10

 

 

 

 

Solomon Wisdom se quedó sin palabras. Caffrey, su corpulento y solícito sirviente, lo había ido a buscar a su estudio para alertarle de la llegada de «más individuos especiales», de modo que estaba preparado ante la posibilidad de toparse con seres vivos como John Camp y Emily Loughty.

Pero la visión de los niños fue demasiado para él.

Durante su viaje desde Dartford, Sam y Belle se habían mostrado inicialmente asustados ante los caballos, pero acabaron disfrutando de cabalgar sobre sus lomos en las sillas de montar. Sam incluso entabló conversación con el capitán de la guardia, que sostenía las riendas con una mano y lo agarraba a él con la otra.

—¿Sabes que el caballo huele mejor que tú?

—Eso es porque el animal está vivo y yo estoy muerto.

Sam no entendió la respuesta.

Por su parte, Arabel y Delia habían pasado mucho más miedo y habían viajado mucho más incómodas, embutidas en sus respectivas sillas de montar pegadas a un mugriento soldado. El jinete que conducía a Arabel parecía tan asustado de ella como ella lo estaba de él y la había dejado tranquila, pero el de Delia, un viejo de dientes amarillentos, se había puesto lascivo. Ella se pasó todo el trayecto apartándole las manos de sus pechos.

Delia iba asimilando las semejanzas geográficas del Infierno, pero aquella agreste campiña se le antojaba difícil de reconciliar con los paisajes urbanos que conocía. Sin embargo, como buena londinense, el sinuoso discurrir del Támesis le resultaba familiar, y cuando apareció ante sus ojos la mansión de Wisdom, reconoció la colina. Estaban en el equivalente geográfico de Greenwich.

La esquelética figura de Wisdom, con su levita negra y su expresión severa de pie ante la puerta de su residencia, asustó a Belle y Sam, que se escondieron detrás de su madre.

Después de un prolongado silencio, Wisdom logró reunir voz suficiente para hablar.

—Niños —se limitó a decir.

Entregó a los soldados una bolsa de dinero inusualmente pesada y le ordenó a Caffrey que acompañase a los recién llegados al comedor y le dijese a la cocinera que les preparase algo de comer. Acto seguido, se encerró en su despacho para ordenar sus ideas. De momento pospondría los comentarios amables de costumbre y las presentaciones. La noticia iba a correr muy rápido y él tenía que tomar decisiones importantes.

Se paseó por la habitación hablando en voz alta como si el único consejo que mereciese la pena fuese el que él mismo podía darse.

—Esta es una oportunidad excepcional, Solomon, excepcional. De esas que se presentan una sola vez. ¡Dos mujeres vivas y dos niños vivos! Debes actuar de un modo impecable para aumentar los beneficios. ¡Piensa, piensa! ¿Quiénes son los mejores compradores y cuántos lotes debo ofrecer? ¡Yo diría que dos lotes! Ofrezco los niños a un comprador y las mujeres a otro. El rey Enrique todavía no ha regresado de su fracasada aventura en Francia. Tal vez cuando vuelva quiera a los niños a modo de distracción o como regalo para su reina. Creo que pagará bien. Y en cuanto a las mujeres, diría que el rey Pedro de Iberia es el comprador más adecuado. El embajador íbero estaba furioso por no haber tenido ocasión de presentar una oferta por Emily Loughty, de modo que le daré la oportunidad de abrir su bolsa de oro. Y tal vez haya otros postores merodeando por la corte. Una oportunidad excepcional, sin duda.

Llamó a Caffrey, le dio instrucciones y entró con aire despreocupado en el comedor, dispuesto a hacer un despliegue de acogedora simpatía calculada al milímetro para lograr que sus huéspedes se sintiesen cómodos. Delia y Arabel miraban por las ventanas la ladera que se extendía detrás de la casa y los niños jugaban debajo de la mesa.

