Harold, el hermano de Hathaway, se emborrachó con ginebra y empezó a gimotear diciendo que no entendía nada de lo que estaba sucediendo.
—Estabas muerto. Estuve en tu funeral. Puedo acompañarte a ver tu tumba. Está cerca de aquí. De vez en cuando la limpio de malas hierbas. Estabas muerto y ahora estás en mi salón.
—No quiero ver mi puta tumba —susurró Hathaway.
Los otros tres vagabundos, Talley, Youngblood y Chambers, se rieron con disimulo mientras devoraban los sándwiches de carne que les había preparado la mujer de Harold, Maisey, y se iban pasando la última botella de ginebra que quedaba.
—Me encanta la manduca que tienen por aquí —masculló Chambers, mientras la mayonesa le goteaba en la camisa.
—¿Adónde ha ido la mujer? —preguntó Youngblood.
—Está arriba —respondió Hathaway—. No está muy contenta de tenernos aquí, eso está claro. He cortado la línea de teléfono, así que no hay peligro.
—¿Qué es una línea de teléfono? —preguntó Chambers.
—No te preocupes por eso.
Talley se levantó y se tambaleó.
—Voy a salir a cagar —anunció.
—Te voy a enseñar lo que es un retrete interior —le dijo Hathaway—. Prepárate para quedarte pasmado.
Cuando regresó de su primera incursión en un lavabo, Hathaway le preguntó a Chambers adónde había ido Youngblood.
—No lo sé —respondió, muy borracho.
Hathaway echó un vistazo en la cocina y regresó sin haberlo encontrado.
—Maldita sea —murmuró.
Justo en ese momento oyeron gritar a Maisey.
Hathaway corrió escaleras arriba y se encontró a Youngblood con los pantalones en los tobillos y encima de Maisey en la cama. Youngblood era un tipo fornido mucho más alto que Hathaway, de modo que este evitó cualquier enfrentamiento que se pareciese a una pelea cara a cara. Agarró un cenicero de cristal y lo estampó contra la cabeza del vagabundo. El golpe no lo noqueó, pero lo dejó atontado y le permitió a Maisey saltar de la cama al suelo.
Entre gritos histéricos, gateó hacia la puerta, pero Hathaway le advirtió que no saliese de la casa.
—¡Déjame marchar! —protestó ella—. Ha intentado violarme, lo has visto.
—Acabo de salvarte, vieja bruja, pero no volveré a hacerlo si intentas escapar. Y ahora ponte algo de ropa encima y cierra el pico, ¿de acuerdo?
Talley preguntó a gritos qué pasaba arriba y Hathaway le dijo que se asegurase de que la mujer no intentaba huir. Ella cogió varias prendas de ropa del armario y recorrió el pasillo dando tumbos hasta el lavabo.
Youngblood seguía echado boca abajo, frotándose la cabeza y maldiciendo. Cuando trató de incorporarse, Hathaway volvió a arrearle y esta vez partió el cenicero en dos y le abrió un tajo en la frente.
Talley y Chambers subieron para echar un vistazo.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Talley.
—Estaba violando a la mujer.
—¿Y qué pasa? —inquirió Chambers.
—Nada, si no fuese porque es la esposa de mi hermano.
—¿Dónde está ella? —preguntó Talley.
—En el lavabo.
—¿Con el retrete de interior?
—Sí.
—Pues yo no le veo la utilidad —replicó Talley—. Un agujero en el suelo sirve igual.
Abajo, Talley y Chambers se acabaron la ginebra y las pocas latas de cerveza que había en la alacena y empezaron a ponerlo todo patas arriba buscando más. Harold les ordenó que parasen, pero, borracho, acabó uniéndose a ellos, rebuscando en la despensa una botella de buen whisky que no recordaba si se habían bebido o no celebrando su último cumpleaños.
Hathaway negaba con la cabeza mientras trataba de descubrir cómo se encendía el extraño televisor plano, pero se preparó para una trifulca cuando vio aparecer a Youngblood, que bajaba por la escalera dando tumbos. El grandullón estaba demasiado mareado como para pelear y parecía haber olvidado cómo se había abierto la cabeza. La sangre le chorreaba por la cara y le manchaba la ropa, y Talley le aplastó un cojín del sofá contra la brecha para cortar la hemorragia.
—¿Dónde está Maisey? —inquirió Harold al volver de la despensa con las manos vacías.
—Se ha ido a la cama —le respondió Hathaway.
—Siempre tan aguafiestas —se lamentó el hermano—. No he encontrado ni una gota más de alcohol. ¿Qué hacemos?
—¿Hay algún pub por aquí cerca? —preguntó Talley.
—Hay algunos establecimientos excelentes —respondió Harold, alzando un dedo para remarcar su afirmación.
—No creo que sea una buena idea —dudó Hathaway.
Talley soltó una carcajada.
—¿Desde cuándo das la espalda al peligro? Yo digo que vayamos al pub.
—¿A qué hora cierran? —le preguntó a su hermano.
Harold consultó el reloj de la repisa de la chimenea.
—A las once y media cuando la noche está animada. Ya es un poco más tarde de la hora de la última ronda, pero el dueño es un buen tipo. Me venderá las bebidas.
—Tú te quedas aquí con tu mujer —le ordenó Hathaway—. ¿Tienes una cuerda?
