20. Naderías trascendentales

Tú lo dijiste, Roberto. No sé si te acuerdas, pero durante aquel puente que pasamos juntos en La Canela, cuando hicimos un paseo bajando por el río Sumapaz, mientras flotábamos sobre neumáticos en esas aguas densas y oscuras, vaticinaste que para el siguiente fin de semana mi vida iba a ser otra. Nos reímos, lo recuerdo bien, porque éramos jóvenes e ingenuos y nos pareció exagerado el comentario, y porque creíamos que a nadie le cambia la vida en sólo ocho días. Pero ahora sé, por el contrario, que se requiere mucho menos: basta apenas un instante para que la existencia de cualquiera estalle en pedazos. Aun así y valga la ironía, no te imaginas cuánta razón tuviste esa tarde en el río: una semana después, en efecto, mi vida era otra, y era además irreconocible.

Porque no son más que hechos casuales, Roberto. Sucesos pequeños, accidentales y fortuitos, frutos del azar y de la suerte, que alteran la realidad de manera imprevista y a menudo trascendental. Ésa es nuestra frágil y alarmante condición, la que, para bien o para mal, determina el destino de las personas. Y también el de las naciones. Como historiador que eres seguro no me crees, y serás reticente a aceptar que los grandes acontecimientos del pasado, en los que han intervenido factores tan formidables como los altibajos de los mercados internacionales, y los conflictos entre los pueblos y las religiones, y las determinaciones de los papas y los jefes de Estado, así como las guerras y las hambrunas y las mayores calamidades de la naturaleza, todo eso no puede depender de naderías, de detalles mínimos y triviales que nadie puede imaginar o anticipar. Pero te aseguro que así lo es. Y, si no me crees, basta recordar el caso de una señora modesta y de piel morena ocurrido en la ciudad de Montgomery, Alabama, el 1 de diciembre de 1955. Esa tarde la mujer buscó transporte público al igual que todos los días, luego de una extenuante jornada de trabajo como costurera en uno de los grandes almacenes del centro de la ciudad, y se subió al autobús número 2857 en la avenida Cleveland. Unas cuadras después, un grupo de personas blancas se subió frente al Teatro Empire, pero no había más asientos vacantes en la parte delantera del autobús. Como sabes, en ese entonces la ley establecía que los negros tenían que cederles su puesto a los blancos para que éstos se acomodaran en los espacios disponibles, de modo que el conductor James F. Blake le ordenó a esta mujer y a otros tres pasajeros que se movieran a la sección de atrás, reservada para la gente de color. La señora siempre había obedecido las normas y las reglas, pero cuando sus compañeros se levantaron sin protestar, retrocediendo hacia la parte trasera del vehículo, ella no se movió de su sitio. ¿Por qué no lo hizo? Quizás sintió, a sus cuarenta y dos años de edad, sobrevenir una fatiga de la madurez, o quizás ese día había trabajado más de lo normal y estaba un poco más cansada que de costumbre. O quizás a esa hora le dolían los pies y la espalda. O quizás sintió, por primera vez en su vida, la copa de su hastío rebosar, harta del maltrato y de la humillación que el racismo de su tiempo imponía a diario, junto con la necesidad de defender su honra y su integridad, el deseo elemental de ser tratada como un ser humano y una ciudadana común y corriente, y no como un ser inferior y de segunda categoría. O quizás en ese instante reconoció al mismo conductor que, insólita coincidencia, la había obligado a bajarse del autobús, doce años antes, durante una noche de lluvias torrenciales. O quizás, simplemente, no le dio la gana. El hecho es que la mujer se limitó a mirar por la ventana, y para el desconcierto y la irritación de los demás pasajeros, no se levantó de su puesto. El conductor la trató de obligar. «¡Se tiene que mover!», vociferó exasperado. «¡Es la ley!». Pero ella no se inmutó. El conductor amenazó con llamar a la policía. Aun así, la mujer no se movió. Los otros pasajeros se empezaron a quejar: los blancos en torno a la señora, negando con la cabeza y enfadados por su atrevimiento, y los demás negros en silencio, temerosos y mirándola de reojo, algunos preguntándose por qué ésta viene ahora a crear problemas, y todos molestos porque el autobús llevaba demasiado tiempo parado y deseaban llegar a su hogar para preparar la cena, descansar de la jornada laboral o cuidar a los hijos. Por fin llegó la policía, y, tras enterarse de lo que estaba pasando, los agentes se llevaron a la señora a la fuerza y la encerraron en la cárcel. Su nombre era Rosa Parks, y su pequeño y espontáneo acto de terquedad, resultado de una tenacidad y un valor admirables, pero también de una cadena de coincidencias y hechos casuales —estar allí a esa hora, subirse en ese bus particular, que el mismo conductor Blake de doce años antes estuviera al volante, más la falta de puestos libres para una cantidad específica de pasajeros blancos—, impulsó el Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos y sus repercusiones transformaron el mundo para siempre.

