27. Santa Mónica

La modesta parroquia de Santa Mónica, también conocida como la iglesia Santa María de los Ángeles, se encuentra en la carrera Séptima con la calle 79 de Bogotá, y a primera vista su presencia es desconcertante. A lo largo de la extensa y amplia avenida de la Séptima, con su ruido de bocinas y el tráfico congestionado a toda hora, más los edificios de cemento o ladrillo sin cubrir, altos y sucios por la polución vehicular, de pronto, en mitad de la cuadra, aparece esa mínima capilla blanca con su torrecita y su campanario de tres niveles, coronado de tejas azules como de pizarra, idéntica a una ermita de las fábulas infantiles. La fachada tiene forma triangular y hay un nicho alto en el medio, con una estatua en mármol de la Virgen y el Niño, y el estilo de la iglesia es francés, como si la hubieran descubierto y traído entera desde un pueblito de Normandía. El portal de piedra tiene una triple entrada en arco, que suelen adornar con arreglos de flores para celebrar bodas y bautizos, y justo detrás de la parroquia se extiende la calle 79b, conocida como la calle de los Anticuarios, punteada de pinos, cerezos, urapanes y eucaliptos. Esa calle tiene poco tráfico y goza de un aire peatonal, y luce estrecha e inclinada en una suave pendiente hasta llegar a la carrera Novena, y en ese lugar Sebastián Sarmiento fue secuestrado.

El hombre intuyó lo que estaba a punto de suceder. Esa tarde, después de compartir con Mara su proyecto de filantropía que él hacía con Jaime, la mujer tomó a Sebastián de la mano, emocionada por su relato, y lo llevó hasta su alcoba en el gran apartamento e hicieron el amor con una intensidad que incluso para ellos, que disfrutaban de una relación sexual apasionada, resultó excepcional. Después, mientras recuperaban el aliento y descansaban felices y satisfechos en la cama de colchas revueltas, ella comentó con una sonrisa que tenía hambre y él admitió que sentía lo mismo, de modo que decidieron salir a comer un bocado en un restaurante sabroso. Sin embargo, en vez de tomar el auto y meterse en el tráfico infernal de la ciudad, Sebastián propuso que aprovecharan la tarde tan bella y soleada y fueran caminando hasta algún sitio cercano. Entonces se ducharon juntos —besos largos entre caricias y pompas de jabón— y se vistieron para salir. Él se puso un blazer oscuro y una camisa azul marino de cuello abotonado, sin corbata, jeans y mocasines cómodos de cuero fino, y ella se cambió la falda corta por sus tejanos favoritos que había dejado colgados en el armario, cuando llevó unas pocas prendas y un estuche con cosméticos y cepillos y útiles de aseo personal, para no tener que ir hasta su apartamento en las mañanas cuando pasaba la noche con Sebastián. La mujer se retocó el maquillaje y se volvió a aplicar el pintalabios frente al espejo del baño, se arropó con la chaqueta y se calzó los botines de gamuza. Cuando estuvieron listos bajaron por el viejo ascensor a la primera planta de aquel conjunto llamado Residencias El Nogal —cinco torres de nueve pisos cada una, construidas en 1948, y desde el aire su diseño se parece a la cara del cinco de un dado de marfil—, y salieron alegres por la puerta negra de hierro forjado del patio de estacionamiento. Jaime andaba detrás de ellos, siguiéndolos a una distancia prudente, y caminaron unas cuadras por el costado occidental de la carrera Séptima, contemplando a su derecha los cerros verdes que se elevan y amurallan la capital, hasta llegar a la calle 79. Ahí pensaban doblar a la izquierda para rodear la parroquia de Santa Mónica y bajar por la discreta vía asfaltada, entrando a curiosear en los anticuarios más conocidos del vecindario, para luego cenar en uno de los dos locales que se encuentran en el cruce de la calle con la carrera Novena: el restaurante italiano Il Tinello o el asador de carnes La Bifería.

