21. Palabras mayores

Nueva York, París, Venecia, Roma y Florencia, y el regreso otra vez por Nueva York. Ése fue el viaje que Sebastián emprendió con Mara un mes después de conocerse en Cartagena de Indias, y hacía muchos años que aquel hombre no había sido tan feliz, desde cuando vivía acompañado de su bella y amada esposa.

Los dos volvieron a Bogotá al concluir el festival literario, y a partir de entonces se vieron todas las noches. El empresario redujo la intensidad de su trabajo para dedicarle tiempo a la mujer, aunque no dejó de ir a su oficina a diario y se mantuvo bien informado de las noticias nacionales y mundiales, siguiendo los altibajos de la economía continental, pendiente de las inversiones de Alcásar y estudiando, poco menos que obsesivamente, las estadísticas más recientes de la violencia en Colombia. Su rutina era la misma de antes: madrugar, dirigirse al club temprano para hacer su sesión de gimnasia seguida de veinte o treinta piscinas de natación, el desayuno que tomaba en la terraza cubierta con un periódico en la mano —aseado y afeitado y envuelto en un albornoz blanco—, saboreando aquel menú sencillo que no variaba nunca —una tostada de pan integral untada de miel de campo, café oscuro y sin azúcar, una tajada de queso blanco y una porción de fruta fresca—, y luego pasar el resto del día trabajando en su oficina. La única diferencia era que al final de cada jornada, en vez de encaminarse a su residencia para cenar solo en su estudio mientras veía los noticieros y los debates de opinión o los informes de finanzas internacionales en la televisión, seguido de una hora de lectura de Kafka, Mann, Grass, Stefan Zweig o Friedrich Nietzsche antes de retirarse a dormir, ahora él pasaba por Mara en su automóvil de lujo para probar juntos alguno de los mejores restaurantes de la capital, y luego se dirigían al apartamento de Sebastián para seguir conversando, disfrutar una última copa antes de irse a la cama y hacer el amor. Después Facundo llevaba a Mara a su edificio, donde ella vivía sola en un pequeño piso alquilado, ubicado en los Cerros Orientales cerca de la mansión residencial del embajador de Estados Unidos, en la parte más alta del barrio Los Rosales, con una hermosa vista sobre la extensa y titilante ciudad de Bogotá. Sin embargo, cuando por algún motivo ellos se acostaban demasiado tarde en la noche, Mara se quedaba con Sebastián hasta la mañana siguiente y eso era lo que más le gustaba al ejecutivo: dormir juntos, abrazados y cogidos de la mano, abrir los ojos en mitad de la noche y sentir a la mujer tendida boca arriba en la cama, durmiendo apacible con el semblante inocente, apreciando su belleza natural y su sensualidad a flor de piel. Aquello era algo que sin falta lo maravillaba: el milagro de saberse acompañado. Entonces, moviéndose con cuidado para no despertarla, Sebastián le apartaba el cabello que le cubría parte del rostro, y percibía su respiración suave y rítmica, la temperatura tibia que emanaba de su cuerpo desnudo, e inhalaba su fragancia impregnada en las almohadas y en las sábanas revueltas.

