CAPÍTULO IX

Camino a mi apartamento esa noche, mientras terminaba de acomodarme las últimas prendas de vestir y palpaba nuevamente los hematomas en mi cabeza, intenté deducir qué tipo de pócima me había dado a ingerir ese maldito bribón. No obstante, a toda vista se trataba de una empresa digna de Sherlock Holmes.

En algún momento me parecía recordar que Clara me había hablado de intereses comerciales que su marido tenía en Haití. De ahí al vudú y a las mezclas más insospechadas distaba apenas un paso, concluí, sin poder responder la duda que más me atormentaba: “¿Cuánto duraría el maleficio?”.

Para colmo de males, en la carrera acababa de extraviar mi billetera, contando el dinero que portaba y todos mis documentos personales. Quise detener un taxi, pero los conductores al ver mi deplorable estado prefirieron seguir de largo. Sumamente molesto por eso intenté cortarle el paso al siguiente y obligarlo a parar. No obstante no resultó ser una buena idea porque terminé equivocándome de vehículo. Lo supe cuando vi descender a un negro gigante desde un carro policial.

Antes de subirme esposado al asiento enrejado, me hizo caminar como un equilibrista por el borde de la acera y aletear como los pájaros para verificar mi estado de temperancia. Entonces, teniendo en cuenta la ausencia de documentos identificatorios, comenzó a sospechar lo peor: ¡que yo era un ilegal! Después de todo, a los policías de color les encantaba deducir ese tipo de cosas de cualquier ciudadano con el más leve acento castellano; así es que me llevó directo a la oficina de inmigración, donde me dejó en manos de dos agentes sacados de Miami Beach dispuestos a descartarlo todo de la manera menos cordial posible y la más demorosa también.

Como no quería involucrar nuevamente en este sinsabor a los miembros de mi familia, pedí que llamaran a mi ángel de la guardia: ¡la bomba roja! Uno de los agentes era un admirador sincero de ella y apenas la vio llegar con dificultad logró contener la baba que empezaba a caer desde su boca, incrédulo todavía de que una mujer tan fascinante pudiera interesarse en mí.

Dina, por su parte, estaba dispuesta a socorrerme en cualquier circunstancia. ¡Era un carro de todo terreno! Lo sabía muy bien. De modo que después de examinar mis abultados hematomas y poco deseosa, como de costumbre, de querer indagar acerca de mi intimidad con otras mujeres, me preguntó derechamente como podía ayudarme. Debió ir y venir dos veces de mi apartamento para traer algunos documentos que acreditaran mi condición de ciudadano estadounidense y además, otorgarle una especie de declaración jurada sobre mi buen comportamiento a mis dudosos aprehensores. Finalmente, cerca del amanecer me permitieron retirarme del brazo de mi admirable rescatadora, justo cuando comenzaba a perder la paciencia y sentía que las manos se me abarrotaban dentro de los bolsillos de los pantalones. ¡Un minuto más y arremeto de puñetazos contra aquellos dos gorilas!

Los cubanos, al fin de cuentas, éramos en extremo sensibles a cualquier signo de opresión. ¡De eso tenían harto nuestros compatriotas en la isla!

Pero una vez que estuve en la calle de nuevo arriba del mullido convertible rojo de la sueca, la calma pareció regresar a mi corazoncito sobresaltado. Dina prefirió conducir en silencio; sin embargo, cuando tomábamos la Décima Avenida, tuvo una loca idea que alcancé a recoger al vuelo en su mirada apenas noté que cambiaba de ruta.

Quise protestar, pero sentí que no tenía derecho a ello. Quince minutos más tarde nos revolcábamos sobre la cama de agua de su dormitorio. ¡Para mí esa era la hora de la verdad!

Me pareció por un momento que todo iba a andar sobre ruedas; sólo que... se trataba únicamente de la lluvia tibia que precede a la gran tormenta. ¡Por más que lo intentara, estaba claro que me habían arrancado la potencia viril de cuajo, como si un machete invisible hubiera partido en dos mi caña de azúcar! Aunque estaba allí, como testimonio muerto de mi total desgracia... Dina lo notó casi instintivamente y luego tuvo tiempo de confirmarlo en el destello angustiado de mis pupilas desencajadas.

Estuvo sosteniendo mi mirada durante largos minutos, con su roja cabellera desparramada sobre la almohada. Luego, con esa naturaleza práctica que caracterizaba su raza, me dijo:

— No te preocupes, debe ser algo pasajero.

“¿Lo era?”, me pregunté por tercera vez, involuntariamente. Por lo menos no debía sufrir ahora una reacción histérica de la mujer a quien menos deseaba desairar. La que más me importaba y también la más apasionada de todas.

Sin embargo, su pasión era aparentemente tan grande como su comprensión sencilla e indeclinable. Quizás a la altura del cariño inexplicable que me profesaba. Algo que sobrepasaba con holgura la atracción desenfrenada y animal que había creído por un instante la única atadura que nos unía. ¡Pero qué sabe un hombre de una mujer, al fin y al cabo!

En fin, se trataba de sentimientos nuevos que mi cabeza de chorlito principiaba recién a experimentar. Sin quererlo y siguiendo mi sino ridículo, me puse a llorar al lado de ella. Sólo pude recobrar la calma cuando su pesado puño me devolvió la cordura con un cariñoso golpecito en la quijada.

— ¡Knockout! — murmuró, largándome la mejor de sus sonrisas, añadiendo enseguida con sentido de humor nórdico: — Tendrás que conformarte con guiñarles el ojo.

