y las ruinas de la iglesia bombardeada visibles entre la maleza, al igual que los hornos crematorios del antiguo leprocomio, y dejaron atrás la fortaleza de piedra de San Fernando de Bocachica hasta llegar, media hora más tarde, al canal de ingreso a las famosas islas del Rosario.

Primero visitaron el oceanario en la isla de San Martín de Pajarales, donde caminaron por la plataforma de tablas y se asomaron sobre la baranda a los estanques llenos de sábalos, meros, rayas y tortugas, y asistieron al banquete de los tiburones y al espectáculo de los delfines. Luego dieron un lento recorrido en el yate por la zona más apartada del archipiélago, sentados en la punta de la proa y acodados en la barandilla, felices como chiquillos con las piernas colgadas por la borda, embelesados ante la transparencia del agua y reparando en las bandadas de pelícanos que planeaban en fila a ras de las olas, y escrutando el colorido cristalino del fondo del mar. Después anclaron en una playa desierta, y mientras los dos se bañaban en las aguas cálidas de la orilla, Justo les sirvió el almuerzo a la sombra de un árbol sobre una toalla en la arena. Cada uno se comió un emparedado y compartieron una tajada del pastel de coco, y entre ambos se tomaron una botella de vino blanco vermentino. Caminaron por la playa, hablando sobre diversos temas a la vez que buscaban, distraídos, conchas y trozos de vidrio verde y dorado, con las aristas redondeadas por la sal y las olas. Mara se emocionó como una niña al encontrar un caracol grande y rosado que se llevó a la oreja, escuchando el resonante rugido del océano, y se lo acercó a Sebastián para que él también auscultara el retumbo del oleaje en el oído. Retomaron el paso, pero ahora ella le cogió la mano a Sebastián y siguieron charlando, dejando huellas paralelas en la playa. En seguida se volvieron a zambullir y permanecieron conversando en el mar, inmersos con el agua a la cintura, mecidos por el suave vaivén de las olas. La mujer estaba leyendo el libro que había traído por enésima vez, le dijo, pues era uno de sus favoritos de la literatura en alemán, y comentaron en detalle el aspecto del tiempo en la novela, que es crucial, así como el episodio que más le gustaba a ella, el duelo entre Naphta y Settembrini, los dos mentores del personaje principal, Hans Castorp. En un momento dado de la conversación, Mara se aproximó a Sebastián para apartarle de la frente un mechón del cabello mojado, y él aprovechó y deslizó una mano alrededor de su cintura, la acercó con cautela —viendo con emoción que ella se dejaba acercar—, y por primera vez la besó largo y sin prisas, rozando sus labios gruesos y saboreando el vino y la sal del mar en esa boca entreabierta, e intentando disimular la erección que resultaba demasiado notoria en su traje de baño. A tal punto que al salir ambos del agua y al tumbarse de nuevo en la toalla para secarse al sol, Sebastián se tuvo que recostar boca abajo.

Poco antes del ocaso regresaron a la ciudad amurallada y Justo los desembarcó en el muelle de los Pegasos, el más cercano a la entrada del casco histórico. Sebastián le agradeció el paseo y le ofreció todas las bebidas y la comida que no consumieron para que se las llevara a su casa, y el piloto se despidió feliz con su propina y la mano abierta, apuntando la proa de la lancha de vuelta a la marina Santa Cruz. Los dos atravesaron la congestionada avenida Luis Carlos López, esquivando el tráfico con risas nerviosas, e ingresaron caminando a las murallas, pasando bajo el arco central de la preciosa Puerta del Reloj. Entonces Sebastián sonrió para sí, asombrado, pues no podía dar crédito al giro que había dado su vida y todo gracias a un encuentro casual en un restaurante, ya que él había andado por ese mismo pasadizo hacía un par de días —aunque parecían años—, curioseando entre la venta de libros viejos y deambulando igual a un autómata, desprovisto del menor interés o apetito vital y sin ninguna ilusión por el día de mañana. Pero en cambio ahora paseaba con una bella mujer a su lado, por la cual se sentía profundamente atraído, que lo excitaba y seducía de manera vigorizante, con quien podía conversar sobre cualquier tema durante horas y con quien deseaba compartir la mayor cantidad de tiempo posible. No sabía a qué atribuirlo, si había sido fruto del azar, de los dioses o del destino, pero el hecho es que ahora él sentía que su vida era otra. Era demasiado pronto, desde luego; apenas había visto a esta mujer por primera vez la noche anterior, pero mientras la escuchaba y valoraba su humor e inteligencia, y sentía que su propia imaginación erótica se despertaba y estimulaba ante su sensualidad irresistible, Sebastián no pudo dejar de fantasear con un futuro, por incierto e improbable que fuera, junto a ella. Hacía años que él no alentaba una esperanza semejante, y se lo repitió a sí mismo como el monje que recita su mantra: ahora, por encima de todo, él deseaba quebrar la dura cáscara de su soledad y olvidarse de esa existencia gris y rutinaria, volcada de manera obsesiva en el trabajo para no afrontar el desierto de su corazón y las muchas culpas que lo mortificaban. Ahora, por primera vez en años, desde la muerte de su amada esposa, él quería gozar la vida y disfrutar de su fortuna; aprovechar que todavía era un hombre relativamente joven, apuesto y saludable; saborear las horas que fueran al lado de esta mujer que sonreía y caminaba junto a él, con su pareo de colores y sus sandalias de cuero y el sombrero blanco de paja, el cabello largo y negro que le llegaba a la cintura, más los lentes oscuros y la mochila colgada al hombro bronceado, que los hombres se daban vuelta para admirar. Todas estas ideas pasaron por su cabeza mientras cruzaban la Plaza de los Coches y él acompañaba a Mara hasta su hotel en la calle de Ayos. Al despedirse, Sebastián la invitó a cenar esa noche y ella aceptó encantada, diciendo que le parecía delicioso.

