Antes de comenzar el segundo lance, el español se acercó a su juez de cancha. Es un jugador de fuerza y conoce el campo, dijo el noble; ganaste el primer punto porque no esperaba nada de ti. Soy más joven, respondió el poeta, puedo jugar a fuerzas. Pero tienes una pierna corta. El factor sorpresa. Y el doble de esfuerzo. ¿Achico? Te va a reventar con esas líneas que saca. Lo corto. Sería ponerlo todo en manos del azar; mejor cánsalo, se le nota que no resiste, ve punto a punto: atrás, adelante, juega las esquinas. El poeta bufó, se limpió el sudor de la frente, puso los brazos en jarra mirando al piso, como si esperara una opinión más clara. Tal vez si no hubiera estado arrastrando una resaca la perspectiva de un partido como ése le parecería menos irremontable. Va a estar muy cerrado, dijo. La otra es que te retires, dijo el noble, pero la idea del duelo fue tuya. El poeta miró al suelo: También podemos sacar las espadas, acabar rapidito. El duque negó con la cabeza: Otro escándalo no, y con el fierro es un mulato. El poeta gruñó: Hasta ahora no he perdido. Por eso. Está bien, voy por puntos. Antes de regresar al campo dijo: ¿Notaste que no hablan? ¿Quiénes? Él y su padrino. Al duque no le pareció importante: ¿Y? Anoche tampoco hablaban, creo que no son ni amigos, míralos. El contrincante ni siquiera se había acercado a la galería. El matemático perecía concentrado en las motas de polvo que flotaban por el aire.
Las miradas de ambos derivaron naturalmente hacia el rival. La seriedad de su gesto no aligeraba las cosas. El artista estaba menos seguro que antes, pero eso, claramente, espoleaba su ambición. Ya no era cosa de vida o muerte, sino de victoria y derrota –valores mucho más complejos y duros de llevar porque el que pierde un duelo a espada no tiene que vivir con ello.
El poeta se dio tiempo de estudiar a su contrincante. Era un hombre lívido, con el pelo negro azabache desmadejado por todos lados. Tenía las cejas pobladas y la barba gruesa, rodeando desordenadamente una boca roja y oscura que parecía un coño. El poeta entrecerró los ojos para enfocarlo. Era fuerte, sólido como un soldado a pesar de su apariencia general de hombre plagado. Un muerto de los tercios napolitanos que regresara a jugar una última partida de raqueta para demostrarle quién sabe qué a los vivos. ¿Será así de macilento siempre o es sólo la resaca?, le preguntó al duque. ¿Quién? El artista. No sé, estaba estudiando más bien a su juez, le dijo, fíjate. El hombre, solo y sentado en la galería, revisaba el campo, recorriéndolo con fijeza inquietante en la mirada. Movía los labios. ¿Qué hay que verle? Es un profesor famoso. ¿Y? No es ningún idiota, el hijo de puta está contando algo: ve la cancha como si fuera una mesa de billar. El poeta integró un gargajo y se alzó de hombros. Lo soltó. Vamos.
Tomó la bola del suelo y gritó: Tenez? El monstruo lo miró como desde el otro lado del río de los muertos y confirmó sin sonreír. Se sopló el pelo que le tapaba el ojo izquierdo. Tenía la frente perlada, no de sudor, sino de grasa. Ya plantado en la línea de saque, el español notó que su contrincante y su juez de cancha sí se comunicaban: el profesor elaboraba secuencias de números con los dedos, orientando sus puntas a veces hacia arriba, a veces hacia abajo, a veces a hacia su propio cuerpo. Le señaló el ejercicio a su propio juez, apuntando a los italianos con la raqueta. El duque apretó la mandíbula, inquieto. Rebotó la pelota en la raya, la lanzó al aire: Tenez!
El saque fue mediocre y el retorno salvaje. El artista tomó la pelota de aire y la acomodó, con una fuerza de animal, justo en la cara del poeta, que por más que trató de protegerse recibió el impacto entre el cuello y la mejilla. Quindici-Amore, gritó el profesor clínicamente, con una voz aguda como de vendedor de mercado, pero sin asomo de sorna.
El poeta, adolorido por el pelotazo, agachó la cabeza. La alzó con cuidado para no marearse y, sobándose, miró a su contrincante en busca de una explicación: nunca había visto nada así. El artista juntó las manos en torno al mango de su raqueta, como si rezara. Con el gesto se disculpaba y asumía que había perdido el punto por faltar a la regla de caballerosidad. El duque alzó la piel que ocupaba en su cara el sitio en el que van las cejas de todos los demás. El poeta se apretó la sien entre el dedo corazón y el pulgar, luego recogió la pelota y, sin sobarse, regresó a la línea de servicio. Su padrino pudo reconocer que estaba desconcertado por la seriedad con que preparó el nuevo saque: respiraba muy hondo. También notó que escupía en la pella tal vez con menos discreción de la que ameritaría un juego como ése. Nadie se quejó.
Tenez! Acomodó la pelota en el filo de la cornisa, muy cerca del cordón. Gracias a la saliva el rebote salió raro. El lombardo ni siquiera fue por él a pesar de que claramente lo habría podido alcanzar. Esperó a que la pelota dejara de rodar, la levantó y la secó en sus calzones antes de devolverla, acusando la trampa del español, pero sin quejarse. El gesto surtió efecto: una cosa era faltar a la regla de la caballerosidad como un macho desbocado y otra hacer trampa a escondidillas, como una monja. Al poeta le supo mal ser sí mismo. El duque no cantó el punto. Se repite, gritó.
Botó la pelota en la línea, la lanzó al aire. Tenez! El artista esperó a que cayera del tejado y tomó trescientos sesenta grados de impulso con el brazo antes de encajarla en su raqueta como si fuera un clavo en la muñeca del Cristo. La pella fue otra vez directa a la cara del poeta, que la recibió en la coronilla gracias a que había alcanzado a encorvarse un poco. Trenta-Amore!, gritó el profesor.
El español se incorporó con lágrimas en los ojos y sobándose la cabeza. Al recoger la pella sintió un mareo. Se acuclilló y se sobó la nuca. Ni siquiera quería mirar hacia el otro lado de la cancha: una sonrisa de cualquiera de las bestias que acompañaba a su contrincante y corría por su espalda. Qué es esto, le preguntó con un tono opaco al duque mientras se incorporaba. Estás ganando el juego, macho, sigue. Qué hago. Nada, sigue sirviendo y la victoria es tu venganza.
Tenez! La pelota llegó al lado del artista como un regalo: rebotó dos veces en el techo de la galería y cayó en el centro del campo, flotaba como una pluma. La sintió de vuelta cuando se le clavó como una piedra en el nido de los huevos. Ni siquiera la había visto. Se cayó sólido al suelo, como un bloque de cantera. Escuchó desde un mundo hecho polvo que el matemático gritaba: Amore, amore, amore, amore; vittoria rabiosa per il spagnolo.
Incluso el duque estaba doblado por el tremor de las carcajadas cuando el poeta levantó la cabeza. Ni hablar de su contrincante, de San Mateo, del matemático y los demás vagos que se sobaban el estómago y se recogían lágrimas de risa.