El conquistador debió ser un hombre simpático a pesar de su estatura inmanejable de actor principal de la mayor epopeya de su siglo y tal vez la más revolucionaria de la Historia. Algo en ese destino lo atribulaba, confundía y distanciaba del mundo y, acaso por lo mismo, tuvo casi todo lo demás muy claro hasta el último día de su vida. Era práctico y gracioso a pesar de su amargura. Guardaba sus tormentos, que eran muchos, detrás de unos ojos borrados que la vejez no le ablandó.
Pasó sus últimos años lejos de los círculos nobiliarios de Sevilla, en los que habría sido adorado si sólo se le hubiera dado la gana de comportarse un poco y jugar el juego de la cortesanía. Pero era un hombre que había visto tanto que ni se le ocurría no rascarse el culo si le picaba.
No fue un eremita. Hacía en su casa de Castilleja de la Cuesta una tertulia con el barbero, el párroco, el panadero, el músico de la capilla y un poeta local –Lope Rodríguez– cuyo nombre ha sobrevivido gracias a que firmaba siempre como testigo en los asuntos del conquistador y que, al parecer, dirigía las lecturas de épicas clásicas de las que Cortés era un entusiasta siempre y cuando no las tuviera que leer él mismo. Probablemente ya estuviera ciego, pero también era un hombre que siempre tuvo algo de infantil y no resuelto. Como nuestros hijos cuando son chicos, prefería que le leyeran.
El conquistador fue, por ejemplo, un hombre de un solo caballo. Cuando el Cordobés con que entró a la ciudad de México se le murió ya viejísimo en Sevilla, lo enterró en su jardín. No se volvió a montar en ningún otro jaco desde que el suyo dejó de aguantarlo. Se entiende que aquel animal no era un medio de transporte, sino el azote de hierro que había multiplicado por miles el área del Sacro Imperio, pero aun así cuesta imaginar que si el conquistador de México iba por provisiones a la ciudad, lo hacía en la polvosa carretela del cura o entre las canastas del panadero.
El bardo Lope Rodríguez lo acompañó en su última salida de casa, tres meses antes de que la muerte lo alcanzara en paz y en la cama. La historia se conoce porque sobrevivieron varias cartas del poeta dirigidas a la viuda que se había quedado en Cuernavaca. Fueron a ver al banquero florentino Giacomo Boti, para que Cortés empeñara el último lote de joyas que le quedaba en España porque no tenía dinero para pagarle a su médico.
Cuando murió, sus pertenencias fueron rematadas en la escalinata de la catedral de Sevilla. El texto de la «Almoneda del Marqués del Valle», redactado en septiembre de 1548 para legalizar el remate, incluía ropa usada, un colchón de lana, dos estufas, dos sábanas, tres cobijas, una vajilla, un juego de cocina con jarras y ollas de cobre, una silla y dos libros. No hay ni una mesa ni las trabes de una cama en la lista: a los sesenta y siete años seguía comiendo y durmiendo como soldado a pesar de que está clarísimo que no era pobre: la dote de su hija Juana fue más que suficiente para comprarle al duque de Alcalá, que no era mala pesca para la nena de un insubordinado extremeño.
La sencillez de las pertenencias sevillanas de Cortés describe algo distinto a la pobreza: un ánimo de retiro, un desinterés general, el hecho de que era un hombre que ya no enfocaba la materia del mundo, quién sabe si distanciado por el recuerdo de su hora mitológica o por el rencor que le producía no haber vuelto a ocupar un cargo con verdadero poder burocrático desde que Carlos I –su pelota izquierda– lo hizo marqués y le quitó la capitanía general de México: una patada para arriba que no entendió hasta que, tras la concesión de su título, volvió a Nueva España y se dio cuenta de que ya sólo contaba como millonario.
La viuda de Cortés sí jugó a la corte, pero con desgano insultante y más bien para asegurar el futuro de su hija Juana. Nada permitiría decir, eso sí, que fue infeliz. A partir de que dejó el palacio de sus calores en Cuernavaca y se volvió con Juana a España, consideró que ya había cumplido con el mundo y se convirtió en un objeto suntuario: la persona a la que invitaban y besaban sólo porque era alguien a quien el conquistador se había cogido. Hablaba en bantú con sus esclavas, en nahua con sus damas y en español con nadie más que su hija –a los demás nomás les sonreía como si fueran personajes de un sueño que ya había durado demasiado. No terminaba de encajar en el presente de nadie porque en realidad era una pura representación del pasado: la señora Cortés, marquesa del Valle.
La espada, la lanza, el casco y el arcabuz que finalmente adornaron una de las paredes del cenador de la casa de los duques de Alcalá, fueron conservados, tras la muerte del conquistador, por el bardo Rodríguez, a la espera de que la viuda lo mandara llamar para que los llevara él mismo al palacio infinito de Cuernavaca.
Lope le escribió a la marquesa del Valle una epístola florida, impenetrable e idiota, en la que le sugería que le pagara el viaje a Nueva España para que, después de entregar las armas, él le contara pormenorizadamente los hechos de los últimos piadosos días de su marido. Junto con las armas, el bardo había rescatado el escapulario del conquistador y el escudo que Carlos I le había concedido a los Cortés siguiendo un horrendo diseño que don Hernán había propuesto, para ese efecto, desde México.