El hombre la volvió a besar, sintiendo el corazón dando martillazos en su pecho.

—Hmmm… qué rico —dijo ella, pasándose lentamente la lengua por el labio superior, como paladeando el sabor de su boca. Estaban parados en la puerta del hotel, Mara en el escalón de la entrada con los brazos descansando sobre los hombros de Sebastián, los dedos de las manos enlazados tras su nuca, y él un poco más abajo, de pie en la acera, con las manos apoyadas en las caderas de la mujer—. Por lo visto ya no puedes vivir sin mí —se rió.

—Por lo visto —concedió él.

Ella se ruborizó como una niña, sin atreverse a mirarlo a los ojos.

—Creo que me está pasando lo mismo —admitió.

—Me alegro.

—Yo también.

Se besaron de nuevo, largamente.

—Hago una reserva en un restaurante a las nueve y paso por ti faltando un cuarto, ¿te parece bien?

—Perfecto.

Se despidieron con otro beso prolongado, sin importarles la gente que pasaba a su lado, que entraba o salía por la puerta antigua, y después Sebastián se dirigió caminando hasta el hotel Santa Clara, en el otro extremo del centro histórico. En ese momento, mientras él recorría las aceras estrechas bajo los balcones de las mansiones coloniales, notando cómo el bullicio de la mañana se había desvanecido en el ocaso, dejando las calles despobladas salvo para el paso de los coches de caballos con turistas que tomaban fotos de las fachadas, los cascos resonando contra las paredes viejas y agrietadas, Sebastián extrañó a esa mujer que acababa de dejar en su hotel y le parecieron demasiado tiempo las pocas horas que faltaban para volver a verla. Entonces tomó conciencia de los sentimientos tan intensos y novedosos que hacían ebullición en su interior; la atracción tan poderosa por aquella hembra cuyo pasado, sin embargo, seguía siendo en gran parte un misterio, pues así como Mara hablaba sin prevención sobre cualquier otro asunto, cuando él le preguntaba por su vida anterior era evasiva y ambivalente, como si fuera un tema espinoso que ella prefería eludir sin ofrecer demasiados detalles. Lo cierto es que Sebastián se percató del cambio que estaba sucediendo en su propio interior, como si estuviera surgiendo un hombre nuevo de un caparazón derruido y seco, pues no recordaba la última vez que él había sentido una dicha similar o una ilusión comparable.

Ésa es la palabra clave, se dijo, mientras cruzaba la Plaza Fernández de Madrid y pasaba al lado de la iglesia de Santo Toribio, donde una familia numerosa salía al término de una ceremonia de bautizo, posando y tomándose fotos, con la bebé en un largo vestido de encajes en mitad de la parentela. Porque al carecer de ilusiones nada nos jalona hacia adelante. No contamos con una meta hacia dónde enfocar nuestros actos; un día se vuelve igual al anterior y un año no se diferencia del siguiente, y da lo mismo si llueve o si hace sol porque todo, al fin y al cabo, nos es indiferente. Empezamos a morir, advirtió el empresario con un escalofrío, y ahí está el verdadero peligro. No tanto el terror ni la angustia ni la tristeza en el alma, porque esas sensaciones al menos son indicativas de que estamos vivos, sino la monótona y atroz indiferencia. La falta de horizontes, la ausencia de esperanzas y la apatía total. Por eso él intuía que aquel encuentro con Mara Ordóñez, tan esperado e inesperado, había sucedido justo a tiempo, como la persona que resbala por un abismo y en el último segundo atrapa una raíz salida de la tierra, agarrándola con todas sus fuerzas.

