CAPÍTULO VI

A diferencia del gimnasio, el hipódromo se veía algo escuálido de gente esa mañana, aunque llegamos allí bordeando el mediodía. De no ser por los fanáticos de costumbre que solían esperar las horas de largada de los caballos en las salas de apostadores, el enorme recinto hubiera estado vacío.

No fue difícil distinguir en medio del tumulto de hispanos a mi primo Julio. Con su guayabera característica resaltaba entre la veintena de amigos que intercambiaban con él la conversación de rutina. Era como si los caballos formaran parte de su léxico habitual; todo eso, naturalmente, con un salpicón de groserías provenientes de a lo menos cinco países latinoamericanos. Los argentinos, los panameños y los colombianos, como de costumbre, eran los que más destacaban.

— ¡Primo Diego! ¡Tío Mario! — exclamó nuestro pariente en cuanto nos vio acercarnos al lado de los venezolanos. Pensó por un momento que andábamos allí interesados en las apuestas.

Así también lo creyeron el resto de sus amigos que nos rodearon como abejorros, cada uno para susurrarnos su mejor consejo:

— ¡El rayo verde va seguro!

— ¡A ganador con el destroyer!

— ¡Apuéstenle al Rambo!

Una solidaridad desinteresada emergía de lo más recóndito del corazón de aquellos fanáticos. Yo aproveché la ocasión para deslizarle en una oreja a mi primo:

— No preguntes; síguenos la corriente y demóranos lo más que puedas...

Él se iluminó de inmediato. Además, la mesa estaba servida; sólo era cosa de ahondar en el único tema que se balbuceaba allí.

— ¡Bravo por el escarlata! — exclamó a propósito, sabiendo de antemano que otro recogería el guante.

Se trataba, ni más ni menos, que del caballo de controversia y eso pareció desatar la furia de algunos.

— ¡No hagan caso a malos consejos, hermanitos! — le gritó un panameño a mis acompañantes, enfrascándolos en una agitada discusión.

— Ese burro es una basura — acotó otro, con acento mexicano.

— ¡Un engaño! — chilló un dominicano.

Así estuvieron achacándose acusaciones al vuelo hasta que los venezolanos terminaron por perder la paciencia. El robusto agarró decididamente del brazo a mi primo, al tiempo que lo punzaba con un cañón de pistola disimulado en su chaqueta enroscada.

— ¡Andando, chico! — escuché que le ordenaban, mientras el bajito nos hacía una seña de esas que no convenía desobedecer, al tío y a mí. Enseguida comenzamos a evadirnos de aquel barullo de gentes, sintiendo que mis esperanzas de socorro se esfumaban como los fantasmas de Alan Poe.

— Buen intento — me dijo el bajo, luego de avanzar algunos pasos, dándome a entender que no lo habíamos logrado engañar ni siquiera por un segundo.

Eso los convertía en doblemente peligrosos, pensé. Pero ya no podíamos cambiar nuestro destino. Tampoco la pelirroja daba señales de vida, pese a que le había enviado encarecidamente el mensaje adecuado a través del entrenador del Madison. Lo más probable era que no se hubiera molestado en transmitírselo. ¡Qué diantre! ¡Qué podía hacer una boxeadora, después de todo, contra aquellos mafiosos desalmados!

“A cada uno le llega su hora”, concluí y a estos tres Almagro, aparentemente, estaba a punto de llegarles la suya. Tan cabizbajo iba que no me di cuenta del automóvil descapotado que nos seguía. Tampoco advirtieron su presencia los venezolanos.

Apuntándonos con su pistola, el más bajo se complacía en mirarnos desde adelante del vehículo con aquella sonrisa de mala muerte que empezaba a detestar en él.

— Ahora sí — nos sentenció con su tonito majadero —, ya podemos terminar con nuestro paseo.

— Además debemos regresar cuanto antes a los negocios de Las Vegas — murmuró el robusto, enfilando hacia los muelles en desuso de la ciudad.

¡La Gran Manzana ofrecía de todo!, pensé funestamente a medida que el Chevrolet negro se escabullía por entre medio de un laberinto de container abandonado.

Se detuvieron en un claro rectangular y desolado, no más grande que una cancha de básquetbol, cercado por aquellos gigantes de metal enmohecidos. Uno de esos rincones neoyorquinos, reflexioné con pesimismo, ideados expresamente para la perpetración de asesinatos.

— Parece un buen lugar — comentó el que hacía de conductor, frenando bruscamente —. Ahora no perdamos tiempo. ¡Abajo!

Descendimos los tres con las manos sobre la nuca. Recordé que mi familia había huido de la isla para que no nos volviera a pasar lo mismo en la tierra de las oportunidades. Sin embargo, mafiosos existían en todos lados, deduje, lamentando haber arrastrado a aquel desafortunado desenlace a un tercer integrante de la familia.

En esas cavilaciones estaba, mientras los Ampuero nos acomodaban con una sonrisa en los labios contra uno de los solitarios paredones metálicos, haciendo reminiscencia quizás de aquellos fusilamientos que tanto gustaban a los hijos descarriados de la patria de Miranda desde los albores de la gran Colombia.

