Recuperada la tradición que narra la estancia de Aquiles en Esciros, se trata ahora de iniciar una primera interpretación del mito que sirva de preparación para la parte sistemática del ensayo. Para ello conviene delimitar con la mayor precisión posible la verdadera naturaleza del dilema que se le planteó a Aquiles y que, por su respuesta a él, le encumbra por encima de los demás héroes griegos pese a no ser, en realidad, más que la mejor y más duradera expresión del destino de todo hombre, de su fatum mortal. Es un dilema existencial-metafísico que como tal se expresa primeramente en forma narrativa a través de una fábula mítica. El núcleo del mito de Aquiles se refiere a la empresa, común a todos los hombres en todo tiempo y en las sucesivas etapas de sus vidas, empresa permanente y nunca totalmente acabada, de aceptación auténtica de la condición mortal del ser humano. La grandeza de la figura del héroe y de sus proezas sobrehumanas destaca, en un plano de idealidad épica, un problema, en el fondo, realísimo y universal, y por eso las imágenes y las peripecias de la historia de Aquiles relacionadas con su dilema, que es el nuestro pero elevado a proporciones heroicas, poseen un enigmático poder de fascinación.
Si se han de creer los relatos de su nacimiento, Tetis había engendrado a su hijo inmortal como un dios salvo en el talón y, con su decisión de participar en la guerra griega contra los troyanos, Aquiles no sólo aceptó ser de corta vida, sino también de condición mortal. Para evitarlo, Tetis lo escondió siendo adolescente en el gineceo de Esciros, al abrigo de toda necesidad y de todo dolor. Sin embargo, ya en el propio gineceo, sin proponérselo, empezó el aprendizaje de su voluntad y después, cuando Ulises, fértil en recursos, vino a buscarlo, la grandeza de la causa griega que estaba en juego, por un lado, y la promesa de una gloria perdurable, por otro, despertaron en el joven todavía inexperto un anhelo de magnanimidad heroica que le decidió a tomar su destino mortal al servicio de la polis. Siglos después, cuando la época creadora de la epopeya había terminado, el sabio Sócrates se enfrentará, en un contexto histórico y urbano, al mismo dilema que el hijo de Tetis.
DISFRAZADO ENTRE MUJERES
Aquiles en el gineceo, donde nadie esperaría encontrar al mejor de los aqueos. El que ha sido educado con el centauro Quirón en las virtudes heroicas y desde niño se ha acostumbrado a cazar y a alimentarse de entrañas de leones y jabalíes, llamado después a ser el mayor de los guerreros griegos, convive con tiernas doncellas dedicadas a pasatiempos inocentes, como trabajar la lana o recoger flores. Ese contraste sugiere que la estancia en Esciros supone una interrupción en su evolución hacia el tipo de hombre a que todo su ser tiende. Se recordará que es la madre de Aquiles quien detiene el crecimiento vital y moral de éste por el miedo que ella siente hacia el futuro. Antes que permitir que participe en la guerra de Troya, prefiere sustraerlo a la experiencia viril, retrasar el curso natural de su madurez y esconderlo entre mujeres, otras madres como Tetis, otras hermanas, para así mantenerlo tan inmortal como cuando niño.
Sabiendo el gran héroe guerrero que llegaría a ser en Troya y su célebre belicosidad a flor de piel, sorprende la docilidad de Aquiles con su madre y su consentimiento a travestirse y convivir con las hijas del rey. Algo hubo de serle revelado sobre su hado para que admitiera un encierro tan excéntrico. Esa complicidad de Aquiles para esconderse en el jardín del gineceo y abandonarse a placenteros y pueriles divertimentos es propia de quien huye porque presiente un peligro. Cuando contempla la perspectiva, todavía inconcreta, de su propia muerte en suelo troyano en la cima de su poderío y juventud, de buena gana acepta recogerse en un lugar seguro y bello, exento de obligaciones, donde puede entregarse a sí mismo y hallar una felicidad despreocupada. Sabe que algún día las naves griegas aparecerán en el horizonte y vendrán a buscarlo, pero cuando a diario se aproxima a la orilla del mar todavía no las ve acercándose y, de momento, puede volver aliviado a la corte donde le esperan sus amigas y sus juegos.
