29. La Piedra de la Verdad

La carretera que ascendía por la montaña tenía muchas curvas. Pronto Sebastián sintió un mareo nauseabundo, y después que sus tímpanos se taponaban. Procuró tragar en busca de alivio, pero la falta de saliva en la boca se lo dificultó. Ninguno de los cuatro maleantes hablaba en el interior del vehículo, y en el silencio sólo se oían las comunicaciones de la Policía a través de la radio portátil.

—Nadie ha denunciado su secuestro todavía, señor Sarmiento —de repente oyó la voz del Filo, burlón—. Se tardan. ¿Será que nadie lo extraña?

Sebastián no le prestó atención a la insolencia. Necesitaba información sobre sus captores para tener claridad acerca de su situación, de modo que aprovechó que el otro había hablado para tratar de extraer la mayor cantidad de datos posibles.

—Lo que no entiendo es lo de las patrullas —afirmó a través de la gruesa tela de la capucha.

—Cáyese, pedazo de hijueputa —ordenó Calaña.

—Déjelo —dijo el Filo—. Podemos hablar un poco para pasar el rato. ¿Qué pasa con las patrullas?

—Tampoco han denunciado su robo todavía.

—Muy simple —replicó el jefe—. No fueron tomadas en servicio activo. De ser así advertirían su ausencia en seguida y las podrían localizar fácilmente. Toda patrulla tiene un mecanismo de rastreo, pero las que utilizamos nosotros fueron sacadas de los sótanos y garajes de la Policía mientras les hacían reparaciones, y les desactivamos el GPS y las antenas de localización. Después les cambiamos las placas y les tintamos los vidrios traseros, apenas una ligera capa de pintura marrón, para evitar que algún sapo meta las narices en lo que no le importa. Van a tardar días en darse cuenta de que les hacen falta. Tenemos infiltrados dentro de la institución que escogen los autos, borran registros y nos consiguen chapas y carnés de identidad, y también disponemos de amigos en varias entidades del Estado, desde la Registraduría Nacional hasta la Cancillería… Le sorprendería saber todo lo que hemos averiguado sobre ustedes, los ricos del país.

—¿Y qué hacen con las patrullas?

—Lo que usted vio, señor Sarmiento. Las limpiamos a fondo y luego las quemamos, no lejos del garaje donde estábamos. Si las encuentran, cosa que dudo, no hay forma de que nos vinculen a ellas. En cualquier caso, lo bueno es que las patrullas sirven para ocultarse a la vista de todos. Nadie se mete con uno, como usted lo pudo comprobar, y no es esa chambonada de primíparos que secuestran y después buscan a ver cómo se escapan con la presa, corriendo como locos por toda la ciudad, antes de que los cojan. Como ve, nadie nos está persiguiendo y de momento nadie lo está buscando, señor Sarmiento. Ya se lo dije: somos profesionales, y es mejor que lo entienda desde ahora para que se sintonice y sepa a qué atenerse.

—¿Oyó, pedazo de hijueputa? —Sebastián escuchó la voz de Calaña, que habló fuerte para que todos lo oyeran—. Nadie lo está buscando.

El hombre soltó una risotada y los otros tres lo secundaron.

Sebastián asimiló aquello en silencio, asintiendo apenas con la cabeza, porque eso confirmaba sus sospechas iniciales: ésta era una banda bien preparada y adiestrada, y no estaba compuesta por novatos o aprendices en la materia, ni eran románticos idealistas posibles de disuadir ni simples bandidos fáciles de sobornar. Eran delincuentes fríos y despiadados, probablemente desprovistos de una ideología o motivación política, y por eso mismo más peligrosos que cualquier grupo insurgente de extrema derecha o extrema izquierda. Estaban dispuestos a secuestrar y asesinar sin preguntas o reparos, sin titubeos ni temor a la justicia o a las autoridades, y sin nada que perder y con todas las de ganar. Porque cuando no se tiene nada, todo es ganancia. Además, lo máximo que ellos podrían perder era la vida, razonó el cautivo, y por más señas violentamente, pero para el bajo mundo de la delincuencia colombiana, cuyos miembros nacían en la pobreza más abyecta y en la violencia más atroz, esa forma de morir era lo único seguro que tenían escrito en la palma de la mano desde su fecha de nacimiento. Todo lo demás estaba sujeto al azar. Una muerte tan predecible, y por lo mismo tan natural, como cualquier otra. Sebastián se erizó hasta la médula de los huesos, porque intuyó en manos de quién había caído, el desenlace final de meses de estudio y preparación de parte de esta cuadrilla de malhechores, pero también de una suma aparentemente inofensiva de hechos casuales: el deseo de cenar en un lugar sabroso, la decisión de caminar en la calle durante una tarde soleada, y las ganas imprevistas de visitar la parroquia de Santa Mónica en la carrera Séptima de Bogotá. Nada más.

