En sus momentos expansivos, el italiano había desplegado un gobierno absoluto de la cancha; era más fuerte y mucho más diestro y mañoso, pero también era un jugador voluble. Se desconcentraba con facilidad, se movía con una soberbia que a menudo lo enterraba, los diez años que le llevaba a su contrincante hacían que su resaca fuera infinitamente más destructiva que la del poeta –el malestar de la resaca es directamente proporcional a la edad de quien la padece y el aumento de sus desazones no es decimal, sino exponencial.
Azorrillado como estaba, moralmente reventado por haber sido descubierto en falta la noche anterior, el español había estado concentrado en el partido no en plan de imponer una hybris que todavía no tenía suficiente edad para cosechar, sino en el de resarcirse frente al duque y recuperar una figura digna. Su victoria estaba más allá de la cancha, pero ganar el partido era indispensable para acceder a ella. Se sintió confiado en que podía ganar porque al lombardo le había costado mucho vencerlo en el tercer juego. Incluso fanfarroneó un poco, cosa que no había hecho desde el arranque del partido: ¿Ahora sí me van a apostar de verdad?, preguntó en voz tal vez demasiado aguda mirando hacia el lado de la galería en que estaban su jefe y sus escoltas.
En su espectáculo de la noche anterior no había habido, para su suerte, más público que el duque. Tan pronto había escuchado su grito, sacó de golpe la mano de la bragueta del lombardo y lo empujó, escapándose con facilidad de su abrazo. El otro, tan borracho o más que los españoles, no entendió qué estaba pasando hasta que vio al poeta, de pie frente a él, retándolo con la espada –la de hierro– desenvainada. A mí, duque, a mí, gritaba como un endemoniado, que me roban. El capo, acorralado, alzó las manos y mostró una sonrisa de lobo. Levantó la cara hacia donde estaba el noble y dijo en italiano: A éste no le estaba robando nada más que la virginidad, señor: es de los que les gusta que les dé por el culo y a mí no me quita nada complacerlos. El poeta se le abalanzó con el hierro por delante. El italiano rodó dos escalones hacia abajo y se levantó de golpe. La espada y el puñal al aire. Seguía sonriendo. El duque entendió de inmediato que las evoluciones de señorito de su amigo no iban a ser suficientes para vencer a alguien que podía librarse de una situación tan comprometida con tanta gracia y de tan buen humor. El poeta amagó con otro golpe y el soldado lo libró sin siquiera interponer el fierro. Mejor déjalo, dijo el duque: éste es un hombre de guerra, no de salón. El joven, sin bajar el fierro que tenía apuntado hacia el italiano, preguntó: ¿Y mi honor? El capo miró hacia arriba: Ahora resulta que los bujarrones tienen honor. El español hizo un tercer amago. El fierrazo con que lo resolvió su contrincante lo cimbró hasta los talones. Baja el arma, le ordenó el noble.
Me lo voy a acabar, verás que me lo voy a acabar, dijo el poeta con los ojos puestos en el duque. Giraba la raqueta en círculos, tratando de relajar la muñeca. No lo dudo, le respondió, pero no te desconcentres.
El matemático dejó por un momento su mutismo de idiota iluminado y se levantó en su lugar. Le recordó a los asistentes que lo que se jugaba a partir de entonces era el partido. Y mirando al juez de cancha español: ¿Estamos de acuerdo en que a partir de ahora se apuesta sólo a resultado final? El noble, sin entender del todo esa regla pero picado, dijo que por supuesto. El matemático gritó a voz en cuello que se abría la última ronda de apuestas.
Barral dudó un poco antes de poner sobre la línea la pequeña fortuna que había juntado entre lo que le había dado su jefe, lo que había ganado y lo que había pichicateado. El poeta se volvió a mirarlo, un poco ofendido: Ya está en la bolsa, Otero. Apuesten también sus salarios del mes entrante, gritó el duque. ¿Cuáles salarios? El duque les dio más dinero. ¿Y si perdemos? Les pago el doble. ¿De las apuestas? De los salarios, idiota. Barral juntó todo y volvió a la línea a poner la segunda columna de monedas del lado del español. Se encontró ahí de frente con San Mateo, que le peló los dientes.
La noche anterior, el capo había hecho exactamente el mismo gesto cuando finalmente el español bajó la espada. Un gesto como de gato que consistía en sacudir un poco la cabeza exhibiendo la dentadura con una ferocidad más bien burlona. El poeta subió las escaleras de espaldas, la nariz de su espada vigilando a su enemigo. El lombardo no amagó.
