La descripción de una obra de arte, como la de un sueño, detiene y vuelve decrépito un relato. Una obra de arte sólo sería contable si modificara la raya que va dibujando la Historia, y si una obra de arte, como un sueño, vale la pena ser recordada, es precisamente porque representa un sitio ciego para la Historia. El arte y los sueños no nos acompañan porque tengan la capacidad de mover cosas, sino porque detienen el mundo: funcionan como un paréntesis, un dique, la salud.
Tal vez valdría la pena hacer un viaje con siete paradas para ver las siete mitras del taller de don Diego Huanintzin en los museos que las tienen desplegadas. Una está en la catedral de Toledo, otra en el Museum for Volkerkunde en Viena, otra en El Escorial, otra en el Museo de Plata de Florencia y otra, la que vio Caravaggio, en la Veneranda Fabbrica del Duomo de Milán. Las más maltratadas están una en el Museo Textil de Lyon, en Francia, y en la Hispanic Society of America de Nueva York. Son siete bonetes episcopales alucinantes en los que se representan escenas de la crucifixión maceradas por el cerebro retacado de hongos de un grupo de indios de Michoacán. Salvo una, que representa el árbol genealógico de San José, en las otras seis hay un emblema formado por los monogramas IHS y MA, que eran la representación gráfica de Jesús y María. En todas la M ocupa el espacio central de la pieza, con un Cristo crucificado como en un árbol del que se derraman sus atributos.
La mitra que Paulo III le heredó al papa Pío IV y él le regaló a San Carlo Borromeo en la loggia de los Colonna; la que Federico, el primo del santo, llevó a Roma para oficiar en los ritos de cuaresma que le tocaron inmediatamente después de llegar refugiado al Palazzo Giustiniani, es, probablemente, la mejor conservada de las siete. Además de los motivos tradicionales del culto pascual –la columna, la escalera, la lanza, el Calvario, la corona de espinas–, la mitra de Carlo Borromeo está decorada con motivos que le debieron parecer de otro mundo al santo porque lo eran: aves, árboles, nubes, creaturas voladoras casi angélicas, rayos que traman y sostienen a las figuras católicas clásicas como lo que eran en el México de entonces: imposiciones comedidamente aceptadas pero superficiales, cuerpecitos montados en un sistema neurológico que veía la trama del mundo de otro modo, un mundo y las instrucciones que hay que seguir para poder verlo. El hijo alzándose en el monograma de la madre no como carne torturada en la Historia sino como un pájaro que se eleva para seguir al sol porque murió en combate. Las flores, las semillas, las aves, no como adornos sino como las sílabas de un universo en el que lo terreno y lo divino no están separados más que por el velo diáfano de una conciencia abatible. Los ángeles derramando estrellas como semillas.
En la mitra de Carlo Borromeo el mundo está lleno de todo el mundo y sus colores tienen una intensidad simplemente inimaginable para el ojo europeo de su tiempo. Hay que pensar en Caravaggio admirando la filigrana cuando entró a trabajar al studiolo del cardenal de Milán en Roma, descubriendo con sorpresa que el dibujo no estaba pintado sobre la tela, como le había parecido en una primera impresión, sino hecho de otro material, orgánico y palpable, que modificaba sus tonos según se le pasaba el dedo por encima: un rayo de luz el caminito por el que se había acariciado las plumas.
Vasco de Quiroga ya había visto muchas piezas de arte de amatequía cuando don Diego le enseñó las mitras, pero todas las piezas que había visto antes habían sido diseñadas por frailes; los indios sólo las coloreaban. En el taller y alumbradas sólo por las velas, abiertas de cuajo gracias a los hongos, las mitras eran para Quiroga siete fuegos vivos, un despliegue de luz que ondeaba de acuerdo con la respiración de los dioses que, callados e indiferentes, seguían –siguen tal vez– tejiendo los hilos del tapete que nos sostiene.