—En la alacena —respondió Harold con ganas de ayudar—. ¿Para qué?
Con Hathaway negando con la cabeza por la insensatez de dejarse ver en público y con Youngblood todavía presionándose el cojín contra la sangrante cabeza, los cuatro vagabundos cerraron la puerta, dejando a Harold y Maisey en el interior, atados pero vivos.
El Carpenter’s Arms estaba a la vuelta de la esquina, en Sneinton Dale, una calle comercial desierta. Hathaway lo recordaba de los viejos tiempos, y aunque la zona estaba llena de tiendas raras con nombres extraños, al menos desde fuera el pub seguía casi igual que como lo recordaba.
Antes de cruzar el umbral, le preguntó a Talley si estaba seguro de querer hacerlo, pero este se limitó a soltar un taco y empujó la puerta.
Era un día entre semana y casi la hora de cerrar, de modo que la parroquia era escasa. Había tres jóvenes acodados en la barra, conversando con el dueño. Dos tipos de más edad se acababan las últimas pintas en una mesa. Otro joven metía monedas en una tragaperras que emitía una estúpida musiquita de sintetizador.
Todos se volvieron al oírlos entrar.
—¿Habéis visto a estos fulanos? —les dijo a sus colegas uno de los tíos de la barra, un bravucón con los dos brazos llenos de tatuajes.
—Sírvenos unas cervezas —le ladró Talley al dueño mientras se sentaban alrededor de una de las muchas mesas vacías.
El camarero lucía unos brazos musculosos que emergían de las mangas arremangadas. Los miró a los cuatro con aire burlón y respondió:
—En primer lugar, no servimos en las mesas. Y, en segundo lugar, tenéis que especificar qué tipo de cerveza queréis.
Hathaway intervino, señalando uno de los grifos.
—Cuatro pintas de Fullers.
El dueño asintió y empezó a llenar las pintas mientras los chavales de la barra murmuraban entre ellos y se reían entre dientes.
—Serán trece libras con veinte —pidió el barman.
—¿Qué? —protestó Hathaway, mirando las pintas con incredulidad—. ¡Trece libras! ¿Te has vuelto loco?
—¿Yo? ¿Te has vuelto loco tú, colega? ¿Cuánto te crees que cuesta una cerveza?
Hathaway recordaba que, en su época, en 1984, la cerveza costaba unos veinte peniques la pinta.
—No lo sé, ¿unas tres libras?
Todos los clientes seguían con atención la conversación y el chaval más próximo a Hathaway, animado por lo que sus colegas le susurraban azuzándolo, comentó:
—¿Quién eres, el puto Rip van Winkle que ha vuelto para quejarse del precio de la cerveza?
—¿Acaso estaba hablando contigo? —masculló Hathaway.
—No lo sé, ¿hablabas conmigo? —continuó el chico, sacando pecho bajo su camiseta.
Hathaway decidió hacer caso omiso de la provocación. Sacó un fajo de billetes de veinte del bolsillo y de mala gana pagó con uno.
—Oh, billetes de veinte —exclamó el chaval—. Me sorprende que no lleves los bolsillos llenos de peniques.
—¿Por qué no coges el cambio y te compras ropa para cambiarte los harapos que llevas? —metió baza otro de los chicos.
Y siguió otro comentario del tercero:
—Y un vendaje adecuado para ese tío, que así no tendrá que aplastarse un cojín contra la cara.
—Basta —intervino el dueño, que parecía intuir que se estaba cociendo una situación problemática—. Dejadles beber tranquilos sus pintas. —Pero acto seguido no pudo resistir la tentación de meter baza y añadió con una sonrisa de autosuficiencia—: ¡Sobre todo pintas que cuestan tres libras y media!
Entre risas, Hathaway llevó dos cervezas a la mesa y volvió a por las otras dos.
—¿Amigo, sabes que hueles que apestas? —se quejó el primer chaval, que se acabó su pinta y plantó la jarra sobre el tapete de la barra con un golpe seco.
El de la tragaperras se acercó y olisqueó.
—Sí que huele que apesta, ¿verdad? Hay que lavarse antes de venir al pub.
—Quizá trabajan en una granja de cerdos y no se pueden quitar de encima de olor.
A Hathaway ya se le había agotado la paciencia. Dejó la última jarra en la mesa y contempló cómo Talley y los otros se bebían las cervezas a grandes tragos.
Hathaway se volvió hacia los bocazas.
—¿Alguno de vosotros ha matado alguna vez a un hombre? ¿Ha violado a una mujer? ¿Ha violado a un niño?
—¡Eh! —gritó el dueño—. No voy a permitir que se hable de este modo en mi pub.
Hathaway se encaró a él y exclamó:
—Pues si no lo vas a permitir, nos veremos en el Infierno.
Lo que sucedió a continuación fue rápido y brutal.
Al ver que Hathaway asestaba una puñalada en el pecho a uno de los parroquianos, Talley y los demás se levantaron y se lanzaron en tromba contra los otros chavales, acuchillaron vientres y cortaron gargantas convirtiendo aquello en un matadero rebosante de sangre. El propietario intentó huir al reservado, pero Chambers ya se había subido a la barra con un atlético salto y le asestó una cuchillada en la espalda y otra en la parte blanda del cráneo.
Ya solo quedaban los dos viejos, petrificados en su mesa, contemplando el desarrollo de los acontecimientos como si estuviesen viendo una película.
