CAPÍTULO I
Era una situación francamente ridícula. Pero de absurdos venía tratándose mi vida. Mi familia entera parecía haber nacido de vicisitudes ridículas y casuales.
Aunque no tenía para nada deseos de que me aconteciera algo fuera de lo común en aquella calurosa tarde de tedio veraniego neoyorquino. Simplemente me disponía a atravesar una de esas avenidas inquietas cercanas al Central Park y ninguna cosa me hacía presagiar que la luz de paso del semáforo me estaba abriendo la puerta a una parte peculiar de mi destino.
Ni siquiera me percaté del lujoso carro que se aproximaba y mucho menos me di cuenta, hasta el último momento, de cómo mi cuerpo de atleta saltaba por los aires como una pluma soplada por la energía siempre vigorosa del parachoques de un Rolls. Cuando regresé plenamente a los cinco sentidos, ya estaba siendo levantado en andas por aquellas dos rubias extrañas que no dejaban de parlotear.
Me acomodaron sin mucha dulzura en el amplio asiento posterior del espléndido vehículo y sin decirme “agua va”, se lanzaron nuevamente a la autopista como si acabaran de recoger los pedazos de un gato atropellado por casualidad en la calle. Esas cosas pasaban, al fin de cuentas, en el Nueva York de fines de los noventa, cuando la Gran Manzana se henchía salpicada de singulares aromas, como una torta a medio hornear.
De cualquier modo aquellas dos mujeres de no más de 30 años, parecían hechas del mismo sino fortuito que caracterizaba mi vida de latino veinteañero.
La flaca mandaba a la gorda y aunque no eran hermanas, definitivamente, les agradaba hacer creer que lo eran. Lo que me quedó en claro desde un principio, eso sí, además de que se trataba de dos adictas incorregibles a la verborrea, era que las unía una corrida interminable de negocios lucrativos de los que, incansablemente, no cesaban de hablar.
No se molestaron verdaderamente en saber de mi estado sino hasta el momento en que la más robusta estacionó el Rolls en el apartadero subterráneo de uno de esos fastuosos departamentos que orillan el barrio de Broadway, donde luego de revisarme de cuerpo entero como si yo fuese un perro faldero y viendo que no exhibía otra cosa que un natural atontamiento propio de las circunstancias y un par de magulladuras en alguna parte recóndita de mi espalda, me invitaron a subir con ellas por el ascensor al espléndido “rinconcito” que les servía de morada.
Se trataba de una suite enquistada en las alturas de un veintavo piso, desde el cual se podía extender la vista plácidamente por la barriada más pintoresca de Manhattan. Aunque lo más interesante se hallaba, sin lugar a dudas, en los amplios salones y particularmente en la colorida habitación destinada a los huéspedes donde las rubias me depositaron con delicadeza jocosa, invitándome a tenderme en una cómoda cama de agua rodeada de muebles y aparatos lujosos que mi corta vida en los suburbios del Bronx todavía no me permitían conocer.
— Así es que eres latino, bomboncito — me dijo la gorda, lanzándome algunas palabras en un pésimo castellano, en medio del inglés.
— Déjame adivinar — intervino la flaca —; de origen cubano y de “pura cepa” española. ¿O me equivoco?
Habían viajado una docena de veces a la península ibérica y recorrido, además, una buena parte del Caribe y de Latinoamérica y eso las convertía en “expertas catadoras”, como ellas mismas alardeaban, del aroma latino.
— Soy cubano, hijo de andaluces y miembro de la familia más larga de inmigrantes isleños avecindados en Nueva York a partir de los sesenta.
— Creí que todos vivían en Miami.
— No mi familia. Ellos sólo querían arrancar de Fidel para venirse a vivir a la Gran Manzana. Puedo decirles que se parece en mucho a una obsesión y yo soy el resultado de ella, porque amo esta ciudad más que cualquier cosa en el mundo.
No les mentía. Provenía verdaderamente de la familia de cubanos de ascendencia extremeña más numerosa en la ciudad de la Estatua de la Libertad y probablemente, también, la más ruidosa entre el contexto latino disperso donde me había tocado en suerte crecer.
Dedicados a toda clase de menesteres, mis padres, mis tíos y el ejército de primos que me acompañaban desde los días en que saltaba del gateo a las caminatas interminables por media ciudad, podía decirse que no existían rubros en los cuales los Almagro no hubieran incursionado en busca del ansiado vellocino de oro que solían perseguir los inmigrantes en el país de las oportunidades. Pero, dichas las cosas como ocurrían, ni la prosperidad, ni mucho menos el vellocino o siquiera un ricito del mismo parecía llegar a las manos de esta tribu de cubanos esforzados.
