El 17 de septiembre de 1599 Caravaggio terminó El martirio de San Mateo. Llevó el cuadro –un puro vórtice de violencia sin sentido y arrepentimiento– a la sacristía de San Luis de los Franceses y estableció una fecha para la entrega de la segunda de las tres pinturas que adornarían la capilla del patrono de los contadores y los que recolectan impuestos: el día 28 del mismo mes. Como la entrega del segundo cuadro supondría, por fin, la posibilidad de inaugurar la capilla –consagrarla, traer al papa al primer oficio para que afirmara su ecuanimidad en el eterno conflicto entre España y Francia–, firmó con sangre una adenda al contrato, asegurando que esta vez sí entregaría a tiempo. A cambio de la entrega de La vocación de San Mateo, le pagarían los segundos 75 escudos de los 150 –una fortuna– que ganaría por toda la decoración de la capilla cuando entregara el tercer cuadro, con mayor margen de tiempo.
Legendariamente, Caravaggio no durmió en los once días que le tomó pintar el cuadro, que por supuesto no había comenzado cuando firmó la adenda. Tampoco durmieron sus modelos reconocidos, que fueron: Silvano Vicenti, afilador de cuchillos; Prospero Orsi, soldado; Onorio Bagnasco, mendigo; Amerigo Sarzana, soplaculos; Ignazio Baldementi, tatuador. Aunque Caravaggio tuvo el buen gusto de utilizar para el modelo de Jesús de Nazaret a un desconocido, el escándalo fue mucho porque los demás actores del drama sagrado eran pequeños criminales y holgazanes que merodeaban todos los días por las canchas de tenis de la Plaza Navona. No pasó nada, más allá de que circularon rumores sobre la ira de los cofrades de Francia. Los cuadros eran simplemente magníficos, el papa ya estaba convocado para la consagración de la capilla y el artista todavía estaba protegido por el poder infranqueable del cardenal Del Monte y Giustiniani.
El tercer cuadro, que entregó mucho más tarde y se llamaba San Mateo y el ángel, le pareció ya intolerable a la Cofradía: en él, el santo fue representado como un mendigo perplejo; un serafín le guía la mano con que escribe el Evangelio. Se lo devolvieron. Ése fue el primero de muchos rechazos que Caravaggio recibiría por pintar lo que se le daba la gana y no lo que esperaban de él sus patrones y los círculos iluminados de la ciudad. Tuvo que rehacerlo y si no se metió en más problemas fue porque Giustiniani le compró la pintura despreciada por la Cofradía.
El San Mateo y el ángel, que la curia franca consideró inaceptable y se quedó el banquero, fue el mejor cuadro de una tríptico de obras maestras y la joya real de su colección. Hoy sólo se puede ver en foto y en blanco y negro: estaba en el Kaiser-Friedrich-Museum de Berlín cuando lo bombardearon los aliados en 1945.
La vocación de San Mateo mide 322 por 340 centímetros. Es una pintura casi cuadrada que, como El martirio y San Mateo y el ángel, en realidad debió ser un fresco, pero como Caravaggio era un artista de método y su método requería de un cuarto oscuro, fuentes de luz controladas y unos modelos que, más que posar, actuaran la escena, se salió con la suya.
Habría sido imposible que el artista cruzara la plaza cargando él solo el cuadro que era, en realidad, toda una pared, pero como la entrega suponía el inicio de las pompas para la consagración de la capilla, debe haber sido aparatosa y ceremonial, de ese modo irritante en que el artista entendía la cortesía –si es que se puede llamar cortesía a sus maneras apenas controladas de asesino.
Hay que imaginarse a Caravaggio saliendo de su estudio en la madrugada, después de once noches sin dormir y encerrado ahí con siete varones más bien salvajes. Las ojeras, el hedor, la mandíbula apretada de los que están por perder la razón por agotamiento, la impaciencia con que habrá tocado la puerta de la sacristía para preguntar a qué hora entregaba el cuadro.