Sebastián llegó a su hotel y se recostó en la cama para descansar un poco. Durmió una siesta, corta como siempre —diez, doce minutos como máximo—, y al despertar se comunicó de nuevo con el conserje para pedirle el favor de que le hiciera una reserva para dos en uno de los mejores restaurantes de la ciudad a las nueve de la noche. El hombre se incorporó de la cama y se asomó a la ventana de la alcoba. Permaneció así un tiempo, viendo el mar que ahora lucía oscuro en la noche, y distinguió las remotas luces de un crucero suspendidas en el horizonte. Pensó en Mara y robó miradas a su reloj de pulsera, impaciente, contando los minutos que faltaban para verla de nuevo. Entonces se dedicó a trabajar un rato para pensar en otra cosa, sentado en la mesa redonda de la sala y junto al ventanal que daba a la gran piscina cuadrada del hotel, tres pisos más abajo. Extrajo su agenda y su computadora portátil del maletín de cuero, y estuvo revisando su calendario y otros temas con su secretaria Elvira por teléfono, contestando correos electrónicos y leyendo varios documentos confidenciales. También habló con Luis Antonio Salcedo para hacerles seguimiento a los negocios y ver cómo estaban las cosas en Bogotá, y a la vez para comentarle las novedades discutidas durante el encuentro empresarial en el Centro de Convenciones. No le fue fácil concentrarse en los últimos datos financieros de la compañía ni en el plan de inversiones que tenía anotado en sus papeles, cosa que nunca le había pasado antes, y se distrajo en su diálogo con el vicepresidente de Alcásar, pues por su mente iba y venía la imagen de esa mujer de cuerpo firme y sensual, que había visto zambullirse en la orilla del mar en su traje de baño y luego salir con el cabello negro y espeso peinado hacia atrás, chorreando agua destellante, mirándolo con esos ojos verdes y grandes en su tez bronceada, siempre sonriendo con esa expresión alegre y sincera, más la boca de labios rojos y dientes blancos y perfectos. Recordó cuando ella le apretó el brazo, asustada, al ver a los tiburones devorar con ferocidad los trozos de pescado en el festín del oceanario, y cuando ella le acercó el caracol al oído y él rozó su pecho con el antebrazo —sintiendo la presencia de la piel palpitante, tan próxima, tan tersa y lozana—, y el beso que se dieron en la orilla y los otros tres en la puerta de su hotel. Había sido un día inolvidable, y deseó estar a su lado lo antes posible.

Eran casi las ocho y media de la noche y Sebastián se estaba terminando de alistar para salir a recoger a Mara, y se sentía nervioso por la ansiedad y la emoción. Se había duchado, cepillado los dientes, peinado el cabello y aplicado el desodorante y la colonia francesa. La televisión en la alcoba estaba encendida y puesta en el canal de noticias, como era su costumbre, porque Sebastián vivía pendiente de mantenerse actualizado, ya que a él le constaba que la realidad podía cambiar en una fracción de segundo, y tanto a nivel personal como a nivel mundial. Sin embargo, la voz del presentador se oía apagada y lejana, y por primera vez en años los sucesos del día le sonaban irrelevantes a ese hombre que había construido una empresa y creado una fortuna en torno a la ventaja de estar bien informado. Ahora él sólo podía pensar en Mara, en el anhelo de verla en cuestión de minutos, departir con ella, conversar a gusto, y ante todo admirar su rostro fresco y juvenil, de poco maquillaje y ojos expresivos, a veces tímidos y a veces audaces, y aquel cuerpo que él podía contemplar durante horas. Por momentos ella parecía una niña indefensa, pero al minuto podía actuar como una mujer madura de siglos; se podía reír como una chiquilla y luego soltar una opinión contundente, como si procediera de una persona de armas tomar. Todo eso hacía que estar a su lado resultara fascinante, porque era una criatura impredecible, que podía ser tierna y juguetona y luego dura y casi áspera, y esa condición era lo que más le atraía a Sebastián. El hombre siguió pensando en ella, y de manera mecánica se abotonó la camisa blanca y limpia de lino, y se ajustó el reloj de pulsera que se había quitado para ducharse, el que Alana le había regalado en su cumpleaños tanto tiempo atrás, reflexionando que desde entonces él no sentía una expectativa tan grande de estar con una mujer, e incluso reconoció —sin poder esquivar otra estocada de culpa en su conciencia— el deseo de amar de nuevo, cuando oyó que tocaban a la puerta. Sebastián abrió a la carrera a la vez que daba las buenas noches de cortesía, sabiendo que era la mucama del servicio que siempre timbraba a esa hora para correr las cortinas y ordenar la alcoba para la noche, colocando un juego de toallas frescas en el cuarto de baño, el chocolatico sobre la almohada de plumas y la papeleta larga para ordenar el desayuno a la habitación, y empezó a dar media vuelta para buscar su billetera y la llave de la suite, y de paso revisar por última vez su imagen en el espejo del lavamanos, cuando se detuvo en seco. Giró sobre sus talones y abrió la puerta de par en par. Era Mara. La mujer estaba ahí parada, apoyada sonriente contra la pared, con las brisas de enero soplando frescas en el corredor colonial. Tenía el cabello peinado en una trenza larga y gruesa, sujeta con un pasador de carey, y no parecía vestida para cenar en un restaurante fino, pues tenía su mochila colgada al hombro y sólo lucía jeans rasgados en las rodillas y una camiseta blanca y sencilla de algodón.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Sebastián, sonriendo feliz aunque un poco confundido—. ¿Cómo hiciste para subir sin que te anunciaran?

La mujer le guiñó un ojo como de chica traviesa.

—Te sorprendería todo lo que puedo hacer sin pedirle permiso a nadie.

—No me cabe duda —respondió Sebastián, pero seguía sin entender la presencia de la mujer y por un segundo creyó que se había equivocado en la hora de la cita, así que consultó su reloj—. Vamos a cenar en un restaurante dentro de media hora, ¿no es cierto?

Mara no dijo una palabra. Entró lentamente en la habitación, tomó el cartelito de No molestar y lo colgó en la manija exterior, cerró la puerta y pasó la pequeña tranca de bronce. Dejó resbalar la mochila al suelo y se acercó a Sebastián, mirándolo a los ojos. Se empinó y le tomó la cara entre los dedos, con mucha suavidad, y le dio un beso intenso y apasionado, abriendo la boca e introduciendo su lengua hasta el fondo.