Cuando Talley se les acercó, se dio cuenta de que estaban muy borrachos.
—No vamos a contar nada, de verdad —farfulló uno de ellos.
—Seguro que no —dijo Talley.
—Mejor nos marchamos —añadió el otro, con una voz que le temblaba tanto como las manos.
—Tenéis suerte —comentó Talley, mientras de su cuchillo goteaba sangre al suelo—. Ya hemos comido y tenemos la panza llena. Así que después no os comeremos.
—¿Después de qué? —preguntó el primero, aterrorizado.
Talley levantó el cuchillo.
—Después de esto.
El sonido del móvil despertó a Ben de un sueño sin sueños. Por norma general, por las noches silenciaba el teléfono para no molestar a su mujer, pero en estos momentos no podía correr el riesgo de no percibir la vibración. La Tercera sinfonía de Brahms le hizo abalanzarse sobre el aparato mientras su esposa refunfuñaba.
Eran las dos de la madrugada.
Escuchó, hizo unas pocas preguntas en voz baja y se levantó de la cama.
—¿Qué pasa? —preguntó su mujer.
—Lo siento. Tengo que salir.
—¿Adónde vas?
—A Nottingham.
—Joder. No despiertes a las niñas.
Vivían en una calle de Kensington, una zona pija que no se hubiera podido permitir con su salario de funcionario. Pero su familia tenía dinero, mucho dinero, y sus padres les habían comprado la vivienda cuando nació su segunda hija. La casa se había convertido en un activo en su ascenso por los varios rangos del MI5 porque, con visión de estratega, había invitado a sus superiores a cenas de parejas para reforzar la idea de que él era uno de ellos, lo cual por otro lado era cierto.
Ahora, mientras recorría de puntillas la casa a oscuras, recogía las llaves del coche y bebía un poco de zumo de naranja directamente del envase, un gesto que a su mujer la sacaba de quicio, tomó una firme determinación. No permitiría que los horrores que por lo visto acababan de suceder en Nottingham invadiesen el mundo de sus inocentes hijas, que dormían ajenas a todo eso.
A las cuatro y media de la madrugada un helicóptero del MI5 depositó a Ben, junto con un pequeño equipo de forenses y sus dos invitados, en el Green’s Mill Park de Sneinton, a escasa distancia del Carpenter’s Arms.
Durante el vuelo, Murphy había alzado la voz por encima del estrépito para poder hablar.
—¿Estás seguro de que no ha habido ninguna víctima femenina?
—Eso es lo que me han dicho —replicó Ben, mientras abría el ordenador portátil y se conectaba con una red inalámbrica.
Buscó un mapa de Nottingham y enseguida localizó una vista callejera del Carpenter’s Arms.
Rix miraba la pantalla por encima de su hombro.
—¿La imagen es en directo?
—No, es de archivo.
—¿Solo hay imágenes de Nottingham?
—No, las hay de casi todo el país; de hecho, de casi todo el mundo occidental.
—Joder.
—¿Es solo para espías como tú?
—No, son imágenes que puede ver cualquiera que tenga un ordenador. Y además son gratis. Los espías tenemos acceso a circuitos cerrados de televisión con imágenes en directo de muchas áreas urbanas, pero no de esta parte de Nottingham.
—¿Y puedes buscar cualquier cosa con rapidez?
—Sí. Cualquiera puede hacerlo.
—Enséñame cómo se hace.
—Deslizas el dedo para mover el cursor hasta colocarlo encima de este recuadro y tecleas lo que quieres encontrar.
—Muéstrame cómo tu gente pudo averiguar toda la información sobre Murphy y sobre mí.
Ben quiso complacerlo y escribió sus nombres en Google. La pantalla se llenó de una lista de artículos de periódico archivados que detallaban los trágicos acontecimientos de 1984.
—Me cago en la puta —masculló Rix—. Ser poli hoy en día tiene que estar chupado.
—Algunas cosas resultan más fáciles, otras se han complicado.
—¿Y puedes utilizar esto para encontrar a la gente que estás buscando?
—Exacto. Tecleas sus nombres y sigues la pista.
—Y cualquiera puede hacerlo.
—Cualquiera.
—¿Quién dispone de estos ordenadores?
—Hoy en día, de un modo u otro, casi todo el mundo.
—¿Y qué pasa si no tienes uno? ¿Qué haces, entonces?
—En las ciudades y en los pueblos hay espacios públicos llamados cibercafés donde puedes alquilar uno pagando una pequeña cantidad. ¿Necesitas alguna otra información?
Cuando aterrizaron, un furgón de la policía los condujo hasta el lugar de los hechos. Grupos de vecinos a los que habían despertado las sirenas de los coches patrulla y las ambulancias merodeaban alrededor del acordonado pub, y unos cuantos periodistas intentaron hacerles preguntas mientras Ben y su equipo se abrían paso hasta el puesto de mando avanzado que habían montado junto a la entrada trasera. Les entregaron monos y calzas desechables. El jefe de la policía de Nottingham los esperaba en el interior. Se les acercó, se presentó y levantó las manos enguantadas para excusarse por no saludarles debidamente.
—Chris Plume, inspector jefe. Todos tenemos la misma pinta con estos disfraces.
—Ben Wellington, de seguridad nacional. ¿Podemos echar un vistazo?
