Un retrato que le hiciera justicia a Pío IV tendría que ser un retrato en la mesa –un cuadro de luz y sombra en el que estuviera presidiendo la gran cena del Barroco. Su papado fue, después de todo, el aperitivo de todas las hogueras de la modernidad.
En ese retrato justo de Pío IV, estaría sentado y con una copa de vino blanco en una mano y un puño de almendras en la otra. La sotana púrpura pringada de sal, la barba grasa por las rebanadas gordas de un salchichón de jabalí que se había comido. Junto a él, una mesa pequeña en la que también habría un plato de porcelana con lajas de atún. El papa, la comida, el vino. Pero habría más: la mesa estaría dispuesta en un patio. Sería de noche, habría antorchas, habría un ejército de servidores cuajados de terciopelos pendientes de lo que deseara Su Santidad. En este retrato, Pío IV estaría en las alturas, viendo arder Roma –la hoguera y la modernidad, la hoguera de la modernidad que se acomoda–, y luego Europa entera, las llamas, luz en su cara. Europa se había sobrecalentado con el descubrimiento y ocupación del Caribe, con la conquista de México y el sometimiento del Perú, las rebeliones de los obispos reformistas. Él, hombre práctico y de intenciones neutras, sólo había puesto la chispa que desató el incendio al dotar de estatuto de ley a los acuerdos del Concilio de Trento.
Sería mejor que no estuviera solo frente al infierno que le lamería las pantuflas de seda. Estaría con Carlo Borromeo, el ideólogo y máximo publicista de la Contrarreforma, y con el inquisidor Montalto, que la ejecutó a sangre y fuego.
Montalto llegó a pontífice bajo el apelativo de Sixto V –un nombre al revés y tal vez por ello reforzado para la Historia con un segundo mote: el Papa de Hierro. Borromeo no tuvo la dignidad imperial de sus interlocutores, pero fue la eminencia gris detrás de Pío IV y Gregorio XIII. Murió joven y llegó a santo inmediatamente después de su muerte. Su cadáver está enterrado bajo el presbiterio de la catedral de Milán en lo que hoy se llama Il Scurolo di San Carlo, en un sarcófago de cristal de Roca –como el de Blanca Nieves. Su escalofriante cuerpo momificado –una cosita negra y enmascarada, cubierta de joyas y mantos– puede ser visto si se pagan dos euros.
Para que los tres cardenales estuvieran reunidos en un retrato justo de Pío IV frente al incendio, habría que escribir aquí una razón. El papa, por ejemplo, pudo haber aprovechado que Borromeo dejara Milán por una visita de trabajo al Vaticano y lo habría invitado a que le contara cómo se reponía la ciudad de la peste. Montalto estaría atendiendo asuntos prácticos con el papa y se habría quedado a cenar con ellos.
O pudo ser Borromeo el que hubiera invitado al pontífice y al inquisidor a un cónclave íntimo en la loggia del Palazzo Colonna, que era la residencia oficial de los milaneses en la ciudad de los papas. Un cónclave secreto y faccioso de tres hombres que, aunque tuvieron derivas distintas, habían coincidido cuando articularon desde Trento la forma que tendría el siglo barroco que estaba por empezar. Eran hermanos de armas
Si el encuentro hubiera sucedido, por ejemplo, en el año de 1565 en que España tomó posesión de las Filipinas y el mundo se volvió por fin redondo, Pío IV, el mayor de ellos, estaría sintiendo el llamado de la muerte en los huesos, sus ojos lombardos transitando del azul tan plácido que los habitó siempre al transparente de los que ya dejan pasar las visiones. Sería, entonces, un último encuentro privado entre los tres. El papa tendría setenta y seis, la barba ya blanca, la respiración trabajosa por el sobrepeso que le habían dejado sus felicidades. Carlo Borromeo tendría veintisiete: flaco, fibroso, con su cara larga y mal rasurada de modelo del Greco. El cardenal Montalto, inquisidor todopoderoso con demasiadas cuentas pendientes, en la encrucijada brutal de los cuarenta y cinco años: demasiado viejo para todo, demasiado joven para todo. Durante la reunión descubriría que una vez que Pío se le muriera se quedaría al descampado en la curia romana porque había puesto tanto empeño en colgar, despellejar y descuartizar a media Europa, que no había tramado las relaciones políticas que le permitieran sobrevivir al relevo papal.
En este retrato justo de Pío IV con sus hermanos de armas frente al incendio estarían los tres de buen humor, en ánimo de sacar conclusiones. Los tres sentados en la ladera del monte Esquilino, en la loggia del jardín del Palazzo Colonna, viendo Roma desde el sitio en el que, para el siglo XVI, todavía estaban las ruinas del templo desde el que Nerón vio arder la ciudad. Estarían en la terraza, hechizados por la danza del fuego, los sirvientes y guardias entre las columnas derrumbadas y cubiertas de hiedra, la vegetación exudando sus aceites como una resistencia última e inútil al fuego contrarreformista que, finalmente, lo arrasaría todo.