Caminaron despacio y abrazados por la cintura, disfrutando la brisa y la tarde, sin escuchar los pasos de Jaime que los seguía de cerca, respetuoso y alerta, portando como siempre la pistola Beretta de 9 milímetros, reluciente y niquelada, metida en la sobaquera de cuero y oculta bajo su chaquetón de paño azul oscuro. La pareja avanzaba sin prisa por la acera agrietada, hablando en más detalle del proyecto de filantropía de Sebastián, y al descender los siete escalones de la carrera Séptima a los predios de la parroquia, comprobaron que faltaba poco para el inicio del ocaso. Más aún, estaba a punto de comenzar la última misa del día, y unos cuantos feligreses ingresaban por aquel portal abovedado que recuerda el hogar de un hobbit de Tolkien. Sólo había una patrulla de vigilancia y un par de autos estacionados en la mínima zona de parqueo frente a la capilla, y un celador uniformado que cuidaba los carros estaba apoyado contra el muro de ladrillo que bordea la avenida, conversando con los dos policías de la patrulla. En ese momento Mara se detuvo frente a la fachada blanca del templo, dándole la espalda a la carrera Séptima, y alzó la vista para observar el nicho con la figura color crema de la Virgen y el Niño. Pensativa, comentó que nunca había entrado en esa iglesia. Sebastián se mostró sorprendido. ¿De veras?, preguntó. Es una de las más pequeñas y hermosas de la ciudad. Ven te muestro. Así que ingresaron a la parroquia para que Mara la conociera.

Entraron por el arco central del portón de piedra con la cúpula azul. Adentro, tras pasar la siguiente puerta de madera muy antigua, con molduras labradas en octágonos y cuadrifolios, y delicadas imágenes taraceadas de flores y hojas en el interior de cada figura, rodearon la celosía de madera verde y las bellas columnas doradas de estilo colonial, y de inmediato se sintieron a gusto en esa íntima capilla donde no cabían más de ochenta personas sentadas. A cada costado había un par de vitrales blancos dotados de un rombo en el centro, con escenas en colores del Nuevo Testamento, y pinturas de santos debajo y a lo largo de la pared, como san Alipio, san Sahagún, san Guillermo y San Lorenzo. Sonaba una preciosa música barroca procedente del coro, y el padre se estaba alistando para comenzar el servicio, ordenando los objetos de la liturgia sobre el altar e indicándole algo al monaguillo en voz baja. Mara y Sebastián aprovecharon esos instantes para recorrer la iglesia en silencio, y se fijaron, por un lado del transepto, en el confesionario con su cortina púrpura y el artesonado idéntico a la celosía de la entrada, y, por el otro lado, en el sarcófago de doña Margarita Caro de Holguín, fallecida en 1925, esposa del presidente de la República Carlos Holguín Mallarino y madre de la dama que construyó la parroquia en 1920, la artista Margarita Holguín y Caro. No se pensaban quedar a escuchar toda la misa, de modo que se sentaron solos en la última fila para no interrumpir el sermón al salir, y descansaron unos minutos antes de continuar con su paseo. Había pocos feligreses sentados en los bancos delanteros, y el padre hablaba en un tono suave y placentero. Los dos apreciaron la música y la calidez del ambiente acogedor, y repararon en el gran cuadro del fondo con la tierna escena del nacimiento del Niño Jesús. Permanecieron un rato escuchando las palabras del sacerdote, quien disertaba sobre la necesidad de la gratitud cotidiana, y, paulatinamente, sin darse cuenta, Sebastián se encontró interesado, prestando atención, y hasta se mostró de acuerdo con lo que aquél predicaba. «Aun en medio de los fuertes procesos», declaró el cura, «sé agradecido, porque el agradecimiento abrirá la puerta que traerá todas las bendiciones». Sebastián asintió levemente con la cabeza. En efecto, desde hacía un tiempo lo primero que hacía el ejecutivo al abrir los ojos cada mañana, solo o con Mara a su lado, era dar gracias por el hecho de estar vivo, porque él sabía lo cercano que había estado de tirarlo todo por la borda. Era sorprendente el vuelco que había dado su vida en tan corto tiempo, porque la última vez que Sebastián se había sentado en una iglesia, apenas unos meses atrás, había sido en la Catedral Primada de Bogotá, frente a la Plaza de Bolívar, cuando llegó a la terrible conclusión de que su existencia carecía de sentido. La culpa permanente, aquel lastre abrumador y mortificante de sentirse responsable de todas las desgracias que habían trazado las directrices de su vida, más la ausencia de su esposa y la pérdida de su socio y amigo de la infancia, junto con la falta durante años de calor humano en su diario vivir, se habían acumulado hasta alcanzar un punto crítico, acercándolo peligrosamente a tocar fondo. Pero ahora, en cambio, Sebastián se encontraba lleno de ilusiones y de gusto por la vida, optimista en cuanto al futuro, y todo gracias a esta mujer sentada a su lado, a quien amaba de todo corazón y con quien había visto estrellas al hacer el amor en su apartamento momentos antes, al igual que le sucedió después en la ducha mientras se bañaban y enjabonaban, y al igual que le sucedía cada vez que se besaban y acariciaban. Ya está, se dijo de pronto, como si acabara de ver las cosas por fin con claridad. Le voy a proponer que nos casemos. No sé cuándo lo haré, pero le voy a pedir la mano seguro, y, si me dice que sí, me gustaría celebrar la boda en un lugar como éste —miró a su alrededor, una ojeada valorativa al recinto—, ¿y por qué no?, quizás en esta misma capilla. Ahora que lo pienso, es lo que más he deseado desde que la conocí en Cartagena de Indias; una ceremonia sencilla, pequeña y privada. Y después un largo viaje de luna de miel. Nada menos que su mayor sueño hecho realidad.