—¿Estos hombres van con usted? —preguntó Plume, arrugando la nariz y mirando a Murphy y Rix.
—Sí.
—De acuerdo. ¿Qué tal tiene el estómago?
—Es un espectáculo dantesco, ¿no?
—Lo peor que he visto en mi vida. Es todo un reto moverse por ahí y encontrar alguna parte del suelo que no esté cubierta de sangre.
—¿Cuántos muertos?
—Seis clientes y el dueño. Fue su esposa la que dio la alarma cuando vio que no volvía a casa después de la hora de cierre. Envió a su hijo mayor para que echase un vistazo a ver qué pasaba y, bueno, ya verá con lo que se encontró. Mientras respondíamos a este incidente, recibimos una llamada al 112 de una casa en Holborn Avenue, a unas pocas manzanas de aquí. La llamada era cuando menos curiosa. No habían pasado ni tres minutos cuando ustedes llamaron desde Londres. No sabía que el MI5 podía controlar las llamadas al 112 en todo el territorio nacional.
—No debería hacer comentarios al respecto —respondió Ben—, pero sí, lo hacemos. En situaciones especiales.
—Esto es lo que tenemos aquí, señor Wellington. Una situación muy especial. ¿Le importaría decirme a qué nos enfrentamos? Los asesinatos en pubs no suelen interesar al MI5.
—Creemos que no se trata de un asesinato ordinario.
—¿Tienen algún motivo para sospechar de un móvil terrorista?
—Sí, razón por la cual vamos a aplicar la ley de seguridad nacional.
—¿Puede haber una conexión con el ataque terrorista de South Ockendon?
—No puedo hacer ningún comentario sobre esto. Seguro que lo entiende.
Mientras se acababan de poner los equipos forenses, Murphy le preguntó a Ben por qué tenían que hacerlo.
—Para no contaminar la escena del crimen con nuestras huellas de zapatos y dedos, con fibras de nuestra ropa y con nuestro ADN.
Rix se rio entre dientes.
—Vaya pérdida de tiempo. Ya sabemos quién ha hecho esto, y además nunca van a llevarlos a juicio, ¿verdad que no?
Ben no pudo contradecirle y se limitó a comentar:
—Bueno, vamos a mantener las apariencias. Para la policía local.
Ben fue el primero en entrar, pero se detuvo justo después de cruzar el umbral. Esperaba que su actitud dubitativa fuese entendida como la pretensión de hacerse una composición panorámica del lugar, cuando lo cierto era que necesitaba recuperar la templanza. Había estado con anterioridad en escenarios de muertes violentas, pero no en demasiadas y, desde luego, nunca había visto una escena de aquella magnitud. El trabajo en el MI5, en especial con su rango, no implicaba tener que ver mucha sangre, pero esto era todo lo contrario. Se trataba de una masacre de proporciones inimaginables.
Avanzó con cautela, con la advertencia del jefe de policía en la cabeza. Encontrar zonas del suelo en las que poder pisar era como jugar a la rayuela.
Las siete víctimas, todas ellas a la vista, no habían sido simplemente asesinadas; de algún modo, el concepto «carnicería» tampoco parecía adecuado, porque los carniceros son metódicos y resolutivos en su trabajo. Esos hombres habían sido rajados, acuchillados e incluso desmembrados con una enloquecida brutalidad en apariencia gratuita que convertía aquello en una especie de bacanal sádica, como decidió expresarlo finalmente.
Rix y Murphy se miraron y asintieron.
—Esto es obra de vagabundos —aseguró Rix.
—Sin ninguna duda —añadió Murphy.
—Por favor, no levantéis la voz —les pidió Ben—. ¿Cómo podéis estar tan seguros?
—No se limitan a matar a sus víctimas —explicó el antiguo policía—, sino que las destrozan. Es su modo de actuar. Disfrutan mutilando, devorando, atemorizando a los moradores del Infierno normales como nosotros.
—Ya veo. Bueno, echad un vistazo —les invitó Ben, tratando de mantener un tono profesional—. A ver si descubrís algo que nos proporcione una indicación de adónde pueden haber ido al salir de aquí.
El jefe de policía se acercó a Ben con sigilo.
—Estos dos tipos me parecen un poco toscos para ser del MI5.
—Últimamente hemos ampliado el abanico de gente a la que reclutamos.
—¿En serio?
Mientras observaba cómo Rix llamaba a Murphy para que se uniese a él detrás de la barra para echarle un vistazo al propietario, Ben le dijo al jefe de policía:
—En cuanto acabemos aquí, quiero ir a Holborn Avenue.
—Por supuesto. Hemos acordonado y asegurado la casa. ¿Ha podido oír entero el mensaje a emergencias?
—Sí.
—¿Y qué conclusión saca?
—¿De qué parte?
—De la parte en la que el tipo dice que su hermano ha regresado de entre los muertos y les ha amordazado a él y a su esposa.
—Ah, sí, esa parte.
—¿Y bien?
—Parecía borracho —comentó Ben, echando balones fuera.
Decidieron recorrer a pie las pocas manzanas que los separaban de Holborn Avenue para seguir el itinerario que debían de haber hecho los vagabundos y buscar posibles cámaras de vigilancia a lo largo del recorrido. El jefe de la policía local prometió recorrer por la mañana todas las tiendas a lo largo de Sneinton Dale y confiscar a los propietarios todas las posibles grabaciones.