¿Otro ejemplo? El 9 de noviembre de 1989 una multitud se agolpó frente a Checkpoint Charlie, el retén militar situado en el ignominioso muro de hormigón que dividía la ciudad de Berlín desde 1961. ¿La razón? Se acababa de filtrar un rumor sorprendente aunque falso: la temida restricción para cruzar la frontera hacia el oeste, por la cual cientos de personas habían sacrificado la vida durante más de cuatro décadas de la Guerra Fría, sería levantada por completo. Unas horas antes, en efecto, el vocero Günter Schabowski, miembro del politburó y oficial del Gobierno socialista que había reemplazado a la fuerza a Erich Honecker, anunció en una rueda de prensa —aunque sin conocer con exactitud los detalles de la medida— que dicha restricción sería eliminada. Schabowski llevaba un buen rato hablando en el salón de medios del Ministerio Internacional de Prensa, leyendo ante los corresponsales acreditados en Berlín un extenso comunicado oficial, pero sólo al pronunciar esa declaración el cuerpo de periodistas se pareció callar y remover en sus sillas, sin saber si habían escuchado correctamente. ¿Cómo así? ¿Qué ha dicho? ¿Levantado el infame permiso para viajar? ¿Desaparecido el trámite, poco menos que imposible de obtener, para pasar de la Alemania Comunista a la Alemania Occidental? ¿Cruzar libremente los puestos fronterizos en Berlín sin ser acribillado por los guardias de la RDA, apostados con fusiles de asalto desde más de trescientas torres de vigilancia, los mismos que patrullaban las franjas internas con perros pastor alemán y custodiaban aquel muro alto y gris, coronado de alambradas de púas, reforzado con sacos terreros, nidos de ametralladoras y obstáculos de hierro antitanque, que medía ciento cincuenta y cinco kilómetros de largo y había partido la ciudad en dos desde hacía veintiocho años? No parecía posible. Todo el mundo recordaba las muchas víctimas del muro, entre ellas una de las primeras: el joven obrero Peter Fechter, que, sin previo aviso, salió corriendo en una acción temeraria y, mientras trepaba por la pared y vencía la cima, recibió un disparo de fusil en la cadera que lo derribó al suelo; allí agonizó durante más de una hora, dando gritos e implorando ayuda, a la vista de todos y sin que nadie del costado oriental hiciera el menor esfuerzo por socorrerlo. Y esa orden terminante de disparar sin contemplaciones se había mantenido inalterable a lo largo de todo ese tiempo. Si sólo unos meses antes, en el pasado febrero, los guardias habían matado al mesero Chris Gueffroy al intentar escalar el muro, y hacía diez días apenas que en otro lugar de la frontera un soldado había abatido a tiros a un hombre que se atrevió a ensayar el cruce. Es más: de las seiscientas personas que murieron en la hazaña de sortear la línea fronteriza entre las dos Alemanias, ciento treinta y ocho cayeron en Berlín. De modo que al escuchar esa sorpresiva declaración de Günter Schabowski, la aletargada sala de prensa de pronto se llenó de ruido y de voces encontradas, de manos levantadas en alto y preguntas que se atropellaban para ser atendidas, cuando una se oyó por encima de las demás. El vocero, sin entender en ese instante la razón del alboroto ni el alcance de sus propias palabras, un poco enceguecido por las luces de las cámaras y los flashes de los fotógrafos, azorado y sin vislumbrar de dónde o de quién había surgido la pregunta crucial, hizo un gesto como tratando de escuchar, llevándose la mano a la oreja. «¿Qué dice?», «¿cómo?». Entonces el periodista se puso en pie y repitió la pregunta más elemental de todas, y esta vez resonó con claridad: «¿Cuándo empezará a regir dicho cambio?». Günter Schabowski revisó las hojas del comunicado y sus notas escritas a mano, de repente perplejo porque no tenía la respuesta. El oficial había llegado tarde a la reunión preparativa para la rueda de prensa y sólo tuvo tiempo de anotar unos puntos principales de la medida. Entonces buscó entre los papeles, tratando de deletrear cualquier frase o palabra que hiciera referencia a un hecho temporal —una hora, una fecha, un momento en el calendario—, sintiendo transcurrir los segundos con los ojos de los medios expectantes clavados encima, cuando en ésas, para su alivio, la descubrió en medio de un párrafo: «Sofort». Era la única que tenía relación con el tiempo, de modo que el funcionario alzó la vista, se ajustó los lentes con el dedo índice, y, ante el auditorio atestado de periodistas y frente a las cámaras de televisión, aunque todavía turbado y dudoso, leyó en voz alta esa palabra pero sin verificar si la misma tenía algo que ver con el permiso para cruzar la frontera. «Sofort», declaró. «Inmediatamente».