Quizás porque de tanto incursionar nunca se decidían por un trabajo estable o porque simplemente, como decía mi tío Pedro, uno de los mayores, lo que más gustaba a los Almagro era “la aventura de buscar fortuna”, no de poseerla. En algo se asemejaban, aludía el mismo pariente, al legendario Diego de Almagro, el descubridor de Chile, del cual, cierto o no, los Almagro cubanos radicados en Nueva York aseguraban descender.
En honor al mismo aventurero español me habían puesto su nombre, aunque debo confesar que a lo menos cinco primos se llamaban como yo. De modo que, inconvenientemente a lo mejor, se respiraba una fuerte competencia entre nosotros para ver cuál de todos los Diego resultaría ser a la postre el más exitoso, no en el lejano Chile ciertamente, si no en la auspiciosa ciudad creada por los holandeses.
Auspiciando en parte aquella sed de triunfo que codiciábamos todos, no faltaban los que comenzaban en algunos barrios latinos a denominar a la generación nueva de los Almagro cubanos, como la “generación de los Diego”. Pertenecer a esa estirpe me llenaba de orgullo, lo mismo que a mis primos que, aunque en ocasiones no disponían de un bocado para echarse a la boca, conocían desde hacía mucho el arte de saber disimular la pobreza.
Tal vez por eso era muy difícil encontrar a un Almagro, en especial los de mi edad, mal vestido o que no aparentara, como nos encantaba, provenir del más caballeresco linaje español sin importar que el legendario descubridor de Chile hubiera surgido de las porquerizas más hediondas de una provincia extremeña, tal cual había ocurrido en realidad.
Para mí la clave de la buena estampa estaba sencillamente en saber lucir una llamativa guayabera y eso fue lo primero que llamó la atención de las rubias en aquel aposento de los dioses en Manhattan so pretexto, según me dijeron, de inspeccionar los hematomas ocasionados por el atropello. Al fin y al cabo se trataba de una colorida camisa al más puro estilo caribeño y por lo menos esta vez tuvieron cuidado de arrancármela con delicadeza antes de seguir desnudándome a cuerpo entero.
Sin saberlo y a menos de una hora de haber sido levantado en los aires por el Rolls, las dos rubias parlanchinas me sometieron a un atropello mucho más brutal. No obstante, para ser sincero, estuve lejos de querer resistirme. Era un tipo de choque extravagante y voluptuoso que sólo un latino de fina cepa como yo parecía dispuesto a tolerar y... ¡a disfrutar!
Después de todo, hasta ese instante de mi vida, los días de la adolescencia y de la temprana juventud me habían estado moldeando de una manera extraña, borrando de la noche a la mañana los rastros de la pubertad para convertirme en un varón erguido, bien compuesto y, aparentemente, nada mal parecido. Dicho con modestia, naturalmente.
Me negaba a creerlo, pero lo cierto es que cada vez que caminaba por las calles percibía la mirada arrulladora de alguna dama mayor que yo recorriéndome de arriba abajo como si yo fuese una especie de semental equino o algo por el estilo. Porque, por alguna razón curiosa, mi sex-appeal sólo parecía tocar a las mujeres que remontaban mi edad y de preferencia aquellas con tres o cuatro décadas en el cuerpo y mucho mayores también.
Las rubias no me lo ocultaron esa noche, luego de insistir en lo del arrullo “rehabilitador” sobre aquella cama acogedora. Antes de decidirse a intercambiar algunas palabras conmigo, eso sí, bailaron una detrás de la otra delante mío como danzarinas rusas.
La gorda era la más graciosa y también la menos pudorosa. Movía frente mío un encaje extraño, mezcla de pollera de ballet y de tanga tropical que finalmente acabó por lanzar al aire, parecido a como había hecho conmigo el Rolls que ella misma conducía en las cercanías del Central Park. Enseguida se abalanzó como un acordeón, contorneándose de una manera grotesca, semejante a una locomotora a juzgar por sus resoplidos feroces e interminables. La flaca, mientras, semidesnuda todavía, me sujetaba por el cuello, escondiendo parte de mi cabeza entre sus piernas, previniendo toda posibilidad de escape de mi parte.
¡Pero yo no deseaba escapar! Gocé aquella agotadora velada como un niño al que sueltan en medio de una fábrica de dulces y no me negué a hacer lo mío en el instante que creí más oportuno, reponiéndome por arte de magia todas la veces que fue necesario hasta que el crepúsculo de la mañana sustituyó las luces rojas y amarillas de la atractiva habitación.
Entonces intempestivamente mis anfitrionas, siguiendo esa costumbre inmodificable de la sangre anglosajona, saltaron rumbo a los toilettes, para dirigirse aprisa a sus oficinas de prósperas empresarias. Antes de marcharse, sin embargo, me dejaron un jugoso cheque de varios ceros y una tarjeta con sus nombres, invitándome a repetir aquella loca aventura en la semana venidera.
Cuando salí de allí a la calle de nuevo, entendí que me acababa de convertir en un hombre adulto.