33. Rememorando

El ejecutivo temblaba del frío, de modo que tomó la manta de la cama y se la echó sobre los hombros para calentarse, y se sentó en la silla frente al pupitre. Con aire pensativo, levantó la tapa de madera y extrajo sus papeles escritos a lápiz. Revisó por encima lo que había anotado esa tarde, antes de salir a caminar —estaba corrigiendo la sección dedicada al vuelo 232 de United Airlines, buscando enfatizar la cadena de hechos menores y casuales que llevó a que el piloto Denny Fitch estuviera sentado allí, en la cabina de primera clase, justo en el instante de explotar el motor número Dos de la aeronave—, pero no se pudo concentrar en la lectura. Después de un rato, tras exhalar un suspiro que pareció salirle del alma, volvió a guardar las hojas en el cajón del escritorio. En verdad no tenía ganas de escribir esa noche. Su cerebro estaba absorto, distraído, ocupado en asimilar todo lo que el Filo había dicho. Sin duda había sido un diálogo iluminador, más que nada para entender la mentalidad de su captor y saber cómo aquél interpretaba su vida y su lugar en el mundo. Pero en algo tenía razón ese criminal, se dijo Sebastián con pesadumbre, y era que la historia reciente de Colombia estaba bañada en sangre como pocas otras de la modernidad.

El hombre se incorporó, oyendo el tintineo metálico de la cadena de cuatro metros de largo, arrastrada sobre el suelo de tablas desvencijadas, y caminó hasta la ventanita cruzada de barrotes de hierro. Se asomó a los cristales tiznados, pero la noche cerrada no permitía ver gran cosa. Oyó los ladridos de los perros en la oscuridad, seguidos de un aullido semejante al de un lobo a la luna, y a continuación el silencio apenas interrumpido por el apagado rumor de los hombres al otro lado de la puerta de madera. Sebastián se ajustó la manta sobre los hombros y regresó a la silla del pupitre.

Pocos países, en efecto, habían sufrido una barbarie comparable, pensó. En particular durante las tres décadas pasadas, incluida la primera del nuevo siglo. Sebastián sabía que a pesar de la cantidad de ataques terroristas que habían sacudido últimamente a la comunidad internacional —bombas en aeropuertos y centros comerciales, explosiones en conciertos de música popular y estaciones subterráneas de metro, asaltos en hoteles de lujo y centros financieros, y atentados en calles peatonales y templos religiosos—, que aterraban y atrapaban la atención del público mediante titulares de noticieros y portadas de revistas y diarios extranjeros, lo cierto era que ese tipo de delito atroz, para el asombro de muchos, se había ido reduciendo con el progreso de la humanidad de manera innegable y notoria. Hasta la primera mitad del siglo XX, recordó el ejecutivo, y en gran parte debido a las dos guerras mundiales y a otros conflictos sangrientos como la Guerra Civil Española y la Revolución rusa de 1917, la violencia había sido una causa significativa de muertes acaecidas en el globo. Pero en la actualidad, por ejemplo en muchos países europeos, la posibilidad de morir en forma violenta era algo tan excepcional e improbable como fallecer por tropezar en la calle o por caerse de un árbol. El equipo periodístico y de investigación de Alcásar había preparado varios estudios al respecto, y quizás el que más lo había sorprendido era el que mostraba la diferencia entre las causas reales de muertes en un país como Estados Unidos —por tratarse de uno de los casos más emblemáticos— y la percepción pública del problema derivada del cubrimiento informativo. Mientras que la suma total de víctimas fatales por acciones terroristas, homicidios y suicidios correspondía a menos del tres por ciento de todas las muertes ocurridas en el país cada año —y esa cifra era elevada comparada con las de otras naciones industrializadas—, esa clase de acto violento recibía casi el setenta por ciento del cubrimiento en los medios masivos de comunicación. Y no sólo en los tabloides más amarillistas y sensacionalistas, sino también en los diarios más serios y respetados, entre ellos el New York Times y el Guardian de Londres. De ahí la impresión del público de que el país naufragaba en un mar de sangre. Pero esa percepción no coincidía con la verdad de los hechos.

