Nadie leyó nunca De optimo reipublicae statu, deque nova insula Utopia, de Thomas Morus, con tan delirante fervor práctico como Vasco de Quiroga. Hacía apenas dos años que el abogado había llegado a la convulsa Nueva España y ya estaba fundando en las afueras de la ciudad de México el pueblo-hospital de indios de Santa Fe, cuyas ordenanzas –o lo que sobrevive de ellas, que no es mucho– pueden ser definitivamente contadas como el texto fundacional de la larga y generosa historia del plagio en México.
Tomás Moro había escrito un libro fantástico disfrazado de ensayo político sobre cómo podría funcionar una sociedad despojada del vicio constitutivo de la avaricia. El volumen era una meditación sardónica sobre las miserias de la vida en la Inglaterra de Enrique VIII, un chiste político. Tanto, que describía un lugar que se llamaba «No hay tal lugar» –según la traducción todavía insuperable de Quevedo–; un No Hay Tal Lugar regado por un río que se llamaba Ahidro –«Sin Agua»– y cuyo gobernante máximo era reconocido como Ademo, «el Sin Pueblo». Utopía era un ejercicio ideal, un juego del humanismo renacentista que nunca pretendió ser puesto en práctica. Lo que Vasco de Quiroga vio fue otra cosa.
Nueva España y Nueva Galicia sí eran un lugar, pero un lugar que parecía más bien una tierra de nadie porque Hernán Cortés y Nuño de Guzmán habían sido más avezados tumbando a patadas lo que se encontraban que reorganizando el rompecabezas. No habían sido hombres de Estado porque a lo que habían ido a México era a hacerse millonarios, así que donde nadie sabía qué poner, la mayoría de los miembros de la generación de los conquistadores puso negocios; otros cuantos, algunos mejores, pusieron templos. Zumárraga puso hogueras y una biblioteca. A Vasco de Quiroga le pareció normal poner una utopía.
El pueblo-hospital de Santa Fe era una villa constituida en torno a un asilo de viejos y enfermos donde la autoridad máxima, que era Vasco de Quiroga, dispuso que no circulara dinero. La villa seguía, tan al pie de la letra como lo permitía la realidad, las no instrucciones dictadas jocosamente por el humanista londinense para el funcionamiento de Utopía: estaba dividida por dos ejes que se cruzaban en el hospital y el templo y en cada cuadrángulo había casas multifamiliares pertenecientes a cuatro clanes distintos. Estos clanes eran administrados por un consejo de abuelos y tenían representación ante el resto de las familias; todos respondían al rector del hospital, que era el único puesto que tenía que ser necesariamente ocupado por un español. Para mantenerse, el pueblo-hospital de Santa Fe había sido fundado con familias de artesanos especializados en distintas prácticas –en un cuadrante ceramistas, carpinteros, amatecas; en otro albañiles, cañeros, cacahuateros, y así. Todos organizados en un sistema de maestros y aprendices provenientes de la misma familia. Los habitantes de la villa trabajaban un tiempo en su especialidad y otro en la siembra y cosecha en las tierras comunales del pueblo. Los productos de los sembrados y talleres que no se consumían ahí mismo eran acumulados en la rectoría, que comisionaba su venta en los mercados de la capital.
Vasco de Quiroga debe haber pensado que era un genio económico y Tomás Moro un visionario, porque el pueblo-hospital de Santa Fe funcionó a las mil maravillas y se convirtió pronto en un centro productivo que abastecía a la capital no sólo de objetos útiles –herramientas, instrumentos musicales, puntales de construcción, objetos suntuarios como esculturas polícromas de santos y vírgenes o adornos de pluma hechos según las técnicas ancestrales de los amatecas nahuas–, sino también de productos agrícolas básicos: maíz, calabazas, leguminosas, miel, flores. No se le ocurrió pensar a Quiroga, por supuesto, que el modelo funcionó porque la sociedad propuesta por Moro y orquestada por él mismo proponía un sistema productivo similar al que tenían los indios del valle de México antes de la llegada de los españoles. Era el mismo esquema de producción que, cada que los indios trataban de reactivar, Zumárraga iba y los quemaba.
En 1536 el obispo Zumárraga, entre que quemaba libros indígenas que hoy serían valiosísimos e imprimía tratados en latín que siguen por ahí y nadie consulta, movió sus influencias en la corte peninsular para que el Vaticano reconociera una nueva región mexicana que gobernar y él pudiera ser ascendido a arzobispo de Nueva España. Sus gestiones tuvieron éxito –el rey no le negaba nada– y en 1537 su interlocutor y amigo, el abogado Vasco de Quiroga, fue ordenado cura al vapor y convertido en el primer obispo de Mechuacán.
Ahí fundó un segundo pueblo-hospital de indios en la antigua capital purépecha de Tzintzuntzan y, ya entrado en gastos, fundó al año siguiente, en torno a las riberas del lago de Pátzcuaro, una república completa, india y utópica, en la que cada pueblo estaba especializado en la manufactura de algún producto práctico y todas las tierras eran comunales.
Si se jugara la Copa Mundial de los Humanistas Muertos, Vasco de Quiroga jugaría la final contra Erasmo de Rotterdam y la ganaría por goleada. Nunca ningún hombre estuvo tan cómodo en la posición de diseñar un mundo completo como se le diera la gana hacerlo. Y si lo estuvo, ninguno lo hizo tan bien. Las comunidades utópicas del lago de Pátzcuaro fueron la huerta de Nueva España por trescientos años; los descendientes de los indios que las fundaron hace casi medio milenio siguen hablando purépecha, siguen autogobernándose hasta cierto punto mediante consejos de viejos –yo vi uno en Santa Clara y otro en Paracho–, siguen viviendo en pueblos arrobadoramente hermosos protegidos por ecosistemas más o menos intocados, y siguen fabricando los productos que Tata Vasco pensó que se podían vender lo suficientemente bien para permitir la supervivencia de la comunidad.
La carta mediante la cual el papa Paulo III invitaba al obispo de Michoacán a las reuniones del Concilio de Trento llegó a Pátzcuaro, por lo que fue un indio el que la llevó a Tzintzuntzan, donde Quiroga estaba despachando asuntos del hospital y tratando de resolver una disputa entre las familias de productores de tejidos purépechas locales y las de amatecas mexicanos –fabricantes de textiles estampados con plumas en lugar de tintes. Tata Vasco estaba reunido con Diego de Alvarado Huanintzin cuando llegó la carta del papa.