Ben alcanzó a Murphy y Rix, que caminaban varios metros por delante.
—¿Os ha llamado algo la atención? —les preguntó.
—Sí, que están bien alimentados —respondió Murphy.
—¿Cómo lo sabéis?
—Porque ninguno de los cadáveres estaba mordisqueado —explicó Murphy, como si fuese la más obvia de las conclusiones forenses.
Había un cordón policial delante de la casa de Harold y Maisey. Ben informó a Plume de que no lo necesitaban para los interrogatorios y el jefe de policía dijo que de todos modos necesitaba irse a casa a dormir. Ben no lo disuadió de lo contrario.
Harold estaba sentado en el andrajoso sofá del salón con una taza de té. Maisey permanecía a su lado, agarrando un cojín que aplastaba contra su pecho y balanceándose ligeramente adelante y atrás. Levantaron la mirada cuando entró Ben acompañado por los dos habitantes del Infierno.
Maisey apretó con más fuerza el cojín y empezó a llorar, mientras Harold olisqueaba el aire y se ponía muy nervioso.
—¿Qué? ¿Más de esos? ¡Sáquenlos de aquí!
Ben se identificó y ordenó a los dos agentes de la policía de Nottinghamshire que saliesen de la casa. Una vez a solas con Harold y Maisey, les garantizó que estaban completamente a salvo.
—Señor y señora Hathaway, los servicios secretos van a velar por su seguridad. Estos caballeros me están ayudando en mis investigaciones. No son como los individuos que entraron en su casa hace unas horas.
—¿Usted nos cree? —le preguntó Harold muy alterado—. La policía piensa que yo estaba borracho, lo cual tal vez sea cierto, pero aun así lo que les he contado es la verdad.
—Sí, les creo. ¿Podemos sentarnos?
—¿Ustedes también están muertos? —preguntó Maisey a Rix y Murphy.
—Cielo, ¿parecemos muertos? —respondió Murphy.
—No, pero ellos tampoco lo parecían.
A Ben no le interesaba que la conversación tomase esta deriva.
—Tenemos entendido que cree usted que uno de esos hombres era su hermano.
—No es que lo crea. Era él. Era Lucas. No sé cómo es posible, pero era él.
—¿Qué opina usted, señora Hathaway?
—No lo sé, no puedo saberlo. Él ya había fallecido cuando conocí a Harold.
—De acuerdo. Entonces, esos hombres no regresaron aquí después de su visita de esta noche al Carpenter’s Arms, ¿correcto?
—No, no volvieron —confirmó Harold—. Logré desatarme y telefoneé a la policía. Lucas y los demás no volvieron a aparecer.
A Rix parecía costarle que Ben dirigiese él solo el interrogatorio, así que intervino:
—¿Cuántos hombres acompañaban a Lucas?
—Había otros tres —respondió Harold.
—¿Recuerda sus nombres?
—Solo el de uno de ellos. Lo llamaban Talley.
Ben vio el impacto que ese nombre provocaba en sus colegas. Dejó que Rix siguiera con sus preguntas.
—¿Lucas o alguno de los otros hablaron de alguna mujer?
Maisey hacía rato que quería hablar e interrumpió:
—¿Fue el que intentó abusar de mí? ¿Fue ese tal Talley?
—No, fue otro —murmuró Harold.
—¿Y cómo es que no hiciste nada para detenerlo? —gritó la mujer.
—No sabía lo que estaba sucediendo, ¿no lo entiendes? Hay que decir en su defensa que fue Lucas el que le paró los pies.
—¿Mencionaron a dos mujeres? —insistió Murphy.
—No, a ninguna mujer —respondió Harold.
—¿Cómo llegaron hasta aquí? —quiso saber Rix.
Harold se encogió de hombros.
—Supongo que en coche.
—¿Usted no lo vio?
—Eso es lo que significa «supongo».
—¿Dijeron dónde habían estado antes de llegar aquí?
—No, y yo no se lo pregunté. La verdad es que la pregunta que me abrumaba era cómo había regresado mi hermano de entre los muertos, mucho más que saber qué puto itinerario habían seguido.
—¿Y cómo explicaron eso? —preguntó Ben.
—No dieron ninguna explicación. Dijeron que era así y punto.
—¿Alguno de ellos mencionó adónde pensaban ir después? —inquirió Ben.
Tanto Harold como Maisey negaron con la cabeza.
Ben reflexionó un momento y decidió reorientar el interrogatorio.
—¿Tiene Lucas algún pariente, exesposa o novia con quienes pudiese querer contactar después de todos estos años?
—Pariente seguro que no. Y nunca estuvo casado. En cuanto a novias, no tengo ni idea. Yo todavía era un chaval en Nottingham cuando él se marchó a Londres.
De pronto Maisey dijo algo desconcertante:
—¿Sabe?, no tenemos mucho dinero.
Ben le preguntó por qué le mencionaba esto.
—Bueno, Harold y yo hemos estado hablándolo hace un rato y creemos que podríamos ganar un montón de dinero si vendemos a The Sun la historia de la visita de su hermano muerto.
—Ya lo entiendo. Bueno, se trata de un asunto que afecta a la seguridad nacional, de manera que no pueden hacerlo. Estoy seguro de que los dos son buenos patriotas.
