11

 

 

 

 

John y Emily pasaron la noche juntos, haciendo todo lo posible por ralentizar el tiempo. Por tácito y común acuerdo, la velada fue más doméstica que romántica. Cocinaron juntos y después ella le ayudó a limpiar el apartamento. Se acurrucaron en el sofá y vieron la televisión, empalmando varias series cómicas. Antes de acostarse, Emily le inspeccionó la herida y le dijo que se le estaba curando muy bien. No hicieron el amor, no porque no lo desearan, sino porque ella no podía dar cabida al placer en su vida sabiendo la dura experiencia por la que atravesaban Arabel y los niños. No hizo falta que se lo explicase a John. Él lo entendió.

En lugar de hacer el amor, permanecieron echados a oscuras, hablando de lo que harían cuando todo esto terminase: ella buscaría un trabajo en alguna universidad en cualquier sitio y él la seguiría allí dónde fuese y amoldaría su vida a la de ella. No querían sucumbir a la fatiga, porque si se dormían, el tiempo transcurriría muy rápido y la mañana llegaría demasiado pronto. Pero resultó inevitable rendirse al sueño.

 

 

John estaba de vuelta en Afganistán y un grito horrible se encontraba en sus oídos.

A lo lejos, en la granja infestada de talibanes, se veían resplandores anaranjados en la negra noche sin luna, iluminada por las ráfagas que escupía la artillería de 30 mm del Black Hawk que sobrevolaba la zona. Las explosiones provocaban boquetes en las paredes de arcilla que rodeaban el complejo y obligaban a huir a los francotiradores que las utilizaban como parapeto, pero evitaban alcanzar el edificio principal y con suerte al objetivo de la operación, Fazal Toofan, el combatiente enemigo de máxima prioridad al que John y su comando de boinas verdes tenían orden de capturar con vida.

Pero en ese momento, el propósito de la misión era la menor de sus preocupaciones. John tenía toda la atención puesta en el médico de su unidad, Ben Knebel, que se apretaba con ambas manos el abdomen y aullaba de dolor junto al hombre al que hacía un instante estaba atendiendo, el soldado Stankiewicz.

John corrió hacia ellos, maldiciendo al francotirador que ya había pulverizado la artillería del helicóptero. Se mantuvo agazapado entre la granja y Knebel para cubrirlo mientras le hacía un torniquete en la pierna a Stankiewicz. La bala que había impactado en el soldado podría haber servido para enhebrar una aguja por lo preciso del tiro, un disparo endiabladamente jodido en una jodida guerra.

Cuando John llegó junto a ellos, Stankiewicz había cambiado el papel de herido por el de enfermero y, olvidándose de su pierna perforada, presionaba el estómago de Knebel con una gasa para detener la hemorragia.

John tuvo que quitarse de la oreja el auricular del intercomunicador porque los gritos de Knebel por su micrófono eran ensordecedores. Abrió otra gasa estéril del botiquín, se la pasó a Stankiewicz y mantuvo apretado el abdomen del médico.

—Stank, ocúpate de tu herida, yo me encargo de él. Doc, no te me desmayes. Voy a vendarte y te daré un calmante, ¿de acuerdo?

—Busca en mi macuto —gritó el médico con los dientes apretados—. No puedo mover las piernas. ¡Joder, joder!

John utilizó un rollo de esparadrapo para fijar la gasa bien apretada sobre el estómago del herido, desenvolvió una piruleta de fentanilo y se la metió en la boca, entre la mejilla y la encía. Después volvió a colocarse el auricular y pidió ayuda.

—Necesito evacuar a dos heridos, uno de ellos es el médico del comando. ¡Ahora!

—¿Evacuamos a toda la unidad? —preguntó el piloto del Black Hawk por radio.

—No, solo a los heridos.

—Eso lo va a dejar desprotegido, comandante.

—Tú saca de aquí a mis hombres. El resto es cosa mía. Todavía tenemos una misión que cumplir.

—Recibido. Nuestro tiempo estimado de llegada son treinta segundos. Llamaremos a otro pájaro para que recoja al resto de la unidad. Le daré el tiempo estimado de llegada en cuanto tenga la información.

John les pidió a los dos heridos que aguantasen un poco más y se comunicó por radio con Mike Entwistle, que estaba en el flanco norte de la granja.

—Mike, vamos a estar sin apoyo aéreo durante un rato. ¿Todavía recibís fuego enemigo?

