CAPÍTULO XI

La haitiana parecía esculpida con un barro endurecido. Su rostro a toda vista desconocía lo que era la más leve de las sonrisas y sus ojos miraban al que tenía el atrevimiento de ponerse en frente de ella, como la serpiente que contempla al ratón. Lo hacía lo más cerca posible, amenazando en cualquier momento dejar escapar de su boca una especie de lengua cilíndrica y alargada.

Con esa misma mirada recorrió uno tras de otro a todos los concurrentes a la cita, seguida por su millonario anfitrión. Cuando estuvo delante mío se quedó detenida revisando con sus pupilas mi extraña barba.

Afortunadamente manejaba un pésimo inglés. Pero, como esperaba que la mayoría de los que nos hallábamos allí le respondiéramos en francés, no pasó por alto el mutismo extraño de los dos supuestos tontons macoutes. El que salió al paso para suplirlos, fue el hábil dios Paris. En un perfecto idioma galo se plantó a charlar con la hechicera como si fuesen dos viejos amigos.

No obstante, Mamá Dolly dudaba.

— Tienen instrucciones de no hablarle — le explicó el ex gigoló, cuando la vio acosar nuevamente con un par de preguntas a los Diego.

— ¿Por qué? — inquirió la mujer, en un francés chillón.

— Porque así se los ha ordenado Baby Doc.

— ¿Lo conoce usted?

— ¿A Baby Doc? ¡Por supuesto! Soy su mano derecha — le aseguró el viejo seductor.

Probablemente hubiéramos pasado todos la prueba de fuego. Pero en ese instante a uno de mis primos se le ocurrió toser. Un resfrío de la temporada comenzaba a hacer estragos en sus pulmones. El segundo Diego lo golpeó en la espalda algunas veces para contenerlo y en ese segundo ocurrió lo inimaginable: ¡de uno de sus bolsillos cayó una vistosa papeleta!... En realidad se trataba de un simple documento deportivo con los colores de los yankees. La fotografía de mi pariente y su nombre y apellidos cubanos resaltaban en la cédula como pudiera haberlo hecho un avisaje luminoso de la Coca Cola a medio kilómetro de distancia.

El mismísimo marido de Clara se inclinó a recogerlo. Enseguida, sosteniéndolo en sus manos, leyó en voz alta:

— Diego Almagro... ¡Caramba! ¡Quién lo hubiera imaginado!

Luego, acercándose lentamente a mi lado extendió, casi con ternura, sus dedos de Drácula hasta mi barba. No tenía sentido oponer resistencia. El resto de los concurrentes, incluyendo a la sorprendida Mamá Dolly, contemplaban atónitos la escena. Ni siquiera pestañearon cuando el magnate arrancó de un tirón el manojo postizo de pelos, haciendo estallar de ardor mi cara.

— ¡Buen intento, muchacho! — exclamó, sin perder su compostura — A mi esposa le agradará saber esto...

Pero la calma no duró demasiado. Antes que se diera vuelta le disparé un jugoso escupitajo en mitad de la nariz. Mamá Dolly lanzó un grito de proxeneta y salió corriendo, dando saltos como la becerra clonada que llevaba su nombre. Lo malo es que sin darse cuenta lo hizo en la dirección equivocada..., ¡directamente hacia la pista de hielo!

Con el impulso su cuerpo de hipopótamo cayó dando tumbos antes de seguir deslizándose un centenar de metros sobre sus posaderas, semejante a una cacerola. O mejor dicho, como una bola de juego porque fue justo a dar contra dos parejas de jóvenes que intentaban en ese momento hacer una pirueta de cuarteto arriba de sus patinetas.

Los vimos brincar a los cuatro igual que palitroques y a ella rodar debajo de ellos algunos metros más allá, antes de que la ley de Newton hiciera desplomarse a los primeros encima suyo peligrosamente. El crujido inequívoco del hielo avisó a tiempo que había que sacarlos de ahí aprisa. Los Diego y yo corrimos prestos a socorrerlos; pero la idea fue pésima porque, sin patines, la pista puso ruedas a nuestros zapatos antes que tuviéramos chance de alcanzarlos.

Nos detuvimos mucho más allá, finalmente, cuando la gigantesca bola humana que se armó con nosotros, la gorda y los cuatro patinadores, dio nuevamente una secuencia de tumbos como una masa amorfa en mitad de la pista, avivados por las carcajadas de la gente que se había arremolinado en torno nuestro.

¡Era un escándalo de proporciones! Tanto que no faltó el reportero gráfico de un tabloide que aprovechando su presencia casual en el lugar, quiso estampar la escena con el flash de su cámara. Lo alcancé a ver yendo y viniendo desde todos los ángulos, con la sonrisa de un niño que abre la boca frente a una llovizna de chocolates. Luego, ávido de noticias, quiso volverse hacia los concurrentes y en especial hacia quienes nos servían de compañía esa noche.

Allí se encontró con el rostro esplendoroso de la bomba roja asumiendo una pose coqueta y a su lado al experimentado dios Paris, intentando recobrar su inflado pecho de pavo real. Y, por supuesto, el canoso..., del que no podía decirse demasiado porque ya corría despavorido en la dirección correcta, o sea hacia su limosina que partió rauda en los instantes en que el reportero le pisaba los talones.

