Aunque el patrón formal de Caravaggio en los años en que irrumpió en la escena de la pintura manierista para aniquilarla fue el cardenal Del Monte, él no fue el mayor coleccionista de sus cuadros. Su sensibilidad alcanzó para descubrirlo, pero no para entender de lo que era capaz puesto a pintar con absoluta libertad y respaldo, como hizo una vez que tuvo un estudio en el Palazzo Madama y suficientes encargos para desplegar los poderes de sus experimentos visuales. En su hora debieron verse rarísimos esos cuadros de colores brillantes, en los que los personajes de la historia sagrada eran representados como los miserables que se apretaban en la Roma de fines del siglo XVI.
El banquero Vincenzo Giustiniani, cabeza de la Repostaria Romana y principal financiero de la corona francesa, debe haber visto los cuadros de Caravaggio en el salón de música del Palazzo Madama –era vecino y buen amigo del cardenal Del Monte– y, sin amenazar nunca su patronazgo, le fue comprando al milanés todas las piezas que tal vez fueran demasiado pobres en decoro para ser colgadas en las paredes de la casa de un prelado. Esas piezas, que ya empezaban a ser extremas desde entonces y que por tanto Del Monte no podía exhibir –acaso tampoco entender–, terminaron siendo muchas. Al final de la vida de Merisi, el cardenal tenía ocho cuadros pintados por él y el banquero quince.
La obra de Caravaggio fue sólo uno de los campos en que Del Monte y Giustiniani compitieron por la posesión de objetos que rayaban el límite de lo aceptable en la Roma contrarreformista. Si Del Monte compró el segundo telescopio producido con objetivos comerciales por su protegido Galileo Galilei, fue porque Giustiniani había comprado el primero. Tanto en las rumbosas fiestas del cardenal como en los cónclaves más bien espartanos del banquero, el punto álgido de la diversión llegaba cuando abrían la puerta de la terraza e invitaban a sus convidados a ver la luna tan de cerca como la debían ver los selenitas.
Del Monte y Giustiniani no pudieron haber tenido personalidades más opuestas. El banquero era un hombre largo y casado que se aburría muchísimo con las obligaciones mundanas impuestas por su trabajo de financiero del papa. Cuando podía, se escapaba a los breñales de Liguria a cazar gamos y jabalíes. Era seco, con esa cara afilada que denuncia a los auténticos predadores. Hablaba muy poco y leía mucho. Lo más opuesto imaginable a la exuberancia gelatinosa del cardenal. La amistad de ambos, además de ser genuina, era una alianza de fuego que les permitía operar cómodamente aunque por su filiación francesa fueran siempre minoría en el Vaticano.
Ambos eran amantes de las matemáticas y patrocinadores de tratadistas de las ciencias mecánicas. Los dos invirtieron tiempo y dinero en esa forma novedosa de la alquimia que no buscaba la transmutación de los metales ni el jugo de la juventud, sino el conocimiento de los materiales esenciales de la tierra –hoy la llamamos química inorgánica.
Si alguien piensa que los objetos del mundo están compuestos todos por el mismo grupo de sustancias y se desplazan sólo por razones mecánicas, es natural que encuentre en las uñas puercas de los santos y vírgenes de Caravaggio –unas uñas en el mundo y la Historia– una voz providencial: la voz de un Dios con más genio que capricho, un Dios distinto a Dios, remoto y desinteresado en exhibirse en milagros diferentes a la combustión o el equilibrio de las fuerzas; un Dios de verdad para todos: los pobres, los malvivientes, los políticos, los putos y los millonarios.
Caravaggio fue a la pintura lo que Galilei a la física: alguien que abrió los ojos y dijo lo que estaba viendo; alguien que descubrió que las formas en el espacio no son alegorías de nada más que sí mismas y eso es suficiente; alguien que entendió que el verdadero misterio de las fuerzas que controlan nuestra manera de habitar el mundo no estriba en que sean elevadas sino elementales. Del Monte y Giustiniani se rindieron ante Caravaggio. El banquero por efecto de los cuadros y el cardenal por el del hombre. Ambos vivían en palacios alzados frente a frente en la plaza que cerraba la iglesia de San Luis de los Franceses, donde están las primeras obras de arte público de Merisi.
En el momento de su salto a la fama, el artista milanés nunca tuvo que caminar más de trescientos metros para entregar el cuadro que acababa de terminar.