—Negativo. Creo que los hemos aniquilado.

—De acuerdo. En cuanto evacuen a Stank y a Doc, estrecharemos el cerco por el norte y por el sur, entraremos, agarraremos a nuestro objetivo y nos largaremos de aquí cagando leches.

A medida que el fentanilo iba haciendo efecto, los alaridos de Knebel se iban convirtiendo en algo más perturbador, el agudo gimoteo de un hombre paralizado que parecía empezar a entender que la vida que había conocido hasta ahora se había acabado para siempre.

 

 

Se despertaron mucho antes de que sonase el despertador y se turnaron para ducharse y vestirse. Habían elegido y modificado con sumo cuidado la ropa que iban a llevar para evitar los problemas que padecieron en el viaje anterior. Todas las telas e hilos de los cosidos eran de fibras naturales, los botones de plástico y las cremalleras metálicas se habían sustituido por botones de madera y las botas llevaban cordones y suelas de cuero.

Hablaron poco y de temas intrascendentes; no sentían la necesidad de recordarse a sí mismos lo que iba a suceder en unas pocas horas. Mientras John revisaba el contenido de su mochila de tela y cuero por última vez, rememoró lo que había soñado y se dio cuenta de que lo que le rondaba por la cabeza era similar a lo que pensaba antes de entrar en combate en Irak y Afganistán: concentrado en la preparación, no en la ejecución. Una vez que empezaba la misión, casi nunca salía según lo planeado. Y el entrenamiento y la actitud eran lo que lo mantenía a uno vivo.

Cuando llegó el momento de salir, recogieron los bártulos y apagaron la luz. John vio que Emily miraba con aflicción el apartamento a oscuras.

—No te preocupes —le dijo—. Volveremos.

 

 

Rix y Murphy se levantaron temprano para encender un fuego en el que poder cocinar las gachas de avena silvestre con miel para el desayuno. Llevaban una semana manteniendo la misma rutina diaria: procurarles a sus invitados el sustento básico y adentrarse en el bosque para buscar a Molly y Christine.

La aldea de Ockendon se alzaba en un claro sobre un terreno húmedo y cenagoso repleto de moscas y mosquitos. Cuando Rix y Murphy llevaron allí por primera vez a Martin y los demás desde el peligroso bosque, la destartalada aldea de primitivas chozas de paja les pareció muy acogedora, pero después de una semana les recordaba cada vez más a un campo de prisioneros. Siempre desconfiado de sus vecinos, Rix los había metido a todos en su pequeña cabaña, utilizando hasta el último centímetro cuadrado de espacio para acomodarlos. Durante los últimos treinta años Rix y Murphy habían vivido allí con Molly y Christine, y ya resultaba muy apretado para los cuatro. Meter en ese espacio a ocho personas era un disparate. Les habían cedido sus camas a Alice y Tracy y ellos dormían en el suelo con los demás hombres, Rix junto a la puerta y Murphy pegado a la chimenea.

Martin le limpió el pie herido a Tracy y, tras comprobar que era poco importante, se lo vendó con un trozo de tela razonablemente limpio. Murphy y Rix poseían una exigua colección de ropa y zapatos de hombre y mujer, y todos solucionaron lo mejor que pudieron sus problemas de vestuario.

Martin se despertó en cuanto olió el humo y saltó por encima de varias personas dormidas para acuclillarse junto al fuego.

—Buenos días —susurró.

—¿Qué tal estás, doc? —preguntó Rix.

—Infernalmente bien —respondió él con la ocurrencia que repetía siempre—. ¿Vais a salir otra vez?

—Después de zamparnos el desayuno —confirmó Murphy.

Rix removió el contenido de la pesada cacerola colgada sobre el fuego y gruñó que cada día que pasaba perdía más la esperanza.

—Me gustaría acompañaros —dijo Martin—. Estar aquí metido me está provocando claustrofobia.

—Es demasiado peligroso —replicó Murphy—. Ya hace un mes que pasaron por aquí los soldados. Volverán en cualquier momento, siempre lo hacen. Todo el mundo en esta jodida aldea se ha enterado de que estáis aquí metidos. Quizá no conozcan vuestro secreto, pero saben que estáis aquí. Os delatarán sin contemplaciones. Tenéis que estar todos aquí, preparados para defender a las mujeres.