—Por supuesto que sí —afirmó Maisey—. Dios salve a la reina y todo eso. Pero lo cierto es que vamos muy justos de dinero.
Ben se puso en pie y los dos habitantes del Infierno le imitaron.
—Creo que puedo transmitirles la disposición del gobierno de su majestad la reina a ofrecerles una compensación económica por su cooperación y su silencio sobre este asunto tan delicado.
—No necesitamos ninguna ayuda del gobierno... —protestó Harold.
—Cierra el pico. A ti no ha estado a punto de violarte un hombre muerto. Estaremos muy agradecidos de recibir ese dinero.
En la calle, justo detrás de la cinta policial, Ben le indicó a Rix que se diese prisa y descubrió alarmado que Murphy se había alejado de ellos. Un policía se estaba liando un cigarrillo y Murphy le estaba pidiendo papel y un poco de tabaco. Antes de que el agente, llevado por la curiosidad, le preguntase de dónde había salido, Ben se acercó y se lo llevó de allí. Mientras se alejaban, Murphy, feliz, se lio un cigarrillo con una mano con toda la naturalidad del mundo.
—No he perdido la maña —dijo orgulloso—. En Dartford no querían darme tabaco. Me decían que estaba prohibido fumar en el edificio o no sé qué gilipollez. —Dio voces al policía pidiéndole fuego y llegó volando una cajetilla de cerillas. Al dar la primera calada, en su cara se dibujó una expresión de puro placer y cerró los ojos—. Es mucho mejor que el sexo.
—Una opinión de lo más interesante —apostilló Ben—. Pero lo importante ahora es que no tenemos ni idea de adónde han podido ir los vagabundos. Calculo que nos llevará unas ocho horas reunir todas las grabaciones de las cámaras de seguridad y visionar el material para tratar de identificarlos saliendo del pub y anotar el número de la matrícula del coche en el que se han marchado. Para entonces ya estarán muy lejos y probablemente habrán cambiado de vehículo. De modo que vosotros sois nuestra mejor baza. ¿Adónde creéis que se pueden dirigir?
Murphy estaba demasiado concentrado en la nicotina para responder, así que fue Rix quien lo hizo.
—Por lo que he oído, Talley es un vejestorio que abandonó este mundo hace cientos de años. Los otros dos no sé de qué época provienen. No sé quiénes son. Y entonces nos queda Hathaway. De él me suena que tenía una novia que era de Suffolk, ¿verdad que sí, Murphy?
El aludido se encogió de hombros, dejó escapar un perfecto aro de humo, lanzó otro más pequeño a través de él y exclamó:
—¿Has visto lo que he hecho?
—Ella siempre estaba diciendo que un día volvería a la casita de sus padres y dejaría Londres atrás.
—¿En qué pueblo? —preguntó Ben.
—Creo que se llamaba Hoxne.
Murphy sonrió y lanzó otro aro de humo.
—Sí, yo también lo recuerdo —aseguró.
—¿Cómo se llamaba esa chica? —preguntó Ben mientras sacaba una pequeña libreta del bolsillo de la chaqueta.
—Janice —respondió Rix—. Pero no recuerdo su apellido. ¿Y tú, Murphy?
—Tienes mejor memoria que yo. Creía que se llamaba Jane.
—No, era Janice.
—¿Recordáis la dirección?
—No, pero tenía una foto de esa casita en un corcho de la cocina y yo la veía cada vez que iba a buscar una cerveza. La recordaría si la viese.
—En ese caso, supongo que vamos a tener que ir a Suffolk —decidió Ben.
Murphy apagó la colilla del cigarrillo.
—Ben, iremos contigo siempre y cuando podamos parar en un estanco por el camino.
La niebla matinal todavía no se había disipado, pero la promesa de ver el sol las emocionaba. Antes de dejar el coche se bañaron literalmente con la colonia robada. En la acera, lanzaron miradas furtivas a los transeúntes, en busca de cualquier tipo de reacción.
—Creo que vamos bien —comentó Christine al cabo de un rato.
—¿Estás segura de que recuerdas dónde vivía? —preguntó Molly.
—No me acuerdo de la dirección exacta, pero sí del lugar. Esto no ha cambiado tanto. Estaba cerca de donde nació Peter Sellers. ¿Crees que Gareth todavía seguirá vivo?
Estaban en Southsea, a menos de un kilómetro de la costa. El aire matinal estaba poblado de gaviotas y traía la promesa de paseos por la playa. Christine recordó su vida allí, empujando un cochecito por el muelle de Clarence y mirando cómo su bebé jugaba con un cubo y una pala mientras ella se relajaba sentada en una toalla, moviendo los dedos de los pies entre la arena.
Al pasar frente a la cafetería Sellers, Molly dijo que se moría por un café y el comentario provocó las liberadoras risitas de las dos. Siguieron adelante, pateando la acera hasta que Christine estuvo segura de que la calle que buscaban era Nightingale Road.
Observaron las hileras de casas adosadas color crema con ventanas en saliente y Molly comentó que la zona le parecía horripilantemente pija.
—El dinero no era de él —le explicó Christine—. Era de su padre. Se mudó aquí con el viejo cabrón después de que rompiésemos.
—Puede que ya no viva aquí.