La verdad, sin embargo, era otra. Esa palabra descubierta al azar, refundida entre las notas y los papeles oficiales del portavoz Günter Schabowski, se refería a una información distinta. Más aún, el Gobierno socialista de la RDA, liderado por Egon Krenz, sí había decidido otorgar pasaportes a sus ciudadanos por primera vez en décadas, pero luego de tramitar y obtener ese documento, lo cual tardaría meses, la gente podría solicitar, bastante más adelante, una visa de carácter temporal y sólo para viajar con las más estrictas restricciones, y a conciencia de lo que les sucedería a sus familiares que se quedaban atrás si la persona no regresaba en el lapso previsto. La idea era iniciar un lento y discreto proceso de apertura, tolerar un mínimo nivel de movilización, gradual y regulado, pero de ninguna manera propiciar un éxodo ni desencadenar un cambio social y político de tipo drástico. No obstante, las palabras o, más exactamente, esa sola palabra pronunciada por error por Günter Schabowski —Sofort—, leída al aire delante de los micrófonos de la radio y las cámaras de la televisión estatal, llevó a que en pocas horas una muchedumbre emocionada de cientos de miles de personas marchara hacia el puesto fronterizo y se aglutinara frente a la garita central, exigiendo paso a Berlín Occidental. En medio de la creciente presión de la multitud que gritaba consignas de libertad al lado de los guardias armados y nerviosos, y pedía sin cesar que se levantaran las barras del retén militar, el comandante a cargo del puesto de control telefoneó a sus superiores, cada vez más desesperado, para que alguien le confirmara la información. Nadie lo hizo. La declaración de Schabowski había producido un verdadero caos en el interior del Gobierno y nadie contestó la llamada. Entonces, a las 11:17 de la noche, aquel oscuro militar en Checkpoint Charlie, confundido por los hechos y por la falta de instrucciones precisas, aturdido por el clamor del gentío que estaba a punto de salirse de control, que no paraba de crecer y de pedir el paso a gritos, sabiendo lo que el régimen esperaba de él —salir de la caseta con el megáfono en la mano e impartir la orden de disparar a quemarropa, ocasionando un baño de sangre y una masacre—, dejó escapar un suspiro y en cambio hizo un gesto sencillo, casi resignado: se encogió de hombros. «Y… ¿por qué no?», pareció decir. Entonces el militar dio la orden de levantar la barra. La multitud, eufórica y a la vez sorprendida e incrédula, cruzó de prisa los pocos metros que marcaban esa barrera infranqueable. En ese instante y para efectos prácticos, el odiado Muro de Berlín había dejado de existir. Y más todavía: en cuestión de horas éste empezaría a ser físicamente destruido por los mismos soldados que lo habían custodiado desde siempre y por el tumulto de personas que, riendo y llorando, se abrazaban con amigos y familiares que no habían visto en casi treinta años.

Esa serie de acontecimientos no ocurrió en un vacío, desde luego. Y tampoco desconozco el peso de otros factores definitivos en ese momento histórico, incluyendo la crisis económica de los países socialistas a finales de los años ochenta, la influencia de la política exterior de Estados Unidos encabezada por Ronald Reagan, el crepúsculo de la Guerra Fría, la caída de los precios mundiales del petróleo, la corrupción y el debilitamiento del régimen comunista, el fortalecimiento del movimiento democrático en Alemania del Este, la glásnost de Mijaíl Gorbachov y la importancia de otras figuras cruciales como Lech Walesa, Juan Pablo II y muchas más. Pero también es cierto que, adicionalmente, aquella suma de actos pequeños y casuales —una pregunta escuchada entre muchas otras en una rueda de prensa, una palabra errada y leída al azar en un discurso oficial, el hecho de que nadie contestara un teléfono en mitad de la noche para verificar una información perentoria, unido a un ademán modesto y resignado de un comandante militar, una simple encogida de hombros— terminó por derrumbar la Cortina de Hierro y, eventualmente, el imperio colosal de la Unión Soviética.

