El enciclopedista francés François M. de Garsault, autor de varios manuales para la fabricación de objetos suntuarios como pelucas, ropa interior, o artículos deportivos –«artes triviales», anotó él mismo en la segunda edición de su Arte de hacer raquetas–, todavía reconocía en el año de 1767 dos tipos de bolas de tenis: las pelotas propiamente dichas, hechas de borra e hilo y cubiertas por tela blanca cosida, y las «éteufs» –que en español eran llamadas «pellas» hasta bien entrado el siglo XVII–, hechas de grumos de manteca, harina y pelo.
Las pellas, cubiertas por piel de carnero cosida a la escocesa, se parecían a nuestras pelotas de beisbol, con la sutura expuesta. Mientras las bolas de tela eran utilizadas sólo en canchas interiores, de duela o azulejo, y tendían a desmembrarse después de tres o cuatro encuentros, las pellas podían reutilizarse por años sin perder su agilidad y violencia: estaban hechas para rebotar en las baldosas y techos de los claustros y la arcilla desigual de las plazas en las que se jugaba al tenis por dinero.
Durante la tercera década del siglo XX, el equipo de restauración encargado de remozar los techos del salón principal del Palacio de Westminster encontró entre las trabes dos pellas que datan indiscutiblemente del siglo XVI. Están intactas. El análisis genético del pelo que las compone no arrojó resultados que lo asociaran por ninguna vía con la familia Bolena. Es natural: se pueden decir muchas cosas terribles del rey Enrique VIII, pero no que tuviera mal gusto. Consta que nunca compró ni aceptó como regalo ninguna de las pellas de las que sería, extrañamente, viudo.
El manual iluminista de François M. de Garsault ya no contiene las instrucciones para hacer bolas de pelo humano. Tal vez ni siquiera supiera él mismo que, durante el Renacimiento y el Barroco, ese material era moneda corriente en las canchas exteriores en que se jugaba raqueta de apuestas. Tampoco parece que Garsault, hombre práctico y educador sincero, fuera buen lector de literatura: en Much Ado About Nothing, Benedick, el soltero irredimible, tiene tanto pelo que, según Shakespeare, ha llenado varias bolas de tenis con las barbas.
Gracias al estudio de las pellas que se encontraron entre las trabes del salón principal de Westminster, así como a ciertas pistas que salen a la luz si se lee a contrapelo el verboso Tratatto del gioco della palla, publicado por Antonio Scaino en 1555, se puede deducir que el núcleo de las pellas era idéntico al de las bolas de salón: una base de borra amasada con engrudo que se abrigaba con capas sucesivas de tira de lienzo e hilo y que se redondeaba golpeándola suavemente con una espátula de hierro. Ya calibrada, la bola se ataba con un cordel que la separaba en nueve gajos a partir de su polo superior. Luego la pelota se giraba cuarenta y cinco grados y se hacían otros nueve gajos a partir de ese segundo polo. Así hasta tener nueve polos con sus nueve ecuadores. Cada bola un mundo, un planeta con ochenta y una rosetas de hilo. Al final, ese pequeño planeta que para los antiguos había representado al alma humana, se cubría con paño y se encalaba.
La pella se levantaba siguiendo un procedimiento similar, pero en escenarios más sórdidos y a menudo clandestinos: había mucho de tétrico en hacerlas con pelo humano y no todo el mundo estaba dispuesto a fabricar un objeto que se animaba gracias a lo único que no se pudre de un muerto. En lugar de las tiras de lienzo, se tendían sobre el núcleo coletas de pelo apretadas con manteca y harina. Eran pelotas más ligeras, menos tersas, rebotaban como demonios.
Probablemente sea por el alma de materia humana de las pellas por lo que, durante el Renacimiento y el Barroco, se las asoció, en la Europa católica y la América en proceso de conquista, con actividades demoniacas.