La adolescencia tiene esos dos momentos simultáneos y parcialmente contrapuestos: el gineceo dichoso y las naves que se acercan, el anhelo de una felicidad interior y el eco de unas obligaciones exteriores constantemente repetidas, cada vez con más potente voz. El adolescente descubre en su intimidad una realidad distinta de la que lo rodea, que no es vulgar, onerosa y fragmentaria como ésta, sino bella, necesaria y plena, y se refugia en ella como Aquiles en el gineceo. El disfraz permite a Aquiles sustraerse durante algún tiempo, confundido entre las mujeres, a la expedición contra Troya, la experiencia griega fundamental, donde él encontrará un destino y una historia, y allí, en el gineceo, su vida se parece a la de un dios: sin experiencia pero dichosa. No los dioses sino sólo los mortales tienen experiencia, que es siempre negativa, o mejor, es experiencia de la negatividad y de la resistencia de lo real a cuanto quiere hacerse efectivo y, frente a esa constatación, la tentación de seguir siendo un niño-dios, no ser el Aquiles que tiene una historia digna de ser cantada, sino vestirse como las mujeres para extraviarse sin destino en una ambigüedad muelle, tierna, pero insostenible a la larga porque el disfraz evidencia en el fondo un yo fraccionado, una conciencia escindida que engaña a los demás y quizá a sí misma, pero no a su hado.
DEIDAMÍA O EL AMOR
Si las naves hubieran llegado al principio de la estancia de Aquiles en Esciros, mientras mantenía con cada una de las doncellas del gineceo unas relaciones de inocente amistad, es casi seguro que el joven todavía inmaduro hubiera sido insensible a la llamada de los griegos y oído con indiferencia y aun con prevención el sonido de la trompeta tocada por Ulises. No era posible enfrentar tan pronto a Aquiles, protegido por su madre solícita y temerosa, directamente con su propio dilema y por ello el hado trenzó los hilos de su destino mediante un rodeo. El amor a Deidamía fue ese rodeo.
Cuando ocultó a su hijo en la corte de Licomedes, Tetis pensó que lo dejaba a salvo y no podía imaginar que el gineceo contenía la semilla de su propia superación, que la ociosidad de ese retiro acabaría nutriendo una voluntad heroica. El mito expresa esta transición destacando cómo la inicial ambigüedad sexual de un andrógino Aquiles-doncella acaba convirtiéndose en una violenta pasión varonil hacia Deidamía, una de las hijas del rey. Hay que imaginarse a Aquiles travestido entre princesas, entretenido con tareas domésticas, pero al mismo tiempo aproximándose sin saberlo al dilema empujado por la propia fuerza del amor.
Porque al enamorarse de la hija del rey Aquiles fue entrando sin sentirlo en la esfera del tiempo, en lo que nace y se corrompe, lo que le sirvió de anticipo o propedéutica de su propia opción posterior a favor de la finitud. Sólo lo que es único perece, lo demás sobrevive en el género. Si Aquiles es capaz de amar a una criatura única, destinada a morir algún día, está más cerca de elegir morir él mismo al servicio de la polis. Además, al enamorarse de Deidamía se decidió por una sola de las mujeres del gineceo y renunció a las demás. El amor es también un entrenamiento que le sirve al joven para ejercitarse gozosamente en la decisión y la renuncia. El hecho de que la unión de ambos dé como fruto a su hijo común, Neoptólemo, del que se acordaría con ternura y preocupación después en Troya en los momentos previos a su regreso a la pelea definitiva contra Héctor, resalta aún más cómo las espontáneas tendencias eróticas del adolescente conducen por una evolución natural a un estado de responsabilidad moral.
De modo que cuando llega la armada griega a las riberas de Esciros y un Ulises-mercader le recuerda a Aquiles sus deberes públicos, éste ya se ha iniciado a través del amor en el aprendizaje de la decisión heroica.
SE ACERCAN LAS NAVES
Los griegos de la época de Aquiles son convocados para tomar Troya. A lo largo de la costa, los príncipes reúnen un pequeño ejército y, dejando su palacio, sus tierras y su familia, se suman a la gran armada griega porque para la mentalidad antigua ningún honor es comparable al de la dedicación a los asuntos públicos, y Troya es el más formidable acontecimiento político de todos los tiempos. Encuentran la oportunidad de abandonar la existencia privada, anónima y de alguna manera insignificante del pequeño oikos local donde residen y adquirir un nombre ante sus iguales mediante hazañas guerreras (praxis) y discursos en la asamblea (lexis). Ir a Troya es, para todas esas biografías particulares y dispersas, la ocasión irrepetible de encontrar una identidad personal dentro de la gran causa colectiva, de alcanzar fama y gloria por el ejercicio de sus virtudes heroicas y de integrarse en ese todo significativo pleno de sentido que es la polis.