Emocionado, Sebastián volvió la vista para observar a Mara de perfil. Se fijó en la hermosura de su rostro y en la espesura de su cabello. La mujer miraba al frente, pendiente de lo que decía el padre. Entonces él tomó plena conciencia de su propia condición: era un hombre sano y adinerado, exitoso y realizado desde el punto de vista profesional, y ante todo estaba enamorado como un chico. Se sintió realmente afortunado, y esbozó una sonrisa de intensa felicidad, agradecido con su suerte y aliviado de haber salido de aquel hueco oscuro que casi lo consume. Examinó el crucifijo colgado en la pared, como lo había hecho aquella noche remota en la Catedral Primada, y se preguntó si ese viraje milagroso era fruto de la casualidad, de la intervención divina o de las leyes inescrutables del destino. Se miró brevemente la mano izquierda, que ya ni siquiera lucía la huella blanca de su anillo de matrimonio, y se iba a pasar los dedos por la cicatriz de la barbilla, la cual se había ido reduciendo de tamaño con el paso de los años, pero en cambio prefirió apretarle cariñosamente la mano a Mara. Ella lo miró con afecto y le correspondió el gesto, apretando su mano también, y en seguida bostezó como una chiquilla y recostó la cabeza sobre su hombro. Al cabo de un rato, cuando el padre terminó la primera parte de la misa y después de la colecta —Sebastián, complacido, depositó varios billetes en la cesta de mimbre que alargó el monaguillo—, al final del Credo y de la Oración de los Fieles, cuando la gente comenzó a incorporarse y a ponerse en fila para hacer la Comunión, ella reiteró que tenía hambre y él movió la cabeza en señal afirmativa. De acuerdo, musitó. Vamos. Los dos se levantaron con discreción y se dirigieron a la salida.

Eran los únicos que se iban. Sin embargo, tan pronto se puso en pie y viró el cuerpo hacia la puerta, Sebastián presintió que algo no estaba bien. A través del labrado de la celosía —semejante a una cuadrícula de madera verde— y del portón abierto de la iglesia, que les permitía ver el espacio enlosado delante de la parroquia, la escena parecía por alguna razón incorrecta, como si hubiera un detalle fuera de lugar. Lo intuyó antes de ser consciente de ello. Se paró en seco, confundido, sin saber lo que él mismo había notado; de inmediato giró un poco la cabeza y por encima del hombro le susurró a Mara que por favor se quedara ahí, detrás de él, amparada en el interior de la capilla. Entonces recordó lo que Jaime le había dicho más de una vez: «El día en que usted salga de un sitio, don Sebastián, y no me vea ahí afuera, esperándolo, ese día preocúpese». Jaime, en efecto, no lo aguardaba en la puerta. Y desde que lo conocía eso no había pasado jamás.