Siguieron subiendo un buen trecho por la montaña.

—Estamos llegando —anunció el Filo al cabo.

Sebastián sintió cuando de pronto la camioneta viró a la derecha y se salió de la carretera asfaltada para tomar un camino secundario de tierra. Se sentían los baches y el cascajo bajo las ruedas, ruido de charcos apartados y choques de ramas contra el parabrisas y el techo metálico. El vehículo derrapaba en el lodo y avanzaba entre brincos y bandazos, el motor acelerando y rugiendo al trepar la cuesta, dando curvas apretadas, y a los veinte minutos se niveló como si hubiera coronado la cima. Frenó con un súbito patinar de neumáticos. Lo sacaron a la fuerza del asiento de atrás y entre dos lo llevaron de los brazos casi a rastras, el hombre chocando con piedras y arbustos y plantas de monte, ciego por la capucha. Hacía mucho frío, y olía a páramo y a lluvia reciente. Escuchó un remoto retumbo de truenos, y lo forzaron a escalar un terreno duro y rocoso, de superficie resbalosa. Sin poder ver nada por la gruesa tela que le cubría la cabeza, resbaló y tropezó varias veces, y, para no irse de bruces, se tuvo que agachar y andar un tramo a cuatro patas, tanteando y lastimándose las manos y las rodillas en el suelo escabroso, punteado de aristas. Finalmente pararon y los dos hombres lo irguieron, sujetándolo de los brazos y las axilas, y Sebastián sintió un viento fuerte y helado que silbaba en sus oídos y le golpeaba el cuerpo, sacudiéndole la ropa. Oyó que alguien se aproximaba a sus espaldas, los pasos irregulares de una persona coja, y de un tirón le arrancaron la capucha de la cabeza. Casi grita del pavor. Lo habían parado en el filo mismo de un barranco sin fondo, asomado al vacío, y tendida a sus pies y a lo lejos se divisaba la gigantesca ciudad de Bogotá, con todas sus luces encendidas y las largas avenidas claramente marcadas en la noche. A su lado derecho sobresalía una roca enorme, cubierta de líquenes y brotes de maleza, y a su izquierda crecía un puñado de eucaliptos altos y delgados, las raíces visibles y salidas de la tierra, colgando sobre el barranco. El borde terroso se desmoronaba bajo sus zapatos, piedras y guijarros rodando abajo en la oscuridad, y los brazos fuertes que lo sujetaban impedían que él diera un paso atrás. Parecía que lo iban a arrojar al abismo y Sebastián forcejeó enloquecido, dando gritos, los ojos desorbitados del pánico.