¿Todavía no me crees? No olvides que uno de los conflictos más terribles y sangrientos de la historia, nada menos que la Primera Guerra Mundial, una carnicería que destruyó media Europa y cobró la vida de millones de personas —y tras la cual cayeron al final cuatro imperios: el ruso, el otomano, el alemán y el austrohúngaro—, estalló por una sucesión inconcebible de azares menores y hechos triviales y fortuitos. El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando de Austria y su distinguida esposa, la duquesa Sofía Chotek, junto con una comitiva de miembros de la realeza y de la corte imperial, se desplazan en tren a la capital de Bosnia, Sarajevo. El archiduque es sobrino y heredero al trono de Francisco José I, soberano del imperio austrohúngaro, y a última hora ha aceptado una invitación de Estado para asistir a una ceremonia militar que tendrá lugar en las afueras de la ciudad. Tras recibir confirmación de la visita oficial por fuentes clandestinas, seis asesinos, entre ellos el serbio Gavrilo Princip, pertenecientes al grupo nacionalista Mlada Bosna (Joven Bosnia) y con armas facilitadas por la organización terrorista Mano Negra —de la cual varios de ellos son miembros secretos—, preparan los detalles finales del atentado. Esa mañana los seis se alistan y se dispersan entre el público a lo largo de la elegante avenida Appel, por donde está previsto que pasará la caravana imperial, y se camuflan entre los grupos de curiosos. Cada uno está dotado de pistolas y explosivos, y ninguno duda de su objetivo: matar al futuro emperador para liberar a Bosnia del yugo austrohúngaro. No obstante, cuando el archiduque pasa en el convoy acompañado de su bella esposa, ambos luciendo prendas de gala y sentados en el asiento posterior del coche descapotado, sonriendo y saludando con la mano a la muchedumbre que bordea la vía, sólo uno de los asesinos, Nedeljko Čabrinović, alcanza a actuar. El joven se abre paso entre la multitud y arroja una bomba al vehículo oficial, pero el artefacto rebota contra la parte de atrás del automóvil, una limusina negra de marca Gräf & Stift, y explota segundos después, hiriendo a varios transeúntes y a otras figuras de la comitiva real, entre ellas el coronel Erich von Merizzi y el conde Alexander von Boss-Waldick. Čabrinović huye entre la confusión y el tumulto de personas asustadas que gritan, pero es capturado por la policía al lanzarse al río, y aunque se trata de suicidar, tragándose el sobrecito de cianuro en polvo que lleva en un bolsillo, el veneno no funciona y los agentes se lo llevan a rastras a la comisaría, vomitando y dando alaridos debido al dolor en sus entrañas. Entretanto, los heridos por la bomba son conducidos al hospital más cercano. El archiduque, estremecido pero a salvo de la explosión y las esquirlas, declara que prefiere morir antes que huir de una ciudad que forma parte del imperio, y luego de una acalorada discusión con sus asesores —que son conscientes del peligro de permanecer allí, pues ignoran si el joven ha actuado a solas o si hay otros asesinos al acecho, e incluso si hay otros atentados en marcha— resuelve proseguir con la programación del día. Ésta incluye la inspección a un cuartel militar, una visita de cortesía al Museo Nacional, reuniones y discursos en el ayuntamiento de la ciudad, y al final tomar el tren para retornar a su castillo en Austria. Sin embargo, tras concluir los compromisos principales y a la salida del ayuntamiento, en vez de encaminarse a la estación central de Sarajevo para partir a casa, el archiduque cambia de parecer y ordena regresar para visitar a los oficiales que yacen heridos en el hospital. El convoy parte de nuevo, pero en ese momento, por un error en las órdenes dadas al chofer, Leopold Lojka, el auto de lujo avanza por los muelles que bordean el río Miljacka, cruza el puente Latino y se introduce en una calle equivocada. Lojka frena para dar marcha atrás, pero el descapotado ha quedado brevemente detenido frente al café Moritz Schiller, allí donde Gavrilo Princip, de diecinueve años, se encuentra cabizbajo, rumiando sobre el fracaso del complot y la captura de su colega Čabrinović, y tratando de concebir un plan alterno mientras toma un bocado. Lojka hunde el pedal del embrague y acciona la palanca de cambios para poner el auto en reversa, pero su pie resbala del metal y, durante unos segundos fatídicos, el coche no se mueve. El asesino levanta la vista y descubre la limusina del archiduque parada justo delante de él, y por un instante permanece atónito. La creía lejos a esa hora, seguramente en las afueras de la ciudad o inasible en una fortaleza militar, y la oportunidad de matar al enemigo perdida para siempre. Pero allí está, y no pasando a toda carrera frente a sus ojos alucinados sino quieta, inmóvil, al alcance de la mano y con la lona abajo, revelando a la pareja heredera al trono imperial expuesta y vulnerable. Entonces Princip reacciona y se incorpora de prisa, se dirige casi tropezando hacia el automóvil mientras saca su pequeña pistola Browning, apunta a medias y dispara dos veces. Una bala perfora el abdomen de la duquesa y la otra impacta el cuello del archiduque, destrozando la arteria carótida. Ella se lanza sobre su marido, tratando de protegerlo, y el archiduque le implora a su esposa, entre las primeras gárgaras de sangre, que por favor no se muera para no dejar huérfanos a sus hijos. En minutos, sin remedio, ambos agonizan en el asiento trasero del coche.