Martin señaló las improvisadas armas colgadas de las paredes: garrotes de madera, una barra de hierro y una espada curva.

—Ya te lo he dicho, soy médico, no un guerrero. Ninguno de nosotros lo es. Si aparecen los soldados, estamos perdidos.

Rix negó con la cabeza.

—Si aparecen —susurró—, tenéis que luchar. De lo contrario, dividirán al grupo y os desperdigarán por el mundo. Violarán a las mujeres y las venderán como esclavas sexuales. Descubrirán que tú y Tony sois maricas y también os violarán. Haz lo que te digo, ¿de acuerdo? Volveremos en unas horas para ver cómo estáis.

Tony, ya despierto, había estado escuchando con los ojos cerrados. Se incorporó y dijo:

—Ya sé que no queréis oírlo, pero no creo que encontréis a Molly y Christine. Y no me gusta que nos llaméis maricas.

—Tienes razón —respondió Murphy con rabia—. No quiero oírlo, así que cierra el puto pico antes de que te lo cierre yo.

Su estallido despertó a los demás, que empezaron a estirarse e incorporarse.

Martin salió en defensa de Tony.

—Puede que la idea no os guste, pero si todo lo que nos habéis contado sobre este sitio es cierto, parece razonable pensar que las fuerzas físicas o sobrenaturales que no han catapultado hasta aquí pueden haberlas mandado a ellas a nuestro mundo y nuestra época.

—Todo eso no es más que una sarta de gilipolleces —replicó Murphy—. Las chicas están en alguna parte, en el bosque. O bien los vagabundos las han atrapado o bien ellas han logrado huir y están intentando regresar aquí.

Rix removió la hirviente cacerola.

—Tal vez sea una gilipollez o tal vez no —dijo—. También puede parecer una gilipollez que aparezca en el Infierno un grupo de personas vivas, pero aquí los tienes. Te diré una cosa, Colin, daría lo que fuese por saber que nuestras chicas en estos momentos están paseándose por alguna calle soleada del condado de Kent en Inglaterra, en el planeta Tierra en el año 2015 y no entre las garras de unos jodidos vagabundos en este mundo de mierda. Pero hasta que no lo sepamos con absoluta certeza, vamos a seguir buscándolas.

Tracy empezó a hacer lo que llevaba haciendo casi todo el tiempo que estaba despierta: rompió a llorar. Alice se había convertido por propia decisión en su cuidadora cuando no estaba cosiéndole la ropa a alguien. Pero esa mañana parecía demasiado adormilada para ofrecerle su apoyo. Charlie, sentado al lado de Eddie, que no paraba de bostezar, tomó el relevo y le acarició el hombro a Tracy mientras le aseguraba que todo se acabaría arreglando.

Pero lo cierto es que ninguno de ellos creía que fuera a ser así.

Durante la primera noche en el Infierno del grupo, Murphy y Rix habían regresado a la cabaña después de una infructuosa búsqueda de Molly y Christine que se prolongó durante todo el día, y les habían explicado a sus seis conmocionados huéspedes la impactante realidad de la situación en la que se encontraban. Al principio ninguno de ellos creyó ni una palabra, ni siquiera después de que pasadas dos horas les describieran con todo detalle el día en que ambos murieron en 1984.

—¿Tenéis una explicación mejor para lo que estáis viendo con vuestros propios ojos? —les preguntó Murphy con desdén.

Martin, siempre racional, replicó:

—No, yo no la tengo. Pero eso no da más credibilidad a vuestra disparatada historia.

—También a nosotros nos costó aceptarlo cuando llegamos —reconoció Rix—. Pero es la verdad.

—Si lo que decís es cierto, que aquí no se puede morir, entonces el padre y el abuelo de estos chicos no están muertos.

Rix negó con la cabeza.

—Tal vez sí, tal vez no. Nunca antes había visto a una persona viva en el Infierno, de manera que no puedo asegurarlo.

Entonces Charlie alzó la cabeza y preguntó:

—¿Has dicho que podrían estar vivos? Tenemos que volver al bosque y recogerlos.

—He dicho que no lo sé —insistió Rix.

—Joder, pongámonos en marcha —insistió Eddie, poniéndose en pie.

—Por la mañana —les advirtió Murphy—. Los vagabundos que casi os atrapan pueden estar todavía rondando por allí.