Si ir a Troya supone la posibilidad de participar en la gran experiencia griega, permanecer en Esciros simboliza inversamente el ámbito doméstico, lo meramente íntimo-estético, sin publicidad, sin virtud, una vivencia estéril y alejada de toda experiencia, previa a la apropiación del individuo para las funciones de la polis, una búsqueda de refugio en la feminidad de la madre y de las vírgenes que protege pero al mismo tiempo esteriliza. El deseo de perduración narcisista se enfrenta a una experiencia que se impone pero que se desea retrasar porque para ese yo recién descubierto se presenta como una caducidad que exige renuncia a sí mismo y desposesión. Por eso, la imagen de un Aquiles nacido inmortal, rehén de una madre que lo esconde para evitar que llegue a ser ese héroe memorable que todos esperan, expresa con especial acuidad ese estado en el que el muchacho se abandona a una ilusión de eternidad inactiva y centrada en sí mismo, que se recrea en la contemplación de la pluralidad de sus posibilidades humanas sin definirse por ninguna y se posee a sí mismo sin darse. En Troya, ante los ojos de todos los hombres, Aquiles será sin discusión el mejor de lo aqueos; pero en Esciros su medianía es tal que ni siquiera entre las mujeres de la corte descuella.
Pero ya está cercano el momento en que Aquiles alcanzará la mayoría de edad y dejará atrás ese retraimiento endiosado para evolucionar, en términos metafísicos, de un estado de plenitud estéril de la representación del ser hacia la productiva vaciedad de la experiencia del ser. Las naves se acercan a la ribera de Esciros, portadoras de una oportuna embajada para el adolescente que dejará enseguida de serlo. Ni él mismo sabe por qué le irritan ahora las compañeras del gineceo, por qué esquiva la intimidad con Deidamía, por qué le estorban las comodidades y los juegos que antes tanto buscaba. Se acerca la hora de desprenderse de las seguridades del gineceo —prolongación del claustro materno— y entrar en el mundo para ocupar su posición en él y, allí, revelar su verdadero ser hasta entonces oculto y buscar una historia entre los hombres. Llega un momento en que parece preferible asumir el propio destino histórico entre los hombres, aunque sea perecedero, a permanecer inmortal disfrazado en el secreto refugio.
IMPOSIBLE TOMAR TROYA SIN ÉL
El dilema que todo hombre experimenta en cierto momento de su vida y, desde ese momento, lo acompaña para siempre, es la elección acuciante y nunca totalmente resuelta entre la tendencia de cada ente individual a perseverar en su propio ser (conatus) y la decisión de integrarse en la polis ejecutando una acción útil. Ese dilema común a todos los hombres es el que Aquiles soporta en un grado máximo de tensión cuando se debate entre dos posibilidades supremas: ser dios inmortal en Esciros o el mejor de los mortales en Troya. La decisión de quedarse en Esciros como una divinidad ociosa no necesita una explicación especial, sino que es la otra opción, de partir hacia Troya para morir, la que necesita una. Muchas son las razones que recomendarían no ir, aspirando a subsistir por siempre al margen de la polis. Pero la polis puede llegar a ser muy persuasiva para atraer al sujeto hacia sus deberes, lo que en el mito se personifica mediante la figura de Ulises, fértil en recursos. Éste, introducido en el gineceo gracias a su astucia, le recordaría a Aquiles que, de acuerdo con el oráculo, sin él era imposible tomar Troya. El éxito de la gran empresa de la civilización contra la barbarie, insistiría, pendía de su disposición a colaborar con los griegos en la guerra.
Y ante la inmensidad de la responsabilidad que se le enuncia, Aquiles no puede rehusar su ayuda fácilmente. El amor y la paternidad, además del mero devenir del tiempo, han ido madurando dentro de él sin advertirlo el germen de la decisión heroica. Nadie le obliga a embarcarse, pero su corazón siente la urgencia de no dejar pasar la gran empresa colectiva contra Troya, de la que Ulises le ofrece ser el principal protagonista, al precio que sea. Para los hombres, la colaboración de Aquiles en la guerra es insustituible, pero, para él, supone la aceptación de su propia fungibilidad, de su existencia no sólo mortal, sino además breve. En lo inexorable descubre que es efímero, comprende, por decirlo así, que la contingencia le es necesaria.