—Disculpad mi tardanza. Tenía unos asuntillos pendientes que atender, pero ahora dispondréis de toda mi atención y hospitalidad. Soy vuestro anfitrión, Solomon Wisdom, y os doy la bienvenida a mi humilde morada.

Delia tomó aire y respondió con todo el arrojo que fue capaz de reunir. Durante sus conversaciones con Duck, este le había dicho que creía que a Emily se la habían llevado de Dartford para entregársela a un «mercader de carne», aunque no había mencionado su nombre.

—No sé quién es usted, señor Wisdom, pero no somos mercancía que se pueda comprar y vender. Le pido que nos devuelva de inmediato a Dartford.

La artificiosa sonrisa de Wisdom desapareció de su rostro.

—¿Comprar y vender? Mi querida señora, ¿por qué hace semejante acusación?

—Les ha entregado a esos hombres una bolsa de dinero. ¿De qué otra cosa puede tratarse?

—Solo era un pequeño pago para agradecerles su colaboración. Me traen a todos los recién llegados de la zona para... darles la bienvenida. Por lo que sé, la gente aprecia la información que puedo proporcionarles. Lo hago como un servicio a mis congéneres. Me cuento entre los afortunados en este mundo desafortunado y por lo tanto soy caritativo, ni más ni menos.

—Debe pensar que he nacido ayer —replicó Delia.

—No sé cuándo nació usted, buena mujer.

—Entonces ¿nos va a llevar de vuelta a Dartford?

—Por supuesto. Adonde quieran ir. Pero primero insisto en que compartan mesa conmigo. Deben tener hambre y sed después del largo viaje.

Desde debajo de la mesa, Sam pidió limonada.

—Comeremos con usted —aceptó Delia— y luego queremos marcharnos.

—Como deseen. Ah, oigo pasos. Que empiece la fiesta.

La fornida ama de llaves y cocinera de Wisdom, con el cabello cano recogido con un pañuelo, entró mirando a todos lados, olfateando y sosteniendo una enorme bandeja. Ya le habían dicho que había niños vivos en la casa, y al dejar la bandeja en la mesa montada sobre caballetes descubrió a Sam, que asomaba la cabeza por debajo.

Al verlo rompió a llorar.

—Deja de gimotear —le ordenó Wisdom con severidad— y sirve las bebidas. Las señoras tomarán vino. Los niños no sé qué quieren. ¿Qué beben los niños?

Arabel habló por primera vez.

—¿Tiene zumos de fruta?

—Me temo que no tenemos tal cosa —respondió Wisdom.

—Entonces agua. Si es potable.

Belle hizo su aparición y la cocinera se desmoronó, arrastrada por una nueva oleada de emoción.

—¿Por qué lloras? —quiso saber Sam.

—Porque los dos sois encantadores y preciosos —respondió ella.

Sam ya había perdido el interés por las lágrimas de aquella mujer y contemplaba su rostro lleno de lunares.

—¿Por qué tienes tantos puntos negros en la cara?

Arabel trató de hacerlo callar, pero la cocinera soltó una carcajada y respondió:

—Cariño, son mis marcas de belleza y, como puedes comprobar, yo soy muy bella.

Sentado a la mesa, Wisdom en persona cortó la pieza de carne y distribuyó las verduras en los platos.

—Comamos y conversemos —invitó.

—¿Vas a bendecir la mesa? —le preguntó Sam.

—Aquí no hacemos estas cosas —respondió Wisdom—. Dudo que siquiera recuerde las palabras.

Con voz límpida, Arabel entonó:

—Señor, te damos las gracias por los alimentos que vamos a comer.

—Oh, esto me trae recuerdos —suspiró Wisdom, mientras se llevaba un trozo de cordero a la boca. Lo masticó, se lo tragó y añadió—: Bueno, veamos si son ustedes conscientes de su muy singular situación.