Sebastián soltó despacio otro largo y profundo suspiro, porque esos estudios apuntaban a una conclusión desalentadora: en muchos lugares del planeta, cada vez en mayor número y a pesar de sus propios y cuantiosos problemas, los horrores que en Colombia se vivían a diario eran poco menos que impensables. Nuestra violencia nacional, había que admitirlo con dolorosa franqueza, era diferente, desmedida, y pertenecía a una categoría aparte y a una dimensión superior. Claro, el pasado más remoto de la mayoría de los países era igualmente bárbaro y sangriento, de eso no cabía duda —bastaba repasar el Medioevo europeo, reflexionó, y las culturas prehispánicas, los flagelos de la Conquista, el exterminio indígena en Norte América, el infierno de Leopoldo II en el Congo africano, los avernos de Hitler, el Gulag de Stalin, el genocidio de Pol Pot, y miles de monstruosidades similares—, pero hoy en día las sociedades más prósperas y desarrolladas eran también más pacíficas y civilizadas, y gracias a ello nuestros crímenes atroces, sufridos por muchos y conocidos por todos, eran prácticamente inexistentes en esas tierras. «Los mayores cementerios de Colombia son nuestros ríos», había declarado el Filo en tono tajante. ¿Y de cuántos países, en verdad, se podía decir ahora algo semejante? Sebastián se apretó la manta sobre los hombros, y por su cabeza pareció desfilar, una por una y lentamente, el conjunto cabal de pesadillas que martirizaban a cada ciudad, región y aldea de Colombia. Entonces se acordó de la sonrisa burlona, al desmovilizarse durante uno de los más recientes procesos de paz, del paramilitar Hernán Giraldo Serna, apodado el Taladro, debido a su preferencia por ese instrumento en el tormento de sus víctimas, y por su gusto de violar niñas vírgenes menores de edad, muchas de ellas de apenas catorce y doce años. Y de la incapacidad de escribir su propio nombre del analfabeta Henry Loaiza Ceballos, llamado el Alacrán, un virulento narcotraficante del cartel del Norte del Valle, que al rendirse ante las autoridades tuvo que firmar el documento de entrega con sólo una equis, aunque era dueño de una fortuna inmensa y era famoso por su manejo de la motosierra en la tortura y decapitación de cientos de campesinos inocentes, como lo hizo en la masacre de Trujillo, Valle del Cauca, donde fueron descuartizadas más de doscientas personas, empezando con el párroco Tiberio Fernández, cuyos cadáveres fueron arrojados a las aguas marrones del río Cauca. Era indiscutible que las infamias cotidianas que azotaban a los habitantes del país incluían una escalofriante colección de delitos, abusos y agresiones, y entre ellos sobresalían secuestros, masacres, asaltos a poblaciones, bombas en oleoductos y destrucción de puentes y torres de energía, homicidios, magnicidios, carrobombas, burrobombas, collarbombas, niñobombas, minas quiebrapatas, reclutamiento forzoso de menores, violaciones de todas las edades —desde bebés de meses hasta ancianas nonagenarias—, matanzas, sicarios y grupos guerrilleros, fuerzas paramilitares, bandas criminales, delincuentes comunes, narcos sanguinarios y un tráfico ilegal de drogas que envilecía todos los estamentos de la sociedad, más falsos positivos, plagios colectivos, torturas con sopletes, reyertas con machetes, pescas milagrosas y mutilaciones con motosierras. Sin ir muy lejos, prosiguió Sebastián, un país como Japón, con casi tres veces la población de Colombia y acosado también por una peligrosa mafia infiltrada en la comunidad, la temible Yakuza, tenía una de las tasas de homicidios más bajas del mundo —su promedio de asesinatos durante los años noventa fue de 0,61 por cada cien mil habitantes, y hoy era todavía menor, de apenas 0,2—, mientras que nosotros teníamos una de las tasas más altas de todas —durante la misma década de los noventa el promedio colombiano llegó a superar los 75 asesinatos por cada cien mil habitantes, lo cual era insólito, y más cuando se pensaba que el promedio actual del mundo correspondía a 9 asesinatos por cada cien mil habitantes—. Más aún, la triste realidad era que en este país faltaba poco para que una muerte violenta se considerara natural. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, que con una sola explosión —de centenares que detonaba la guerrilla cada año—, las FARC habían matado a setenta y cinco personas en la iglesia del municipio de Bojayá en el Chocó, la región más pobre y mísera del país? Entre los muertos había cuarenta y cinco niños, y a cielo abierto sólo quedó un montón de escombros entre lo que habían sido las modestas paredes del templo, más vísceras, manitas y piecitos regados por todas partes. Por su lado, los paramilitares estaban matando tanto, que uno de sus mayores desafíos era deshacerse a tiempo de los cadáveres, de modo que los jefes organizaron sesiones de entrenamiento para enseñarles a sus muchachos a descuartizar los cuerpos de prisa, empacar las extremidades dentro del torso para maximizar el espacio, y meterlos a la carrera en fosas comunes que cavaban en la tierra. Y como prueba suprema de su bestialidad y salvajismo, aquellas sesiones de aprendizaje no las hacían con muñecos y ni siquiera con los cuerpos de los muertos, sino con gente viva. Los paras llegaban de noche a una vereda de campesinos o a un pueblo de pobres y raptaban a un grupo de hombres y mujeres de distintas edades, que se llevaban aterrados en un camión. Luego, en la oscuridad de un potrero y a la luz de fogatas que avivaban, midiendo el tiempo con cronómetros, procedían a descuartizar a las víctimas lo más rápido posible, pero dado que sus motosierras se les enredaban en las prendas y en las telas de la ropa, utilizaban machetes para desmembrar a esas personas que daban gritos y alaridos.

