El duque perdió la compostura que había estado conservando trabajosamente durante todo el partido al ver el modo en que el lombardo clavó la pelota en la buchaca en el punto anterior. Coño, dijo. Barral le murmuró al oído: Vamos bien, jefe. Ninguno de los dos había visto una recta como ésa, tan veloz que era casi invisible, tan precisa que parecía que, más que haber entrado en el agujero del punto, había sido tragada por la pared.
El duque pidió tiempo y llamó a su valido. El poeta seguía sintiendo la victoria en las yemas de los dedos y estaba convencido de que el riflazo de su contrincante había sido una casualidad. Lo hemos visto todo el partido intentarlo, le dijo al duque, y hasta ahorita la metió, seguro fue suerte. El duque sacudió la cabeza. Barral alzó un dedo para pedir autorización de intervenir. Qué, le preguntó el jefe. O nos han estado camelando para que apostáramos el resto. Una sombra de duda cruzó la cara del poeta. Al hombre lo está matando la resaca, dijo; no creo que hubiera aguantado todo esto sólo para ganarse unos cuartos. Puf, dijo el duque. Por lo pronto, olvídate del efecto en el saque, tira al fondo de la galería, para que la buchaca no le quede tan cerca y tenga que hacer una parábola.
El poeta volvió a su campo. Tenez! Sacó una bola lenta y sin efecto que cayera como un globo en la esquina final del techado. La vio alzarse y notó, desde que empezó su descenso, que la había puesto justo donde quería. Iba a botar raro, iba a caer en un lugar incómodo, el italiano iba a tener que pescarla en un punto remoto y, con suerte, de revés.
El duque alcanzó a gritar: Cubre la buchaca, cuando vio un brillo en los ojos del artista que esperaba su momento. Se atrasó sonriendo hasta más allá de la línea de base y cruzó el brazo para recibir la pella de revés. El español corrió al fondo. Cuando vio la pedrada que se le venía encima agachó la cabeza. Cacce per il milanese, dijo el matemático. Tre-due.