La noticia del asesinato se riega por todo el mundo. Al poco tiempo enciende protestas y disturbios públicos en Sarajevo, y no tarda en detonar una crisis diplomática sin precedentes: el imperio austrohúngaro le declara la guerra al reino de Serbia, y un mes después, por tratados internacionales que obligan a los diversos países a tomar las armas para defender a sus aliados —entre ellos Alemania, Francia, Rusia e Inglaterra—, Europa se encuentra sumida en la peor conflagración de su historia. Pronto otras naciones intervienen y llegan a sumar más de cien en total, todas involucradas en una catástrofe de escala mundial, hasta que la guerra concluye con el Armisticio, cuatro largos y sangrientos años después, que se firma en un vagón de tren en el bosque de Compiègne, Francia, el 11 de noviembre de 1918. El saldo final son diecisiete millones de muertos, más de veinte millones de soldados y civiles heridos, varios países nuevos que se forman de las ruinas de los cuatro imperios disueltos, y las semillas de la discordia sembradas entre las potencias europeas que, veintiún años después, darán paso al conflicto más devastador de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial. Y todo por un acto, o una suma de actos, ínfimos y accidentales.

Ahora, si todavía necesitas otras pruebas, busca el hermoso libro de Stefan Zweig —ya sabes que soy un enamorado de la literatura en alemán—, Momentos estelares de la humanidad, y ahí verás varios ejemplos similares. En 1815 el mariscal francés Emmanuel de Grouchy toma una decisión equivocada y sella la suerte de Napoleón en Waterloo y, de paso, la de toda Europa. Por descuido, alguien deja una pequeña puerta abierta durante el asedio de los turcos en Bizancio, en 1453, y acto seguido se desploma el Imperio romano de Oriente. En enero de 1848 el carpintero James W. Marshall recorre el aserradero del hacendado John Augustus Sutter y distingue una chispa amarilla en la arena; ese hecho, en apariencia insignificante, desata la fiebre del oro en California y cambia la historia de Estados Unidos y, a su vez, la de todo el mundo civilizado.

Te repito: son casualidades, hechos menores e imprevistos, desenlaces de la buena o mala suerte que producen efectos sobresalientes y muchas veces de trascendencia histórica. ¿Acaso crees que la batalla por los derechos civiles en Estados Unidos habría seguido exactamente el mismo camino si ese 1 de diciembre la señora Rosa Parks no se hubiera subido a ese autobús preciso, el número 2857? Como sabes, aquella mujer tan digna y menuda estuvo presa, la multaron y la despidieron del trabajo, al igual que a su marido, en retaliación por su protesta, pero ella jamás dio su brazo a torcer. Y aunque su valiente acto de repudio y condena no significó el fin del racismo, ni en ese país ni en ningún otro, no se puede negar que la realidad cambió en gran medida, y para bien, gracias al impacto político y cultural de ese movimiento cívico, del cual ella se convirtió en uno de sus representantes más famosos, y fue bautizada, incluso, la madre de esa formidable lucha por la igualdad racial. Pero nada de eso habría sucedido si Rosa Parks no hubiera estado allí ese día, sentada en la parte delantera de aquel autobús. Por eso cabe la pregunta: ¿qué habría pasado si esa mañana la costurera no hubiera ido al trabajo? ¿Cómo habría sido el curso de la historia si las personas blancas que se subieron frente al Teatro Empire hubieran sido menos, o si hubieran llegado segundos más tarde, prefiriendo esperar el autobús siguiente? ¿Y qué habría pasado si el conductor del vehículo no hubiera sido James F. Blake, con quien la señora Parks ya había tenido un altercado doce años antes? ¿El mundo no sería, quizás, diferente del actual? Obviamente no podemos saber qué rumbo exacto habrían tomado los hechos concretos, pero es probable que el resultado haya sido, a la larga o a la corta, distinto. Recuerda que miles de personas se suben cada día en miles de autobuses alrededor del globo —e incluso otros ya habían protestado antes por la segregación racial en el transporte público de la ciudad de Montgomery, sin mayores consecuencias—, pero sólo en un día específico, en un lugar preciso, una mujer particular se sube a un autobús determinado y de alguna forma cambia el universo.

De la misma manera, ¿qué habría pasado con la caída del Muro de Berlín y la desintegración del bloque soviético si un comandante anónimo en Checkpoint Charlie no se hubiera encogido de hombros en ese caos, o si alguien le hubiera contestado el teléfono durante esa noche de locos e impartido una contraorden brutal, impidiendo el paso de la multitud a punta de bayonetas y disparos de fusil? ¿Qué habría pasado si Günter Schabowski no se hubiera equivocado en aquella rueda de prensa, si hubiera encontrado otro término que hiciera referencia a una fecha refundido entre sus papeles, o si hubiera pronunciado una palabra —una sola palabra— distinta? ¿Se habría prevenido o aplazado el colapso de la Cortina de Hierro y el desplome de la URSS? ¿Por cuánto tiempo? Entretanto, ¿cuántos muertos más habría cobrado el muro, y cuántas vidas se habrían afectado, de una forma u otra, en la Unión Soviética y en el mundo, si las cosas hubieran ocurrido de otro modo, o con un día, un mes o un año de diferencia? Nadie lo sabe.