Ya se ha dicho que toda experiencia es experiencia de la negatividad, de la resistencia de la realidad a toda posibilidad que aspira a hacerse actual. Ahora hay que añadir que toda experiencia está sociopolíticamente mediada, y eso porque la negatividad procede de las limitaciones que unos a otros se imponen los individuos como ciudadanos de la polis. Es en la esfera social donde el hombre entra en la experiencia fundamental del tiempo y es allí, mucho más que en soledad, donde experimenta el devenir de todo lo humano y su consustancial caducidad. En efecto, no hay más radical constatación de la finitud del propio yo que coexistir con otros sujetos, porque unos a otros se relativizan mutuamente. Aquiles renuncia a los placeres del gineceo no para dar curso libre a sus inclinaciones sino para, renunciando a ellas y a su propia inmortalidad, cumplir una misión que le reclama la polis. La renuncia, que en el caso de Aquiles se extiende a la vida misma, es moral antes que física. Cuando, tras matar a Héctor y asegurar para los griegos la victoria, Aquiles, según una tradición no homérica, muere en suelo troyano, el héroe llevaba ya mucho tiempo muerto para sí mismo, exactamente desde que embarcó en el puerto de Esciros sumándose a la escuadra griega.
LA GLORIA PROMETIDA
Cuando, en las costas de Esciros, Aquiles decide subirse a las naves griegas rumbo a Troya, está respondiendo a una llamada que procede de su conciencia moral antes que de la trompeta que Ulises hace sonar. En sus años de ociosidad se le había ido formado un ideal de perfección humana visible con luminosa claridad ante los ojos del espíritu; ahora, en el umbral de su viaje, ha comprendido que no hay ideal fuera de la polis y será el mejor de los aqueos quien otorgue a ésta la victoria sobre el mayor enemigo de su supervivencia y progreso, simbolizado en Troya. En ese ideal al servicio de la polis encuentra su identidad y su destino, que ejerce sobre su ánimo una atracción irresistible y concentra y activa todas sus fuerzas. Y es entonces cuando decide emprender un viaje sin regreso, dejando atrás su patria, su casa, a su madre, su infancia, su inmortalidad. De modo que será el deseo de encarnar en sí mismo y con su vida esa idealidad del ejemplo perfecto de virtud lo que conducirá a Aquiles a entrar en la experiencia cruenta de la polis y a cambiar una cuna inmortal por una muerte prematura. Cuando ante la proximidad de su suerte fatal parece que vacila en algún pasaje aislado de la Ilíada movido por la ira, sabe muy bien que es demasiado tarde para revocar la decisión como imposible el regreso, porque —amor fati— se ha enamorado de su destino con toda la magnanimidad de que es capaz un joven inexperto.
Ciertamente que Ulises no olvidaría tampoco prometer a Aquiles para acabar de convencerlo que, si se embarcaba y luchaba en Troya, alcanzaría una gloria incomparable. La gloria prometida es el recuerdo del ejemplo de su virtud en la conciencia de los demás hombres, transmitido de una generación a la siguiente. Toda ejemplaridad y toda virtud se resumen en la aceptación del designio relativo que la comunidad señala a cada sujeto, a quien se premia con la exaltación pública de su acción ejemplar. Como Aquiles había de ser el mejor de los aqueos, debía consumar una acción máximamente ejemplar. El héroe griego arriesga su vida en la pelea y en recompensa recibe, mientras alienta en este mundo, el merecido honor (time), que es el derecho a toda clase de bienes tangibles, como ganado, alimentos, objetos de un raro lujo o tierras; y después de descender al Hades, fama y gloria entre los vivos (kleos). Aquiles es el mejor de todos no porque arriesgue su vida sino porque la entrega totalmente sin dejarse a sí mismo ninguna salida. Dado que muere en plena juventud, renuncia a la dicha de la posesión de esos bienes y prescinde heroicamente del honor que en justicia le es debido en beneficio de una gloria total.