—Si sigue vivo, seguirá aquí siempre que recibiese una herencia que le permitiera pagar estos precios. —Se detuvo y miró con detenimiento una hilera concreta de casas—. Es esa.
Había varias cartas embutidas en el buzón. Las sacó.
—Te lo he dicho. Es la casa de Gareth.
—Pues vamos —la urgió Molly—. Necesito ir al baño. La única ventaja de Abajo es que es que puedes hacerlo en cualquier lado.
Christine se armó de valor. Gareth tendría ahora setenta y pico años. ¿Lo reconocería? ¿La reconocería él a ella? ¿Qué le diría al verlo? ¿Cómo era posible que no se le hubiese ocurrido ensayar lo que iba a decirle?
Se obligó a pulsar el timbre y esperaron. Volvió a llamar y oyeron un amortiguado «Ya voy», y después de una larga pausa la puerta se abrió y apareció un anciano, de menor estatura de lo que Christine recordaba, pero con los mismos acuosos ojos azules y nariz aguileña que se quedó mirándola durante un rato interminable sin decir palabra.
Ella se sintió obligada a romper el silencio.
—Gareth, soy yo.
Él movió los labios. Pero de su boca no salió ningún sonido. Molly asomó detrás de Christine. Se habían hecho amigas cuando Gareth todavía era su marido. Había sido ella la que le había presentado al mejor amigo de Murphy, Jason Rix, y Gareth nunca se lo perdonó.
—Sí, y también yo —saludó Molly—. Un par de tipas malas, ¿eh?
Por fin logró articular palabra.
—Lo siento, no entiendo nada.
—Claro que no —dijo Christine—. ¿Podemos pasar?
—¡No! —respondió él, muy nervioso—. Quiero decir que no entiendo nada. ¿Qué me está pasando? ¿He muerto? ¿Me acabo de morir?
—No has muerto, Gareth. Tranquilízate o te va a dar algo. Por favor, déjanos pasar y te lo explicaremos todo. No te va a suceder nada malo.
Él se apartó de la puerta y las dejó entrar. El gesto cotidiano de mostrarle a Molly dónde estaba el lavabo pareció tranquilizarlo. Él y Christine esperaron en el pasillo sin decir nada. Cuando Molly reapareció las acompañó al salón, pero Christine le preguntó si no le importaba que fuesen a la cocina.
—Prepararé un poco de té —propuso.
Casi suelta una risotada de solo pensarlo. En el Infierno preparar una taza de té era como intentar volar sacudiendo los brazos: imposible.
Recordaba la cocina de su suegro, y cuando abrió el armario en el que guardaban las bolsitas de té, allí estaban y seguían siendo de la misma marca. Gareth se mantuvo de pie, apoyando en una silla una mano con manchas propias de la vejez mientras contemplaba cómo Christine llenaba de agua el hervidor.
—Siéntate, Gareth. Lo tengo todo controlado.
—Espero que tengas galletas —dijo Molly.
Gareth se sentó en una silla con el respaldo de mimbre y señaló uno de los armarios. Molly regresó a la mesa con mirada agradecida y un paquete de galletas.
—Con pasas. Mis favoritas. Esto va a ser un festín.
Gareth no podía dejar de mirarlas mientras Christine servía el té. Las dos mujeres se lo bebieron como si fuesen tazas de agua fría en un día muy caluroso y Molly comió una galleta tras otra, lanzando grititos de placer cada vez que masticaba una pasa.
Christine estaba vertiendo más agua caliente sobre nuevas bolsitas de té cuando Gareth estalló.
Pegó un puñetazo en la mesa y gritó:
—¿Quién demonios sois?
—Ya sabes quiénes somos —respondió Christine.
—Estáis muertas —graznó él.
—Sí. Nos asesinaron.
—Tuvisteis lo que os merecíais —murmuró él, antes de darse cuenta de lo absurda que era esa conversación, lo cual volvió a sacarlo de sus casillas—. ¡Basta! Sois unas impostoras tratando de engañar a un anciano. Si no os marcháis, voy a llamar a la policía.
—Gareth, puedes preguntarme lo que quieras. Pregúntame algo que nadie más pueda saber, nadie más que yo.
A él se le humedecieron los ojos azules.
—Dime las últimas palabras que me dijo Christine.
El recuerdo emergió en la cabeza de Christine y la sobrepasó. No había vuelto a pensar en eso desde hacía treinta años. Estaban los dos en el dormitorio de su casa de Londres. Ella metía su ropa en una maleta y él estaba sentado en la cama, llorando. Ella cerró la cremallera de la maleta y la quitó de encima de la cama, sosteniéndola con dificultad porque era menuda y el equipaje pesaba mucho.
Y dijo estas palabras exactas:
—Dile a Gavin que su mamá siempre le querrá —y rompió a llorar.
Gareth parpadeó con los ojos bañados en lágrimas y también Molly empezó a gimotear; de pronto estaban los tres llorando.
—Christine —murmuró Gareth—. ¿Cómo es posible?
—Existe algo más que este mundo. Lo que dice la Biblia es cierto. No sé si existe el Cielo, pero lo que te puedo asegurar es que sí existe el Infierno.
