El duque puso la pella en la marca que el profesor había hecho con tiza en las baldosas de la cancha después del primer rebote de la pelota en la portería, en el primer juego. El matemático certificó que fuera el lugar correcto y ambos procedieron a desmontar ceremoniosamente el cordel que separaba la cancha de defensa de la de ataque. Hicieron un bultito y se lo entregaron a Magdalena, que lo pidió desde la galería. Se colocaron a la altura a la que habían dejado la pelota, fuera de las líneas de la cancha, cada uno a un lado. El matemático se quedó de pie, casi distraído, con las manos tomadas por la espalda. Estaba tan tranquilo que de milagro no se puso a chiflar una canción paduana. El duque se acuclilló junto a él, mirando la pella con seriedad y tocándose la barba con la mano izquierda. Intercambió miradas con Barral, que puso una cantidad de monedas francamente irresponsable en la línea de apuestas. Los demás apostadores se acomodaron en la galería después de poner su dinero del lado del jugador que pensaban que ganaría el saque. Las opiniones estaban divididas por primera vez en el partido. Ambos ministros voltearon hacia los jugadores, que juntos al otro lado de la línea de base ya se empellonaban los hombros tratando de desequilibrarse mutuamente desde antes del arranque de la carrera. El duque le cedió la palabra al profesor. Eccola!, gritó, y casi inmediatamente: Gioco!
El despegue de la carrera pudo ser desastroso para el artista: su rival utilizó la pierna corta para engancharlo por el tobillo desde la primera zancada. El truco funcionó, pero el italiano lo alcanzó a jalar de la camisa para llevarlo consigo al suelo. Se trenzaron. Los golpes de mano estaban prohibidos por las reglas, pero se dieron tantos rodillazos como pudieron en el proceso de librarse cada uno del otro.
El artista trató de rodar por el suelo para ganar el espacio que le permitiera ponerse de pie, pero el poeta reaccionó como un resorte y desde el sitio en el que estaba se lanzó como un murciélago sobre el lomo del lombardo, con lo cual lo contuvo, apretándole las nalgas entre los muslos. Aprovechó su situación de dominio para levantarse, hincando una rodilla en la espalda de su contrincante, a la altura de los riñones. Se impulsó apoyando la mano directamente en su cabeza. Magdalena se tapó los ojos al ver cómo revotaba la testa de su amante en las losas del piso. De no haber sido por la gritería, habría escuchado el crujido de su calavera.
Solo de pie, el poeta corrió hacia la pella y alcanzó a agarrarla. No tuvo tiempo, eso sí, para correr a meterla en la buchaca. El artista, con uno de los cachetes cortados y sangrando, se le lanzó de bulto a la base de la espina dorsal, con lo que ambos volvieron a caer al suelo. El español no soltó la pelota, pero al tratar de ponerse nuevamente de pie sintió la garra del artista en el tobillo, jalándolo hacia sí. Fue a dar a tierra de nuevo. Sintió encima la humanidad del pintor, que a horcajadas sobre su pecho trataba de quitarle la pelota.
Siguieron mordidas, codazos, apretones mientras ambos hombres se revolcaban en las losas como niños. En algún momento el poeta quedó de rodillas frente al artista, la bola bien firme en la mano todavía. El lombardo adelantó la pelvis para ahogarlo y el español aprovechó ese instante de libertad para tirar con toda su alma hacia la buchaca. La bola entró. El duque gritó: Defensa.
Los espectadores volvieron a la galería. El matemático recogió parsimoniosamente las monedas que los italianos habían acomodado en su línea. Las contó y se cruzó por el campo de batalla para dárselas en la mano a Barral, que las repartió entre quienes habían favorecido al español. Tuvo que saltar los cuerpos tirados de ambos jugadores para llegar hasta la galería.
Los dos tenistas permanecieron tendidos uno al lado del otro, evaluando los daños sin juntar ánimo para levantarse. Estaban panza arriba. Más escandaloso que la cantidad de moretes y desgarrones en los cuerpos de ambos, era el hecho de que sus braguetas proyectaban erecciones tan generosas que parecía que los elevarían. Qué delicia, dijo Magdalena, imaginándose un sabroso trío con pellizcos, raspones y costras.