El ejecutivo avanzó unos pasos con cautela y se detuvo antes de salir. Sintió a Mara que se aproximaba a sus espaldas, curiosa, y él lanzó la mano abierta hacia atrás para impedir que ella diera otro paso adelante. Se dio la vuelta y le ordenó en tono inapelable: «Quédate aquí. No salgas hasta que yo te avise». «Pero…», empezó la mujer. Sebastián se llevó el índice a la boca para demandar silencio. «Haz lo que te digo, te lo ruego». Ella lo miró extrañada, perpleja de que él le hablara de esa forma, y en ese momento sus ojos captaron que algo grave estaba pasando, porque se llenaron de temor. Asustada, asintió tímidamente con la cabeza y se quedó allí parada.

Sebastián se asomó a la salida de la parroquia, bajo la pequeña bóveda del portal de piedra, y miró al frente y a los costados, como si olisqueara el aire. Nada. Acababa de anochecer, y sólo veía los mismos dos autos particulares estacionados en la estrecha zona de parqueo frente al templo, mientras que la patrulla de la policía que habían visto al llegar había desaparecido. Se dio la vuelta para asegurarse de que Mara seguía sus instrucciones, y a través de la cuadrícula de la celosía vio que ella había ocupado de nuevo su lugar en el último banco de la nave, pero sentada de medio lado, girando el cuerpo para mirar hacia afuera y no perderlo de vista. La mujer tenía el rostro tenso del miedo. Los demás feligreses seguían ocupados en el rito de la Comunión, y los que ya habían recibido la hostia, en la boca o en la mano, regresaban cabizbajos a sus puestos. Sebastián extrajo el teléfono celular del bolsillo de la chaqueta y marcó el número de su asistente, pero éste no contestó. Qué extraño, se dijo. El hombre avanzó un poco más y salió del todo a la noche, parado sobre las losas gastadas del atrio, y escrutó la oscuridad en varias direcciones, tratando de descubrir a Jaime en la penumbra. Vio el tráfico que discurría intenso sobre la carrera Séptima, ahora con los postes del alumbrado público encendidos, y los faros delanteros de los autos y las luces traseras punteaban la noche de brillos blancos y rojos. Sonaban bocinas y los soplidos de los frenos de aire de un bus que se detenía junto al bordillo para recoger una fila de pasajeros. El celador uniformado que cuidaba los carros, que habían visto apoyado contra el muro bajo de ladrillo, no se veía por ningún lado. Y Jaime tampoco estaba presente. Iba a volver a sacar el celular del bolsillo, esta vez para llamar a las autoridades si el otro no respondía, cuando se contuvo con un suspiro de alivio. A lo mejor no será necesario, pensó. Porque los dos policías que había notado charlando con el celador, y que seguro pertenecían a la patrulla de vigilancia que se había marchado, parecieron salir de las sombras y caminaban hacia él. Ambos se acercaron con actitud solícita, como para asistir a ese caballero que tenía aspecto de necesitar alguna cosa.

—Buenas noches, señores agentes. Me alegra verlos. ¿Me pueden ayudar, por favor? No veo a…

Sebastián se calló de golpe porque uno de los policías se detuvo muy cerca de él, demasiado cerca, y le estaba apuntando al centro del torso con un arma. En la oscuridad el ejecutivo advirtió que no era una pistola reglamentaria y tenía atornillada a la boca del cañón un silenciador. Antes de poder balbucear una protesta o articular una pregunta habló el otro policía, y al virar el rostro Sebastián captó que aquél también iba armado y a su vez le apuntaba disimuladamente con su pistola, aunque ésta carecía de silenciador. Ambas eran Taurus PT92 brasileras, con munición blindada de 9 milímetros parabellum, y cualquiera que trabajara en los medios de comunicación de Colombia sabía que éstas eran enemigas de las fuerzas del orden, por ser capaces de perforar un chaleco antibalas.