Cuando el español alcanzó el nivel de la calle, el noble sacó también su espada, para esperar el ascenso del italiano en guardia. El otro entornó los ojos: Tú de qué te defiendes, le preguntó, si no eres maricón como nosotros. Se guardó el arma y el puñal. Quítense, dijo, que voy a pasar. Todo es una calumnia, le murmuró el poeta a su jefe. El capo todavía les tendió la mano cuando pasó frente a ellos. Como vio que no atendían a su gesto, eructó con gloria y se dio el tiempo de sacar su bota de vino. La torpeza con que trató de destaparla le reveló a los españoles que seguía completamente borracho. Es ahora, dijo el duque, y ambos se abalanzaron sobre él. Los libró rodando por el suelo. Cuando se fueron sobre él nuevamente ya tenía daga y espada en la mano y los esperaba, sonriente. ¿Lo arreglamos o no?, dijo el capo; yo prefiero regresarme a casa ahorita que pasar el resto de la noche con el alguacil, a ustedes los están esperando en España. Bajaron las espadas. El duque enfundó. Esto no se puede quedar así, plañó el poeta. No te puedes defender como estás, le dijo su jefe, no sabes pelear borracho. El italiano, distraído, ya buscaba su bota por el suelo.
Al parecer el régimen de disciplina se había acabado del lado romano de la cancha con el anuncio del cierre de las apuestas, porque el pintor ya estaba bebiendo de un porrón de vino que Magdalena le vertía voluptuosamente en la boca. Si además se pone a beber, con eso terminas de centrarlo, dijo el duque; sigue como estás jugando. El lombardo ya se había dado la media vuelta y su piruja le masajeaba los hombros. Los últimos concurrentes depositaron sus apuestas. ¿No les parece un poco inquietante que absolutamente nadie más que nosotros puso dinero de nuestro lado de la cuerda?, dijo Barral.
El poeta hizo un último intento de resarcir su honor por la espada. El italiano lo derribó y le puso la punta de la suya en el cuello. Éste no entiende nada, dijo mirando al duque. Y dirigiéndose al joven: ¿Por qué no mejor te volteas y te la meto por el culo? Se agarró los huevos. En ese momento se escucharon los pasitos casi monásticos del matemático. Qué estás haciendo, gritaba. Deja en paz a ese muchacho y ya vente a casa. El italiano guardó una vez más sus armas. ¿Ya me puedo ir a dormir?, preguntó mirando al poeta a los ojos. Es un asesino, agregó el duque tratando de hacer razonar a su amigo. Gracias, hizo una caravana el artista. El profesor lo abrazó para llevárselo. Por qué todo siempre tiene que acabar mal, le dijo, y dirigiéndose a los españoles: Discúlpenlo por favor, señores, está borracho, mañana no se va a acordar de nada. Ya se veían sólo sus espaldas cuando el poeta dio un grito destemplado: Lo reto a duelo. Todos se quedaron quietos un segundo. El duque dijo: Me cago en la leche del niño.
A ver si ya empezamos, gritó el poeta con lo mejor que tenía. El artista –la cabeza reposada en las mejillas de Magdalena, los ojos cerrados– le lanzó la bola desdeñosamente, sin ni voltearlo a ver. El poeta la agarró con firmeza en el aire. A que no sabes de quién es el pelo que esponja esa pelota que tienes en la mano, le gritó el artista, todavía sonriendo. El español se alzó de hombros. No le importaba genuinamente. La botó en el suelo y caminó a la línea de saque. El escapulario, le dijo el duque, toca el escapulario. Esperó a que el artista se acomodara en su lado de la cancha para gritar Tenez!
El matemático y el capo se viraron para fijar al poeta con la mirada. ¿Tienes idea de lo que estás diciendo, bujarrón?, dijo el capo; te voy a matar y luego me van a cortar a mí la cabeza. El duque se puso la mano en la frente. Colega, le dijo, retira tu palabra en este instante, te lo suplico. ¿Y?, preguntó el capo. Al mediodía, dijo el poeta, en la Plaza Navona; ustedes ponen las armas. El matemático y el artista sacudieron la cabeza con descrédito, el duque se metió ambas manos en el pelo, infló los cachetes, sacó el aire. ¿Cuáles van a ser las armas?, preguntó. El profesor se le adelantó a su amigo. Raquetas, dijo, las armas van a ser raquetas y el duelo a tres parciales con apuestas; el que gane dos gana. El capo temblaba de risa cuando, ante la furia del poeta, el duque confirmó: Plaza Navona, mediodía, pallacorda. ¿Cómo sabemos que van a llegar?, preguntó ya un poco desmoralizado el poeta. Todo el mundo me conoce, dijo el italiano: Soy Caravaggio. Francisco de Quevedo, respondió el español, abriendo mucho los ojos. ¿Y el señor?, dijo apuntando con la nariz al profesor. Galilei, estoy hospedado en el Palazzo Madama. El noble se presentó solo: Pedro Tellez Girón, duque de Osuna.
El poeta puso todo el efecto que pudo en el saque. La bola pegó en el techo de la galería. El artista esperó el rebote. La prendió con una línea escalofriante que terminó limpiamente en la buchaca. Cacce per l’italiano, gritó el profesor. Due, equali.