En cuanto a la Primera Guerra Mundial, varios historiadores consideran que esa contienda era inevitable y que la misma habría estallado tarde o temprano, con o sin el famoso atentado en Sarajevo —aducen el apetito expansionista de las potencias europeas, las tensiones prevalecientes entre los imperios, el auge del nacionalismo y el desenfreno de la carrera de armas, entre otras especulaciones—, pero esa certeza no la tiene ninguno y casi todos coinciden en que el conflicto habría sido bastante menor, y que jamás habría rebosado hasta alcanzar esa dimensión mundial. Por eso es válida la pregunta: ¿qué habría pasado si el chofer del archiduque Francisco Fernando no se hubiera extraviado en las calles de Sarajevo ese día de 1914? ¿Si no se hubiera detenido frente al café Moritz Schiller, precisamente allí —de todos los lugares posibles de la ciudad— donde el joven serbio Gavrilo Princip, armado con su pistola semiautomática, cavilaba en su mala estrella mientras comía un emparedado y adonde había llegado por simple azar? ¿Qué habría pasado si el archiduque hubiera proseguido con su itinerario sin dar la orden de regresar al hospital para visitar a los heridos de la mañana, o si Leopold Lojka hubiera retrocedido a tiempo en esa estrecha calle adoquinada, o si las balas disparadas de prisa por el adolescente Princip hubieran fallado por un milímetro? ¿Cuántos millones se habrían salvado de las trincheras europeas, de ser fileteados por las ametralladoras? ¿Cuántos imperios no se habrían desintegrado, y cuántas naciones no se habrían formado o formado de otra manera? ¿No sería el mundo diferente? Mejor dicho: porque un conductor dobla una esquina y su pie resbala de un pedal, ¿cambia el planeta? ¿Cambia la configuración social y cultural, la geografía política de la Tierra? Porque un muchacho deambula por una ciudad y decide sentarse en una pastelería y no en otra, ¿millones de niños quedan huérfanos, millones de mujeres quedan viudas, millones de civiles y soldados procedentes de lugares tan lejanos como Sudáfrica, Australia, Japón, la India y Nueva Zelandia —entre muchos otros— terminan heridos, mutilados y lisiados de por vida, y se recorta la población mundial en más de diecisiete millones de almas? Es claramente el efecto mariposa descubierto por el matemático Edward Lorenz, pionero de la teoría del caos, pero no relacionado con los cambios atmosféricos sino con la condición de los pueblos y la existencia de las personas. Sin duda, esos hechos mínimos del azar a veces ponen en marcha movimientos insospechados que tienen la fuerza de un temblor de tierra y alteran la Historia en forma inapelable. Aunque también es cierto que, a menudo, los efectos de esos actos pequeños y aleatorios son más sencillos, o quizás su relevancia no llega a superar el ámbito de un solo individuo.

Tal es el caso de Frane Selak. No sé si lo sabes, pero durante décadas este señor padeció varios acontecimientos insólitos, y su destino estuvo en manos, repetidas veces, de sucesos ínfimos y anodinos. Por eso, mientras algunos piensan que este fulano es uno de los hombres menos afortunados de todos, otros creen que nadie ha tenido mejor suerte en el mundo.

Frane Selak era profesor de Música en Croacia, y su primer roce con la muerte ocurrió en enero de 1962. Al viajar en tren desde Sarajevo a Dubrovnik, una falla mecánica hizo que la locomotora saltara de los rieles, arrastrando consigo la ristra de vagones abarrotados de personas que gritaban del pánico, dando tumbos por la ladera y cayendo en un río de aguas heladas al fondo de un cañón de rocas enormes. Muchos pasajeros murieron aplastados o se ahogaron atrapados entre la corriente y los vagones destruidos, pero Frane sólo se partió un brazo y por fortuna llegó nadando a la orilla, tiritando y maltrecho, pero vivo.

Al año del accidente del tren, volando en un bimotor a la ciudad de Rijeka, el señor Selak iba tranquilo, leyendo su libro, cuando de pronto las hélices se apagaron, los motores tosieron y empezaron a humear, y el avión se precipitó a tierra. Las diecinueve personas que iban a bordo murieron en el impacto. Sin embargo, segundos antes de chocar, una puerta del fuselaje se abrió de golpe y Frane salió succionado al vacío sin un paracaídas, dando giros y volteretas en el aire, y de modo increíble cayó justo en un almiar, un solitario montículo de paja en la mitad de un potrero. No sufrió heridas de gravedad.

Dos años después, en pleno invierno, el señor Selak paseaba en un autobús cuando de pronto el vehículo empezó a derrapar en el hielo, el conductor perdió el control y el bus reventó la barrera vial, resbalando por un precipicio. Cuatro personas murieron en forma instantánea, pero Frane se salvó. Luego, seguro suspicaz del transporte público, el profesor de Música compró su primer automóvil, pero en 1970, mientras conducía por la ciudad, de pronto el motor estalló en llamas y el vehículo se prendió en una pavorosa bola de fuego. No obstante, Frane se alcanzó a lanzar a tiempo a la calle. Al cabo de tres años, al parecer una chispa en el alternador incendió la bomba de gasolina de su nuevo auto, y un fogonazo de candela brotó por las rendijas del aire acondicionado, quemando al profesor en su rostro y cabello. Pero también sobrevivió a ese incidente.