—Venga con nosotros, señor Sarmiento. Tenemos a su asistente. Si grita o corre, lo matamos. Y después lo matamos a él. ¿Está claro?

Ambos policías eran grandes y fornidos, y Sebastián comprendió que, quien lo estuviera observando desde la iglesia, su mismo cuerpo de espaldas estaba bloqueando la vista de las armas. A todas luces debía parecer que estos agentes corruptos —¿o quizás eran delincuentes disfrazados de policías?— le estaban ayudando. Desarmado e impotente, no tuvo más remedio que asentir con la cabeza. Ante dos pistolas de ese calibre y sin espacio para huir, y con la vida de su asistente de por medio, no había manera de acudir a las artes marciales ni de llamar a un tercero. Atropelladamente pensó que lo más urgente era proteger a Mara —alejando a esos maleantes de la capilla— y averiguar en dónde estaba Jaime y saber qué le habían hecho. Por lo tanto, de momento sólo quedaba obedecer.

—Vamos —ordenó el agente—. Aquí cerca. Y no alce las manos.

Ese mismo policía tomó la delantera, dejando a Sebastián en el medio. El otro, que portaba la pistola con el silenciador, lo seguía muy de cerca y en forma encubierta lo empujó un par de veces por la espalda con la punta del arma. Nadie que los viera, desde la iglesia o desde la avenida, pensaría que sucedía algo irregular. Bajaron por el costado derecho del templo, bordeando el cerco de arbustos que le llegan a un adulto a la rodilla, y observaron los vitrales blancos que brillaban iluminados desde el interior por las luces de la capilla. Sebastián acató las órdenes que sonaban como gruñidos, preocupado por Jaime y decidido a alejar a los agentes de la puerta de la iglesia y de Mara, quien seguro seguía sentada en el último banco, aliviada al ver que su hombre había encontrado a esos dos policías y que éstos, por lo visto, le estaban colaborando. En ese momento él sintió el primer asalto del miedo, pero lo trató de controlar para que los otros no lo advirtieran.

Los tres avanzaron en fila, bajando por la calle angosta y asfaltada, pobremente iluminada por la escasez de farolas de luz, y a Sebastián le llamó la atención que no hubiera nadie más a la redonda. Aunque ya todos los anticuarios de la cuadra estaban cerrados debido a la hora, por lo general siempre había unos pocos transeúntes que subían por esa calle solitaria hacia la Séptima o bajaban de ésta. Pero ahora no veía a quién acudir para hacer un discreto gesto de auxilio. Hacía frío, y casi todas las casas de las inmediaciones, de dos o tres plantas, tenían las ventanas negras y apagadas. Sebastián sabía que el terreno de la parroquia tiene forma de corazón, y que la calle 79b le da la vuelta completa al predio, como una isla rodeada por un río de asfalto, y ambas vías convergen en la parte de atrás del templo, donde hay un pequeño jardín infantil cercado por la valla de arbustos. Parecía que se dirigían ahí. Caminaron un poco más y, en efecto, al llegar al jardín con columpios y bancas y santos chicos en yeso, el ejecutivo vislumbró la misma patrulla de antes, estacionada en diagonal, con otros tres policías apenas visibles bajo las sombras de los árboles. Estaban esperándolos y tenían armas automáticas cortas en ristre. Veinte metros más abajo había una segunda patrulla atravesada en la calle, bloqueando el acceso e impidiendo el tránsito de cualquier peatón interesado en subir a la carrera Séptima. En ese momento Sebastián supuso que tendría que haber otro agente posicionado allá arriba en la avenida, aunque él no lo había visto, encargado de desviar y prohibir el paso del público. Se trataba, sin la menor duda, de un operativo profesional y bien organizado, y estos fulanos claramente no eran unos meros hampones o delincuentes comunes, pues si le conocían el nombre eso descartaba la posibilidad de un simple atraco. Al aproximarse a la primera patrulla, poco menos que en tinieblas por la luz de la farola que escasamente penetraba las ramas de los cerezos, Sebastián vio que ésta tenía las puertas abiertas hacia el jardín infantil, y en seguida descubrió a Jaime. Estaba de rodillas en la grama del jardín, con las manos puestas sobre la cabeza, y temblaba de manera inocultable. Inició el impulso de acercarse para socorrerlo, pero el policía que estaba detrás lo sujetó con fuerza del hombro y le presionó amenazante la boca del silenciador contra la espalda. «Quieto», murmuró. A continuación otro agente lo cacheó con rudeza y lo despojó de su reloj, billetera y teléfono celular, e introdujo este último en una pequeña bolsa de plástico que también contenía el celular de Jaime; los dejó caer al suelo, los aplastó varias veces con el talón de su bota y arrojó la bolsa con el amasijo de fragmentos al interior de la patrulla. Claro, pensó el ejecutivo, así eliminan cualquier rastreo electrónico y tampoco quedarán pruebas ni restos en la vía. El vehículo bloqueaba la vista de quien tratara de ver la escena mirando hacia arriba, desde la calle inclinada, y, debido a la penumbra, Sebastián no podía distinguir bien las facciones de su hombre de confianza, pero creyó notar que tenía una herida sobre el ojo derecho y que le sangraban las comisuras de los labios. También, percibió, se le escurrían las lágrimas por las mejillas, y lo conocía lo suficiente para saber que aquéllas eran lágrimas de rabia. Tenía el chaquetón azul desgarrado desde el hombro, y la camisa blanca sucia y rasgada, prueba de un violento forcejeo. ¿Qué había pasado?, se preguntó Sebastián, la cabeza hecha una colmena. ¿Lo habían sorprendido con los uniformes de agentes del orden, como le había pasado a él, reteniéndolo antes de poder sacar la Beretta? Quizás, aunque era evidente que Jaime no se había quedado cruzado de brazos. Se sintió orgulloso de su asistente y admiró su coraje y lealtad, pero le alarmó verlo en una posición tan indefensa.