Más aún, para Sebastián esas semanas con Mara fueron una revelación. Se le había olvidado lo mucho que se podía divertir, y descubrió que se podía reír de nuevo y hablar durante horas con esa mujer fascinante. No se cansaba de examinar su rostro precioso y gozaba al verla gesticular, charlar y sonreír; al notarla enfadada de celos por una mirada coqueta a su hombre por parte de una muchacha en un evento social, o triste al encenderse las luces en la sala de cine al final de una película sentimental, o indignada al oír la noticia de algún secuestro, matanza o asalto a otra población indefensa en manos del narcotráfico, la guerrilla o los grupos paramilitares. Sebastián demoraba la vista al escudriñar esos ojos grandes y verdes, al observar aquella boca de labios gruesos y entreabiertos, y cada vez sin poder creer su fortuna, agradecido por el hecho de haberse alejado del abismo justo a tiempo, y por el privilegio de ser él quien tenía la suerte de estar al lado de esa hembra tan apetecible. Se sentía favorecido por los dioses o el destino, tocado por la gracia o el azar, porque de todos los hombres del mundo él había sido el escogido para disfrutar de aquella compañía e inteligencia, gozar de aquel contacto físico y de aquellos olores; la licencia de poder besar y acariciar y reverenciar aquel cuerpo esbelto y voluptuoso. Le gustaba estudiar en detalle su figura de color canela, y a veces, cuando Mara yacía dormida en su cama, dándole la espalda y tendida de medio lado, él tomaba la sábana entre el pulgar y el índice y la alzaba apenas para espiar otra vez su cuerpo desnudo, admirando, en la tenue luz que procedía de la lámpara de la mesa de noche, la piel lisa y bronceada, los dos hoyuelos en esa cadera sensual, y la raya oscura entre la redondez de las nalgas perfectas. Y cuando hacían el amor en la penumbra del cuarto, mientras el hombre aspiraba, embriagado, el delicioso perfume de su cuello y aquel dulce olor a tierra fresca de mujer excitada, él exploraba con los ojos abiertos cada centímetro de su pellejo erizado, pasando la lengua por toda su columna vertebral, abriéndole las piernas para lamerle los muslos y husmearle el sexo; acariciaba, con la punta del dedo, la circunferencia negra del ano semejante a la ruedita de un juguete, recorriendo los pliegues de su vagina palpitante que parecía boquear con vida propia, introduciendo la lengua hasta el fondo de esa cavidad melosa, y luego metiendo un dedo o dos en esos orificios oscuros y pulsantes. Extasiado con sus aromas y la intensidad de las sensaciones, el hombre apretaba con fuerza las nalgas compactas, rozaba con las yemas la curvatura de los senos grandes y firmes, y lamía y chupaba los pezones duros y erguidos. No le quitaba la vista de encima mientras la mujer gemía con los ojos cerrados y se mordía el puño de la mano de la excitación. Sebastián se sabía entregado del todo a una experiencia que parecía nueva por haberla vivido hacía tanto tiempo atrás: la alegría de saber que había alguien en este planeta que le suscitaba sentimientos tan fuertes y vitales, y saber que éstos eran correspondidos. La euforia que nace de amar y de sentirse amado.

Lo cierto es que después de la muerte de Alana, y de la culpa que él sentía por esa tragedia y por todas las otras que habían marcado su vida, Sebastián creía que él no tenía derecho a ser feliz. En parte por eso él vivía dedicado al trabajo, como si fuera una penitencia. Y también por eso le sorprendió comprobar que ahora él deseaba sentir todo aquello con Mara. Le apeteció cenar en buenos restaurantes —con asombro descubrió la cantidad de lugares que habían brotado en los últimos años en Bogotá, una rica variedad de las mejores cocinas del mundo—, y luego los dos se reían como niños haciendo una lista mental de sus sitios preferidos. Le encantaba conversar largo y sabroso con esa mujer mientras paladeaban un vino tinto de Burdeos, o uno blanco y frío de la Toscana; ir al cine y al teatro, e incluso asistir a cocteles, inauguraciones y hasta bailes sociales —lo que antes él más detestaba—, pero acompañado ahora de esa mujer hermosa, y su presencia hacía toda la diferencia. Sebastián notaba cómo en esas reuniones los caballeros lo miraban con envidia, mientras sus esposas observaban a Mara con suspicacia, como si fuera una intrusa aparecida en ese mundillo de la sociedad capitalina. Era evidente que las incomodaba su belleza y juventud, su brillante cabello negro y espeso, su risa de dientes relucientes, sus vestidos de largos escotes con la espalda al aire, y su cuerpo firme y de curvas irresistibles, como si se tratara de una rival fuera de concurso.

