Decir que en el segundo juego el artista machacó al español sería decir poca cosa. El poeta apenas pudo cavar un punto a pesar del esfuerzo sobrehumano con que perseguía la pelota, tratando desesperadamente de enfriar a su contrincante. El lombardo flotaba por el lado de la defensa con la gracia implacable de un reloj de carne. Durante el cambio de cancha el pintor había sido centrado por un aura de precisión y fuerza que de pronto había dejado al poeta con la certeza de ser un advenedizo, un dormilón, un recién llegado a todas las lides. Se sentía grave, envejecido, untuoso; más español que nunca, poseído por la cojera que de pronto se había convertido en todo el universo: le faltaba un tercio de cuarta en la pierna derecha y ese tercio era el sitio donde el pintor estaba poniendo la pelota una y otra y otra vez. No era que estuviera haciendo nada mal: era que el artista estaba siendo víctima de uno de sus raptos de perfección. Qurantacinque-quindici, volvió a gritar el matemático. El duque ya se había olvidado de que él también tenía derecho a cantar los puntos y hasta a disputarlos: no podía usar la boca más que para tragar saliva.
El matemático no era un hombre ni de canchas ni de grescas. Tampoco era aficionado al sexo entre varones. En el palacio del obispo sodomita en cuyas habitaciones se quedaba cuando el trabajo lo conducía a la ciudad de los papas, resolvía una comezón. Eso era todo. Eso y el hecho de que el artista que tenía su apartamento y estudio en los fondos del palacio había movido algo en su centro de gravedad desde que le fue presentado como la adquisición más reciente del cardenal. Lo encontraba al mismo tiempo bestial e indefenso, frágil tras su armadura de grasa, aguardiente y mala leche. Le encantaba que fuera un hombre sin terminar, una creatura contradictoria que igual seguía bebiendo sin inmutarse después de rajarse la cara con un desconocido en un burdel que, cuando volvían por la noche al palacio, se postraba en el suelo para quitarle las botas y pasarle la lengua devotamente por el empeine de los pies. No había conocido ni iba a conocer a ninguna persona tan límite, a pesar de que en los años tan duros en que lo persiguió la Inquisición sería entrevistado mil veces por los curas más pervertidos del mundo. Tampoco era que el profesor tuviera grandes pruritos sobre el ejercicio de la sexualidad: le parecía que en términos de textura y presión, no había gran diferencia entre el coño de una borrega madurita y el culo del artista más grande de todos los tiempos, así que igual se lo tiraba en nombre de la experimentación científica.
Y estaban los cuadros. Nunca había visto nada como esas pinturas ni en su Pisa de nacimiento ni en la Florencia en que había estudiado ni en Padua, donde daba clases y mantenía a una mujer que tampoco difería tanto de una borrega madurita o un gran artista salvo porque ella sí le daba hijos.
Era como si el espíritu completo de los tiempos que corrían tuviera su casa en el puño del artista: la oscuridad, la resequedad, la dignidad pobre de los espacios vacíos. Cuando el año anterior había visitado Roma para hacer un examen de oposición para La Sapienza, el matemático le había confesado al cardenal que prefería quedarse en la Universidad de Padua: Roma es una ciudad chimuela, le dijo, llena de solares, medio vacía como los cuadros de tu pintor.
El profesor venía de una familia de la baja nobleza toscana. Su padre era también matemático, pero refinado por la abstracción de la música en lugar de la rudeza de los materiales y sus movimientos: era laudista. Se había hecho amigo del cardenal en el seminario, donde ambos alternaban en una orquesta papal –el futuro ministro para abrirse camino en los salones de la curia y el futuro matemático para ganarse unas monedas que hicieran una diferencia en su bienestar.
A diferencia del cardenal, a quien la religión le dio siempre lo mismo –entendía que su rol en la Iglesia era político, así que ni siquiera oficiaba nunca–, el padre del profesor había dejado la carrera de sacerdote en una crisis de fe y había educado a sus hijos lo más lejos posible de la jerarquía católica, en la ciudad de Pisa, donde por entonces corría el aire tolerante de la República Serenísima de Venecia. El cardenal y el laudista mantuvieron el cordón misterioso de la amistad atado toda la vida gracias a la costumbre de tocar juntos cuando se veían.