—Sabemos dónde estamos —replicó Delia. Probó el vino, pareció gustarle y bebió más.

—De acuerdo, excelente. Bueno, el Infierno que están viendo es muy diferente del que nos enseñan a temer en la Tierra.

—Por favor, no utilice la palabra que empieza por I delante de los niños —susurró Arabel.

—¿Por qué no? —preguntó Wisdom.

—No quiero que se asusten. Les he contado que estamos en un mundo de fantasía de uno de sus libros de cuentos.

—De acuerdo. ¿Y entonces cómo debo llamarlo?

—De cualquier modo que no sea ese.

Arabel continuó con su tarea de cortarles a los niños la carne en trozos pequeños.

—Muy bien, usaré el nombre que utiliza aquí el pueblo llano. Abajo. ¿Le parece suficiente?

—Sí, gracias.

—Bueno, pues Abajo es bastante distinto...

—Lo sé todo al respecto —repitió Delia— y ya se lo he contado a Arabel.

—En ese caso me podré ahorrar la larga exposición que he hecho infinidad de veces.

—Sin embargo, tengo una pregunta —añadió Delia, farfullando al hablar por culpa del vino—. ¿Cómo es que no siente usted la más mínima curiosidad por nosotros? Eso me lleva a pensar si no ha visto ya a personas vivas en el pasado. En un pasado muy reciente.

—Por supuesto que sí. En un pasado muy reciente, tal como sugiere. Tuve el placer de recibir a dos personas muy singulares, una mujer, Emily Loughty, y un hombre, John Camp. Dadas las circunstancias de su llegada, no me sorprendería que los conociesen.

—Emily es mi hermana —murmuró Arabel.

—Ahora que lo dice, veo el parecido —comentó Wisdom—. Me hablaron de una enorme máquina infernal que había abierto una especie de canal entre los dos mundos. Imagino que vosotros cuatro habéis sido atrapados por los dientes y garras de esa máquina, que os ha escupido aquí.

—Algo parecido —concedió Delia.

—¿Vosotras dos también sois científicas, como la señorita Emily?

—En absoluto —respondió Arabel—. Ella es el cerebro de la familia. Yo me limito a ejercer de madre.

—Una profesión muy dura, si la memoria no me falla. ¿Y usted, señorita Delia?

—Yo tampoco soy científica. Soy espía.

Atónito, Wisdom dejó caer sobre la mesa las manos con las que agarraba sus cubiertos.

—¿Dice que es una espía? Ya me costó creer que una mujer pudiese ser científica, y ahora me cuesta creer que también pueda ejercer de espía. Me alegro de no haber vivido en su época. Me hubiera sentido muy fuera de lugar. ¿Es usted una espía al servicio de la corona?

—Sí, así es.

—¿Y a quién está espiando?

Delia empezó a beber su segunda copa.

—En este momento le estoy espiando a usted.

Pasados unos instantes de incómodo silencio, Wisdom bajó la cabeza presidida por su larga nariz y de pronto estalló en una sonora carcajada que asustó a Belle y provocó que rompiese a llorar.

 

 

El joven Charlie, atenazado por el miedo, avanzaba unos pasos por delante del grupo. Su hermano Eddie iba a continuación, seguido por Martin y Tony, las dos mujeres y por último Jack, cuya voluminosa panza y gruesas piernas lo convertían en el menos apto para avanzar con paso rápido por el bosque. Martin echó un vistazo hacia atrás por encima del hombro y al ver que Jack se estaba quedando atrás, les pidió a los hijos que ayudasen a su padre.

Charlie estaba demasiado asustado para ralentizar el paso, pero Eddie respondió a la petición y retrocedió; antes de que lograse llegar junto a su corpulento progenitor, Martin oyó un grito y aminoró la marcha.

—¡No te detengas! —le gritó Tony, que se sostenía los pantalones con una mano—. ¡Mantente pegado a mí!

