34. Eureka

El mayor obstáculo en torno a mi liberación eran las garantías.

Al comienzo las discusiones giraron alrededor del valor monetario, y la negociación avanzó a tropiezos y con grandes dificultades durante las primeras semanas de mi cautiverio. Pero tan pronto sorteamos ese inconveniente se interpuso el próximo, el de las malditas garantías, y ahí nos estancamos a lo largo de un tiempo que me pareció eterno.

A diferencia de un secuestro habitual, cuyos términos se pactan entre los criminales y un pariente de la víctima o un representante de la familia —y, cuando se trata de un pez gordo o un ejecutivo de una compañía multinacional, o una figura destacada en el país ya sea por su fama, poder o riqueza, a menudo se contrata a un profesional de carrera, un experto en negociaciones y manejo de crisis, alguien curtido en ese tipo de labor y diligencia—, en este caso mis secuestradores no aceptaron la injerencia de nadie más y menos la de un conocedor de la materia. Era incomprensible que se opusieran a una colaboración tan necesaria y elemental, y más con una suma de dinero tan grande en juego; la participación de un especialista que facilitara y agilizara el proceso del acuerdo, porque eso sería conveniente tanto para ellos como para mí; alguien que sirviera de garante y que estipulara las condiciones de la transferencia de fondos a cambio de mi libertad. Pero no había forma de hacerles cambiar de opinión. Desconfiaban de mis colegas, abogados y asistentes, decían, y no querían oír siquiera de la intervención de un negociador profesional, y dado que yo no tenía otros familiares o amigos cercanos a quiénes acudir, fueron tajantes en que el asunto lo tenía que manejar yo solo. Además, aducían que las experiencias del pasado les habían confirmado que, en el instante de confiar la negociación a un tercero sin un vínculo emocional con el rehén, se prolongaba demasiado el cautiverio y aumentaba el riesgo de captura de la banda, ya fuera porque alguien perdía los estribos y balbuceaba un dato revelador en un momento inoportuno, o cometía una imprudencia en plena conversación interceptada, o algún miembro del grupo, con urgencia de reducir o borrar su expediente judicial con las autoridades, terminaba de soplón y aguafiestas. Nunca les creí sus razones, por supuesto, porque era bien sabido que la dilatación del tiempo en un secuestro favorece a los bandidos y perjudica a la víctima, y no al revés como ellos alegaban, pero lo cierto es que el acuerdo final lo teníamos que definir entre el Filo y yo. Y eso, muy pronto descubrí, no era nada fácil.

La razón era doble. Por un lado, porque ambas partes estábamos involucradas en la retención y nos encontrábamos actuando bajo presión —el jefe de la banda temía que los fueran a pillar en cualquier momento, y yo tenía un revólver puesto en la sien, por así decirlo, todo el tiempo—, cuando esos diálogos, por el contrario, requieren cálculo y cabeza fría, justamente para negociar con prudencia y eficacia y para no exigir o prometer más de lo que conviene. Y también porque en semejantes circunstancias las garantías del acuerdo, de lado y lado, se van al carajo. Así, tan pronto logré convencer al Filo de que simplemente remitirles la totalidad de mi fortuna a una cuenta bancaria en el exterior no sería posible —un refugio o paraíso fiscal, pretendían, dotado de protección de datos personales y secreto bancario—, porque la mayor parte de mi capital no se hallaba en estado de liquidez, repartido en bonos del Tesoro, títulos valores, monedas y divisas, y cuantiosos ahorros de dinero en efectivo, como ellos habían creído erróneamente, sino que estaba invertido en activos de compañías que no se podrían rematar y comercializar con rapidez y sin perder millones en su venta, empezamos a discutir para tratar de llegar a una cifra más realista.