En el plomizo amanecer Martin y Eddie acompañaron a Rix y Murphy al bosque y rehicieron el camino que habían recorrido hasta dar primero con el padre de Charlie. Martin le hizo señas a Eddie para que no se acercase mientras inspeccionaba el cuerpo descuartizado y sin cabeza. Sin duda alguna estaba muerto. En el río encontraron al abuelo, que había sufrido el mismo bárbaro destino. Le habían cortado y extraído la mayor parte de su masa muscular.

—Supongo que vosotros sí podéis morir —comentó Murphy, y escupió en el agua—. Qué suerte tenéis.

Durante el camino de vuelta a la aldea, caminando detrás del afligido hijo, Martin les dijo a Murphy y Rix:

—Me temo que no me habéis mostrado nada que sostenga vuestras opiniones.

—Opiniones —repitió Murphy entre risas—. No son opiniones, son hechos. Te voy a proponer una cosa: esta noche tú y yo atravesaremos la aldea sin que nadie nos vea y te mostraré la prueba.

Cuando oscureció, Murphy cumplió su palabra. Tony, asustado, le pidió a Martin que no saliese, pero el médico estaba decidido a llegar al fondo del asunto. Los dos se deslizaron junto a las cabañas cerradas a cal y canto que se alineaban junto al camino embarrado y se acercaron a un edificio bajo de madera. Martin notó el enfermizo hedor de podredumbre mucho antes de llegar a la puerta cerrada con un pasador y tuvo que colocarse la mano sobre la boca y la nariz para no vomitar. Murphy le advirtió que se preparase antes de abrir la puerta y alzar la antorcha para iluminar el interior.

Martin tuvo que apretar con fuerza la mano contra la cara, hasta el punto de casi no poder respirar, pero no fue suficiente. Tuvo que contener el aliento para evitar desmayarse. Logró así reducir el impacto en su olfato, pero aparecieron ante él las imágenes y los sonidos que le hicieron retroceder. El pudridero estaba repleto de cuerpos en descomposición que seguían con vida. Horribles gritos y lamentos llenaban la macabra sala. La masa licuada de carne que cubría por completo el suelo se movía. Centenares de brazos y piernas se deslizaban lentamente en aquella pútrida montaña de restos humanos, en la que asomaban también rostros desencajados y desfigurados con muecas agónicas.

—¿Tienes suficiente? —le preguntó Murphy.

Martin asintió, salió de allí y vomitó en el exterior.

Murphy cerró la puerta y reunió la compasión suficiente para darle unas palmaditas en la espalda.

—¿Por fin te crees que estás en el Infierno?

Ahora, ya en su séptimo día allí, Rix sirvió las gachas en cuencos de madera poco profundos. Él y Murphy devoraron el desayuno mientras los otros lo iban ingiriendo en silencio, sin prisas ni ganas.

—Bueno, pues nosotros vamos a salir —anunció Rix mientras se colgaba el mosquetón del hombro—. Recordad, si alguien llama a la puerta, no hagáis ni un ruido. Si alguien intenta entrar, enfrentaos a ellos con todas vuestras fuerzas. Habéis acabado cayéndonos simpáticos.

—Habla por ti —se quejó Murphy, mientras abría la puerta y miraba con el ceño fruncido a un tipo flacucho que conducía a un raquítico caballo por el camino.

—No me mires, colega —le gritó Murphy al hombre, que aceleró el paso ante la amenaza—. Te voy a aplastar si vuelves a mirarme.

El bosque estaba cargado de humedad. Había dejado de llover, pero el agua seguía goteando de las hojas y las ramas. Rix iba delante. Buscaban huellas recientes, pero no encontraron ninguna. De tanto en tanto gritaba llamando a Molly. Murphy estaba resacoso y el dolor de cabeza le impedía vocear el nombre de Christine. Al cabo de un rato pasaron junto a los cadáveres. Se veía que había más zonas carnosas devoradas, no porque los vagabundos hubieran regresado, sino porque el hedor había atraído a animales en busca de alimento. Cuando salieron del bosque a campo abierto, Rix se detuvo.

—Sugiero que vayamos hacia el sur, en dirección al río.

—Ya estuvimos allí hace dos días —replicó Murphy.

—¿Tienes una idea mejor?

Murphy gruñó.

—¿Y bien? —insistió Rix.

—No. Joder, Jason, no lo sé. Quizá lo que dice ese marica sea cierto. Quizá las dos han vuelto a la Tierra.