— ¡Y yo que me creía el rey de los gigoló! — exclamé, sintiendo que recobraba por lo menos el buen ánimo.

— Lo sigues siendo — ratificó ella, buscando estimular mi ego —; sólo tienes que recuperar lo que te han robado.

— ¿Qué quieres decir?

— Que debemos averiguar que te hicieron para saber cómo revertirlo.

— ¿Me estás diciendo que me ayudarás a hacerlo?

— ¡No me lo perdería por nada del mundo! Ya sabes que me gustan los doce rounds y aquí te has tirado a la lona apenas en el primero. ¡Peleemos juntos y veamos que podemos lograr!

Sentí que un torrente de entusiasmo me inundaba el pecho. ¡Ahora entendía cual era la clave del éxito de aquella boxeadora que no se dejaba avasallar por ningún tipo de dificultad! ¿No había hecho lo mismo, acaso, mi presunto antepasado, el descubridor de Chile? No en vano había leído que en su última batalla contra el ejército de su ex socio, Francisco Pizarro, contempló el fragor de la lucha sobre una cama portátil donde lo tenía recluido... ¡la sífilis! Recuerdo inapropiado para ese momento en todo caso, porque también revelaba un antecedente desastroso, ni más ni menos que en el origen de mi familia, en relación directa con el uso y abuso de la masculinidad.

¿No se había sentido a lo mejor don Diego de Almagro, el conquistador, una suerte de gigoló? Aunque había perdido un ojo en su paso por la tierra colombiana y algunos historiadores se referían a él como un individuo bastante feo, nadie niega que cuando cruzó la cordillera de Los Andes rumbo a Chile iba acompañado por una negra espectacular montada en un corcel blanco. Y, aparentemente, no se trataba de la única mujer exótica que lo asistía... Pero no era el momento para ahondar en conjeturas históricas, sino de atender los planes que reservaba para mí la bomba roja.

— Esto es lo que haremos... — me dijo enseguida, inclinándose sobre uno de mis oídos, simulando una reunión de corta palos.

Luego de escucharla, sin embargo, me pareció razonable, así es que no tardé en darle luz verde al asunto. No era en realidad un plan brillante, pero algo me decía que no contábamos con demasiadas alternativas.

Al día siguiente muy temprano estaba estacionado dentro del convertible rojo, junto a ella, a media cuadra de la mansión de Clara. Con la capota cerrada, sentimos los primeros copos de nieve de la temporada cayendo sobre el techo mientras aguardábamos por la salida del millonario.

Emergió por el portón principal dos horas después arriba de una de sus limosinas, guiada por un chofer. Se desplazaba rápido y en pocos minutos pasaban el puente y se adentraban en las arterias más concurridas de la Gran Manzana.

Se detuvieron frente a un edificio gigantesco, no muy lejos del Ayuntamiento. Allí la pelirroja dejó en mis manos el volante y se largó a pie detrás del magnate. Luego de algunos minutos regresó con novedades:

— Ese es su cuartel general; una empresa importadora. Trabaja con haitianos y tiene su oficina en el octavo piso; su nombre es Richard Evans...

— ¿Qué piensas hacer ahora? — interrumpí, nervioso.

— Tenderle el cebo — me indicó ella, misteriosa. Acto seguido, extrayendo de la guantera del automóvil su celular, marcó un número — ¡Hola! — saludó gentilmente, en un tono afrancesado perfecto —, soy Helen Petit y tengo negocios que discutir con el señor Evans.

No tardó mucho la secretaria en pasarla con el importador.

— ¡Que tal, monsieur Evans! — la escuché exclamar con una confianza admirable en lo que estaba haciendo —; tengo negocios con los Duvalier en París y ellos me pidieron hablar con usted algunos asuntos interesantes...

— ¿Con los Duvalier? — alcancé a oír la voz del magnate preguntando, aprovechando que Dina acercaba a propósito su cabeza a la mía.

— Los mismos que visten y calzan; los herederos del rey, como usted sabe. Están deseosos de intercambiar algunas joyas de la corona con usted..., a cambio de algunos favores. Nada que sea conveniente de hablar por este medio, de cualquier modo. Para eso hace falta que nos veamos personalmente.

La cita quedó pactada al mediodía, en un restaurante de la misma avenida donde nos hallábamos.

— Antes de eso — me advirtió ella — debemos alterar tu apariencia, a menos que quieras perderte lo que viene...

— ¡Ni muerto! — protesté, dispuesto a obedecerla a pie juntillas.

Así es que nos marchamos aprisa a una tienda de caracterizaciones. Allí me probé algunas barbas postizas y un par de bigotes. Una de las primeras, finalmente, fue la decisión de Dina. Era una selva de pelos rizados del color de mis cabellos que disimulaba admirablemente las facciones de mi rostro.

— ¡Bien, muy bien! — aprobó ella —. Ahora falta algo más; quizás un bastón o una pipa y asunto terminado.

Acabé con un bastoncito elegante en las manos, un par de lentes de vidrio grueso, un cojeo discreto y un vestón escocés que me daba la apariencia de un gentleman recién llegado de Londres.

— A contar de ahora te llamas Timothy Clyde y eres un negociador internacional de ámbar. ¿Sabes algo acerca de eso?

— Muy poco.

— No importa. Tan sólo sígueme la corriente y dime a todo que sí, ¿entiendes?

Hasta ese momento íbamos bien, pensé, recordando lo del pavo que decía lo mismo mientras metían lentamente su cabeza dentro del horno. ¡Aunque confiaba ciegamente en mi bomba roja!