Sin embargo, ése no era el único problema que teníamos de por medio. Había uno todavía mayor, le hice ver a mi captor, y era que nadie podría ofrecer en venta esos activos en reemplazo mío, sin mi palabra y gestión y firma autorizada. Ningún amigo o abogado o ejecutivo de mi compañía estaba acreditado para hacerlo, y sólo había una persona que yo había designado para que me representara en estos trámites, que conocía mis claves de seguridad y podría prescribir traslados y giros bancarios en mi ausencia, sin necesidad de estar yo físicamente presente en las sedes centrales, y que a la vez contaba con un poder autenticado en la Notaría 21 de Bogotá para actuar legalmente en mi nombre, y esa persona era mi guardaespaldas y hombre de confianza, Jaime Ramírez. De ahí la equivocación gigantesca —aparte de la infamia que yo no les perdonaría jamás— de que ellos lo hubieran asesinado la noche de mi captura. El hecho es que duramos meses negociando el monto final del rescate, uno que yo mismo podría ordenar desde esa casa o desde cualquier lugar del mundo mediante un computador portátil, coordinando una serie de operaciones financieras y organizando un número de transferencias y giros bancarios. Y lamento admitir que las aterradoras sesiones con Calaña en el sótano de la casa, en las que me vertía baldados de agua helada en mi rostro cubierto con una toalla para ahogarme mientras gritaba «¡Pedazo de hijueputa!», y me aplicaba choques eléctricos a través de cables conectados a la batería de un automóvil hasta que salía humo de las pinzas, efectivamente sirvieron para ablandarme y elevar el precio de mi libertad. En fin, terminamos acordando una cifra en varios millones de dólares.

No obstante, como digo, todavía existía el obstáculo de las garantías. Es muy difícil llegar a un acuerdo cuando ninguna de las partes cree en la palabra de la otra. Desde mi orilla, la mayor incertidumbre que yo tenía era cómo estar seguro de que Calaña no me iba a pegar un tiro en la cabeza, como había hecho con Jaime, en el instante en que yo pulsara la tecla en el computador para ejecutar el último giro bancario. Porque si yo no contaba con la certeza de mi liberación, les decía, o si sospechaba que ellos me iban a traicionar y a matar de todas formas, entonces yo prefería morir sin darles un maldito centavo, dejando que mi fortuna se repartiera según mi última voluntad, tal como estaba estipulada en el testamento que yacía en el despacho de mi abogado de cabecera. De esa manera el Filo y sus condenados parches terminarían sin nada después de tanto trabajo, de tanto riesgo y de tanto tiempo invertido en este miserable «negocio».

Pero desde la orilla de mis captores, la mayor incertidumbre que ellos tenían era cómo saber que yo no los iba a denunciar a las autoridades si me dejaban suelto. En ese momento se me hizo claro que la intención original de esta cuadrilla de malhechores era asesinarme tan pronto recibieran el dinero, y así me lo confirmó el Filo una tarde cuando se le acabó la paciencia y explotó enfurecido, con la cicatriz en la frente cárdena y contraída de la rabia, y me lo dijo con absoluto descaro y sin disimular siquiera su propósito homicida. Yo le había visto el rostro a cada uno de estos delincuentes, incluyendo a los nueve miembros del grupo criminal más los dos cuidanderos de la casa, y sabía lo suficiente para que las fuerzas del orden los rastreasen hasta dar con ellos. Aun si nunca me habían dicho en dónde me tenían retenido, tampoco sería demasiado difícil descubrirlo una vez libre, asistido por las autoridades y haciendo sobrevuelos en helicóptero por las montañas cercanas a la sabana de Bogotá hasta dar con la guarida. Además, utilizando la tecnología más reciente, seguro que las solas marcas en la cara del Filo y las huellas de viruela en la cara del Cucho servirían para identificarlos en las bases de datos computarizados del Ejército y la Policía. Y al dar con uno, los organismos de inteligencia darían con el resto, y caerían uno tras otro como fichas de dominó. Los malandrines sabían todo esto perfectamente, y de ahí que dejarme en libertad, sin pruebas de que yo no los iba a acusar o a denunciar, era un riesgo demasiado elevado para ellos. La traba, repito, era una de garantías. De lado y lado. Y habíamos desembocado en un callejón sin salida.