Una gloria total, pero póstuma, porque cuando Aquiles encarna el modelo máximo de virtud, su suerte está echada y muere poco después en el mismo escenario. El hecho de que el héroe de rasgos olímpicos y apolíneos conozca un final inequívocamente trágico sugiere una conexión de esencia entre la ejemplaridad y la muerte. De acuerdo con la ley del devenir, que establece dentro del orden de lo real el equilibrio inexcusable entre el ser y el no-ser, el no-ser de las individualidades imperfectas puede prolongar su ser durante largos años hasta una feliz ancianidad, pero la plenitud del ser del ejemplo perfecto —la del mejor de los aqueos— es insostenible durante mucho tiempo y debe compensarse con el rotundo no-ser de la muerte sobrevenida en el cénit mismo de su juvenil conatus. Morir en la exhibición de su virtud para permanecer siempre nuevo y potente en el recuerdo de su ejemplo, ése es el deber de quien quiere ser el mejor. Una vez muerto, en el Hades sólo vive una triste sombra y es en el ejemplo glorioso de sus hazañas en beneficio de la polis rememoradas por sus miembros donde Aquiles mantiene su continuada influencia entre los vivos.
LA ORGANIZACIÓN DEL RECUERDO
El secreto de la existencia humana, el enigma indefinible que la acompaña desde el primer momento y en las sucesivas etapas de su evolución, es esa emoción del tiempo que llamamos experiencia de la vida. Es ésta la experiencia de quien se esfuerza por realizar su ser en el devenir y, en su aspiración incesante a la felicidad, sufre las resistencias que surgen en el tránsito de lo meramente potencial a lo actual de la realidad efectiva, siendo la última y mayor de las resistencias la muerte misma. Tras la muerte, sobrevive el ejemplo de su vida, que ha estado abierta y en proceso mientras existía, pero ahora se completa y se entrega a los que le sobreviven como un precioso don. En definitiva, ¿qué es la vida del hombre sino su obstinación por cincelar con la materia del tiempo la efigie de su ejemplo futuro, por el que será recordado entre sus semejantes?
Se preguntará quizá si puede decirse que haya tenido una auténtica experiencia de la vida quien, como Aquiles, murió tan joven. Tiene esa experiencia quien conoce por sí mismo el impulso positivo hacia la propia felicidad, esbozo del futuro ejemplo, y simultáneamente la negatividad aún mayor que se le opone. Y es claro que aquél participa en grado eminente de esa experiencia porque en su figura coexisten la aspiración a ser el mejor de los aqueos y la contradicción de la torva muerte, la cual actúa, sin embargo, a modo de agente liberador del íntimo ejemplo perfecto que encerraba. Pues los demás morimos sin remedio, no tenemos, como Aquiles, la posibilidad del regreso a Ptía, pero él, por amor al ejemplo que será algún día, cambia de buen grado su inmortalidad vulnerable por una muerte prematura y cruel. Y en cuanto a morir joven, cabe preguntar si quien muere, ¿no muere siempre pronto? Aceptar morir era mucho más determinante para Aquiles que morir joven, porque toda muerte es prematura en el sentido de que es hostil a la vida y nunca bienvenida. La experiencia de la vida está ya en el origen mismo de la decisión esencial adoptada al final de su adolescencia, siendo el resto de la vida adulta una rica modulación de la misma, pues no los muchos años sino la intensidad de la decisión otorga al hombre verdadera experiencia.
Ser ciudadano de la polis es ser mortal, porque para entrar en la ciudad debemos renunciar a la propia autodivinización. Pero, paradójicamente, cuando lo hacemos, hallamos en el mundo finito nuestra auténtica individualidad. Así lo muestra el mito por cuanto Aquiles debió primero —él, el descendiente de Zeus, hijo de la diosa Tetis— aprender a morir, no desear morir pero sí nacer a la mortalidad social, como requisito previo imprescindible para llegar a ser el héroe que es. Y el héroe deja un ejemplo tras su muerte que la ciudad bendice. Por eso, la polis, además de escenario de la finitud, es también el espacio de la celebración edificante del devenir. El héroe perece y nunca regresa a la inmortalidad, pero la polis, consciente de la inmensa fuerza integradora del ejemplo, organiza póstumamente su recuerdo en la esfera pública y levanta un monumento conmemorativo con aquella efigie suya en el centro de la plaza pública donde todos los ciudadanos se reúnen, para animar a éstos a dejar el gineceo y encontrar su peculiar camino hacia Troya.