—Canallas —escupió Sebastián—. ¿Qué le hicieron? ¿Qué quieren?

Uno de los policías amartilló el arma y apuntó a la sien del ejecutivo para callarlo.

—Lo siento, don Sebastián —murmuró Jaime, adolorido—. Creí…

—¡Silencio! —ordenó otro de los policías, y por el tono parecía ser el jefe de todos. Hizo un gesto con la boca a uno de los agentes, señalando a Jaime, y luego se dirigió a Sebastián, apuntándole con su arma automática, una ametralladora Mini Uzi de fabricación israelí—. Usted va a venir con nosotros, señor Sarmiento —le habló en una voz áspera y seria—. Y esto es lo que va a pasar si opone resistencia.

El policía armado con la Taurus y el silenciador dio un paso al frente, abriéndose de piernas, y bajó y estiró el brazo, presionando el arma con violencia contra la frente de Jaime. El asistente crispó el rostro, pero aun así abrió los ojos para mirar a su jefe y le dijo: «Fue un honor, don Sebastián». El policía que empuñaba el arma también miró a Sebastián de soslayo, sonrió con malicia y apretó el gatillo. Sonó como el soplido de una cerbatana y la cabeza de Jaime explotó como una fruta al tiempo que se desplomó al suelo. Sebastián quedó congelado del horror, sin dar crédito a lo que acababa de suceder, iracundo ante la muerte de la persona en la que más confiaba en el mundo, y sin pensar en lo que hacía se lanzó dando gritos contra el asesino, ciego de cólera. Los demás lo sujetaron en el acto, apuntándole con las armas e inmovilizándolo por completo, y lo metieron a golpes y empujones dentro de la patrulla. De inmediato dos policías ocuparon los puestos de adelante y otros dos los de atrás, con Sebastián en el medio, forcejeando, y ellos agarrándolo con dureza de los brazos y sin dejar de apuntarle con sus pistolas a la cabeza y al vientre. Oyó que el quinto agente abría la portezuela del baúl y metía sin cuidado el cuerpo de Jaime como si fuera un bulto de papas, y sin vacilar salió corriendo para subirse a la otra patrulla que se hallaba calle abajo.