En 1995 este individuo fue atropellado por un autobús en la calle, y tampoco murió. Al año, mientras conducía por una cornisa de curvas peligrosas en la montaña, un camión lo sacó de la carretera; su vehículo se despeñó al vacío y cayó a un abismo de más de cien metros de hondo, donde explotó en llamas. Pero Frane saltó del auto en el último segundo y fue hallado después, balanceándose en la copa de un árbol, aterrado, pero ileso.

Su historia no termina ahí. A los setenta y dos años Frane decidió comprar una boleta de lotería y se ganó el premio mayor. Entonces, ¿un hombre con o sin suerte? Depende de cómo se mire. Lo cierto es que en cada uno de esos incidentes en los que el profesor Selak bordeó la muerte, un simple hecho casual hizo que él viviera mientras otros morían a su alrededor: estar sentado en un puesto específico en el tren o en el avión; que la fatiga de material llegara a su punto máximo, permitiendo la ruptura de la puerta de emergencia justo a tiempo; que aquel cúmulo de paja estuviera exactamente allí y no a un metro de distancia; que el auto de Frane se lanzara por un barranco aunque pasando, asombrosamente, al lado de un árbol de copa frondosa. O sea: hechos pequeños y fortuitos que llevaron, por un lado, a que él estuviera presente en todos esos instantes límites y de peligro, pero, por otro lado, a que él se salvara cada vez por un pelo y un milagro.

Otro ejemplo es el de Dick Cavett. No hace mucho aquel célebre escritor, periodista y entrevistador de la televisión recordó una vivencia que tuvo lugar hace décadas. El hombre estaba solo un domingo de verano, hospedado en una casa frente a la playa en Long Island, al nordeste de Estados Unidos, cuando sintió deseos de leer la prensa. Cansado de escribir en Nueva York debido al bullicio de la ciudad y a sus muchos compromisos sociales y profesionales, Cavett se había refugiado en esa casa para trabajar en un libro que venía escribiendo hacía meses. Y aunque estaba complacido, avanzando a buen ritmo en esa hermosa propiedad con vista al mar, aquel domingo él prefirió cambiar de rutina y, en vez de sentarse a escribir como lo había hecho los días anteriores, el periodista optó por tomarse la mañana de descanso para recargar energías y pensar en otra cosa. Y la mejor manera de hacerlo, concluyó, era leyendo su periódico favorito, el New York Times, mientras disfrutaba una sabrosa taza de té caliente. Entonces Cavett salió de la casa, se subió a su automóvil para conducir hasta el pueblo más cercano, y al cabo de un rato llegó al caserío y aparcó delante de la única tienda que vendía la voluminosa edición dominical del prestigioso diario neoyorquino. Para su alegría, desde la puerta del local el caballero vio que en el mostrador de ese sencillo almacén de pueblo quedaba un ejemplar disponible. El último. Cavett lo fue a coger, pero justo en ese segundo otro señor que también andaba de compras se le adelantó y se llevó el periódico. Decepcionado, el escritor quedó como en el aire, sin ganas de leer la gaceta local o buscar una revista para hojear en la casa. No obstante, al cabo de un minuto el otro señor hizo algo inesperado: regresó al mostrador y volvió a poner el diario en su lugar, por algún motivo arrepentido de comprarlo. Cavett, sorprendido, lo cogió de inmediato y pagó en la caja. Caminó hacia su auto, feliz con el pesado bulto de prensa bajo el brazo y todavía sin poder creer su suerte. Abrió la puerta del conductor y arrojó el grueso paquete sobre el asiento del pasajero. Con el impulso el diario se deslizó y las diversas secciones resbalaron al suelo. Todas salvo una: la cultural. Mientras ponía el motor en marcha y retrocedía para salir del puesto de parqueo, Cavett dirigió una mirada distraída y alcanzó a distinguir el titular de una noticia sin importancia: pronto sería el estreno de un musical en Broadway, una gran producción basada en un libro menor aunque de ventas notables. El hombre manejó de regreso a la casa, pensando que en contados minutos tendría el placer de sentarse en un cómodo sillón con su taza de té y leer el sustancioso diario a sus anchas, y también reflexionó sobre esa noticia —la única— que detectó de un vistazo, pues él conocía el librito en el que se habían basado para producir el espectáculo y en su opinión era poca cosa, un relato insulso que no tenía la hondura ni la calidad para que se montara todo un show de Broadway en torno suyo. Negando con la cabeza, cavilando en la decadencia de las artes actuales y diciéndose que hoy en día hacen un musical inspirado en cualquier texto vulgar con tal de que haya tenido buenas ventas en librerías, Cavett llegó a la residencia. En ese momento, sin embargo, el periodista descubrió algo inusitado: una densa bruma procedente del mar había invadido el paisaje, creando un ambiente bello y fantasmal. Esto hay que aprovecharlo, se dijo, como si fuera un chico aventurero. Antes de sentarme a leer el diario, resolvió, daré una caminata por la playa. De modo que estacionó el auto y entró en la casa, dejó el periódico sin ordenar sobre la mesa del comedor y volvió a salir por la puerta corrediza de la terraza. Anduvo descalzo por la arena, oyendo el batido cercano de las olas y asombrado por la espesura de la niebla, pues no podía distinguir la espuma en la orilla ni ver más allá de un par de metros. De pronto, creyó adivinar una sombra, como una figura que se aproximaba. Aguzó la vista, y en medio de la bruma apareció un hombre, seguro el dueño o el huésped de alguna casa vecina, quien había tenido la misma idea y también se encontraba caminando por la playa en la niebla. Cavett no lo conocía y los dos señores se saludaron con amabilidad, admirados de encontrarse en esa bruma tan apretada y grisácea. Intercambiaron unas palabras corteses sobre el tiempo y luego Cavett se sintió algo incómodo, obligado a decir cualquier cosa para llenar el silencio que se acababa de producir entre ellos, porque no tenían otro tema en común. Entonces se le ocurrió hablar sobre la noticia que había divisado en el periódico. ¿Ha visto lo que hacen hoy en Broadway?, preguntó, consternado. Con tal de hacer dinero, estrenan un musical basado en un libro realmente insignificante. El señor lo miró sin entender. ¿Me habla en serio?, preguntó. Sí, sí, respondió Cavett. Acabo de ver la noticia en la prensa; parece que es una gran producción, con baile y música y lentejuelas, inspirada en ese librito tan mediocre. El señor lo observó por unos segundos, y sin decir nada más dio media vuelta y se alejó por la playa, desapareciendo en la bruma. Era el autor del libro.