—Desde luego, eso sería mejor que haber acabado en manos de los vagabundos.

—Sí, pero...

Murphy no tuvo que acabar la frase. Rix le leyó el pensamiento.

—Lo sé, lo sé, pero ¿cómo nos las vamos a arreglar sin las chicas?

Rix empezó a caminar por el vasto prado y Murphy lo siguió, alzando la mirada hacia un halcón que volaba en círculo y que de pronto cayó en picado y clavó sus garras en un aterrorizado ratón.

 

 

La zona de ocio estaba casi irreconocible. Para proteger el pulido suelo de madera lo habían cubierto con una moqueta barata con partes recortadas para los cables que conectaban los cubículos y monitores con el ordenador central del laboratorio principal. Los técnicos manejaban en los sistemas de hardware y software largas hileras de tablas con los protocolos de los pasos previos a la puesta en marcha. Se había levantado un tabique en mitad de la sala para colocar el despliegue de enormes pantallas con el que se haría el seguimiento operacional del sincrotrón y los veinticinco mil imanes que rodeaban Londres en el interior de los túneles subterráneos del MAAC.

Ben Wellington y Trevor esperaban en la zona habilitada en una esquina para los viajeros cuando llegaron John y Emily.

Se saludaron con una sonrisa y se pusieron manos a la obra, eludiendo la charla superficial para llenar el silencio.

—Falta uno —informó John.

—Está en la recepción —respondió Trevor—. Enseguida lo acompañarán hasta aquí.

Todos vestían de forma muy similar, con pantalones caqui o de camuflaje, camisas de trabajo de algodón grueso, ropa interior de algodón, botas y cazadoras de cuero con botones de madera sustituyendo a las cremalleras. Estaban revisándose unos a otros las mochilas cuando apareció Brian escoltado por el personal de la recepción.

Había optado por el mismo tipo de vestuario y parecía animado y excitado, como un chaval impaciente por emprender una excursión con acampada.

Allo! —saludó, estrechando la mano a todo el mundo—. ¿Todo funciona correctamente?

John hizo el gesto de consultar su reloj de muñeca, que había dejado en casa, y miró el cronómetro digital de la pared.

—Bajaremos en sesenta mikes.

—Sesenta mikes —repitió Brian encantado—. Adoro la jerga militar. He leído con atención tus instrucciones y he dejado todo lo metálico en el maletero del coche, incluida mi espada favorita. ¿Estás seguro de que no pasaría?

—Como ya te dije, el metal no pasará —insistió Emily.

Brian la había conocido la víspera y había quedado prendado de ella.

—Adoro a las mujeres guapas y adoro a los escoceses —le había dicho—, de modo que ya estoy locamente enamorado de ti.

Cuando se enteró de que el corazón de Emily Loughty ya tenía dueño, estuvo enfurruñado durante el resto de la reunión de planificación.

—¿Te lo has pasado bien en el dentista? —le preguntó Trevor.

Brian sonrió y mostró el nuevo hueco en su dentadura.

Ahora que ya estaban todos, Ben consideró que debía dirigirles unas palabras.

—No hace falta insistir en que esta es una misión en la que se participa de forma voluntaria. Todavía estáis a tiempo de echaros para atrás. No hay nada de qué avergonzarse si alguien cambia de opinión. De modo que necesito que me confirméis que estáis decididos a seguir adelante.

—Yo voy —dijo John.

—Yo también —se sumó Emily.

Trevor fue el siguiente en dar su confirmación:

—Yo sigo.

—No lo cambiaría ni por todo el té de China ni por todos los Oscar de Hollywood —aseguró Brian con determinación.

—De acuerdo —siguió Ben, haciendo un esfuerzo por mantener la compostura—. Que Dios os ayude. Ahora os dejo, tengo que supervisar las últimas comprobaciones de seguridad en Dartford y South Ockendon. Os espero aquí dentro de un mes. Por favor, no os retraséis.

—Buena suerte en la caza de esos villanos —le deseó Trevor.

Ben le estrechó la mano.

—Me voy a esforzar al máximo, muchacho.

Siguieron revisando sus equipos y después se fueron pasando los libros para que todos los pudiesen inspeccionar.

—Una selección interesante —reconoció Brian.

—La pluma es más persuasiva que la espada —sentenció John.

—Eso he oído, pero a mí se me da mucho mejor la segunda que la primera —replicó Brian.