—Sí… es cierto —se apartó para susurrarle al oído, sus labios rozando el lóbulo mientras le empezaba a desabotonar la camisa—. Pero en verdad no tengo ganas de ir a un restaurante… ¿Y tú?

Sebastián la miró de cerca. Sonrió y cerró los ojos al besarla de vuelta, aspirando el aliento fresco de la mujer en su boca y sintiendo aquel cuerpo voluptuoso arrimarse al suyo, juntarse al suyo. Podía sentir la firmeza de sus pechos bajo la camiseta blanca de algodón.

—Yo tampoco —musitó.

Entonces la siguió besando a la vez que pasaba las manos sobre la redondez de los senos, al comienzo con precaución y no sólo porque hacía tanto tiempo que no tocaba a una mujer, sino porque él no descartaba la posibilidad —todavía no— de que ella le tomara la mano y se la apartara con rudeza, incluso ofendida. Sin embargo ella se dejó tocar, y segundos después, mientras la besaba y sentía sus labios carnosos pegados a los suyos y la saliva que ingresaba y salía de su boca, él se animó y le acarició de veras el seno, abriendo la mano y extendiendo los dedos, envolviendo y apretando la carne mullida, advirtiendo el pezón duro y erguido y, con júbilo secreto, que ella no tenía puesto un sujetador, cuando notó que Mara alzaba una mano, buscando la suya, y en efecto lo tomó con suave firmeza de la muñeca, pero no para apartarlo sino para todo lo contrario: le bajó la mano, guiándola con seguridad, y le presionó los dedos contra la tela de su propio jean entre los muslos. Sebastián hizo fuerza con los dedos y la oyó proferir un gemido bajito, semejante al soñoliento ronroneo de un felino, y percibió la tibieza bajo la prenda. De inmediato él experimentó aquella erección que no había sentido hacía tanto tiempo, su miembro endurecerse y presionar contra su ropa interior. Entonces él hizo lo mismo: le tomó la mano y la bajó hasta colocarla sobre su carne que parecía decidida a romper la barrera del pantalón, latiendo urgente y enhiesta, y ella pasó su mano encima de la protuberancia, acariciándola y abriendo los ojos, con un gesto de grata sorpresa, mientras lo besaba cada vez con mayor intensidad, y le frotaba por encima de la ropa ese miembro duro y pujante. En ese momento una poderosa fuerza carnal se adueñó de Sebastián, un instinto casi animal que no recordaba haber sentido jamás. El hombre levantó a Mara en vilo, metiendo los antebrazos entre sus piernas y colocando las manos bajo sus nalgas para sostenerla en el aire, y la empujó con un golpe seco contra la pared de la entrada. Ella soltó otro gemido que podía ser de dolor o de placer, y Sebastián la presionó mientras ella lo envolvía con sus piernas elásticas y fuertes. Mara pasó las manos sobre sus brazos tensionados, con las venas hinchadas por el esfuerzo de sostenerla en alto, y entretanto él pujaba hacia adelante, empinándose en la punta de los pies como si la deseara martillar contra la pared. En seguida Sebastián la bajó, dejando que ella asentara los pies sobre el mármol, y notó que la mujer se quitaba los zapatos con un movimiento diestro de los pies, arrojándolos lejos. Sin vacilar él le empezó a abrir los botones del jean, uno por uno, y al tercer botón los dedos del hombre rozaron la delicada seda de sus bragas, y sin aguantar más la tentación le soltó el último botón y le bajó un poco la prenda a la vez que acariciaba esa carne suave y cálida, feliz de estar tocando la redondez de esa nalga perfecta, de modo que metió los dedos entre la tela de las bragas y esa piel erizada, palpando y sintiendo la curvatura, apretando la carne que, al robar miradas fugaces, percibía más blanca que la cintura esbelta y bronceada. Luego Sebastián pasó la mano al frente y con el dedo rozó los vellos ensortijados, y la bajó más y más a la vez que la cadera de Mara se elevaba como si también le estuviera buscando, anhelante, las puntas de los dedos. Entonces él sintió la maravillosa humedad, algo más espesa que la saliva que succionaba en su boca, al tiempo que una deliciosa fragancia a tierra húmeda ascendía a sus fosas nasales. Sus dedos buscaron a tientas los pliegues mojados, descubriendo la piel y los labios de su vientre, y los acarició mientras ella gemía como si no se fuera a poder controlar, y cuando él le introdujo el dedo del corazón, suave y hondamente, hasta el fondo de su sexo empapado, ella casi suelta un aullido y se acercó aún más, engarzándolo con la pierna para apretarlo contra su cuerpo. En ese momento Sebastián notó que Mara temblaba de la excitación, y oyó que ella le murmuraba al oído No pares… No pares. En ésas la mujer se despojó de su camiseta con un gesto de bailarina, estirando los brazos y dejando al descubierto sus dos senos grandes y trémulos. Tomó la cabeza del hombre y la fue bajando despacio, pasándola por su cuello y guiándola por su pecho. Él obedeció, siguiendo el descenso, dándole besos en la carne y trazando, con la punta de la lengua, un camino serpenteante de saliva, lamiendo aquella piel despierta que olía exquisita a perfume y palpitaba con tanta vida, sintiendo los latidos del corazón de la mujer, hasta que acercó sus labios a los pezones oscuros, duros y erizados. Sebastián pasó la punta de la lengua alrededor del botón erguido, delicadamente, y Mara se mordió el nudillo del índice para no gritar. En seguida la empezó a chupar y a lamer, apretando con las manos los senos redondos con dureza, mientras ella gemía, se contorsionaba y echaba la cabeza hacia atrás.