Dime una cosa, Roberto: ¿de veras crees que esto se puede atribuir a una casualidad? Esa historia más bien sugiere que aquella suma de hechos menores y coincidentes parece obedecer a un diseño superior, casi celestial. Un acto guasón, si se quiere, incluso una mofa tonta ya que sus consecuencias son igualmente intrascendentes, pero en cualquier caso intencional. Deliberado. Porque piensa por un segundo en todo lo que se requiere para que esta vivencia sea posible. Es decir: ¿cuántas noticias se publican en la edición diaria del New York Times? ¿Cuántas se publican en la edición dominical, la cual es tan gruesa y extensa que pesa unas cinco libras en promedio y se requiere talar miles de árboles cada semana para imprimir ese diario, el más grande del país? ¿Que, de todas las noticias posibles, y gracias a una serie de acontecimientos fortuitos como un señor que escoge un periódico y luego se arrepiente y lo regresa al mostrador; una mano que finalmente compra ese mismo ejemplar y lo arroja en el asiento de un auto; una fuerza determinada, un impulso que hasta un físico podría medir y cuantificar; más una organización particular del diario, y todo se junta para que, en el segundo en que Cavett echa una ojeada —la única— al bulto de papel, una sola sección del impreso haya quedado al descubierto y dejado visible, exclusivamente, una sola noticia específica? ¿Que al llegar a la casa haya una bruma excepcional adueñada del paraje, un fenómeno que Cavett no había presenciado en los días anteriores, y que él tome la decisión espontánea de caminar por la playa en esa atmósfera, sin poder ver casi nada a su alrededor, y que se tope con una persona y no otra, una de miles de millones que habitan en el planeta, quien a su vez ha escogido esa misma hora para caminar por esa misma playa y justamente en el sentido contrario para encontrarse con Cavett de frente, y que a éste se le ocurra hablar, de todos los temas que existen en el universo, sobre esa noticia singular? ¿Y que aquel señor sea, precisamente, el autor del libro que él acaba de menospreciar? Simplemente no cabe dentro de lo posible. Como digo, en este caso esa suma de hechos casuales, reunidos por la mano de los dioses o del azar como si se tratara de una broma o una burla, no hizo más que ruborizar al señor Cavett y, seguramente, enemistarlo con ese individuo por el resto de su vida. Pero a veces las consecuencias de esos sucesos pequeños y banales son más grandes y no se limitan a una vergüenza pasajera, sino que desatan tragedias personales de naturaleza irreparable.

Mi caso lo confirma. Y aquí repito que tuviste razón esa tarde en el río, cuando vaticinaste que para la semana siguiente mi vida iba a ser otra. Porque una sucesión de eventos mínimos —mínimos, reitero, sólo en apariencia— tuvo un desenlace imprevisto y trascendental, a tal punto que, aun después de tantos años, todavía me cuesta evocar el rosario de hechos y detalles, como una cadena de eslabones de acero, que en un solo día se sumaron para cambiar mi vida para siempre.