Después de volver a colocarlo todo en las mochilas, se sentaron en sillas plegables y contemplaron los preparativos de los técnicos. Emily se acercó a Matthew Coppens y David Laurent, que estaban enfrascados en la preparación de la cuenta atrás. Matthew levantó la mirada por encima de su cubículo.

—Hola —saludó Emily.

—Hola.

Todavía tenía un aire de culpabilidad por su participación en todo ese lío.

—¿Cómo va todo? —le preguntó ella.

—Como la seda. No hemos detectado ningún problema. Me preocupaba el desplazamiento de la sala de control, pero hasta ahora no nos ha creado ningún problema técnico.

—Se me hace raro contemplar todo esto desde fuera.

—Me alegré tanto de tu vuelta que ojalá no tuvieses que marcharte otra vez.

—Matthew, si no fuese por mi familia, estaría sentada a tu lado. Pero tengo plena confianza en tu capacidad para traernos de vuelta a casa.

John se volvió hacia Brian.

—Bueno, entonces ¿Trev está listo para degollar dragones?

—El joven Trevor es un alumno que lo asimila todo muy rápido. Yo diría que está más que preparado.

—Me sentiría más cómodo con mi fusil de asalto SA80 que con un arco y unas flechas —reconoció el aludido.

—Ese fusil es una porquería —replicó John—, pero yo también lo preferiría. ¿Qué le has contado a tu familia?

—Anoche invité a mis padres a un curri y les dije que me habían elegido para una misión especial fuera del país. Les solté un rollo sobre que era secreta y no podía contarles mucho más. Ellos no lo acabaron de entender. Les cogió por sorpresa. Creían que la época en que debían preocuparse por mí ya había quedado atrás hacía mucho tiempo. Pero se lo tomaron bien. Les dejé el número de Ben por si...

Se le cortó la voz.

—Qué curioso, Trev —dijo Brian metiéndose en la conversación—, yo a mis exesposas les he dado tu teléfono. Por si acaso.

A treinta minutos de la partida aparecieron los peces gordos, con Anthony Trotter a la cabeza, de punta en blanco para la ocasión, con un ceñido traje de tres piezas. Lo seguían Leroy Bitterman y Karen Smithwick, con Campbell Bates del FBI y George Lawrence del MI5. Bitterman se dirigió directamente hacia los expedicionarios.

—Bueno, ya casi ha llegado el momento.

—Estamos listos para partir, nos hemos preparado lo mejor que hemos podido —respondió Emily.

—Seguro que sí. —Los saludó a todos y añadió—: Tú debes de ser el famoso Brian Kilmeade. Soy Leroy Bitterman, el secretario de estado de energía de Estados Unidos.

—Podría usar un poco de eso —replicó Brian.

—¿Un poco de qué?

—De energía.

Bitterman soltó una carcajada.

—Armado con este sentido del humor podrá derrotar a casi cualquier enemigo. Creo que su primer ministro está viendo esto desde el 10 de Downing Street. Me ha dicho que es un fan suyo. Salude a la cámara.

Brian lo hizo y lanzó un beso.

—Si llevásemos con nosotros un equipo de filmación, podría conseguir por fin lo que siempre he deseado: un reality en la televisión americana.

—Bueno, conozco a algunas personas en el negocio —respondió Bitterman sonriendo—. Les hablaré de usted.

—Le tomo la palabra, y si al final lo consigo le daré el diez por ciento que le correspondería a mi inepto agente.

—Me han dicho que ha hecho un entrenamiento excelente, señor Jones —añadió Bitterman volviéndose hacia Trevor.

—He tenido un buen profesor.

—Bueno, esperemos que no tenga demasiada necesidad de poner en práctica las enseñanzas. ¿Y qué tal estás tú, John? ¿Curado del todo?

—Estoy en buenas condiciones para partir, señor.

—Me alegra oírlo. Vamos a pasar las noches en vela hasta que volváis.

Trotter les interrumpió y le dijo a Bitterman que requerían su presencia. Ya se habían establecido las comunicaciones seguras entre Londres, Washington y South Ockendon. Bitterman se lo tomó con calma.

—¿No les va a desear buena suerte a nuestros colegas? —preguntó.

—Buena suerte, chicos —respondió Trotter con tono neutro, y se alejó de inmediato.

—Bueno, no es lo que llamaríamos la alegría de la huerta —ironizó Bitterman dirigiéndoles un saludo de despedida con la mano.