Se movieron a tientas, derribando el florero y el cenicero que adornaban la mesa auxiliar de la entrada, palpando la pared y el marco de la puerta hasta ingresar a la alcoba. Sebastián la tumbó en la cama, sin dejar de lamer y chuparle los pezones, y sin parar de acariciarle los pliegues mojados de la vagina. Mara alzó las piernas para quitarse los jeans, y la blancura de sus bragas contrastó con sus piernas largas y bronceadas. Tanteando, ella buscó en la pared, encima de la mesa de noche, el interruptor central de las luces de la habitación y lo presionó para dejar el lugar casi a oscuras, salvo por el resplandor tenue y parpadeante de la televisión, y luego movió la mano sobre la sábana hasta topar el control remoto y buscó a ciegas la tecla del volumen, reduciéndolo hasta que sólo se oían los ruidos de sus besos y los gruñidos de las bocas. Las imágenes cambiantes de la televisión bañaban la alcoba en una luz azulosa y fantasmal, y todavía se podía ver lo que se estaba tocando, acariciando, besando y lamiendo. Ahora Mara se deslizó las bragas y yació completamente desnuda sobre la cama, envuelta en su olor a hembra excitada, entonces se abrió de piernas y brazos para sentir la frescura de las sábanas bajo su cuerpo, de modo que Sebastián hizo lo mismo: se desnudó por completo, quitándose la camisa arrodillado en la cama, y al bajarse el pantalón y el calzoncillo su verga dio un coletazo de rebote y quedó erguida como el bauprés de un barco. Ella bajó la vista para admirar su miembro tieso y recto, observándolo con sensualidad, y en el acto se lamió los dedos de la mano y lo sujetó y lo empezó a acariciar, endureciéndolo todavía más, hasta que se arrimó y se apartó un mechón del cabello de su rostro y lo introdujo en su boca. Sebastián, de rodillas, cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás, sin poder creer lo que estaba sintiendo, y gimió largo en un placer profundo, pasando sus dedos por el cabello de Mara sin saber en qué momento se le había soltado la trenza, mientras ella succionaba su verga recia y ardiente, hasta que él sintió que no iba a resistir más. Se apartó suavemente de su boca, a la vez que la mujer se recostaba en la cama, acercándolo, llevándolo de la mano hacia ella, y en seguida Sebastián se tendió sobre aquel cuerpo hermoso, sintiendo las tetas firmes presionadas contra su pecho, el abdomen suave y ondulante contra su estómago, y por último su verga dura y anhelante, posicionada a milímetros de la vagina mojada, rozando apenas la carne húmeda como un juego provocador, cuando de pronto ingresó despacio y con fluidez, absorbida y apretada por la carne palpitante de la mujer. Sebastián la penetró hasta el fondo, y Mara recogió las piernas y hundió su rostro en el hueco de su cuello, y así duraron lo que pareció un tiempo incalculable, él entrando suave y rítmico en ella, y Mara levantando las caderas para que la verga le entrara más y más hondo, hasta que ella exclamó en su oído, sudando y mordiéndole la piel del hombro y sin dejar de besarlo: No aguanto más… Me voy a venir. Y Sebastián, consciente de que él tampoco iba a resistir mucho más, hizo un esfuerzo monumental por controlarse y le murmuró en el oído, excitándola todavía más: No… Espera. Entonces él siguió pujando, clavándola con firmeza contra las sábanas de la cama, y tuvo que estirar los brazos y apretar el borde del colchón con los puños de las manos, empleando todas sus fuerzas, sintiendo un placer que él no había sentido hacía años, creyendo que se iba a reventar entre sus piernas, y no sólo en una eyaculación y un orgasmo abrumador sino en algo más profundo y estremecedor, una alegría inenarrable de estar vivo, de poder experimentar ese vértigo de locura, al extremo que se apartó para mirarla a los ojos, extasiado y embriagado de la excitación, y casi le exclama: Te amo. Por suerte su razón lo atajó a tiempo, y Sebastián se mordió los labios para no susurrarle esas palabras al oído, intensa y apasionadamente. Entretanto ella gemía cada vez más fuerte, mordiéndose también el labio inferior, clavándole las uñas en la espalda y jadeando a punto de sucumbir, y le volvió a decir: Sí. Sí… No resisto más. Y Sebastián respondió, entre estertores de un frenesí incontrolable: Yo tampoco. Y a continuación se vino dentro de ella, largo y prolongado y espeso, sin poder creer las estrellas que veía estallar en su cabeza como un espectáculo de fuegos artificiales, y ella gimiendo demorada e intensamente, gozando su orgasmo con el corazón que le iba a saltar por la boca.