La vocación de San Mateo ya tiene todos los elementos que serían la insignia del artista y representaba, por mucho, la obra de arte más revolucionaria que se había visto en un templo romano desde la inauguración de la Capilla Sixtina. Como Caravaggio lo sabía, citó el fresco de Michelangelo con elocuencia: la mano con la que Jesús de Nazaret señala al cobrador de impuestos es exactamente la misma con que Dios toca al Hijo del Hombre en los altos vaticanos.
Como en casi todas las pinturas sagradas posteriores de Caravaggio, en La vocación la mayor parte de la superficie del cuadro está vacía. Una habitación oscura cuyos muros negros –que debieron ser los de su estudio– apenas se interrumpen en una ventana cuyos vidrios han sido opacados. La única fuente de luz no aparece dentro del cuadro: es una claraboya apenas abierta por arriba de la cabeza de los actores. Pedro y el Mesías, casi en tinieblas, señalan al cobrador de impuestos, que los mira sorprendido en compañía de cuatro compinches vestidos lujosamente y ocupados en contar monedas con una atención pecaminosa. Los trajes de Jesús y su pescador son tradicionales: mantones bíblicos. Los recaudadores de impuestos, en cambio, están sentados y vestidos como se debieron haber vestido y sentado los prestamistas de Giustiniani en la parte baja de su palacio, abierta a los clientes que utilizaban las mesas de cambio.
Caravaggio, que no era un hombre modesto, debe haber anunciado, agitado todavía por el demonio feliz de los que han resuelto un enigma, que lo que iba a entregar era su mejor cuadro hasta la fecha, mejor que Santa Catalina de Alejandría, le debe haber insistido a un sacristán en calzones y con el pelo pegado. Debieron pactar que llevaría el cuadro al mediodía, cuando la curia francesa completa –y no sólo el anciano ya medio tarado que oficiaba la primera misa– pudiera estar presente y en perifoles.
Tal vez hayan sido los dos actores más jóvenes del cuadro –el tatuador Baldementi y el soplaculos Sarzanaquienes cargaron La vocación de San Mateo en el estudio, cruzaron el patio y, en lugar de salir por la puerta de la cocina o la de abasto, como siempre, lo sacaron por el portón principal, atendiendo a las instrucciones tiránicas de un Caravaggio febril. Seguramente afuera los esperaban los demás actores de la pintura, todavía vestidos en personaje. El soplaculos y el tatuador deben haber cruzado la plaza, ya retacada de feligreses y comerciantes, ovacionados por los que se hayan emocionado pensando que lo que estaba sucediendo era de verdad importante –lo era, pero no lo podían saber porque el futuro no puede recordarse. Al frente de ellos iría partiendo las aguas el artista, orondísimo. El soldado Prospero Orsi era un hombre de personalidad expansiva, con poca resistencia a la fatuidad y la gloria ganada con trampa. Seguramente en algún momento del cruce de la plaza mandó parar a sus colegas actores y pidió que representaran de nuevo la escena frente al cuadro mismo.
La gente que estaba a las puertas del templo –el sacristán, los acólitos, los curas– debe haber visto pasar la pintura con el susto de los que vieron por primera vez una película de cine proyectada en una pared o la mesmerización babosa con que mi hijo mayor y yo vimos el despliegue temprano de un televisor de alta definición en una tienda de electrónicos. La pintura debe haber sido dispuesta recargada en el altar, en lo que los albañiles preparaban su montaje en el muro. A los curas les tiene que haber inquietado –antes de que les empezara a molestar– que el chico al que habían visto tantas veces limpiarse la mierda de la naricita en los aseos de la casa curial de Francia estuviera ahí, dentro de la parroquia, repetido y en atuendo de banquerito. Pero esto es sólo una conjetura: los especialistas en cultura material de settecento han debatido sin fijar hasta la fecha qué era exactamente lo que hacía un asciugaculi. Páguele al señor para que ya se vayan, debe haberle dicho nerviosamente el cardenal de Sancy al sacristán.