Además del par de secuestradores que le aferraban los brazos con dureza, otros dos hombres estaban cerca y pendientes, y los demás miembros de la banda hacían vigilancia un poco más abajo, con las armas en ristre, parados en torno a las camionetas. La escena la iluminaban los faros de las dos Pathfinder, estacionadas con los motores prendidos y las luces altas apuntando hacia el peñasco. Entonces el Filo se acercó al ejecutivo, que seguía con los ojos grandes del terror, tratando desesperado de retroceder del borde del precipicio; el jefe llevaba en la mano derecha la Beretta niquelada de Jaime y puso el arma encima de la cabeza de Sebastián, presionándole el cañón contra el cuero cabelludo, rayándole la piel y haciéndolo sangrar, tratando de obligarlo a agacharse, a hincarse sobre el labio mismo del barranco. Sebastián se resistió, negándose a postrarse de rodillas, así que el Filo hizo una señal con la boca y uno de los hombres que estaban a su espalda le pegó un par de puñetazos en los riñones, golpes recios y exactos para doblegarlo, y lo forzaron a inclinarse. De rodillas ante el tenebroso abismo, Sebastián alzó el rostro, babeando de rabia y de miedo, y empezó a maldecir y a lanzar insultos. Se retorcía con fuerza, tratando de zafarse, frenético. Entonces el jefe se metió la pistola al cinto, lo agarró del cuello de la camisa y le abofeteó la cara, varias veces, para ablandarlo. Cada golpe sonaba como una rama seca al partirse.

—¿Ha oído hablar de este lugar, señor Sarmiento? —el Filo jadeó a la vez que se enderezaba y se estiraba el cabello liso y brillante hacia atrás con las manos. Señaló la roca enorme con otro gesto de la boca—. Es famoso en nuestro medio. Le decimos la Piedra de la Verdad, porque esta roca inmensa está al pie de este barranco que está bien escondido, y aquí los colegas traen a sus reos para que canten. Y todos, oígame bien, absolutamente todos terminan cantando como artistas, desde ópera hasta boleros. Los que negaban ser subversivos lo acaban por admitir, y los traidores delatan a sus cómplices, y las mujeres que engañaban a sus maridos al final lo confiesan todo, dando alaridos y rogando de rodillas que las perdonen. En cambio, a los pocos que no cantan la verdad, a los que no cuentan lo que se espera de ellos o no les creen lo que dicen, los arrojan al fondo de este precipicio, que está lleno de cadáveres. Por eso a veces este lugar apesta y el hedor hace difícil el trabajo. Y es lo que le vamos a hacer a usted si no colabora.

Lo empujaron más hacia adelante para que Sebastián sintiera en las tripas el vértigo del vacío. Sus rodillas resbalaban en la orilla de tierra, desmoronando el borde del abismo, y mientras procuraba recuperar suelo firme, patinando y trastabillando enloquecido, en una fracción de segundo y en medio del pánico y la impotencia y la rabia, más el dolor en los riñones por los dos puñetazos y el ardor en el rostro por las cachetadas del Filo, sintiendo el viento bramar en sus oídos y el hilo de sangre que goteaba de su cuero cabelludo por la presión de la pistola, de improviso el ejecutivo vislumbró que no lo podían matar. Al menos no todavía. Este secuestro, alcanzó a pensar confusa y rápidamente, no tenía una motivación política ni era para enviarle un mensaje al Gobierno, como había hecho el cartel de Medellín en repetidas ocasiones, secuestrando a periodistas de renombre o asesinando a personas de fama nacional para ablandar a la opinión pública o forzar un acuerdo con el Estado, especialmente en torno al tema de la extradición. Era por dinero —«Usted va a pagar, y mucho», le había dicho dos veces el jefe de estos malandrines—, y si lo mataban antes de tiempo ellos se quedarían sin nada. «Hemos hecho una considerable inversión en este negocio», también recordó las palabras del Filo en el garaje, «y esperamos cosechar buenas utilidades». De manera que había que resistir como fuera, pero él no sabía hasta dónde podría aguantar ni cuáles eran sus propios límites. Aunque, por lo visto, estaba a punto de averiguarlo.

—¡Está bien! ¡Está bien! —exclamó con dificultad, adolorido, catando la sangre que corría por las comisuras de los labios y tratando de alzar las manos para que no lo golpearan más—. ¿Qué es lo que quieren?

—Se lo voy a decir sin rodeos, señor Sarmiento, y bien cristalino para que no tengamos malentendidos. Usted nos va a transferir a la cuenta que le digamos la totalidad de su fortuna, y si no lo hace lo matamos. Es así de simple. ¿Le quedó claro?