Después, él permaneció unos minutos sobre ella, vaciado y exhausto, sintiendo el sudor entre los cuerpos que los unía como un pegante, y se dejó caer de espaldas a su lado en la cama, exhalando todo el aire de los pulmones. Mara suspiró, satisfecha y complacida. «Dios mío», exclamó entre risas, y se acaballó de nuevo sobre él para besarlo con emoción. Luego ella también se dejó caer a su lado, y unos segundos después apoyó el codo en la cama y acomodó su cabeza contra la palma de la mano, mirando su perfil con interés. Sonreía igual a una chiquilla, y le pasó un dedo por el rostro jadeante, como recorriendo la silueta de una montaña en la oscuridad. Sebastián cerró los ojos, sintiendo la yema del índice en su frente, nariz y labios, y con la mano derecha se palpó el miembro empapado, notando que aún seguía endurecido.

—Hacía años que no hacía esto —confesó él, recuperando el aire.

—Yo tampoco —articuló Mara.

—¿De veras?

—De veras. Te lo aseguro.

La mujer parecía feliz, otra vez como la joven que ha hecho algo prohibido. Se levantó de la cama, abrió el minibar y sacó una botella de agua helada. La destapó y bebió un sorbo, largo y sediento. Se tumbó en la cama y le entregó la botella a Sebastián. Él también bebió con ganas, y descansaron tendidos boca arriba, jadeantes, mirando el techo en penumbras de la alcoba.

—Estoy sudando —se rió Sebastián.

—Yo también.

Se quedaron callados un minuto, recuperando la respiración acezante, transpirando en la tenue luz que procedía de la televisión encendida. El aire olía a sexo, a sudor y a sábanas revueltas.

—Hay algo que no entiendo —dijo Mara al cabo de un tiempo.

—¿Qué cosa?

Ella lo pareció meditar, como pensando en la mejor manera de formular la pregunta.

—¿Por qué llevas tanto tiempo sin hacer el amor? —la mujer se apoyó de nuevo en el codo para examinar al hombre de perfil—. En mi caso no hay misterio: desde mi divorcio no he conocido a nadie que me llame la atención, pero no me explico lo tuyo, un caballero todavía joven, apuesto y evidentemente rico —hizo un gesto con la mano, revelando el espacio amplio y lujoso de la suite en que estaba hospedado—. ¿Cómo es que no hay afuera un batallón de mujeres en lista de espera, todas dispuestas a matarse por ti?

Sebastián sonrió. Le pareció gracioso lo alejada que estaba esa imagen de la realidad.

—A lo mejor ésa es la apariencia —concedió—. Pero lo cierto es que llevo años así, como en estado de convalecencia emocional. Ya te dije que soy viudo, y la muerte de mi esposa me golpeó muy duro. Además, en ese momento también se acumularon otras experiencias del pasado, no todas agradables, que algún día te contaré… En fin, por eso llevo todos estos años trabajando sin parar, dedicado a mi empresa en forma exclusiva, pero sin… ¿cómo decirte? Sin vivir, en verdad… sin gozar la vida.

El hombre guardó silencio, como si sólo al articular esa respuesta tomara plena conciencia, él también, de su propia condición. De la negación de la vida que había implicado su actitud. De su cobardía inadmisible. Negó con la cabeza, molesto por el desperdicio de tiempo y de existencia.

Mara lo observó detenidamente. Sus ojos grandes y brillantes reflejaban compasión y ternura. Le apretó la mano.

—Me gustaría que volvieras a hacerlo —le dijo—. A gozar la vida.

—Ya empecé —replicó Sebastián con una sonrisa—. Gracias a ti.

Entonces él se inclinó para besarle los labios.

Guardaron silencio de nuevo.

De improviso Mara pareció cambiar de ánimo, como asaltada por una súbita inquietud.

—Pero ¿qué estoy pensando? —inquirió, sujetándose la cabeza con las manos—. ¡Esto es una locura!

Sebastián la miró, extrañado.

—¿Por qué lo dices?

—¿Te parece poco? —preguntó ella con sarcasmo—. ¡Nos conocimos anoche!

—Sí, es verdad. Todo ha sucedido rápidamente, pero es lo que ambos deseamos, ¿no es cierto?

—De acuerdo, es sólo que… no sé… me asusta la velocidad de todo esto. Nunca me había ocurrido algo así. Y es extraño, porque jamás me he sentido tan cómoda con alguien como me siento contigo, como si te conociera de toda la vida. Créeme que esto no me había pasado antes.

—A mí tampoco —admitió Sebastián.

—¿En serio? —preguntó ella, mirándolo con fijeza a los ojos. Sebastián detectó un punto de ansiedad en su voz, como si le preocupara que no estuviera siendo honesto, o como si necesitara que él la tranquilizara y reconfortara.

—En serio —respondió él con cariño, a la vez que se inclinaba para abrazarla y besarla de nuevo. Luego le pasó las yemas de los dedos por el brazo, acariciando los vellos dorados por el sol, y experimentó otra vez el deseo de demostrarle la seriedad de sus afectos, de decirle lo que estaba sintiendo, de expresarle lo que profesaba por ella. Pero se volvió a contener a tiempo. Todavía no, se dijo. Es ridículo. Ella lo acaba de decir: nos conocimos anoche, y un amor así de repentino sólo ocurre en las películas.

—Me alegro —dijo Mara, un poco más relajada y dejando escapar un suspiro de alivio. Recostó la cabeza en su pecho, alzando y descansando una pierna sobre su muslo—. No te imaginas cuánto.