Sin embargo, si Sebastián parecía un hombre nuevo, lo mismo se podía decir de Mara. Durante una mañana soleada y de cielos azules, mientras los dos caminaban abrazados por la cintura en el mercado de las pulgas de Usaquén, curioseando entre los puestos y deteniéndose a inspeccionar los objetos de segunda mano —un espejo de tocador con el mango de peltre, una caja de fósiles viejos traídos desde Villa de Leyva, un juego de bastones con los pomos bruñidos de plata, un sable oxidado de los tiempos de la Independencia, y unos prismáticos de nácar para ir a la ópera—, la mujer le confesó al empresario que hacía mucho que ella no salía en serio con nadie, desde su prolongado divorcio, y sentía que ahora estaba gozando de una segunda oportunidad para ser feliz. Le gustaba festejar cada cosa que hacían juntos, mostrando un entusiasmo casi infantil por las compras e invitaciones que Sebastián le hacía, desde la taza de chocolate caliente con empanadas que saboreaban en un cafetín del centro a la hora de las onces, y las palomitas de maíz con gaseosa que compraban en la tienda del cine, hasta el collar de esmeraldas y oro precolombino adquirido en la más selecta sucursal de la Galería Cano. Al término de cada cena en un restaurante exclusivo, sin falta Mara le daba las gracias a Sebastián con un beso de cariño en los labios, y lo mismo cuando salían de un concierto de música clásica o una exposición de pintura, o cuando él la convidaba a tomarse un aperitivo en uno de los mejores bares de la ciudad, y lo abrazaba con actitud posesiva cuando había mujeres alrededor que en su opinión no eran más que unas víboras descaradas. Éste es mi hombre, decía en serio, y el otro se reía divertido, porque sabía que era inconcebible que él la fuera a engañar con otra.

No obstante, antes de asistir al primer evento con gente desconocida, Mara le pidió a Sebastián un favor, que era casi una condición para salir en público, y era no salir fotografiada en ningún medio social. «Ni siquiera en los que pertenecen o dependen de Alcásar», le suplicó. La mujer le tenía aversión a aparecer retratada en revistas o periódicos, pues decía que no era fotogénica y además había tenido una experiencia nefasta con esas fotos sociales. Cuando su mejor amiga se casó en una fiesta campestre en las afueras de Bogotá, Mara salió fotografiada en una revista ilustrada, rodeada de su círculo de amistades y al lado de un señor que se unió al grupo en el último momento. Esto ocurrió al cabo de la relación con su exesposo, y aunque Mara no conocía al señor de la foto ni recordaba haberlo visto en la boda, aun así los abogados de su marido utilizaron la publicación para aducir una infidelidad inventada —incluso sobornando al fulano de la imagen y a otros más para que entre varios respaldaran la versión de una relación adúltera—, y en la separación de bienes que al final se acordó en el divorcio, esa calumnia la perjudicó en exceso. Sebastián la comprendía, pues él siempre resaltaba las virtudes del anonimato y también era un celoso guardián de su vida privada, de modo que los dos evitaban a los reporteros de cualquier medio para no aparecer en las revistas de farándula o en las notas sociales de los diarios. Aquel hombre estaba dispuesto a hacer lo que fuera por complacer a la mujer, y lo único que deseaba era aprovechar su compañía y pasar la mayor cantidad de tiempo a su lado.

Por eso, al cabo de unas semanas, Sebastián articuló la propuesta que venía madurando en la cabeza. En realidad se le ocurrió por primera vez cuando se despidió de Mara frente al hotel Agua en Cartagena de Indias, y desde entonces él había cavilado en esa posibilidad como si fuera un sueño remoto.

—¿Qué tal si nos vamos de viaje? —dijo de pronto, saboreando una copa de coñac en la sala de su apartamento. Ahora Sebastián bebía más que antes, y gozaba esos sabores exquisitos, especialmente los vinos finos en las cenas y los pluscafés al término de la noche. Ellos acababan de hacer el amor y estaban abrazados en la oscuridad, tendidos sobre la gruesa alfombra frente a la chimenea, escuchando el crujir de los leños y viendo el resplandor del fuego latiendo contra los cuadros en las paredes y los vidrios de la sala. Habían tomado los cojines de un sofá cercano y los habían apilado contra la base de un sillón de cuero para apoyar la cabeza, y estaban compartiendo el licor con gusto, protegidos del frío por una suave manta de cachemir.