Indeciso, Martin recuperó el paso y siguió avanzando.

Eddie llegó junto a su padre, que yacía de costado en el suelo y cuyo voluminoso cuerpo formaba una protuberancia entre el sotobosque. Tenía el muslo en el que se le había clavado una flecha empapado de sangre.

—¡Papá! Vamos. Te voy a ayudar a levantarte.

Otra flecha pasó silbando por encima de sus cabezas.

—Estoy acabado, muchacho. Sálvate tú.

—No, no te voy a dejar aquí.

—¡Te digo que te marches! Haz caso a tu padre. Ahora tú eres el jefe de la familia, ¿de acuerdo? Cuida de Charlie y dile a tu madre que la quiero. ¡Y ahora lárgate, joder!

Con lágrimas en los ojos, Eddie se levantó y salió corriendo.

Al poco rato escucharon un grito que helaba la sangre; Jack estaba muerto. Patearon su cabeza decapitada hacia unos arbustos como si no fuese más que una vieja pelota de fútbol. Los vagabundos le quitaron la ropa y las botas y retomaron de inmediato la caza del resto del grupo.

Pese a estar casi cegado por las lágrimas, Eddie avanzó por delante de Martin y Tony y llamó a gritos a su hermano.

—Charlie, Charlie, ¿dónde estás?

Martin había perdido de vista a Alice y Tracy, que iban detrás de él. Pese a las protestas de Tony, se negó a abandonarlas para que acabasen corriendo la misma suerte que los dos Jack. Se detuvo y volvió atrás, gritándoles que se diesen prisa.

No tardó en darse cuenta de que habían quedado descolgadas del grupo. Tracy había pisado una rama puntiaguda y se la había clavado en el pie descalzo. Alice hacía lo que podía por ayudarla a caminar, pero la joven madre cojeaba y gritaba de dolor y miedo. Cuando Martin llegó hasta ellas, vio que los vagabundos se acercaban a gran velocidad, abriéndose camino entre las ramas. Había al menos cuatro. Tres de ellos blandían largos cuchillos curvos y el otro llevaba un arco. Sin dejar de correr, el arquero preparó una flecha y empezó a tensar la cuerda. Pese a que estaba al menos a treinta metros de él, Martin sintió los gélidos ojos del vagabundo clavados en él. Se preguntó qué se sentiría al ser atravesado por una flecha. Era el tipo de reflexión fría y desapasionada que solía provocar las mofas de Tony.

Pam. Pam.

Las ensordecedoras explosiones sonaron en una rápida sucesión.

La flecha salió disparada hacia lo alto. El arquero dejó caer el arco y se llevó las manos al pecho ensangrentado antes de desplomarse de rodillas.

Uno de los vagabundos maldijo, se agarró el brazo herido y gritó a sus camaradas. Dejaron al arquero caído en combate, dieron media vuelta y desaparecieron entre los matorrales.

Dos hombres armados con rifles salieron de detrás de unos gruesos árboles, a menos de diez metros de donde estaban Martin, Alice y Tracy, todavía en estado de shock.

Eran dos cuarentones bien afeitados, vestidos de modo casi idéntico con sucias y andrajosas camisas blancas de algodón grueso, chaquetas de tela áspera y pantalones ceñidos de aspecto antiguo y zapatos desgastados que parecían modernos anudados con cordones de cuero sin curtir. Los rifles eran de los que se cargan por la boca del cañón. Uno de ellos empezó a recargarlo y aplastó la pólvora, mientras que el otro, el más alto de los dos, se dirigió a ellos.

—Ahora estáis a salvo —les aseguró—. No van a volver.

Los dos hombres armados se acercaron y Martin se interpuso entre ellos y las dos mujeres.

—¿Quiénes sois? —preguntó, tratando de sonar amenazante.

El más alto respondió con incredulidad:

—La pregunta más interesante es ¿quién demonios sois vosotros? —Antes de que Martin pudiese decir nada, le dijo a su colega—: ¿Los hueles, Murphy?