Emily trató de escuchar lo que decían al otro lado de la sala los jefes de departamento sobre el proceso de la puesta en marcha. Ya se había inyectado el helio superrefrigerado en el despliegue de veinticinco mil imanes y el supervisor acababa de informar de que estaban a 1,7 K, la temperatura a la que se transformaban en superconductores y eran capaces de proyectar los rayos de protones alrededor de los ciento ochenta kilómetros de túneles en torno a Londres. La cuenta atrás hasta la máxima potencia del sincrotrón avanzaba con fluidez. A falta de quince minutos apareció un equipo de seguridad del MI5 para escoltarlos hasta la sala de control. Tanto esa sala como todo el complejo subterráneo se habían considerado demasiado inestables como para que nadie excepto los expedicionarios permaneciese allí, por miedo a acabar enviando a alguien más al otro lado a través del cada vez más amplio portal entre las dos dimensiones.

Tras el familiar descenso en el ascensor hasta el nivel de la sala de control se adentraron en el escenario estratégicamente vacío, del que se habían extraído la práctica totalidad de aparatos electrónicos y ahora parecía un decorado de película desmantelado. El único artilugio que permanecía allí era un reloj con los dígitos rojos en el que se podía seguir la cuenta atrás para el reinicio del MAAC. En las paredes se había realizado un despliegue de cámaras de vídeo de alta definición y altavoces.

Bajaron hacia el centro del anfiteatro y vieron la X marcada con cinta adhesiva en el suelo, a tres metros del espectrómetro detector de muones, un mastodonte de siete pisos que era el punto de colisión donde los rayos opuestos de partículas de protones se cruzarían con una elevadísima carga de energía.

—De modo que aquí es donde se cuece la magia —murmuró Brian.

El reloj marcó los diez minutos para el reinicio.

El equipo de seguridad se marchó.

Oyeron cómo cerraban las puertas con cerrojo.

A través de los altavoces les llegó la voz incorpórea de Matthew Coppens.

—Muy bien, tenemos una visión y un sonido perfectos de todos vosotros. Os pediremos que os situéis en la marca cuando la cuenta atrás esté en un minuto. Hasta que llegue ese momento, podéis relajaros.

—¿Puedes creerte que ha dicho relajaros? —ironizó Emily.

—Lo siento —se disculpó Matthew—, una mala elección de las palabras.

—Vaya, parece que los micrófonos funcionan muy bien.

Emily intentó sonreír a las cámaras.

John se inclinó hacia ella y le susurró al oído:

—Cuando volvamos, no te voy a dejar salir de la cama en un mes.

Ella sonrió y dijo en voz alta:

—Matthew, espero de corazón que nadie haya oído esto.

—Negativo, Emily.

—Gracias a Dios.

A cinco minutos del reinicio oyeron el anuncio de un técnico:

—Tenemos plena energía. Una aceleración de doscientos GeV.

En el momento del reinicio se inyectaría fuel ionizado en el sincrotrón, que se aceleraría y canalizaría en el MAAC. Dos rayos de partículas de protones, uno viajando en el sentido de las agujas del reloj y el otro en el sentido contrario, se acelerarían hasta una velocidad de colisión de treinta TeV, circunvalando el Gran Londres a casi la velocidad de la luz, o a once mil ciclos por segundo.

Escucharon a David Laurent anunciar que el detector de muones estaba en marcha y completamente operativo.

A falta de un minuto para el reinicio, Matthew les pidió que se situasen sobre la marca y los cuatro se apiñaron en un estrecho círculo, con las mochilas tocándose en el centro. Matthew inició la carga de los cañones de partículas con el combustible y a treinta segundos del reinicio solicitó autorización a Leroy Bitterman para lanzar los rayos.

—Sí —se limitó a responder Bitterman.

Por los altavoces les llegó la voz tensa de Matthew.

—Cuatro… tres… dos… uno. Reiniciamos.

John le cogió la mano a Emily.

Matthew hizo las lecturas del progresivo incremento de energía.

—Cuatro TeV, cinco, seis, siete...

—No está sucediendo nada —murmuró Brian.

—Todavía es pronto —le informó Emily.

—Dieciséis, dieciocho, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro...

—Nos estamos acercando —susurró Emily.

—Veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta TeV. ¡Potencia máxima!

Emily apretó con tanta fuerza la mano de John que le dolieron los nudillos.