—¿Un viaje? —preguntó ella, bebiendo un sorbo de la copa redonda—. ¿De qué tipo?

—Placer. Descanso. No recuerdo haber tomado unas vacaciones en años y me gustaría pasear contigo.

—Pero… ¿adónde?

—Adonde quieras. Empecemos por Nueva York, y de ahí volamos a Europa. ¿Qué dices?

La mujer lo miró a los ojos, y luego contempló el fuego durante un minuto, observando la danza de las llamas a través de la pantalla de la chimenea. Se mordió el labio inferior.

—Estás loco —dijo con una sonrisa disimulada—. Loco de remate.

Sebastián se rió, complacido.

—Quizá —concedió—. Pero tú eres la culpable.

Mara le apretó la mano con cariño.

—¿Cuándo lo tenías pensado?

—Tan pronto puedas.

—Pero yo no tengo vacaciones ahora en la agencia.

—¿Podrías pedirlas?

—Bueno, no sé… Tal vez… Anticipadas, supongo.

—Hazlo. Vamos.

Mara pareció considerar la oferta, escrutando las brasas rojas en la chimenea. La madera tenía trozos húmedos, y en medio de la crepitación del fuego se oía el siseo del agua al evaporarse en los extremos de los leños.

—No conozco Estados Unidos —confesó en voz baja—. Ni Europa.

—Mejor —dijo él—. Con mayor razón debemos ir.

Ella volvió a sonreír. La parpadeante luz del fuego iluminaba su piel atezada y su largo cabello oscuro. Estaba desnuda, y se incorporó para sentarse con las piernas cruzadas, como para pensar en serio. Se estremeció de frío, de modo que buscó la camisa de Sebastián y se la puso encima, como parte de una piyama que le quedaba demasiado grande. Sus senos voluptuosos y de pezones morenos se agitaban levemente al hablar, apenas visibles tras la tela sin abotonar. ¿Por qué será, se preguntó Sebastián, que las mujeres se ven tan sensuales con una prenda que las tapa a medias, que sólo permite insinuar la desnudez? Incluso se ven más deseables así que cuando están completamente desnudas. Quizás es porque sin ropa desaparece del todo el misterio, caviló, mientras que la tela que oculta en parte la piel estimula la imaginación y despierta la fantasía. Como siempre, el hombre la contempló hechizado, y volvió a sentir el impulso de decirle todo lo que sentía por ella, pero se contuvo de nuevo. Todavía no, reflexionó. Todavía no.

La mujer seguía con la vista fija en el fuego, como si estuviera rumiando la propuesta.

—¿No te preocupa que demos un paso así de grande y de pronto? —preguntó—. Nos conocemos hace apenas unas semanas.

—En verdad, no —replicó Sebastián—. Lo he pensado mucho, y es lo que más quisiera hacer en este momento.

Mara bebió otro sorbo de coñac.

—Es muy tentador —admitió con una sonrisa.

—¿A ti te preocupa? —quiso saber el empresario.

—No, tampoco. Y eso es lo que más me extraña, Sebastián. Soy desconfiada por naturaleza, ya te lo he dicho, pero contigo me siento tranquila, como si estuviera a salvo y protegida. Justamente por eso no quisiera cometer un error, hacer algo que pueda poner en peligro lo que tenemos.

—Nada lo hará.

—¿Estás seguro?

—Seguro.

—¿No crees que te puedas aburrir de mí?

El otro soltó una risotada.

—Tengo absoluta certeza de que eso no sucederá nunca.

Mara volvió a beber de la copa, escrutando el fuego.

—Es muy tentador —repitió.

—No lo dudes —la animó Sebastián—. Dame unos días para organizar las cosas y nos vamos.

Ella lo examinó unos segundos y después se acercó para besarlo en la boca, largamente.

—Me parece delicioso —murmuró—. Pido permiso en la agencia y empacamos maletas.