La polis, como lugar donde acontece la mortalidad del sujeto y como repertorio organizado de ejemplos, es el escenario de la experiencia de la vida.
EL DILEMA ENTRA EN LA HISTORIA
El mito de Aquiles y su dilema trágico-existencial estuvieron vigentes en la cultura griega como modelo educativo mientras lo estuvo el ideal heroico. Todavía a fines del siglo IV, Alejandro Magno, discípulo de Aristóteles y fundador de la nueva civilización, tomó a Aquiles como su modelo supremo, y Plutarco cuenta (Alejandro XV) que cuando el rey macedonio pasó el Helesponto con su ejército camino de Persia, paró en Troya y «ungió largamente la columna erigida a Aquiles, y corriendo desnudo con sus amigos alrededor de ella, según es costumbre, la coronó, llamando a éste bienaventurado porque en vida tuvo un amigo fiel y después de su muerte un gran poeta». Aunque más tarde los filósofos helenistas, y en especial los estoicos, vieron en Aquiles sólo al hombre violento, contrapuesto al prudente Ulises, para los principales filósofos griegos de la época clásica es el supremo ejemplo de virtud, el hombre excelente por antonomasia, incluso cuando el ideal heroico había sido sustituido por el ideal del orador o el del sabio. Y así, cuando Sócrates, el gran maestro, el perseguidor incansable de definiciones, padre de la razón filosófica, se enfrentó al trance más trascendental de su vida, se dio fuerzas a sí mismo, no mediante un razonamiento lógico o echando mano de sutiles conceptos, sino, en una actitud muy poco socrática, recordando, precisamente, el antiguo ejemplo de Aquiles, cuya gloria la polis seguía venerando.
Sócrates comparece ante el tribunal ateniense que le va a juzgar y expone los argumentos de su apología, siendo consciente de que es la última oportunidad que se le ofrece para salvarse. Con reminiscencia del antiguo ideal heroico-guerrero, que ya sugiere una primera identificación con el hijo de Tetis, afirma Sócrates que, luchando en las tropas atenienses como hoplita, arriesgó muchas veces su vida y nunca abandonó su posición. Ahora le acusan de haber corrompido a la juventud con sus enseñanzas y sólo tiene alguna posibilidad de no ser condenado a muerte si expresa y públicamente renuncia a seguir enseñando sus doctrinas. Pero fue un mismo dios, dice, quien le ordenó vivir filosofando y tampoco ahora quiere abandonar su posición. Se le plantea el dilema existencial con toda crudeza y se acuerda de Aquiles, que, ante la idea de aceptar algo deshonroso, despreció el peligro hasta el punto de que no se dejó convencer por las súplicas de su madre y temió menos morir que vivir siendo un cobarde (Apol. 28c). Anuncia que obedecerá en todo caso a la voz interior que le pide que siga filosofando y no consentirá en desviarse de su destino aun a riesgo de ser condenado.
Una vez dictada la sentencia, su situación es análoga a la de Aquiles llegado a Troya tras embarcarse en Esciros: la decisión heroica ya está tomada y es irrevocable y firme su condena a muerte. Lo mismo que el héroe homérico, retirado de la pelea en su tienda, estaba todavía a tiempo de regresar a la fértil Ptía, la ciudad de su padre, para reunirse con su familia y su hijo, así también Critón visita temprano la celda donde Sócrates espera la ejecución y trata de convencerlo para que emprenda una huida que todavía es posible. Pero él se niega. No cumplir la sentencia sería como tratar de destruir las leyes que la ciudad ha aprobado y que ordenan que se cumplan los fallos judiciales. Aunque la sentencia de muerte pueda ser injusta, no es correcto responder a una injusticia con otra. Decide quedarse en la celda esperando la muerte como el hijo de Tetis permaneció en Troya, y acepta separarse para siempre de su mujer y tres hijos, dos de ellos niños todavía y el otro ya muchacho, para dejar tras de sí el ejemplo de un amor a la polis superior al amor a sí mismo y a los suyos, pues, le dice a su amigo, «¿acaso eres tan sabio que te pasa inadvertido que la patria merece más honor que la madre, que el padre y que todos los antepasados, que es más venerable y más santa y que es digna de la mayor estimación entre los dioses y entre los hombres de juicio?» (Crit. 51a).
Cambiando el escenario épico por otro íntimo, urbano y cotidiano, con Sócrates el antiguo dilema heroico entra en la historia.