Murphy olfateó como un sabueso y maldijo en voz baja.

—Joder, ¿qué es esto?

—Lo vamos a averiguar enseguida —respondió Rix, el más alto—. Llamad a vuestros amigos para que podamos hablar con todos.

—¿Por qué diantres debemos fiarnos de vosotros? —inquirió Martin.

—¿Quizá porque os acabamos de salvar el pellejo? —replicó Murphy—. ¿Te parece un motivo suficiente?

Tracy se sentó en el suelo, demasiado abrumada para hacer otra cosa que gimotear. Rix apoyó su mosquetón contra un árbol y se acuclilló junto a ella.

—Escucha, cariño, imagino que estás pasando el peor día de tu vida, y enfatizo la palabra «vida», porque no me lo explico, pero tengo claro que no estáis muertos. Pero ahora estáis a salvo. Murphy y yo nos encargaremos de eso.

A Tracy el olor de ese hombre le hizo echarse hacia atrás, pero la bondad de su mirada la tranquilizó un poco.

—Gracias.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Rix.

—Tracy.

Alzó la cabeza para mirar a la otra mujer.

—¿Y tú?

—Yo soy Alice.

—¿Nos podéis decir dónde estamos y qué nos está pasando? —preguntó Martin.

—Lo haremos —respondió Murphy—. Pero primero tenemos que llevaros a todos a nuestra aldea.

Convencido de que eran de fiar, Martin colocó las manos a modo de altavoz y gritó:

—¡Tony! ¡Todos vosotros! Volved atrás. Hemos encontrado ayuda. Estamos a salvo.

 

 

Delia fue la primera en despertarse a la mañana siguiente. Arabel estaba en la cama de al lado con los niños, todos dormidos. Deseó haber podido seguir durmiendo un rato más, pero estaba completamente despierta y le picaba la piel por la aspereza de las sábanas. Comprobó si le habían mordido las chinches, se levantó, utilizó con discreción el orinal en un rincón y miró por la ventana. Desde el piso superior de la mansión de Wisdom, el turbio Támesis parecía una serpiente marrón petrificada en pleno movimiento sinuoso. Vio la gabarra de Wisdom amarrada al embarcadero. No estaba allí cuando pasaron por delante el día anterior. Había llegado muy temprano procedente de Londres con un grupo de visitantes. En cubierta, varias siluetas se movían con gestos propios de pescadores.

Intentó mover el pesado cerrojo de hierro de la puerta de su habitación, pero no logró desplazarlo. Le hirvió la sangre al saberse encerrada. Si no fuese porque los niños seguían durmiendo, se habría puesto a golpear la puerta de roble y a gritar, pero se controló y se limitó a contener su rabia.

Dadas las circunstancias, le alegró disponer de algo en que ocupar su tiempo. La noche pasada, antes de retirarse al dormitorio, le había pedido a la cocinera de cabellos canos utensilios de costura para poder adaptar sus ropas a la desaparición de los elásticos, cremalleras y botones. Se sentó en la cama y evaluó el material del que disponía: una aguja de hierro con un amplio ojo, hilo grueso, fibra de cáñamo de varias longitudes y un montón de botones de madera. Lo primero que cogió fueron los tejanos de Sam y les cosió un botón.

En el comedor, Solomon Wisdom se sentó en su silla de costumbre y desayunó fiambres y pan, que regó con cerveza, mientras dos grupos de hombres se apiñaban en sus respectivos rincones, murmurando en sus lenguas nativas.

Impaciente, Solomon llamó a los dos individuos que tenía a su izquierda.

—Acérquese, príncipe Heirax, no dispongo de todo el día.

El aludido, el embajador macedonio en la corte de Enrique VIII, levantó un dedo pidiendo más tiempo e intercambió varias palabras con su colega, un noble llamado Stolos.