Al día siguiente, sentado detrás del escritorio de madera en la silla de cuero de su oficina, mientras revisaba documentos y firmaba cartas y contratos, Sebastián se comunicó con Elvira a través del citófono y le pidió que ingresara al despacho con su libreta de anotaciones. Entonces le anunció que se iba a tomar unas semanas de descanso. Al comienzo su secretaria creyó que se trataba de una broma. Él se lo tuvo que repetir en serio para que ella captara que era verdad y que aquel hombre tan ocupado, que desde que lo conocía jamás se había tomado más de un día de reposo en el semestre, el mismo que sin excepción iba a la oficina todos los fines de semana e incluso los días festivos, al que nunca le había anunciado la llegada de una visita o notado la presencia de una acompañante, que casi nunca almorzaba con colegas y ni siquiera parecía tener amigos diferentes a su socio fallecido, el doctor Rafael Alcázar, ahora aquel caballero tan discreto y obsesivo con el trabajo deseaba hacer un viaje de tres semanas y en compañía de una mujer llamada Mara Ordóñez. Al final la secretaria anotó las instrucciones en su libreta y procedió a organizar el trayecto con la agencia de viajes que utilizaba la empresa, con boletos de avión en primera clase y hoteles de cinco estrellas reservados en varias ciudades, y logró que en pocos días Mara renovara sus documentos de viaje —pidiendo favores, acudiendo a ministros, consulesas, y utilizando todas las influencias disponibles—, y consiguió que las respectivas embajadas estamparan las visas en su pasaporte en un tiempo récord. Sobre eso no hay duda, meditó la fiel asistente de Sebastián Sarmiento, pues para eso sirven el dinero y las palancas. Porque aquellas gestiones que típicamente requieren meses, ella las pudo completar en sólo ocho días. Concluida esa parte del asunto, Sebastián telefoneó a Luis Antonio Salcedo y le informó que se iba de viaje. «Quedas al mando de Alcásar», le comentó. El vicepresidente lo felicitó por su decisión. Te lo mereces, hombre, le dijo. Aprovecha y descansa. No sabes cómo me alegro. Y le aseguró que él se haría cargo de la firma y que todo marcharía a la perfección durante su ausencia.

Esa semana Sebastián adelantó varios temas pendientes de la oficina, por fin coordinó un almuerzo con su amigo de la infancia, Roberto Mendoza, para cuando regresara del paseo, y se dedicó a dejar todo listo para viajar sin distracciones. Dos días más tarde, con su agenda despejada y libre de compromisos, habiendo delegado todo en su segundo y en su secretaria Elvira, Sebastián partió con Mara a Nueva York.

