Judit cortando la cabeza de Holofernes mide dos metros por metro y medio. Es un cuadro difícil de transportar, pero no lo suficiente para pedir ayuda: tomándolo por el poste inferior y recargando la trabe central en el hombro, sería posible llevarlo de un lado a otro de la plaza de San Luis de los Franceses en Roma. Cuando Caravaggio lo pintó, hizo exactamente eso: cargarse su cuadro al hombro en su estudio, cruzar el patio que separaba las habitaciones de servicio de la cocina, e ir de un lado al otro de la plaza para entregarlo en la mansión del banquero Vincenzo Giustiniani, que se lo compró.
Fue el último cuadro que Caravaggio pintó antes de convertirse en la mayor celebridad de los círculos del arte en Roma durante el complicado tránsito entre el siglo XVI y el XVII. Debió llevarlo antes de que la iglesia de San Luis de los Franceses abriera sus puertas para la primera misa: ya iba escandalosamente tarde en el encargo de La vocación y El martirio que iban a adornar la capilla de San Mateo en el templo. La fecha de entrega del contrato que había firmado con la Cofradía de Francia había vencido ya dos veces y la tardanza del artista había sido tanta que el cardenal Mathieu Contarelli, que había planeado la capilla en honor de su tocayo apóstol, ya se había muerto.
Caravaggio tenía razones para haber dilatado esa entrega: la decoración de la capilla de San Mateo era su primer encargo para un templo y quiso que esas dos piezas iniciales de arte público fueran obras maestras –lo fueron indiscutiblemente. Además entendía que la buena estrella que había alumbrado su carrera pasaba por la generosidad de Del Monte y Giustiniani, así que atendía primero las necesidades de sus mecenas que las de sus clientes.
La madrugada del 14 de agosto de 1599 en que Caravaggio transportó el cuadro sobre la decapitación de Holofernes del Palazzo Madama al del banquero, seguramente era acalorada, por lo que el artista no debe haber llevado la legendaria capa negra en la que aparece embutido en absolutamente todas las descripciones –y hay muchas– de sus detenciones en los precintos policiacos de Roma.
Merisi era un hombre extremo, desesperado. Entre el verano y el otoño de 1599 tuvo uno de sus periodos más productivos, por lo que debe haber estado nerviosamente sobrio cuando entregó el cuadro en el Palazzo Giustiniani –las ojeras rojas, la piel opaca, la mirada de extravío de los que han trabajado por días seguidos sin descansar. Caravaggio no dibujaba: pintaba directo con óleo sobre el lienzo y desconfiaba de la imaginación en que era pródigo el manierismo; representaba en su estudio, con modelos reales, las escenas que iba a pintar. Las elaboraba de un solo golpe, trabajando milimétricamente por días y con fuentes de luz controladas que imprimía en la tela tal cual las veía.
La escena en que Judit corta la cabeza del rey Holofernes sucede de noche, así que el cuadro debió ser trabajado con las ventanas del estudio bloqueadas y los modelos iluminados por velas. Lo más probable es que Caravaggio haya entregado la pieza en el momento mismo en que decidió que estaba terminada. Le urgía dinero para comprar los materiales que le permitieran ejecutar, ahora sí, los óleos monumentales de San Luis de los Franceses.
Debe haber cruzado la plaza rápido, a escondidas como iba, sin saludar a los vagos que lo habrían extrañado durante las noches que le tomó pintar el cuadro. Lo llevaría expuesto porque no podía ni protegerlo con una tela –un óleo tarda años en secarse– ni recargar la superficie pintada en el hombro. Una vez en la puerta del Palazzo Giustiniani, lo habrá bajado y, recargándolo en las punteras de sus botas para que no se ensuciara con la tierra del piso, habrá tocado la aldaba con una mano mientras equilibraba la pintura sobre el empeine con la otra.
Giustiniani era un hombre con horarios de cazador, de modo que a la llegada de Caravaggio debe haber estado en el despacho, viendo los cierres de cuentas de la tarde anterior. O en el patio mismo, cepillando las crines de sus animales antes de que los caballerangos los alimentaran. Ya habría tomado su taza de chocolate, el único lujo que se daba. Alguien lo habrá llamado, para preguntarle qué hacían con un loco que estaba ahí afuera con un cuadro horrible. Si estaba en el patio, probablemente haya sido una de las cocineras la que se adelantó con el anuncio: Es horroroso. ¿El cuadro o el loco? Los dos, pero más el cuadro. Denle algo de comer, que deje la pieza en la cocina. Y habrá corrido al studiolo a sacar la segunda mitad del pago de su secreter. La salida está registrada en sus libros con su propia mano: «Ago 14 / 60 scudi / Pitt Merixi.» Tal vez desde entonces haya empezado a acariciar la posibilidad de montar ese cuadro ahí, donde nadie más que él podía verlo.