—Mi oferta es por los cuatro —anunció finalmente Heirax—. Mil quinientas coronas.

Wisdom enarcó las cejas con un gesto teatral y se dirigió a los tres hombres de su derecha.

—Caballeros, ¿desean aumentar la oferta?

Navarro, el embajador íbero, era un tipo flacucho y febril por un persistente episodio de disentería. La oferta macedonia pareció alterar su frágil estado de salud y sus criados, De Zurita y Manrique, acercaron una silla por si se desmayaba.

De Zurita pidió que le sirvieran a su señor un vaso con partes iguales de agua y vino, y el sirviente de Wisdom, Caffrey, se dirigió a la despensa para preparárselo.

Recobradas las fuerzas después de beber, Navarro habló con voz ronca en un inglés con marcado acento extranjero.

—¿Cómo podemos hablar de sumas tan elevadas sin siquiera haber visto la mercancía?

—Ya he dejado bien claro —respondió Wisdom— que podrán verla después de que hayamos acordado un precio. Si resultan no ser lo que los he prometido, una atractiva doncella viva, dos niños vivos, un varón y una hembra, y una mujer de más edad y más gruesa, entonces podrán retirar sus ofertas. Sin embargo, me conocen lo suficiente como para saber que soy un comerciante honrado, de modo que pueden estar seguros de que lo que les ofrezco es lo prometido. Saben también que con anterioridad ya adquirí y vendí a una doncella viva. Creo que el conde francés que la compró quedó encantado con su adquisición. Es desde luego sorprendente la reciente llegada de varios seres humanos vivos a estos parajes y no tengo ninguna explicación sobre el porqué se han producido, pero he tenido el honor de convertirme en el único proveedor de esta mercancía extremadamente escasa y singular.

Navarro miró a Manrique, un hombre de escasa estatura y tez morena, que se dio la vuelta para comprobar el peso de la bolsa de monedas que llevaba bajo la capa. Se inclinó y habló en voz baja con su señor. A continuación, Navarro preguntó:

—¿Y dices que la doncella es hermosa?

—Muy hermosa.

—Entonces ofrezco dos mil coronas.

La suma ofrecida ahora alcanzaba el total de los beneficios obtenidos por Wisdom con su venta de seres humanos durante los últimos cinco años, así que decidió seguir bebiendo para calmar los nervios.

—Excelente. Ahora es de nuevo su turno, príncipe...

Unos estruendosos golpes en la puerta de la casa le obligaron a dejar la frase a medias. Envió a Caffrey a comprobar quién llamaba mientras el príncipe Heirax murmuraba algo que Wisdom estaba seguro de que era una maldición en macedonio.

Caffrey regresó con un sobre sellado con lacre y le susurró a Wisdom unas palabras al oído. Este rompió el sellado de lacre con un dedo grasiento, leyó el pergamino y lo dejó sobre la mesa, incapaz de disimular la creciente y zalamera sonrisa.

—Caballeros, parece que la situación ha cambiado. Acabo de recibir una carta de la emperatriz Matilde en persona. Ayer informé a la corona inglesa de la nueva mercancía que había llegado a mis manos y acabo de obtener respuesta. La emperatriz ofrece dos mil coronas.

—Es lo que acabo de ofrecer yo —suspiró Navarro—. Si es necesario, superaré la oferta de la emperatriz añadiendo una corona más.

—Oh, pero la oferta de su majestad es solo por los niños —explicó Wisdom con tono ampuloso.

Los macedonios se pusieron furiosos y acusaron a Wisdom de manipular la subasta, pero el comerciante se mantuvo firme. Los dos caballeros se marcharon resoplando y pidiendo que los llevasen de vuelta a Londres de inmediato.

Navarro mantuvo la calma y después de hablar con sus criados, puso sobre la mesa una nueva oferta.