Permanecieron un rato en silencio. Esas frases, pensó Sebastián, bastaban para intuir lo que Mara no le había dicho todavía acerca de su pasado; delataban sus temores, su miedo a sufrir, a ser nuevamente herida. De lo poco que él había adivinado sobre sus previas experiencias sentimentales, tenía claro que el matrimonio de la mujer había durado casi nada, tan sólo unos cuantos meses, y que el divorcio había sido penoso y demorado, e irónicamente más largo que la misma relación con su exmarido. De ahí, sin duda, venían la prevención y la aprensión que traslucían sus palabras. Lo cual es comprensible, se dijo Sebastián. A esta edad, caviló, todos arrastramos un bagaje considerable. Hemos sido lastimados de una forma u otra, y nos acercamos al otro asustados, con recelos y suspicacias, procurando conservar cierta distancia emocional para protegernos en caso necesario. Es sólo con el paso del tiempo que dejamos de lado las armas, que renunciamos a la espada y olvidamos la armadura, pero en esta ocasión es muy pronto todavía. Y, sin embargo, pensó con asombro, después de todo lo que a él le había pasado, por poco le exclama a esta mujer que la amaba. ¿Podría ser cierto, acaso? ¿Sería posible que él volviera a amar y que Mara fuera la mujer escogida por el destino, el azar o la suerte para reconstruir su vida? ¿Quizás formar de nuevo un hogar, incluso tener los hijos que nunca tuvo con Alana, bautizarlos en una iglesia como Santo Toribio, en una ceremonia igual a la que había visto esa tarde al caminar de vuelta a su hotel? La miró, intrigado y a la vez fascinado, preguntándose por un futuro cuyos contornos no llegaba a vislumbrar todavía, y reconoció la fuerza de lo que estaba sintiendo en ese momento.

Ambos bebieron, sedientos, de la botella de agua.

De pronto Sebastián recordó que no habían cenado. Y, de paso, casi dándose un golpe en la frente por el olvido, que tampoco había llamado para cancelar la reserva del restaurante. Hizo una nota mental de telefonear al día siguiente y ofrecer sus disculpas.

—Tengo hambre —dijo, esbozando una sonrisa.

—Yo también.

El hombre extendió el brazo, levantó la bocina del teléfono y marcó el número de servicio a la habitación. Pidieron de comer y se quedaron recostados en la cama, conversando sobre todo y nada, exhaustos y dichosos. Al cabo escucharon al botones tocar a la puerta de la entrada, y, antes de que Sebastián se incorporara, Mara lo retuvo con la mano, le guiñó un ojo y le dijo que ella se haría cargo, que lo deseaba atender, y le pidió con una sonrisa juguetona que no se asomara a la sala hasta que ella no le avisara. Entonces la mujer se levantó de la cama —revelando otra vez, en todo su esplendor, ese cuerpo firme y desnudo, bronceado y sensual, con la hendidura en la mitad de la espalda que remataba en la raya oscura de la cola perfecta, las nalgas bellas y compactas que oscilaban al andar—, buscó una bata en el cuarto de baño y salió de la alcoba para recibir la cena, cerrando la puerta tras de sí. Sebastián aguardó un buen rato, y cuando finalmente oyó que Mara lo llamaba él apareció en la sala, anudándose el cordón de su bata blanca. El mesero ya se había retirado y no había señas del cenicero o del florero que habían derribado al suelo. Sus papeles y documentos dispersos sobre la mesa redonda, en la que había trabajado en la tarde, estaban recogidos y puestos sobre el sofá del salón, con la computadora y la agenda de cuero cerrada encima, y ahora esa misma mesa estaba servida con elegancia, cubierta con un mantel blanco y un par de velas encendidas en pequeños candelabros de plata, y una rosa solitaria asomada de una delicada vasija de cristal. Las puertas del balcón estaban abiertas, e ingresaba una brisa suave y tibia que procedía del mar, con su olor añejo a crustáceos y marea baja, y sacudía levemente las cortinas, las llamas de las velas y el mantel de la mesa. Sebastián le dio las gracias a Mara por ocuparse de todo, y ella parecía la chica orgullosa que revela, ante el profesor de la escuela, el proyecto que ha hecho en casa con esmero. El hombre admiró los platos que humeaban y despedían un aroma suculento, descorchó la botella de vino tinto y bebieron mientras comían con apetito. Al poco tiempo regresaron a la cama sin terminar la cena y volvieron a hacer el amor.

Después, otra vez jadeantes y tendidos en la cama, Mara con la cabeza descansando sobre el pecho de Sebastián, él le dijo que no podía creer lo sensual y hermosa que era. Le acarició los senos, y le pasó un dedo por los pezones oscuros, y le apretó las nalgas voluptuosas y redondas.

Ella parecía pensativa. Apagó el televisor y se incorporó de la cama. Salió a la sala y regresó con una copa de vino para los dos. Bebió un sorbo, atenta a no derramar una gota, y le entregó la copa a Sebastián para que él bebiera también. Se recostó a su lado y le habló en voz baja en la oscuridad:

—Tengo miedo, ¿sabes?

—¿De qué?

—De todo. De ti, de amarte, de perderte. De sufrir otra vez. De todo.