Entendí porque huía. Un hombre de su posición, después de todo, no podía exponerse a semejante ridículo. Así es que optó por desaparecer, abandonando a su suerte a su desgraciada huésped.

Cuando logramos, por fin, rescatarla del hielo y levantarla, no sin el esfuerzo de todos nosotros, algo había cedido en su máscara de barro endurecido. ¡Lloraba como una criatura de pecho! Tanto que, en cuanto le ofrecí un pañuelo para consolarla, se pegó a uno de mis hombros como un molusco. Sentí lástima por ella.

En el fondo, igual que la mayoría de las mujeres, no dejaba de ser una persona dulce. Enjuagué las lágrimas de su rostro, avergonzado, y le ofrecí mi brazo seguro para sustraerla de aquel torbellino humano. Ella me acompañó sumisa mientras el fotógrafo continuaba mortificándola en el trayecto con las luces de su cámara.

— ¿Es usted extranjera? — le preguntó, motivado por su curiosidad rapaz.

Oui, monsieur — contestó ella, lagrimosa todavía.

Casi con alegría subió con nosotros arriba del Ford de Dina que arrancó de allí como alma que se lleva el diablo, devolviéndonos el aliento a todos.

Nos fuimos directo al apartamento de la boxeadora que viendo la posibilidad de tomar el sartén por el mango en el asunto que nos interesaba, ofreció solícita su hospitalidad a la haitiana. Al día siguiente nos aguardaba otra sorpresa inigualable en el puesto de venta de diarios de la esquina. Una enorme portada con la fotografía de nuestra huésped, piernas al vuelo, en lo mejor de su aventura nocturna, acompañaba una leyenda de antología: “¡Paren a la francesa!” y más abajo, un subtítulo no menos sarcástico, parodiando el nombre de una conocida película de negros: “Una parisina perdida en Nueva York”.

Probablemente fue este último comentario el que motivó a la legación gala a mover todo su aparataje jurídico para determinar a toda costa si la dama que ocasionaba las risotadas de los norteamericanos era verdaderamente una ciudadana oriunda de la patria de Voltaire. Porque, para ser sinceros, por su aspecto desde un principio entraron en sospechas, aunque bien podía tratarse de alguna hija legítima de una de sus ex colonias, con no pocas de las cuales por esos días entraban en serios conflictos xenófobos dentro del territorio francés.

Por lo menos eso fue lo que se rumoreó esa misma mañana en los noticiarios de la televisión y los primeros en verlos fuimos nosotros, los Diegos — que no se decidían todavía a abandonarme —, el dios Paris, la bomba roja y, por supuesto, nuestra intempestiva invitada vudú. Desesperada, esta última intentó comunicarse telefónicamente con el millonario que la había traído desde Puerto Príncipe. Pero, al marido de Clara parecía habérselo tragado la tierra.

Me imaginé su cara horrorizada esa mañana frente a la fotografía del tabloide. Todo tipo de relación con semejante escándalo no podía sino echarlo a rodar como una bola de nieve desde las altas cúspides de la aristocracia de Manhattan. Así es que prefirió soltar su presa en nuestras manos. El asunto estaba en saber ahora si verdaderamente nos convenía o no... Porque no se debía ser demasiado inteligente para entender que aquello también podía terminar en un alud para nosotros.

En pocas horas, con toda certeza, los franceses tendrían a todo el departamento de inmigración neoyorquino detrás de los pasos de la haitiana, sólo para darse el gusto de establecer, como presentían, que no se trataba de una ciudadana gala. ¿Estaban en regla los papeles de Mamá Dolly? Lo real era que, si los tenía, se hallaban en poder de su ex padrino y que en esos momentos no existía un miserable documento que avalase su permanencia lícita dentro del país de las oportunidades. Ella apenas recordaba haber sido embarcada como turista, medio año atrás en Puerto Príncipe, rumbo a la Gran Manzana donde su anfitrión la había hecho alojar en un hotel de los suburbios, al interior del cual le consultaba cada vez que deseaba perpetrar alguna travesura hechicera.

Planeaba, de hecho, retenerla allí hasta toparse con el antídoto que podía sacarlo del marasmo sexual que otra sacerdotisa vudú le había ocasionado. Ya sabíamos que lo mío constituía una parte más de aquellos ensayos interminables... Así es que a no dudarlo el plazo de permanencia turística de la haitiana debía encontrarse vencido desde hacía mucho tiempo y eso la convertía en una... ¡ilegal!

La ley norteamericana no dejaba de ser dura con quienes amparaban semejante delito. O sea..., con nosotros.

Nos miramos unos a otros, sin necesidad de mayores comentarios, comprendiendo claramente la clase de lío en que nos hallábamos metidos. De cualquier modo, era demasiado tarde para arrepentirnos y tampoco podíamos echar a la calle, por razones humanas, a aquella desafortunada mujer.

Además, faltaba lo más importante: ¡que me retornara mi más preciado tesoro!