Caravaggio debe haber pensado, cuando después de las cuatro de la tarde el sol romano se metió directamente por la ventana, que tenía que suspender su representación del muro del studiolo de Federico Borromeo en el cuadro de la canasta de fruta. Debe haber tomado un poco de distancia para volver a ver su trabajo del día mientras enrollaba los pinceles en un paño. Luego debe haberse limpiado los dedos en los pantalones. Entonces, hipersensible como era a las refracciones de la luz que perseguía incansablemente en su estudio cerrado y negro, debe haber notado que la mitra estaba cambiando sola de color, como si estuviera viva.
Vasco de Quiroga pasó los ojos expandidos por el efecto de los hongos por la superficie de las siete mitras. Sentía la caricia de las plumas en las pestañas y podía ver cómo el mundo representado ahí se animaba como un panal en el que estaba todo y todo se desplazaba por el camino correcto. Las aves volaban quietas, los ángeles arrojaban para siempre semillas de estrella, el hijo se alzaba aprovechando el impulso de la vagina sagrada de la tierra. Eligió la mitra que luego vio Caravaggio, la tomó, y dijo: ésta se la voy a entregar yo mismo al papa Paulo.
Caravaggio alzó las manos y tomó la mitra de la repisa en que estaba asentada. El dorado del pentagrama con las letras IHSMA le estalló en las pupilas, las figuras vestidas de azul de los santos jalando sus ojos hacia todos lados, enseñándole a ver de un modo más grande. Sacudió la cabeza, como para extraerse de un sueño. Movió la mitra hacia el sitio donde pegaba la luz directamente y entonces se encendió toda. El rojo, pensó, enfocándose en destramar el misterio del fuego que no quema, la iridiscencia que no deslumbra. El rojo, le dijo Vasco de Quiroga a Huanintzin. Las figuras de colores son lo que se mueve bajo los ojos de Dios, pero la trama roja de abajo es Dios, sus instrucciones. Ándele, le respondió el amateca.
El poeta abrió los ojos. Lo veía todo rojo, se tocó la parte de la ceja en que le había pegado la pelota. Estaba abierta. Sintió un revuelo de gente alrededor. Levantó la mano y abrió la palma para señalar que estaba bien.
Caravaggio ladeó la mitra, vio que las figuras se animaban. Las caras hacían gestos, el Cristo se alzaba en un ejercicio de natación celeste que era su salvación y la de nadie más, la salvación de los que mueren en combate, cualquiera que ésta sea –esta novela es el combate. Entrecerró los ojos y sólo así pudo enfocar el fondo de hojas y ramas rojas que enlazaba el resto de las imágenes. El que hizo esto, pensó, puede leer el plan de Dios. Cuando se hizo un silencio, el poeta dijo: Voy a seguir. Había entendido que no estaba jugando un juego de raqueta, sino un sacrificio. El indio sonrió mostrando unos dientes que al cura le parecieron claramente de guerrero. El rojo es la sangre de la tierra, las venas del mundo, dijo el obispo, el plan de Dios. Los honguitos ayudan, dijo don Diego. Siguió: Llévate una para don Zumárraga, para que sí te mande a ti a ver a Su Castidad: eres el que mejor puede hablar por nosotros. El poeta se alzó y recogió la bola y la raqueta, las figuritas que se retiraban respetuosamente de la cancha nadando en un manto rojo. No era un juego. Alguien tenía que morir al final e iba a ser el joven que fue él mismo esa mañana; renacería el católico recalcitrante, el antisemita, el homófobo, el nacionalista español, el malo de los dos que era él mismo. Palpó el escapulario. Todo rojo. Caravaggio se derrumbó en la silla del escritorio de Federico Borromeo. Recorriendo la arboladura del fondo rojo de la mitra, sentía que podía escuchar la súplica de un alma antigua, un alma de un mundo muerto, el alma de todos los que se han jodido por la mezquindad y la estulticia de los que creen que de lo que se trata es de ganar, el alma de los que se han extinguido sin merecerlo, los nombres perdidos, el polvo de los huesos –sus huesos en una playa toscana, los de Huanintzin junto al lago de Pátzcuaro–, el alma de los nahuas y los purépechas, pero también la de los longobardos que hacía mil quinientos años habían sido reventados por Roma como Roma acababa de reventar a los mexicanos e iba a reventar al poeta. Escuchó: Eres el que mejor puede hablar por nosotros. Tenez!