Sebastián lo miró a los ojos, estupefacto por la demanda, pero no tuvo tiempo de procesar la información porque lo volvieron a golpear, dándole puños, codazos y rodillazos, y agarrándolo del cabello y de la mandíbula, forzándole la cabeza a mirar hacia abajo, hacia el tenebroso abismo de sombras. Le estiraron los codos hacia atrás y uno de los hombres le plantó el pie en la parte superior de la espalda, presionando con fuerza, inclinándolo hacia adelante en una postura desgarradora, obligándolo a asomarse todavía más sobre el vacío. El viento helado soplaba y aullaba en su cara. No tuvo otra opción que asentir con la cabeza, extenuado y resignado.

El Filo hizo un gesto de basta con la mano y lo soltaron de los brazos. Lo dejaron derrumbarse sobre el polvo. Le dolían intensamente los músculos de los hombros. El jefe les sonrió a sus hombres, complacido.

—¿Ya ven, mis parches? Éste es un tipo inteligente —señaló con la mano abierta al hombre humillado y tendido a sus pies, mientras el colmillo de oro destellaba a la luz de los faros de las camionetas—. Y no nos va a poner problemas. Sabe que se puede ahorrar mucho dolor y mucha molestia, y además sabe que todo ese sufrimiento sería para nada, porque tarde o temprano tendrá que darnos lo que queremos. Es la única manera de salir con vida de esto. ¿No es cierto, señor Sarmiento?

Sebastián volvió a mover la cabeza afirmativamente.

—Sí, sí… está bien —repitió el ejecutivo con las manos en alto, tosiendo y escupiendo sangre mientras veía el fondo negro del precipicio y, a lo lejos, la resplandeciente ciudad de Bogotá. Pensó, atolondrado, que en una de esas luces se hallaba Mara, y la extrañó con toda su alma. Sentía el viento soplando contra su rostro maltratado y escuchaba el rugido en los oídos. Tosió de nuevo y se pasó el dorso de la mano por la boca para limpiarse la sangre—. Les ofrezco un millón de dólares —declaró de pronto—, y si no les gusta, mátenme.

El Filo dejó de sonreír, parpadeó y lo miró por un segundo, dudoso, como si creyera no haber oído bien. La cicatriz de la frente se pareció contraer de la rabia.

—¿Qué dice? —bramó iracundo, levantándolo de las solapas del blazer y poniéndole la Beretta bajo la mandíbula con fiereza—. ¿Un millón de dólares? —le volvió a hincar la boca de la pistola en la piel, haciéndole daño, y después se la apoyó con saña en la sien—. ¿Acaso cree que no sabemos usted cuánto vale? ¿Que tiene muchísimo más? —susurró feroz, los ojos chispeantes de furia—. ¿Acaso me cree un imbécil? ¿O piensa que este secuestro es algo improvisado, que no hemos hecho la tarea?

Y mientras los otros dos lo volvían a sujetar de los brazos, el Filo le entregó la pistola a uno de sus hombres, se quitó la chaqueta de cuero para que no le estorbara, y lo golpeó con sevicia. Le dio bofetadas durísimas en la cara, le pegó manotazos en los oídos —sus tímpanos parecieron estallar— y le asestó puñetazos en la boca del estómago que lo dejaron tendido sobre la áspera superficie de la tierra, boqueando sin aire. Sebastián sintió sobrevenir una arcada y vomitó dolorosamente.

Es cuestión de aguantar hasta donde más pueda, se dijo el ejecutivo, tosiendo ahogado. Aturdido y tumbado sobre el polvo y las piedras, sangrando y con la cabeza dándole vueltas, se forzó a pensar en medio del dolor que lo enceguecía. Esto es una negociación, y me va la vida en ello. Y si hace unos meses tenía mis dudas ahora no tengo ninguna: quiero vivir, quiero volver a ver a Mara, tenerla entre mis brazos, besarle esa boca de labios gruesos, y la quiero volver a ver recién bañada, como la vi esta tarde en mi apartamento, sentada en el borde de la cama en ropa interior, con sólo una toalla alrededor de la cabeza como un turbante, más sensual que nunca. Así que me toca aguantar como sea y soportar lo que sea, si quiero sobrevivir a esta pesadilla. Necesito tiempo, tiempo para pensar y para negociar, porque ya les vi las caras a todos estos cabrones y ninguno tiene aspecto de gustarle los cabos sueltos. Sin duda, tan pronto les dé lo que quieren de mí, me van a matar.