Durante años se pensó que esa excentricidad –mandar pintar un cuadro para ser su espectador único– se debía a la violencia brutal que despliega el lienzo: la heroína jalando la greña del tirano con una mano mientras con la otra le rebana el pescuezo como si fuera un cerdo, la cabeza ya torcida porque está por desprenderse, los chorros de sangre, los pezones enhiestos, la excitación tan grotesca de la criada que hamaca una tela para recibir el despojo cuando ceda el último tendón. Esa explicación, sin embargo, no daría razón para el derrotero que siguió el cuadro: en algún momento Giustiniani se lo regaló –con todo y cortinas– a Ottavio Costa, otro banquero genovés, socio suyo en las inversiones vaticanas más cuantiosas y compañero de cacería.
No hay registro de la cesión del cuadro, pero terminó acompañando a otro, también comprado por Giustiniani originalmente, también de Caravaggio y también modelado por la misma mujer, en la colección que Costa dejó a su muerte.
En 1601 la célebre prostituta Fillide Melandroni, que sirvió como modelo tanto para Judit como para Magdalena en el cuadro de Marta y Magdalena, fue arrestada de noche en una de las accesorias del Palazzo Giustiniani; estaba en compañía de su padrote, Ranuccio Tomassoni.
Es muy probable que la piruja fuera amante de Giustiniani y que, a partir del escándalo que supuso que la arrestaran en las puertas mismas de su casa –una delación, seguramente; la venganza de un prestamista menor al que habrán dañado sus grandes operaciones–, él se haya tenido que deshacer de los dos cuadros en que aparecía.
La pérdida también debe haber sido dura para Caravaggio: no volvió a pintar a Fillide Melandroni después de ese arresto y ella fue, por mucho, su modelo más espectacular; más que una figura de belleza excepcional que posaba para él, era una colaboradora dotada de un sentido dramático único –ella fue también la Santa Catalina de Alejandría de la pintura monumental que se quedó Del Monte y hoy se puede ver en la colección Thyssen-Bornemisza de Madrid.
El padrote de Fillide, Ranuccio Tomassoni, fue, por cierto, el hombre al que Caravaggio asesinó en la cancha de tenis del Campo Marzio unos años después. Fue un asesinato cantado durante un lustro en el cual ambos visitaron con frecuencia los cuarteles de la policía romana para denunciarse cada uno al otro o ser arrestados por esas denuncias –todas relacionadas con griterías y navajazos cada vez más hondos. Seguramente las noches que Fillide pasaba en el estudio de Merisi no estaban dedicadas solamente a la gloria del arte y su cercanía no era sólo profesional, en los términos de los oficios de cada uno de ellos: ni él sólo la pintaba, ni ella se acostaba con él sólo por puta.
A algún nivel, Giustiniani y Caravaggio deben haber estado conscientes de que compartían a la misma mujer –que le pertenecía a Tomassoni. Además, el banquero era aliado político y compañero de disidencias intelectuales del cardenal Del Monte, que todo el mundo sabía que cada tanto abría su monumental culo cardenalicio para que Caravaggio se la metiera con esa hambre elemental que le habían dejado sus años de miseria. Nunca las relaciones entre política, dinero, arte y semen fueron tan estrechas y turbias. O tan desfachatadamente felices, tolerantes y fluidas. Giustiniani le tiraba a los jabalíes lombardos, Caravaggio a su cardenal veneciano, Fillide a ambos. Todos contentos.
Ésos fueron también los años en que Merisi descubrió el claroscuro con el que cambió para siempre la forma en que se puede habitar un lienzo: aniquiló los inmundos paisajes manieristas –los santos, vírgenes y hombres ilustres posando con miradilla inteligente y detrás de ellos los campos, las ciudades, los borreguitos. Trasladó las escenas sagradas al interior para concentrar la atención de los espectadores de sus cuadros en la humanidad de los personajes. Fillide fue el vehículo que utilizó para mover la máquina del arte un paso adelante. No una santa siendo una santa, sino una mujer despojada de atributos superiores y en acción; una hembra pobre, como debía serlo para que el credo contrarreformista tuviera sentido –hasta Caravaggio, las figuras bíblicas eran representadas como retratos de millonarios: la riqueza de sus vestidos reflejo de una bonanza espiritual.
Un santo afluente y con paisaje es la representación de un mundo tocado por Dios; un santo en un cuarto es la representación de una humanidad a oscuras cuyo mérito es que, a pesar de ello, mantiene la fe; una humanidad material, olorosa a sangre y saliva; una humanidad que ha dejado de ser espectadora y hace cosas.