Sebastián se puso en pie, negando con la cabeza, espantado. Tenía la piel erizada de sólo imaginar aquello. Y de pensar que el Filo y Calaña habían engrosado las filas de ambos grupos de asesinos. Caminó varias veces de un extremo del cuarto al otro, oyendo el sonido metálico de la larga cadena de acero y el arrastre de los eslabones por el suelo de tablas. Se pasó los dedos por la barba negra y espesa, rememorando.

Una vez, evocó, hacía diez años exactos, en un viaje a Europa por cuestiones de trabajo, sus socios españoles le habían hecho una pregunta elemental al cabo de una cena en uno de los mejores restaurantes de Madrid: ¿Por qué no hay más marchas de protesta en contra de la violencia en tu país, joder? El grupo de empresarios estaba reunido en un salón exclusivo, y después de un día dedicado a estudiar proyectos de inversión, riesgos de mercado y análisis financieros, para esa hora ya todos tenían el nudo de la corbata suelto y el primer botón de la camisa abierto, los blazers colgados sobre el respaldo de las sillas y las mangas dobladas hasta los codos, más un habano en la mano y un licor en la otra, y se disponían a hablar con mayor confianza y franqueza. Cada uno estaba vinculado a los medios de comunicación y tenía negocios con las empresas de Sebastián, y a su vez él tenía negocios con sus firmas españolas y europeas, y les interesaba comentar las noticias procedentes de Colombia, que ese día habían sido especialmente violentas —una cruenta masacre de paramilitares en el corregimiento de San Teodoro, departamento del Vichada—. Porque queremos mucho a tu país, le habían dicho con sinceridad, y no entendemos lo que pasa allí. ¿Cómo es posible, querían saber, que con tanta balacera y tanta matanza, y tanto juez y periodista asesinado, y tanta bomba en las ciudades y tanto líder político y jefe sindical acribillado a tiros, cómo es posible que el pueblo no salga a protestar a diario, o al menos con más frecuencia? Estamos casi en el año 2000, insistían, ¿y cuántas marchas nacionales de rechazo a la violencia se han dado en Colombia en las últimas décadas? ¿Una? ¿Dos? ¿Tres, quizás? En Francia, objetaban, por cualquier motivo los diversos sectores de la sociedad se organizan y movilizan para desfilar por las avenidas y defender sus derechos, marchando para apoyar una causa o protestando por esto o aquello. Y aquí en España, añadían, cuando el grupo terrorista ETA asesina a un miembro de la autoridad o de la sociedad civil, los ciudadanos se toman las calles para repudiar el crimen y no es raro que se produzcan manifestaciones con miles y hasta cientos de miles de personas condenando el acto infame. De modo que esa falta de acción de parte de la ciudadanía colombiana les resultaba, por decir lo menos, desconcertante.