—Le explico, señor Sarmiento —el Filo procuró hablar con calma, agachándose con cierta torpeza por la prótesis hasta ponerse de cuclillas al lado de Sebastián, estirando hacia atrás sus mechones grasientos y chasqueando los dedos un par de veces para que el rehén enfocara la atención—. Un secuestro es una experiencia traumática para cualquiera, y he visto demasiados para no saber que nadie se escapa de eso. Pero existen dos tipos de traumas en la vida, señor empresario, y créame que sé lo que le digo: el que se supera y el que no se supera nunca. Y esta noche le voy a ofrecer una oportunidad, que usted escoja entre un trauma que eventualmente podrá superar, con terapias y ayudas y doctores y todas esas cosas que usan ustedes los ricos, y un trauma que, por más que bregue y por más que rece y por más plata que le gaste, no podrá superar jamás. Su vida ahora está en mis manos, entiéndalo de una vez, y basta una decisión mía en este momento para que usted tenga un tipo de trauma u otro. Así que usted verá, señor Sarmiento. Escoja. Pero ojo: le ofrezco esta oportunidad una sola vez, se lo prometo, y si escoge mal tendrá que atenerse a las consecuencias.

—Está bien… —volvió a balbucir Sebastián, tosiendo y escupiendo sin levantar la cabeza, sintiendo la superficie fría de la tierra en el rostro herido. Habló en voz baja, las palabras sonaban entre gárgaras de sangre, y sentía el líquido caliente resbalar por su nariz y boca. Olía a vómitos, a sudor y miedo, le retumbaban los oídos y tenía ambos labios partidos, que le ardían como si se los hubieran rociado con jugo de limón. Le dolían intensamente la cara, el abdomen y la cabeza por los golpes—. Está bien, señor Filo… —masculló con dificultad, agotado, la voz torpe y pastosa—. Voy… voy a colaborar en lo que diga.

—Muy bien —dijo el otro—. Lo felicito. Es lo mejor, se lo aseguro.

Sebastián asintió débilmente, abatido. Se trató de incorporar a medias.

—Pero… primero —carraspeó, escupiendo una gruesa flema de sangre y procurando ubicar al Filo con la vista turbia, los ojos y los pómulos hinchados—, necesito… le quiero… pedir un favor.

—¿Qué es?

—…

—No le oigo. Hable más fuerte.

—…

El Filo se acercó para oír mejor.

Sebastián hizo un gran esfuerzo por incorporarse. Se logró sentar, mareado y cabizbajo; se apoyó en una rodilla hasta que se irguió, vacilante, y llegó a ponerse en pie, trabajosamente. Tenía el rostro ensangrentado untado de polvo, como un maquillaje espeso y grotesco. No podía abrir del todo el ojo derecho. Tambaleó, sus piernas flaquearon y casi resbala al abismo. Los dos hombres que lo custodiaban lo sujetaron a tiempo.

—Por favor…

—¿Sí?

—Por favor… váyase a la mierda.

El Filo lo observó con los ojos rojos de la furia y negó con la cabeza. Pareció repentinamente cansado, desencantado.

—Escogió mal, señor Sarmiento.

Entonces miró a su gorila principal y le hizo un gesto con la boca, señalando a Sebastián.

—A ver, Calaña. Hágale.

Frotándose las palmas y soplando para calentarlas, el grandulón se aproximó y procedió a darle una golpiza feroz a Sebastián. Con la mano izquierda lo agarró de las solapas de la chaqueta y le dio varios puñetazos en la cara con la derecha, golpes secos y fuertísimos que le lanzaban la cabeza violentamente hacia atrás. Le pegó con los nudillos desnudos como si llevara puesta una manopla, y le dio una serie de trompadas salvajes en los muslos y en las costillas. Lo sujetó con firmeza de los hombros y le encajó un rodillazo en los testículos que le sacó el aire de los pulmones y le hinchó las venas del cuello, los ojos desorbitados del suplicio. Lo alzó del cabello y le propinó bofetadas que restallaban en la noche, una tras otra, y luego lo inclinó sobre el precipicio para aterrarlo, gritándole al oído que lo iba a arrojar al vacío como una basura y que iba a terminar de carne de buitres. Sebastián, con la cara inflamada y la boca y las narices reventadas y sangrando, carecía de fuerzas para protestar o forcejear. Asintió con la cabeza, desorientado y aturdido, quebrantado, pero gimió de nuevo, la voz apagada, casi inaudible:

—Váyanse a la mierda.

