Terminado el primer intercambio diplomático, tan breve, el capitán mandó traer arcones para empacar los regalos de Carlos I en uno de los bergantines. Mientras los guardaban y notarizaban, se fijó en uno de los mantos. Le gustó porque estaba cargado de motivos: contaba una historia en la que había mariposas, plantas de maíz, caracoles, ríos, calabazas. Era un relato abigarrado y misterioso construido en colores pardos por un artista que podía bordar con una filigrana y una habilidad notables. Eso no ha de valer tanto, le dijo al soldado que hacía de notario, llévenmelo a mi casa cuando terminen. No tiene casa, le respondió el soldado. Pues háganme una, aquí, y señaló un lugar en el suelo. Los hombres, incluido Jerónimo de Aguilar, se voltearon a mirarlo. Y desembarquen al resto de la tropa, que hoy dormimos en tierra.
Para la noche, el manto pardo que el capitán había decidido quedarse ya encolchaba su hamaca, colgada entre dos de cuatro postes cubiertos por un techo de palma: la primera capitanía europea de la parte continental de América. Si Julio César viajaba con su biblioteca yo no tengo por qué no acampar con mi cobija, pensaba Cortés, mientras miraba desinteresadamente a Malinalli. Ella le trataba de explicar mediante gestos que aquello no era ni una capa ni una cobija, sino un manto mucho más valioso que la mayor parte de los objetos que habían notarizado, y que si Moctezuma había decidido halagar a su rey, era precisamente ése el objeto que le tenía que mandar; lo demás era carnada.
Se la cogió bajo el manto real de Moctezuma. Luego se tapó con él y durmió espléndidamente. Malinalli tardó unas horas más en conciliar el sueño, arrobada por el valor del objeto imperial que la estaba cubriendo. Se pudo dormir cuando entendió que en realidad dormir bajo el manto de un rey era su destino original.
El segundo día mexicano de Hernán Cortés fue lento y, debido a la obligación que le había impuesto a sus hombres de ir siempre con armadura, roñoso. Se la pasó caminando por las lindes de lo que en su cabeza ya era una villa extremeña o cuando menos cubana y en la de sus hombres un hervidero de serpientes y bichos gigantes que había que desbrozar sin que se entendiera bien por qué. El capitán estaba atufado, así que tampoco nadie se animaba a preguntarle las razones por las que había decidido sentar los reales de la expedición en lugar de continuar explorando la costa.
Cuando la avenida de lo que iba a ser el pueblo de la Villa Rica de la Santa Vera Cruz estuvo limpia y los pilotes de las barracas de la soldadesca alzados, el capitán mandó levantar un templo junto al tejabán en el que ya había dormido la noche anterior. El muro del altar debe ser de adobe, dijo, para que Aguilar pueda oficiar con dignidad. Acalló el conato de motín ordenando que bajaran de las naves también los barriles de cerveza que habían traído desde Cuba. Hoy cenamos en grande, añadió.
Había revisado sus provisiones y había notado que tenían para sobrevivir diez o doce días. Sin embargo, la tierra en que estaban era tan pródiga que podían gastar como si hubieran ganado algo. Para mejorar el festín, Malinalli consiguió en Chalchicueyecan, además de langostinos, dos indias dispuestas a echar tortillas para la tropa y pozol para hacer chocolate.
Cuando en la noche Cortés le preguntó cómo le había hecho para que los indios le cedieran todo eso, deslizó a través de Aguilar la idea que cambió el mundo: Les dije que estamos aquí para derrocar al tirano, que con nuestros caballos y sus flechas podríamos liberarlos del yugo de los aztecas.
En su tercer día mexicano Cortés ni siquiera visitó las obras del templo: se lo pasó hablando con los pobladores de la villa cercana en compañía de sus lenguas. Recorrió el pueblo completo, visitó sus cultivos y merendó con el cacique, que ofreció hombres para terminar pronto el templo. Cortés y Aguilar estuvieron de acuerdo en que esa oferta de mano de obra demostraba claramente la disposición de los primeros veracruzanos para abrazar la verdadera fe, a pesar de que el cacique, después de cederles el trabajo de su gente, les pidió encarecidamente que, a cambio, escondieran los caballos y amarraran a los perros.
Ya que oscurecía Cortés encontró a los expedicionarios de un humor peor que el de los días anteriores. Habían hecho más progresos trabajando menos gracias al arribo de los indios, pero la insalubridad de la región los estaba matando: ya había dos soldados con fiebres y un perro había sido devorado vivo por los insectos. Quién sigue, capitán, preguntó Álvaro de Campos.
Volvió a permitir que bebieran cerveza y se metió a su tejabán a hacer cosas con Malinalli. Esa noche ella le señaló que quería sacar el manto de la hamaca y colgarlo de los postes de La Capitana –así se llamaba ya su choza. No es que creyera que sus habitaciones fueran a mejorar con un adorno, pero así cuando menos su nuevo amo dejaría de manchar de semen y baba un objeto tan precioso. Él se alzó de hombros y dijo que hiciera lo que se le diera la gana, aunque se tapó con el manto. Ella entendió que había ganado la discusión de lo que ya se iba empezando a parecer más a un matrimonio que a un intercambio entre amo y esclava.