El que estaba en la silla de adelante era el mismo que había dado la orden de matar a Jaime, y se dio la vuelta para hablarle directamente al ejecutivo; extrajo una pistola niquelada y se la puso bajo la barbilla, alzándole la cara con brusquedad para que Sebastián lo mirara a los ojos.

—Ya vio que esto no es en broma, señor Sarmiento. Usted no va a decir una palabra, y si llega a poner problemas, lo matamos. ¿Entendió?

Sin quitarle los ojos de encima, resollando como un toro por la furia y la refriega, mirándolo con un desprecio que no había sentido jamás por otro ser humano, Sebastián se limitó a decir:

—¡Ustedes van a pagar por esto!

—El que va a pagar es usted, señor Sarmiento, y mucho.

El jefe hizo otro gesto con la boca a uno de los policías que estaban al lado de Sebastián, y éste le tapó la cabeza con un capuchón de tela gruesa.

La patrulla arrancó, y Sebastián sintió a los tres o cuatro segundos cuando se detuvo delante de la otra patrulla, que seguía atravesada en la vía. Escuchó que aquélla retrocedía para dejarlos pasar, y después procedió a seguirlos. Enceguecido por la capucha, advirtió cuando disminuían la marcha al llegar a la carrera Novena, pero se abrieron paso entre el tráfico pesado de la noche, sólo tocando la bocina un par de veces pero sin activar la sirena —seguro para no llamar la atención—, y doblaron a la derecha y continuaron en caravana por esa avenida, mientras Sebastián no lograba impedir que se le escurrieran las lágrimas del dolor y la rabia y la tristeza por la muerte de Jaime, quien había sido, junto con el conductor Alfonso de su infancia, la persona más leal que él había conocido en toda su vida. No podía ser que tantos años de servicio impecable, de atención discreta y atenta, y de ayuda invaluable en cada aspecto de su vida diaria, especialmente en relación con su proyecto de filantropía; una persona todavía joven, de una calidad humana ejemplar y un brillante porvenir, todo eso había sido borrado por un dedo y un gatillo. Sintió un odio visceral y una furia incontrolable, repugnancia al recordar la cara crispada de su hombre de confianza explotando como una sandía reventada de un martillazo, y un aborrecimiento por sus captores tan intenso cual si tuviera lava viva corriendo por sus venas. ¡Lo mataron!, lloraba y se repetía en voz baja, negando con la cabeza y todavía sin poderlo creer. Asesinos hijos de puta, gemía. ¡Lo mataron! Unos minutos después, mientras la patrulla avanzaba por las calles del barrio La Cabrera, esquivando y sorteando el tráfico nocturno, y Sebastián inhalaba el sofocante olor corporal de los cuatro hombres que lo rodeaban, a la vez se trató de serenar, respirando hondo por la boca, porque la situación, por espantosa y violenta e infame que fuera, requería cabeza fría. Había que averiguar quiénes eran estos criminales; si eran policías verdaderos y comprados o profesionales disfrazados, porque de eso dependía todo. Era imprescindible dilucidar motivaciones y objetivos, capacidad de negociación, grado de influencia propia y de ellos. La única manera de salir de ésta, se dijo, probablemente es pactando, porque escapárseles a estos tipos armados hasta los dientes sólo sería posible mediante un descuido monumental de su parte, y estos cabrones no tenían trazas de cometer descuidos de esa naturaleza. Tenía que pensar, razonar, tratar de poner en orden su mente que daba vueltas, y estaba abrumado de dudas y preguntas y reviviendo, una y otra vez, la escena atroz de la muerte de Jaime —sus palabras finales, su cráneo explotando del balazo amordazado por el silenciador—, cuando se acordó de Mara. Evocó la última imagen que tenía de ella: tensa del miedo, el cuerpo girado a medias y con las manos aferradas al respaldo del banco, tratando de verlo a través de la celosía de madera. De momento sólo había eso de bueno, pensó con alivio: que por lo visto no la habían tocado ni se habían metido con ella. Gracias a que él alejó a esos bastardos de la iglesia, al menos Mara estaba a salvo. Y en medio de su congoja y de su terror se repitió esa frase para tratar de darse fuerzas: Mara, por ahora, estaba a salvo. Y eso era lo único que importaba.