—¡Hijo de puta! —gritó Calaña.

Entre él y el Filo lo volvieron a golpear, brutales, mientras los otros dos lo sostenían de los brazos, y después lo dejaron caer al suelo y lo cogieron a patadas. Boqueando, sintiendo las costillas que se quebraban con cada puntapié, bufando sin aire por los puñetazos y los porrazos y las bofetadas y las patadas, sangrando copiosamente y sucio de tierra, Sebastián perdió el sentido.

El Filo, resollando de furia, le asestó una última patada de rabia, siempre con la pierna buena y apoyándose en el hombro de Calaña, para desahogarse. Se quedó un minuto jadeando sin aire, y se apartó los mechones grasientos de la cara y se los estiró por la cabeza, con ambas manos. Contempló el cuerpo sangrante e inmóvil de Sebastián en el suelo, junto al precipicio. No podía distinguir sus facciones en la penumbra, y el líquido rojo que seguía brotando de su rostro estaba untado de mugre. Lucía espeso y oscuro, casi negro. Les ordenó a sus hombres:

—Pónganle la capucha de nuevo, por si se despierta en el camino. Amárrenle las manos y métanlo en la camioneta.

Los hombres obedecieron. Entre dos lo bajaron de la ladera, desgonzado, y lo cargaron como un moribundo, de las piernas y las axilas, hasta el vehículo. Ahí procedieron a atarle las muñecas con una soga, le pusieron la capucha encima de la cabeza sucia de polvo y sangre y restos de vómito, y lo tendieron a lo largo del puesto de atrás. Dejaron la puerta abierta.

En ésas un relámpago iluminó momentáneamente la silueta del cerro. Segundos después los alcanzó el sonido del trueno, retumbando hondo en el cielo. Empezó a llover con suavidad. Una llovizna tenue y ligera. Delicada.

Todos descendieron del peñasco, dándole la espalda a la vista de Bogotá. Sin embargo, antes de partir, Calaña se acercó a su jefe y le ofreció un cigarrillo sin filtro. Se levantaron los cuellos de las chaquetas de cuero y los dos fumaron para calmarse, recostados contra la primera camioneta y protegiendo la brasa de la llovizna con la palma de la mano. El grandulón examinó sus nudillos despellejados. Abrió y cerró los dedos, sacudiendo las manos, sabiendo que al día siguiente iban a amanecer hinchadas por los puñetazos.

—¿Qué opina, Filo? ¿Será que se rinde este hijueputa?

El jefe escudriñó la brasa de su cigarrillo en el hueco oscuro de la mano. Echó la cabeza hacia atrás para sentir la lluvia invisible en el rostro. Las gotas suaves se mezclaban con el sudor de la frente, y la larga cicatriz horizontal se pareció relajar, distender.

—No es si sí o no —afirmó—, sino cuándo.

—Quién sabe. Aguantó bastante.

—Sí —admitió el Filo, pensativo, mirando el cuerpo desmayado y encapuchado de Sebastián, tendido boca arriba en el puesto de atrás de la otra Nissan, con las manos amarradas al frente y la ropa rasgada, puerca de tierra y suciedades—. Más que los otros. Y fíjese… —apuntó con el índice, señalando la entrepierna del ejecutivo.

—¿Qué cosa?

El Filo chupó su cigarrillo un par de veces antes de responder, reflexivo. Exhaló una larga bocanada de humo y después arrojó la colilla al monte, viendo el arco de chispas desaparecer en la negrura.

—Es el primero que traemos aquí que no se orina en los pantalones.