De aquel largo viaje, que él disfrutaría como pocos en su vida, lo que luego recordaría serían momentos aislados que quedarían tatuados en su memoria. Para Mara todo era nuevo, de modo que Sebastián planeó el recorrido para que ella conociera los lugares más famosos e imprescindibles. Llegaron a Nueva York en pleno invierno, y caminaron por la avenida Madison para admirar las vitrinas de los locales más exclusivos, y también para que Sebastián le comprara a Mara unas prendas apropiadas para la temporada, incluyendo botas altas de cuero y botines de gamuza, y una chaqueta abullonada de pluma de ganso en la tienda Moncler para usar en el día, más un abrigo largo y fino de Chanel para salir en las noches. Esa misma tarde ingresaron a Central Park mientras caía una nevada suave y silenciosa, oyendo el crujido de la blancura bajo sus pies, y Mara se aferró al brazo de Sebastián, tiritando del frío, pero dichosa de ver la nieve por primera vez en su vida. Al día siguiente asistieron a un musical de Broadway, y a la salida del teatro quedaron pasmados con las luces y el tamaño descomunal de las vallas publicitarias de Times Square. Visitaron los grandes museos de la ciudad, otearon a la gente patinando en la pista de hielo de Rockefeller Center, percibieron el olor de castañas en los braseros de las esquinas y comieron en los mejores restaurantes de Manhattan. Luego viajaron a París, donde por suerte no hacía tanto frío en esos días, de modo que pasearon por el boulevard Saint-Germain y disfrutaron un aperitivo en el café Les Deux Magots. Ajustaron un candado de enamorados en la barandilla del Pont des Arts, y tomaron bicicletas públicas para andar por toda la ciudad, pedaleando por los Campos Elíseos y los muelles del Sena, pasando sobre el puente Alejandro III con sus farolas antiguas, y hasta dieron vueltas debajo de la gigantesca estructura de hierro de la torre Eiffel. Una noche curiosearon por la Rue de la Huchette, y vieron a los comensales rompiendo platos contra el suelo en los restaurantes griegos, y lechones asados expuestos en las vitrinas con una manzana en la boca, mientras ellos saboreaban crêpes de azúcar y zumo de naranja, rociados con licor Grand Marnier. Les encantó el espectáculo del cabaret Moulin Rouge, y navegaron por el Sena mientras probaban ostras y foie gras en uno de los barcos panorámicos del Bateaux-Mouche. De ahí volaron a Venecia, y llegaron justo a tiempo para la última noche del carnaval. Los dos se disfrazaron con trajes que Mara propuso con picardía —ella de diabla y él de pagliaccio—, y salieron felices a recorrer las calles en penumbras, viendo arlequines y cortesanas, punchinellos y casanovas; los ricos atuendos elaborados con capas, plumas, sombreros y joyas. Al final, mientras oían la premiación del concurso de disfraces en la Plaza de San Marcos, y veían por encima de los tejados las detonaciones de los fuegos artificiales en el Gran Canal, los dos se subieron a una góndola con una botella de champaña y se alejaron por los canales helados y solitarios, escuchando el cacheteo del agua contra el verdín de las fachadas en ruinas de los palazzos, bebiendo de la botella y besándose bajo una manta en el repujado sillón de terciopelo, mientras el gondolero remaba por las aguas opacas cantando canciones de amor en italiano. A Mara le gustó más Roma, pues se emocionó de saber que estaba tan cerca del papa, y se le humedecieron los ojos al contemplar la Pietà de Miguel Ángel en la basílica de San Pedro. Sebastián, en cambio, prefirió Florencia, asombrado con el trabajo de ingeniería de Filippo Brunelleschi, que levantó la cúpula del Duomo sin la ayuda de andamios, y quedó maravillado con la fortaleza medieval del Palazzo Vecchio. Al cabo tomaron el vuelo de regreso a Nueva York, donde pasaron las dos noches finales antes de volver a Bogotá. Seguía nevando en esos días, pues era uno de los inviernos más severos de la década.

Era su última noche en la ciudad y estaban hospedados en el hotel Plaza Athénée, y antes de salir a cenar Sebastián hizo algo que creyó que no iba a hacer nunca: se quitó la alianza matrimonial. Ya es hora, se dijo con un hondo suspiro. Mara estaba en la ducha, y él percibía el chorro de la regadera y la voz de la mujer que cantaba una canción de amores burlados. El hombre contempló la sortija, pensativo pero resuelto; leyó la inscripción grabada en el interior —De Alana: siempre te amaré—, le dio un beso de despedida y la guardó en la caja fuerte de la habitación, junto con las joyas de ella y los pasaportes de ambos. Se terminaron de arreglar, ella con un sastre nuevo de color negro que había comprado en París —más el collar de esmeraldas y oro precolombino, que le arrancaba destellos verdes a sus ojos brillantes—, y él con un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata a rayas. A pesar de la nieve que no paraba de caer, los dos quisieron ir a pie al restaurante Harry Cipriani, pues no quedaba lejos del Plaza Athénée, y caminaron con abrigos, guantes y bufandas, abrazados y protegidos bajo un gran paraguas del hotel, admirando las vitrinas de las tiendas de la avenida Madison encendidas en la noche.