Mis secuestradores estaban desesperados. Y yo también, desde luego. Pero ellos más. Y el Filo me advirtió varias veces que, si no llegábamos pronto a un acuerdo, no tendría sentido prolongar mi retención. Pensaban cortar por lo sano, asumir la pérdida y pasar al próximo candidato. Porque con el transcurso del tiempo se hizo evidente que había sido un error escoger a un empresario como yo. Es decir, un ejecutivo sin hijos, padres o esposa, ya que no había forma de exprimir el dolor de terceros a favor de los raptores, o, en palabras del Filo, no tenían cómo apretar las teclas para que sonara el acordeón. Y desde el principio eso me pareció inexplicable. ¿Cómo entender que se hubieran equivocado de tal manera, y más cuando, seguramente, habían gastado meses buscando y seleccionando a su presa? Lo claro era que ahora todo dependía de mi voluntad y determinación. Porque si el acuerdo no nos satisface a los dos, le repetí a mi secuestrador más de una vez, y si estoy convencido de que ustedes me van a matar pase lo que pase, entonces me resigno a mi suerte y aquí nadie se va con un peso. En ese momento hice un descubrimiento que me estremeció: tan pronto la víctima acepta en su interior que puede morir, y sabe que nadie más va a sufrir por su desaparición debido a la falta de familiares, por un tiempo se invierte la relación de poder y el que lleva la sartén por el mango es el rehén. Pero esa moneda tiene otra cara, advertí en seguida. Puesto que, si resulta probable que los secuestradores no van a ganar nada con la transacción, sólo es cuestión de días antes de que alguno tire la toalla e ingrese al cuarto para sacarme a rastras, pegarme un tiro en la nuca y enterrarme en uno de esos mismos potreros por los que yo había caminado tantas veces acompañado de Simón y Bolívar, esposado y encadenado como un perro más. Y ahí sí nadie encontraría mi cuerpo ni por casualidad.

Estábamos en ésas cuando un día, al cumplir mi cuarto mes de encierro, mientras escribía sin parar en ese pupitre de escuela, de improviso quedé inmóvil, como en un estado de trance. Ya te he dicho, Roberto, que mis captores nunca me dieron nada para leer en todo ese tiempo: ni un libro, un periódico o una revista; me tenían incomunicado del resto del mundo, y a raíz de eso me dediqué a la escritura. Pero escribir exige reflexionar, sondear el fondo y el porqué de las cosas, y recordar. Me concentré en eso, en cavilar y repasar los hechos más importantes de mi vida, una y otra vez, de manera obsesiva. Yo estaba desconectado del universo, es cierto, pero sin saberlo ni proponérmelo, ese ejercicio casi diario de introspección, de evocar y anotar mis memorias en las hojas de papel, de formular mis pensamientos y articular las conclusiones con nitidez, en blanco y negro, me permitió conectarme conmigo mismo como nunca lo había hecho antes. Me replegué igual a un caracol en su concha para estudiar mi pasado en detalle, escudriñando los acontecimientos más sobresalientes y resonantes, tanto los míos como los de otras personas —e incluso algunos históricos que yo había estudiado con minucia a lo largo de mi carrera, que siempre me habían llamado la atención—, aquellos hechos casuales cuyos significados yo no había percibido con transparencia debido al trabajo y a los compromisos y a los ruidos y a las distracciones de la vida cotidiana. Entonces un día, sentado en ese pupitre de madera mientras escribía sin tomar aliento, de repente parpadeé y levanté la cabeza, con el lápiz en alto, como si me hubiera alcanzado un rayo de lucidez. Experimenté una suerte de epifanía, un momento de clarividencia total, un instante de revelación. Hasta me di una palmada en la frente y me puse en pie de un brinco, porque de pronto vi todo limpio y cristalino, y finalmente entendí.

Fue la única vez que le di puñetazos a la puerta para demandar algo. Y cuando el Filo, que de casualidad estaba ese día de turno, corrió las trancas y abrió las llaves, fallebas y cerraduras, perplejo y con cara de molesto, le dije una sola palabra:

—Tráigala.

Y él ni siquiera tuvo que preguntar a quién me refería.