—Debo decir, Solomon, que no tenía muy claro lo de los dos niños. Tengo ciertas dudas sobre si encontraría compradores interesados en ellos, pero estoy convencido de que en Iberia hay demanda más que suficiente para una doncella viva. Te ofrezco setecientas cincuenta coronas solo por ella.

—¿Y la mujer de más edad?

—Me la puedo llevar también, pero no añadiré ni una corona más.

—Debo obtener alguna compensación por ella.

—Entonces me quedo solo con la doncella —afirmó Navarro—. ¿Hay trato?

—Muy bien —accedió Wisdom—. Complaceré a la emperatriz ofreciéndole los niños y una cuidadora. La doncella es para usted.

Navarro ordenó a Manrique que preparase el dinero, a la espera de poder inspeccionar a la mujer. Mientras, puso otra condición.

—Después de nuestra reciente y desafortunada batalla naval con Enrique, los íberos somos personas no gratas en la corte. No queremos que los emisarios de la emperatriz se enteren de nuestra presencia aquí, de modo que permite que nos retiremos a una habitación privada donde podamos inspeccionar a la doncella y completar la compra.

—Caffrey —llamó Wisdom—, lleva a estos caballeros a mi estudio y tráeles a la dama. Si quedan satisfechos, hazlos salir por la parte trasera de la casa. Conde Navarro, sus caballos están en el establo y se les ha dado forraje y agua. Ha sido un placer hacer negocios con usted.

Cuando Caffrey abrió la puerta del dormitorio, Delia estaba acabando de modificar la ropa. Arabel se sobresaltó al oír que el pasador se movía.

—Vístete —ordenó Caffrey señalando a la mujer—. Tienes que venir conmigo abajo.

Delia le preguntó por qué debía ir Arabel sola, pero Caffrey se limitó a repetir la orden. Arabel se frotó los ojos, llenos de lágrimas al darse cuenta de que las pesadillas con las que había soñado eran reales. Seguía en ese lugar horrible. Protestó sin levantar la voz para no despertar a los niños, diciendo que no quería dejarlos solos, pero Caffrey se puso furioso, sacó un cuchillo corto del cinturón y amenazó con cortarle el cuello a Delia si no le obedecía.

—Tú inténtalo, hijo de puta —replicó la agente, poniéndose de pie y dejando caer al suelo la ropa que estaba cosiendo. Era más corpulenta que él. Había recibido entrenamiento en autodefensa al incorporarse al MI5, pero cuando Caffrey se le acercó blandiendo el cuchillo, se puso lívida y volvió a sentarse en la cama.

—De acuerdo, te acompañaré —accedió Arabel—. ¿Cuánto voy a tardar en volver a ver a los niños? —preguntó.

—Sobre eso tendrás que hablar con el señor. A mí solo me ha dicho que venga a buscarte.

Delia entregó a Arabel su ropa. La falda y la blusa ahora llevaban unos botones feos pero muy útiles y el sujetador estaba cosido.

—¿Puedes darte la vuelta para que pueda vestirme? —pidió a Caffrey.

En el rostro curtido del sirviente apareció la mueca de una sonrisa lasciva que dejaba a la vista una boca desdentada.

—No pienso hacerlo.

—Entonces me vestiré debajo de las mantas.

Después de vestirse, salió de la cama con cuidado para no despertar a Sam y Belle, a los que miró con cariño antes de volverse hacia Delia.

—¿Cuidarás de ellos?

Al ver cómo le temblaban los labios, Delia dedujo que Arabel estaba convencida de que no iba a volver a la habitación.

—Claro que sí, querida. Pero estarás de regreso enseguida. Estoy segura.

—Pero si no es así, ¿les dirás que mamá los quiere mucho?

—Lo haré, cariño. Diez veces al día. Y cuidaré de ellos como si fuesen mis propios hijos. Si pasa algo y nos separamos, recuerda que vendrán a rescatarnos. Nos encontrarán.