Los papas de la Contrarreforma eran hombres serios, concentrados, escasamente mundanos. Asesinaban a destajo y de preferencia lentamente y con público, pero siempre después de un juicio. Eran nepóticos a morir y traficaban influencias con la soltura del que se limpia los mocos en un día de frío, pero tenían buenos motivos: no podían confiar más que en sus parientes porque, si dejaban un flanco abierto, cualquier subordinado los habría degollado sin juicio. No tenían novias ni hijos, vestían sayos debajo de la púrpura, olían feo. Eran grandes constructores y verificaban incansablemente que ni una sola teta se asomara en ni un solo cuadro de ningún templo. Creían en lo que hacían. Jamás se les habría visto degradarse en una partida de tenis o esgrima, no iban a las fiestas de locas que retumbaban del otro lado del río Tíber.
Cuando después de diecinueve años de ostracismo el cardenal Montalto salió en un carruaje de oro a ocupar sus habitaciones en el Palacio Apostólico Pontificio con los planos de la futura ciudad de Roma bajo el brazo, le regaló a su hermana Camila Peretti la pella de Bolena.
Camila Montalto de Peretti era una viuda mayor, dada a las disciplinas que se esperan de la confidente más cercana de un cardenal, pero tenía hijas que, a diferencia de ella y el recién ungido papa Sixto V, sí hacían vida de corte y sí jugaban al tenis: era lo que se esperaba de unas millonarias jóvenes y bien plantadas. «Aquí hay juego de pelota», decía Jacinto Polo de Medina en Academias del jardín, de 1630, refiriéndose a las finanzas personales de las princesas: «las mujeres gustan más de sacar que de volver.»
Los hermanos Montalto eran de origen verdaderamente humilde: eran hijos de un arriero y una lavandera y se habían quedado huérfanos pronto –los diez hermanos que mediaban entre ellos muertos o huidos. Camila, catorce años menor que Sixto V, había crecido a remolque de su hermano monaguillo, seminarista y cura. Su memoria empezaba en los años en que él ya escalaba los cordones del manto cardenalicio jalado por una ambición extraordinaria, pero también por esa fuerza de la naturaleza que son las preocupaciones de los hermanos mayores sobre los que les siguen.
A Camila ya no le tocó padecer los temores a la miseria que hicieron que su hermano batiera todos los récords de levantamiento de palacios y remozo de vías en Roma, como para expulsar al fantasma de la pobreza de la ciudad que le tocó gobernar. Era una mujer simple, que nunca tuvo problema con asistir casi como ayuda de cámara a Montalto y que, aunque era capaz de disfrutar las ventajas de ser la hermana del papa, tampoco enloqueció por ellas. Si había cumplido felizmente con todos sus deberes de princesa vaticana compartiendo el boato del Palazzo Montalto, también es cierto que una vez que su hermano cruzó el río Tíber y se cambió el nombre a Sixto, le escribió a su amiga Constanza Colonna para pedirle asilo en su loggia, mucho más modesta y fácil de administrar que la mansión enloquecida en que Montalto había puesto en práctica sus teorías sobre el rediseño de Roma. Además de discreta, Camila era una mujer culta, así que le encantaba la idea de retirarse al palacete medieval en cuyo jardín la poetisa Vittoria Colonna albergó una tertulia a la que asistía Micheangelo.
Camila aceptó la pelota de tenis un poco maltrecha que le regaló Su Santidad y se mudó a la loggia con sus hijas. Es curioso –le dijo su hermano en una de las pocas ocasiones en que la visitó ya ungido–, aquí es donde Pío me regaló la pelota que te di. ¿Qué pelota? La de los pelos de la reina loca, ¿todavía la tienes? Anda por ahí. No la pierdas, es el talismán que me mantuvo vivo en los años de oscuridad.
Camila había dejado la pelota –que en realidad le daba un poco de asco– en las habitaciones del administrador encargado de mantener la loggia: un cura de cierto rango en la iglesia de San Pedro que respondía al nombre de Pandolfo Pucci y que fue el primer empleador en Roma de Michelangelo Merisi da Caravaggio. Le dio empleo pintando paisajes con santos que luego vendía en iglesias de pueblo. No sobrevive ninguno.