Al ingresar al restaurante, Mara quedó sorprendida con el ambiente. El lugar estaba lleno y reinaba una elegancia discreta, y había un rumor de meseros y de conversaciones animadas de los comensales. Una chica los saludó en italiano y les recibió las prendas mojadas de nieve, dejó el paraguas en la puerta al lado de otros que goteaban en el suelo, e introdujo las bufandas en las mangas y los guantes en los bolsillos de los abrigos para que no se fueran a extraviar; luego le entregó a Sebastián una ficha numerada y se llevó todo al guardarropa. Las mesas y las sillas del restaurante eran muy bajas, y el sitio olía a aceite de oliva y a pan horneado, y al cabo de unos minutos los sentaron en una de las mejores mesas del comedor, cerca del ventanal que daba a la Quinta Avenida. Con prudencia, Sebastián le señaló a Mara las celebridades que estaban presentes esa noche, y la tuvo que retener para que ella no se levantara de su puesto y le pidiera autógrafos a cada una. En la mesa vecina estaba el director de cine Woody Allen, sentado con su esposa y una pareja de amigos; en otra, el famoso escritor Tom Wolfe, vestido en su habitual traje blanco y una impecable camisa azul; también vieron a la presentadora de la televisión Barbara Walters y a la empresaria Martha Stewart, así como al actor Harrison Ford que cenaba con el director de El padrino, Francis Ford Coppola. Sebastián ordenó la comida, y para comenzar pidió un par de bellinis, el exquisito coctel de la casa con sabor a melocotón, y al hacer el brindis —«Por ti», dijo—, Mara lo empezó a corregir con una sonrisa, «Por mí no, por noso…», cuando reparó en su mano izquierda. Como Sebastián se había calzado los guantes en el cuarto del hotel antes de salir a la calle, ella no lo había notado hasta ese momento. Entonces advirtió la ausencia del anillo.

A la mujer se le salieron las lágrimas. Ella sabía lo que ese gesto significaba para él, y quería que Sebastián supiera lo mucho que lo valoraba. Más aún, ya que ésa era la última cena del viaje, quería aprovechar para darle las gracias. Gracias por todo, le dijo. Por aquel viaje tan maravilloso que habían hecho juntos, por esas semanas tan románticas que habían pasado en Europa, y por este acto tan grande de quitarte tu argolla de bodas. Estaban conversando cogidos de la mano, ella acariciándole el dedo que lucía la marca blanca de la huella de la sortija, cuando el mesero les sirvió la comida. Primero trajo el carpaccio alla Cipriani, y a continuación la pasta verde cocinada al horno y preparada con crema y trozos de prosciutto de Parma, y luego las chuletas de cordero con menta verde, acompañadas de espárragos tiernos y un delicioso puré de papas. Para beber, una magnífica botella de vino tinto Château Margaux. Y, de todas las cenas que disfrutaron en ese paseo, ésa fue una de las más especiales.

Regresaron caminando al hotel, dándose prisa porque el viento soplaba con fuerza y empezaba a nevar de nuevo. Dejaron el paraguas en la entrada y tomaron el ascensor en la planta baja e ingresaron a la habitación, besándose casi con desesperación tras cerrar la puerta, y se desnudaron camino a la alcoba, tenuemente iluminada, riendo y dejando un rastro de ropa tirada en el suelo. Sebastián recostó a Mara en la cama y la contempló en toda su desnudez. Hicieron el amor, cálidos y amparados bajo las cobijas de plumas, mientras afuera caía una silenciosa tempestad de nieve que iba cubriendo las aceras, los árboles y los autos estacionados en la calle con una gruesa y creciente colcha blanca. Y mientras Sebastián ingresaba una y otra vez con suavidad dentro de Mara, excitado y endurecido al máximo, besando la boca y gozando de la fragante humedad que él sentía entre sus piernas, el hombre le susurró con intensidad en el oído, en el segundo en que ambos alcanzaban su orgasmo inatajable, aquellas dos palabras que él pensó que jamás iba a volver a pronunciar en toda su vida: Te amo. Y ya no importa, se dijo, como si se hubiera quitado un peso de encima. Ya no importa lo que ella calle o conteste, porque es verdad, porque lo siento con cada átomo de mi ser y porque quiero que ella lo sepa. Aun así, no se imaginó el alcance de sus propias emociones al escuchar que Mara musitaba, todavía gimiendo, sudando y jadeando, apretada a su cuerpo con las piernas como tenazas y el corazón desbocado, repitiendo mientras le besaba la cara: Yo también, Sebastián. Yo también te amo.