En esos años esa clase de pregunta se la hicieron a Sebastián más de una vez, en diferentes contextos y con pequeñas variaciones en las frases y dudas, pero en esencia todas correspondían a la misma inquietud. Y ésta era válida, había que aceptarlo, pues no se refería a las causas de la violencia, que eran muchas y conocidas de sobra, y que comprendían factores históricos y contemporáneos como el hambre, la pobreza, la desigualdad y la injusticia social, la fragilidad de las instituciones y la inoperancia de la ley y la autoridad, las diferencias raciales, regionales, de clase y de oportunidades, la dificultad en la movilización social y el centralismo, las insuficiencias de la democracia nacional y la ausencia de mecanismos de participación ciudadana, las luchas entre grupos criminales y la opresión de sectores marginados, la falta de presencia del Estado en vastas zonas del país y el forcejeo territorial entre los carteles de la mafia, unidos a un larguísimo etcétera. La inquietud estaba relacionada, más bien, con la escasa reacción del pueblo ante tanta violencia.

Era, en efecto, una buena pregunta. Y cada vez que alguien se la hacía, o una similar, Sebastián tenía que conceder la validez de la cuestión, de modo que él ponía de lado su copa con un suspiro discreto e intentaba responderle al interlocutor del momento. Muchos creen que ese tipo de protesta y rechazo público no sucede más en mi país debido a la indiferencia de la población, admitía, o a su miedo y resignación después de tantas décadas de conflicto armado. Pero en su opinión la razón era más sencilla… y a la vez más alarmante. Se trata de un problema de escala, anotaba, de magnitud y dimensión. Porque en Colombia hay tanta violencia que, si respondiéramos en masa para denunciar cada muerte feroz que ocurre en el territorio nacional, en promedio tendríamos que salir a las calles, literalmente, entre ochenta o noventa veces… todos los días. Sólo durante la pasada década de los años noventa, decía, una de las más sangrientas de nuestra historia, más de treinta mil personas habían muerto violentamente en el país cada año. Y para colocar las cosas en perspectiva, bastaba comparar nuestro caso con los de otros pueblos con niveles menos escandalosos de violencia. Por ejemplo, señalaba Sebastián, después de la Segunda Guerra Mundial, una de las naciones europeas más afligida por la tragedia del secuestro ha sido Italia, en gran parte debido a vendettas y ajustes de cuentas internas de la mafia, y muchos todavía recuerdan el atentado al exprimer ministro, Aldo Moro, secuestrado por las Brigadas Rojas en 1978 y asesinado y abandonado en el baúl de un automóvil, a sólo cien pasos de las oficinas de la Democracia Cristiana. Los otros comensales asentían en la mesa. No obstante, agregaba Sebastián, en los últimos treinta años Italia ha sufrido alrededor de ochocientos plagios en total. Colombia, en cambio, con una población bastante menor, en el mismo período ha padecido dos o tres veces más esa misma cantidad de secuestros… cada año. Y la situación se ha agravado, añadía, porque ya para 1999 habíamos alcanzado la media de ocho secuestros diarios. Y no sólo eso. Si se suman los habitantes de varios países civilizados como Austria, Noruega, Nueva Zelandia, Portugal, Suecia y Suiza, resaltaba el empresario, eso equivale, más o menos, a la población de Colombia, pero mientras que en esas