Al bajito, como de costumbre, le encantaba alardear. Así es que hizo varias piruetas con su arma como un pistolero del Oeste, antes de decidirse por la mano que ocuparía para dispararnos. La izquierda parecía ser su predilecta. Vi como su dedo regordete se posaba sobre el gatillo. Yo era el primero en la mira.

— ¡Carajo! — gruñó de pronto —; en mi tierra no matamos a ningún hijo de perra sin ofrecerle antes un último deseo. ¿Qué quieres, cubanito?

— Pues, no hay cubano que no desee a la hora de morir — señalé convencido —, ¡fumarse un buen habano!

— ¡Coño! De esos no traigo ninguno — gimió el bajito, extrayendo de un bolsillo una cajetilla de cigarrillos simples —, pero te puedo ofrecer uno de estos...

— Aunque no es mi marca preferida, lo acepto de buena gana — exclamé, alargando una de mis manos.

No se podía negar que estos hijos de la sabana sabían comportarse como caballeros en la peor de las circunstancias. Sentí que el humo entraba placentero por mi garganta anticipándose a la primera bocanada. ¡Era el cigarrillo más agradable de mi ridícula vida!

Saboreando esa dicha enorme me hallaba cuando me interrumpió la aparición espectacular de aquellas tres amazonas desprendidas del mismísimo cielo. ¡La primera en caer desde lo alto fue mi querida pelirroja! Similar a una pantera la vi rebotar sobre la espalda musculosa del robusto, arrancándole de un manotón el arma que portaba, mientras las otras dos aterrizaban igual que cometas provenientes de las techumbres de los container, justo arriba del bajito que terminó rodando como una rara albóndiga hasta el lugar donde esparcía yo en ese momento las cenizas de mi cigarrillo.

Lo mejor, sin embargo, sobrevino enseguida cuando los dos hombres sin sus armas en las manos pensaron que iba a ser cosa de juego reducir a sus tres atacantes. El macizo arremetió contra la sueca imitando a un demonio enloquecido, pero la bomba roja supo esquivarlo con maestría. Su cintura se movía de un lado a otro, dejando pasar arriba suyo los puñetazos desesperados del mafioso. Luego comenzó a darle su merecido. Primero un par de ganchos, sus predilectos; enseguida unos rectos a la nariz y finalmente el golpe de gracia en pleno estómago y un “rompe mandíbula” que hizo sonar la quijada del venezolano antes de mandarlo al suelo completamente noqueado.

Con el bajito el cuento parecía todavía más entretenido. Tuvieron que acorralarlo para obligarlo a dar pelea. Eran tan buenas boxeadoras como la pelirroja. La más alta, una negra de brazos atemorizantes, se ensañó con una corrida de golpes sobre la nariz del mafioso hasta que un resoplido acusador indicó que el tabique se acababa de partir en dos. La otra, anglosajona de tomo y lomo, casi no tuvo oportunidad de castigarlo, aunque alcanzó a cruzarle el rostro con tres o cuatro puñetazos colosales.

El bajo, sin salir de la incredulidad que lo posesionaba, terminó hincándose como un penitente, suplicando por su vida. No porque las boxeadoras quisieran matarlo, ciertamente, sino más bien porque tenía miedo de morirse de vergüenza o algo así. Cuando lo levantaron del suelo todavía gemía igual que un mendigo, temeroso de que lo siguieran aporreando.

Alcancé a darle las últimas chupadas a mi cigarrillo, antes de sentir los brazos de la pelirroja asidos de mi cuello, deseosa de asegurarse de mi buen estado de salud. No sabía en ese momento si agradecerle efusivamente o sentirme abochornado, como los Ampuero; no obstante, el entusiasmo delirante de mis dos parientes me inclinó en unos segundos por lo primero.

No pude impedir que mis familiares se dieran un gusto más: rápidamente comenzaron a jalar de las vestimentas de los mafiosos y en cuestión de segundos ya los tenían completamente desnudos.

— Devuélvenos los calzoncillos por lo menos — lloriqueó el fornido que recién recobraba el conocimiento, intentando esconder de la mirada burlona de las chicas sus partes nobles.

— Como gusten — le contestó Julio, tirando las ropas arriba del Chevrolet, al tiempo que se subía a él —; sólo tienen que venir a rescatarla.

Enseguida echó a andar el vehículo directo al mar. Escuchamos el splach de la caída unos segundos después, escabulléndose por entre los containers que nos tapaban la vista. Luego apareció nuevamente mi primo jugando con la llave del automóvil.

— Eso es de ustedes — les dijo sonriente a los Ampuero, lanzándosela —. ¡No tienen más que ir y sacar sus ropas desde abajo de las aguas!

Allí nos quedaron mirando los dos infelices, como pollos desplumados, mientras nos marchábamos arriba del convertible rojo de Dina. Después de eso, pensé, no tendrían ganas de volver a molestarnos.