Cuando el profesor quedó huérfano, el cardenal lo mantuvo bajo su protección aunque fuera de manera remota. Se había prendado ya para entonces de la inteligencia desafiante y descomunal del hijo mayor de su amigo y lo apoyó más allá de la deuda de amistad durante su ascenso por las escaleras tan empinadas de la cátedra universitaria.
Durante sus estancias en casa del cardenal, el matemático evitaba en la medida de lo posible el desfile de celebridades que visitaba a diario sus salones, los banquetes interminables, las reuniones musicales que comenzaban en la apreciación de los laúdes y terminaban en lujuriosos bailes de parejas formadas por obispos guangos y seminaristas de vientres apretados –muchachos que, después de todo, ya llevaban faldas desde que llegaban. Generalmente se escabullía temprano y, antes de pasar a su habitación, bajaba a los cuartos de la servidumbre a ver si encontraba al pintor trabajando o a punto de salir a incendiar la noche con su corte de bandidos y pirujas. Le divertía más la barbarie de esas juergas.
Si el artista estaba trabajando en un cuadro, no salía a la calle, así que lo podía ver concentrado en copiar un solo dedo del pie de uno de sus modelos, a los que sometía por horas a permanecer quietos a la luz de las velas. Ésas eran sus noches romanas predilectas y las únicas situaciones en que podía conversar sobriamente con el milanés. En los viajes en que lo encontraba ocioso y sin encargos, disfrutaba también de su glotonería de miserable. Había una franqueza fúrica en sus correrías nocturnas, una ira que luego se imprimía en sus pinturas.
Fue en uno de los banquetes del piso de arriba, del que no pudo escaparse temprano, donde el profesor vio la más hermosa de las prendas cardenalicias que iba a ver en su vida: una mitra de colores iridiscentes que un obispo ultramarino le había mandado a un papa, para que se la pusiera en las sesiones del Concilio de Trento. La mitra había sido exhibida en la cena no como una obra de arte ni como la reliquia de un momento de escisión en la historia de la Iglesia de Roma, sino como un objeto de suntuosidad tan extrema que era casi sórdida: una prenda de burdel arzobispal. Aun puesta en ese contexto, el matemático la encontró alucinantemente hermosa por la forma en que regresaba la luz de las velas: estaba hecha con un material iridiscente que desconocía.
Al día siguiente fue a estudiarla al despacho del cardenal que la había mostrado. En cuanto la tuvo en las manos se dio cuenta de que las representaciones del divino verbo y la crucifixión que la adornaban no estaban pintadas sobre raso, como había supuesto, sino hechas con plumas; se parecía más a un retablo de filigrana minimísima que a un óleo. De dónde salió esto, le preguntó al cardenal. De un lugar que se llama Mechuacán, en las Indias, le respondió. Quién es el artista. Unos indios de ahí. Le dio un par de vueltas, la recordaba más brillante. Aunque la factura del objeto era asombrosa de por sí, la noche anterior había tenido la sensación de que emitía luz, por lo que le decepcionaba un poco descubrir que aquello había sido una suerte de alucinación. Por qué no brilla como anoche, preguntó después de sopesarla y olerla. Es un misterio de los indios: sólo se enciende con la luz de las velas. A pesar de la remolonería del cardenal, el matemático consiguió que se la prestara por unas horas para estudiarla con los lentes cada vez más poderosos que estaba desarrollando. La devolvió al día siguiente, reconociendo que estaba muy impresionado.
El profesor nunca escribió una teoría de la luz similar a la que sí terminó sobre las trayectorias de las balas –una teoría que le resultaba utilísima al artista para ganar dinero en las canchas de tenis de la plaza. Se quedó con ganas de escribirla. En una carta a Piero Dini de 1615 le contó sobre las plumas iridiscentes de las Indias y sobre una piedra fosforescente que había conseguido a gran costo en Padua. Después de sus años de cárceles, confesó en otra carta que habría resistido toda otra vida a pan, agua y rejas si eso le hubiera permitido desarrollar mejor sus ideas dispersas sobre el flujo de la luz.
Es el puto matemático, le dijo el duque al poeta cuando se terminó la carnicería del segundo juego. ¿No viste cómo se la pasaba sumando todo el primer parcial?, quién sabe qué fue lo que le dijo durante el cambio de cancha; encontró el lugar en el que no alcanzas. El poeta alzó las cejas: No me había dado cuenta, dijo.