naciones ocurren menos de quinientos homicidios en total al año, en Colombia ocurren casi veinticinco mil. Por otro lado, insistía, nadie ignora que uno de los peores conflictos que sacudió el continente europeo tras la Segunda Guerra Mundial fue la sangrienta contienda en Irlanda del Norte llamada The Troubles. Durante esa pugna nacionalista y religiosa entre católicos y protestantes, precisaba Sebastián, que se extendió a lo largo de treinta y seis años, unas tres mil quinientas personas perdieron la vida. Eso es, aproximadamente, la décima parte de las muertes violentas que suceden en Colombia… cada año. La crisis es tan honda y abrumadora en mi país, les explicaba Sebastián a sus socios y amigos españoles, que hemos vivido atrocidades que no han ocurrido en ningún otro lugar del mundo actual, como ver a cuatro candidatos presidenciales asesinados en una sola elección. O ver al gentil futbolista, Andrés Escobar, baleado por meter un autogol. O ver al brillante cómico, Jaime Garzón, muerto a tiros por ser irreverente. Hacía unos años, inclusive, tras un emocionante partido de fútbol, cuando Colombia le ganó a Argentina cinco a cero —un marcador asombroso—, al día siguiente los medios tuvimos que reportar que habían muerto ochenta y dos personas en las fiestas de celebración, más otras setecientas veinticinco heridas de gravedad, y muchos nos preguntamos si no podíamos festejar siquiera un triunfo deportivo sin desembocar en un baño de sangre. ¿Y qué tal el exterminio de un partido político completo, la Unión Patriótica, cuyos miembros fueron total y sistemáticamente eliminados a bala? ¿Y qué tal el increíble número de desaparecidos, que cada año aumenta, sin que nadie sepa jamás cuál es el paradero final del marido, de la hija, de la esposa o del joven, lo que causa una agonía que no termina nunca para sus familiares? Más aún, les decía a sus oyentes, nuestro drama es a veces tan incomprensible —y eso se lo acababa de confirmar el Filo—, que los dos protagonistas más violentos del país, la guerrilla y los paramilitares, son adversarios a muerte, pero ambos dependen de la misma fuente de financiación, que es el narcotráfico. Mejor dicho, un solo negocio ilegal mantiene vivos a dos enemigos mortales. En fin, concluía el ejecutivo con desaliento, al igual que miles de sus compatriotas, él había visto masacres reportadas en los noticieros de la mañana que no se mencionaban en los informativos de la noche, sólo porque esa calamidad había sido sepultada bajo el alud de otras tragedias igual de atroces pero más recientes. Una masacre, oigan bien… En un mismo día.

Sebastián se volvió a sentar en la silla de madera, abatido y pensativo, recordando esas conversaciones y discusiones en torno a la violencia en su país, y no se dio cuenta de que había pasado el tiempo. Por eso se sobresaltó cuando sintió que había alguien en la puerta. Oyó las trancas y los cerrojos que se volvían a abrir. Seguramente es la vieja muda con la última comida del día, pensó. Sin embargo, para su sorpresa era otra vez el Filo, que se asomó y lo miró perverso. Estaba borracho, bebiendo aguardiente Cristal y sujetando la botella del cuello, y la cicatriz de la frente parecía brillarle de malicia.

—Prepárese —le ordenó a Sebastián, tomando un buen sorbo de la botella y secándose la boca con el dorso de la mano—. Mi amigo Calaña quiere conversar con usted… En el sótano.