El lombardo, efectivamente, no recordaba absolutamente nada de la noche anterior. Muy probablemente ni siquiera recordara el saque mientras hacía la devolución cuando la pelota ya estaba en juego. Tal vez por eso estuviera disfrutando tanto del descanso en un partido del que ya había perdido un primer parcial. Los asistentes se habían dispersado por la galería para estirar las piernas, algunos habían ido a desaguar a la caneleta, así que el artista, Magdalena y Mateo tenían cierta feliz intimidad.
Recargado en el barandal de la galería, no tenía nada claro cómo era que estaba jugando pelota contra un español, ni por qué ese español tenía una escolta, ni cómo era posible que estuviera perdiendo si su contrincante era un señorito cojo con la cara caída hacia los lados, como unas nalgas. Tampoco le importaba tanto: estaba muy a gusto aspirando el olor tan recio de las tetas de Magdalena mientras ella le preguntaba por qué los españoles sí podían ir armados y sus amigos no. Los caballeros deben ser nobles, dijo el milanés, y bajó la cabeza, como si clavando la nariz en el escote de la puta pudiera separarse de un mundo que le pesaba en las sienes y le secaba la garganta. Aspiró. Y esos soldados tan feos, dijo la mujer. El artista se fijó en ellos. Les dedicó un mirada remota, de ojos casi cerrados. Son gente verde, dijo; salvo el jefe, que está peor: rosa como un cerdo. Y volvió a centrarse en el escote.
Mateo, que llevaba un rato de mal humor por la indisposición del artista para machacar rapidito a su contrincante, anotó que a lo mejor habían salido de los tercios de Nápoles, pero que soldados no eran. Agregó: Serán mercenarios, capo mío –como si él tuviera alguna dignidad moral superior a la de un soldado, un mercenario, o cualquier otra cosa. Estaba recargado en el barandal de la galería, de espaldas a la cancha y junto a su capo, que ahora retozaba en la clavícula izquierda de Magdalena.
Si cualquier persona asociada a alguna de las familias que gobernaban el lumpen de la ciudad hubiera escuchado que San Mateo se refería al jugador de raqueta como capo, se habría muerto de risa. El artista tenía, en ese momento, derecho a portar espada porque estaba al servicio de un cardenal y gracias a ello podía hacerse de un ingreso extra, participando en cobros forzados y pleitos callejeros, pero nada más. La parvada de malvivientes que lo seguía a todos lados no formaba una banda, aunque cuando se necesitaban cuerpos, participaban –con palos y piedras– en los combates en los que se ganaba el control de una esquina o una plaza. La familia a la que pertenecía el artista lo tomaba en serio por la fiereza de loco con que podía emprender un combate y por la relación tan íntima que tenía con el cardenal que lo protegía –nunca permitía que pasara más de unas horas en la cárcel–, pero no lo consideraban un hombre seguro.
San Mateo se rascó las costillas. Y, a últimas, dijo: ¿Por qué no nada más los agarramos a palos? El artista suspiró y clavó de nuevo la nariz entre las tetas de Magdalena. Son españoles, dijo ella: imagínate la que se arma. Lo dijo de manera soñadora, con una sonrisa casi dulce y los ojos entornados, como si ese mundo ideal al que no convenía precipitarse no fuera una fiesta de puñaladas y decapitaciones. Habría una guerra en la calle, concluyó pasándole al artista el dedo torcido por la nuca. Si juegan tenis con nosotros no serán tan importantes, respondió gruñendo el mendigo. Te digo que son nobles, ya es peligroso estar jugando raqueta contra ellos. Gánale y ya, capo, dijo el viejo. El artista se sacudió un poco, exhaló el aire más bien tumefacto de sus pulmones en el escote de la piruja y alzó la cara. Gritó: Eccola!, con la voz desgarrada con la que habría pedido que le abrieran una taberna al amanecer. Fue a recoger la raqueta y la bola que había dejado tiradas en las losas. Los curiosos, apostadores y amigos se redistribuyeron entre la galería mientras los jugadores cambiaban de cancha.
El milanés cumplió de manera densa y remolona con el ritual del cruce de campo, arrastrando los pies y sin prestarle atención a nada más que el piso. Antes de que terminara de acomodarse del lado de la defensa, su padrino se levantó del sitio bajo la galería en el que todos los demás pensaban que estaba durmiendo y, sacudiéndose el ropón académico, se acercó para murmurarle algo al oído. Mientras lo escuchaba, el artista clavó en el piso la mirada. Su padrino mostró, por única vez en la tarde, cierto desparpajo mientras le insistía en algo: le hablaba usando las manos. Al final ambos se acuclillaron en el piso y el matemático trazó unas líneas en el suelo, las cruzó unas sobre otras, dio un sonoro aplauso. El artista se alzó de hombros y el padrino regresó a su sitio en las gradas, a contar vigas.
Se paró detrás de la línea, raspó un poco el suelo y alzó la cara, en la que brillaba un demonio nuevo. Entrecerró los ojos antes de volver a gritar Eccola!, ahora desde un fondo en el que se le acumulaban toda la rabia y la violencia de que era capaz.