—Me alegra.

—¿Te alegra?

—Sí, porque yo también tengo ese mismo miedo.

—Pero no tenemos nada que temer, ¿verdad? —dijo Mara con una ansiedad imposible de ocultar—. No nos vamos a lastimar, ¿no es cierto?

Él sonrió, comprensivo, rozando con las yemas de sus dedos aquel rostro fino y el cabello negro y ondulante, reflexionando por un segundo sobre todo lo que le había sucedido a lo largo de la vida y convencido de que, a estas alturas, ya nadie le podría hacer más daño. Pero no dijo nada de eso y se limitó a señalar:

—Sí, es cierto… No nos vamos a lastimar, y tampoco quiero que te preocupes por nada.

—Me alivia escuchar eso.

Se dieron un beso con afecto y permanecieron un rato sin hablar. Percibieron, afuera en la noche, que alguien se bañaba en la gran piscina del hotel. Eran dos o tres personas, y se oían las risas lejanas y los chapuzones cuando se lanzaban al agua.

—Tu nombre, Mara… Me parece haberlo escuchado antes.

Ella se rió, un poco abochornada.

—Seguro que sí —dijo—, pero es una tontería.

—Dime.

—No… Nunca. Me da una vergüenza terrible.

—Anda, dime. Siempre que tocamos el tema de tu pasado pareces reticente, como reacia a compartirlo conmigo.

—¿De veras?

—Sí, de veras.

—Quizás tengas razón —convino ella, y le dio un beso en la mejilla—. Es mi maldita manera de ser, lo reconozco, un poco cobarde y bastante desconfiada, y sé que a veces soy demasiado reservada. No creas… eso me ha traído problemas antes. Pero no quiero tener problemas de ninguna clase contigo —la mujer se dio la vuelta, recostándose boca abajo y girando un poco la cabeza para mirarlo de cerca y con sinceridad a los ojos—. A partir de ahora haré un esfuerzo por ser más franca con respecto a mi pasado.

Él esbozó una sonrisa. Le agradó escuchar esas palabras.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—Entonces —dijo Sebastián en broma—, comienza por tu nombre.

Mara dejó escapar una risa y luego un suspiro, y Sebastián la sintió sonrojarse en la oscuridad.

—Conoces mi nombre por una película —dijo al fin.

Él se apoyó sobre el codo, intrigado.

—¿Una película?

Ella se echó a reír, negando con la cabeza.

—Mis padres eran adorados pero realmente cursis —confesó—. ¿Alguna vez viste la película Nacida libre? El título original en inglés era Born Free.

—No, no creo que la haya visto.

Mara se rió suavemente.

Born Free es una película que cuenta la historia de Elsa, una leona en África rescatada tras la muerte de su madre en manos de cazadores, y criada por la pareja de naturalistas George y Joy Adamson. La première fue en 1966, pero la película sólo llegó a Colombia a comienzos de los años setenta, y a los pocos días de su estreno mis padres fueron juntos a verla, en su primera salida de enamorados. Para entonces la historia de la leona era famosa, incluyendo el conflicto de sus amos que la adoptaron cuando era apenas una cachorra recién nacida. La vieron crecer en su casa en Kenia, juguetona y domesticada como un gato, pero luego tuvieron que afrontar la dura decisión de liberarla en la sabana africana porque había crecido demasiado y podía representar un peligro para los vecinos. Ellos protestaron ante las autoridades, pero al final los obligaron y no tuvieron otra opción: la tenían que soltar. Así que durante un tiempo trataron de educar a Elsa para que sobreviviera sin ellos, volviéndola salvaje de nuevo, pero para los Adamson, que no tenían hijos, soltar a la leona y dejarla en libertad era como exponer una criatura a los peligros más temibles. En verdad no sabían lo que le podría suceder: si la leona iba a aprender a cazar por su cuenta, porque de lo contrario se moriría de hambre, o si la iban a matar otros leones al considerarla una rival o una amenaza para la manada… En fin, a lo mejor algún día veas la película, pero el hecho es que la leona de la vida real, la que actuó en la filmación y se volvió muy popular debido al éxito de la cinta, se llamaba Mara, y sus dueños eran Irene y Douglas Grindlay. De modo que mis padres, en recuerdo de su primera salida de novios, me pusieron Mara cuando nací, muchos años después. Y de ahí —concluyó, negando con la cabeza— viene mi nombre.

Sebastián no pudo impedir una suave risotada.

—¿Entonces eres una leona? —se burló con cariño, bebiendo un sorbo de vino.

—Así es —replicó ella con picardía, a la vez que tomaba la copa de su mano y también bebía con deleite un buen sorbo del vino tinto, el color, en la tenue luz que procedía de la sala a través de la puerta entreabierta, semejante a sangre vertida tras un rito de sacrificio—. Una leona de Hollywood y domesticada.

Ambos se rieron y volvieron a beber, tomando turnos hasta agotar el vino.

Siguieron hablando un rato más. Afuera cesaron los ruidos de los bañistas y el hotel quedó sumido en silencio. Después de un tiempo Sebastián tomó la sábana para cubrir su cuerpo y el de Mara, para protegerse de la brisa del mar que se filtraba por el balcón abierto de la sala, y finalmente los dos se quedaron dormidos.