A la mañana siguiente Malinalli colgó la pieza apenas Cortés se fue a trabajar con sus hombres y los indios en la erección de la capilla. Su presencia en la obra seguramente amainó las críticas, pero no las expresiones de malestar: un español en desacuerdo es un español que bufa en cualquier circunstancia. Por la noche, el campo levantado y la cerveza corrida, Cortés le dijo a un soldado de nombre Alberto Caro: ¿Crees que se subleven si les pido que ahora hagan el portal de la capilla de piedra? La cerveza no va a durar para siempre, le respondió Alberto Caro. El pobre Aguilar no ha oficiado en un templo de verdad desde que lo agarraron los chontales; ¿no crees que valga la pena? Por mí Aguilar se puede regresar a la selva. Pero se mantendrían entretenidos. ¿Entretenidos, para qué?; lo que hay que hacer es subirnos a las naves y seguir explorando. El capitán se alzó de hombros y dijo: Mañana decido.
Esa noche encontró a Malinalli de un humor espléndido en La Capitana. Aguilar había aprovechado que todos estaban distraídos en el alzado de la capilla para bautizarla en los matorrales e imponerle el nombre cristiano de Marina. Le entregó un certificado de bautismo notablemente improvisado, pero no por ello menos válido, que ella, a su vez, le dio a su amo. Cómo que doña Marina, dijo Cortés cuando lo leyó. Mandó llamar al cura.
Él le explicó que la niña había sido princesa antes de ser la perra de sus pasiones y que la sangre real era la sangre real; que ahora que era bautizada ya no podía ser su esclava, aunque si querían podían vivir amancebados. Y eso qué, preguntó don Hernando. Ya te la puedes llevar de vuelta a Cuba y que tu esposa se joda, todo es legal. ¿Tú te irías con nosotros? Ni loco: me regresaría a Yucatán. ¿Te animarías a oficiar un tedeum en la mierda de capilla que te están haciendo esos incompetentes? ¿Un tedeum para bendecir qué? No te hagas. Yo hago lo que me digas.
De vuelta en La Capitana, Marina esperaba al explorador dispuesta a darle el único regalo que le podía dar en su calidad de recién liberta sin nada más que su cuerpo en el mundo. Estaba de pie, completamente desnuda e iluminada por la luz de una vela de cera de abeja con un cabo hecho con su propio pelo. La entrega, por tan voluntaria, le calentó muchísimo al conquistador, que de inmediato cayó de rodillas para olerle los muslos. Ella se sentó en la hamaca, abrió las piernas y adelantó la pelvis, para sentir su pelo facial en el sexo: seguía encontrando enloquecedora la atención de un hombre con barba. Le metió la mano en las greñas. A Cortés le encantaban las emanaciones de Malinalli porque era joven, se bañaba todas las mañanas y comía flores. Ella se tendió en la hamaca, tensándola, para que se le cociera el orgasmo: las piernas abiertas, los brazos extendidos, las tetas apuntando al techo de palma. Para venirse, enganchó las pantorrillas en los hombros del capitán, se dobló sobre él. Luego se volvió a extender en la hamaca. Fue hasta entonces que Cortés alzó la cara y notó el escándalo que se producía en el manto de Moctezuma cuando se lo miraba de rodillas y alumbrado por el cabo de una vela.
El género cuya filigrana había admirado tanto desde que decidió quedárselo, se había encendido. Las aves brillaban como con luz propia en su vuelo y la orientación de ese brillo correspondía con la del sol dibujado en el manto; las mariposas eran cada una de un color distinto, las mazorcas se agitaban en la brisa por efecto del titilar de la luz del cabo; lo que habían parecido calabazas eran las caras de hombres y mujeres mezclados en su terrenidad perfecta con plantas, caracoles y animales que antes ni siquiera había notado. Los peces ondulaban bajo el agua. Llovía. Te lo dije, le susurró Malinalli al oído en chontal. Le mordió la boca.
A la mañana siguiente el capitán se apersonó durante el desayuno de la tropa, que ahora ya incluía definitivamente a los indios que habían llegado sólo a trabajar como albañiles. Mientras enrollaba una tortilla con un batidillo de hormigas, flores y chile, dijo como si estuviera diciendo cualquier cosa: Hay que terminar hoy los muros de la capilla para que Aguilar pueda consagrarla; luego me embarcan los regalos del emperador rumbo a Cuba y nos ponemos a desarmar los otros diez bergantines. Los hombres desatendieron su comida –las hormigas escapando de los tacos– para verlo con los ojos pelones. Vamos a necesitar la madera y los fierros. Álvaro de Campos fue el único que se animó a preguntar: Para qué. Vamos a conquistar Tenochtitlán, pendejo.