Gareth se había quedado dormido en la silla. Molly dormía en el sofá y Christine tenía sueño, pero se mantenía despierta; prefería disfrutar de la tarde mientras pudiera, porque ¿quién sabía cuándo podía desaparecer este mundo? Abrió una vitrina y pasó los dedos por los deslustrados objetos de plata de la madre de Gareth y por la colección de jarras con forma de caras de su padre. Una de las caras le recordó, aunque fuese vagamente, a Jason, y se lo imaginó sentado en la horrible cabaña de Ockendon, afligido por la desaparición de su mujer. Creería que los vagabundos se la habían llevado. La recordaría durante cien años, tal vez más, ¿pero la podría recordar para siempre? Christine lo apartó de su mente, no porque no lo echase de menos, sino porque desde que llegaron al Infierno él siempre le había dicho que, si le sucedía algo, ella tenía que hacer lo que fuese para mantenerse a salvo. «No vas a acabar en un pudridero —le decía Jason—. Has de seguir adelante. Mejor convertirte en la concubina de algún hombre poderoso que pasarte la eternidad en un pudridero.» Ahora ella se encontraba en una situación muy diferente y mucho mejor que cualquiera que Jason pudiese haber imaginado, pero el peligro seguía estando muy presente. También en esta tesitura ella tenía que sobrevivir.
Hacia el final de su larga conversación con Gareth, él le había preguntado con un cansancio que redujo su voz a un suspiro qué pensaba hacer.
—¿Hacer? Quiero sentirme a salvo. Quiero dormir en una auténtica cama. Comerme un filete. Quiero un millón de tazas de té. No quiero volver allí.
—Pero ¿adónde vas a ir? No puedes quedarte aquí.
Christine pensó que ojalá no le hubiera dicho eso. Deseó que le hubiese perdonado después de haberlo abandonado por otro hombre, después de haber dejado atrás a su hijo de diez años para empezar una nueva vida junto al vigoroso y viril Jason Rix. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Era un anciano amargado con recuerdos desgarrados. Era probable que sintiese algún tipo de satisfacción al comprobar que ella había recibido el máximo castigo por la vida que había elegido.
Se volvió hacia el aparador. Había visto varias fotografías enmarcadas que antes no había tenido el coraje de mirar, pero ahora apretó la mandíbula y se acercó a ellas. Sus ojos saltaron de una foto de su hijo a otra, asimilando las imágenes deslavazadas de su niñez y su juventud en unos segundos. Y de pronto, el apuesto joven tenía una hermosa mujer a su lado y después un niño, y en la última foto que vio antes de volverse, invadida por la felicidad y la desolación, una niña.
Gareth se despertó al oírla sonarse con un trozo de papel de váter.
—¿Dónde vive Gavin?
—En Portsmouth —respondió él.
—Quiero verlo.
Con reticencias, con muchas reticencias, Gareth acabó aceptando. La espera fue agónica. Christine se esforzó a conciencia por ponerse presentable mientras Molly engullía todas las cosas dulces que encontraba en la cocina. Cuando por fin sonó el timbre, Christine se echó a toda prisa unos abundantes chorros de colonia y en el último momento se acordó de rociar también a Molly.
Desde la sala de estar oyó una voz masculina.
—Papá, ¿qué es tan importante como para que lo haya tenido que dejar todo para venir? No estás enfermo, ¿verdad?
La voz de Gareth sonó poco natural.
—No, no estoy enfermo. Hay alguien que quiere verte.
—¿Quién?
—Está en el salón.
Entró un hombre con una barba muy corta. El niño de diez años al que Christine recordaba se había convertido en un hombre de cuarenta que la miraba con curiosidad. Era más alto y robusto que su padre, más parecido al padre de Christine.
Gavin miró a Molly, sentada en el sofá y con los dedos manchados de azúcar glas, y saludó a Christine.
—Soy Gavin. ¿Querías verme?
Ella hizo esfuerzos por mantener la compostura.
—Sí. Soy una amiga de tu padre y quería conocer a su hijo.
—¿Ah, sí? ¿Cómo te llamas?
Ella dudó demasiado rato antes de responder.
—Jane.
Gavin comenzó a olisquear y el gesto aceleró el pulso de Christine.
—Hola, Jane. Veo que a las dos os gusta el perfume.
A Molly el comentario le pareció gracioso y dejó escapar unas carcajadas, pero enseguida se calló.
—¿De qué conoces a mi padre?
—Antes vivía por aquí.
Él pareció estudiar el rostro de la mujer.
—¿Nos hemos visto antes?
—Cuando eras pequeño. Seguro que no te acuerdas.
—La verdad es que me resultas familiar.
—Eras demasiado pequeño —afirmó Gareth con rotundidad sentándose en una silla.
—Si yo era demasiado pequeño, ¿cuántos años tenía ella? Parecemos de la misma edad. ¿Cuántos años tienes, Jane?, si me permites preguntártelo.
—Soy mayor de lo que aparento. —Necesitaba desesperadamente cambiar de tema—. Gareth, ¿qué te parece si pongo agua a hervir?
Cuando regresó al comedor con una bandeja, Gavin había desaparecido.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Christine.
—Está arriba. No sé para qué ha subido. —Gareth estaba cada vez más inquieto—. Ya sabía yo que no era buena idea. Deberías marcharte. Le diré que has tenido que irte de forma precipitada. Ojalá no hubieras venido. Todo esto me desconcierta. No está bien. No deberías haber venido.
—De acuerdo, Gareth —accedió—. Ya lo he visto. Ha sido maravilloso. Parece todo un hombre. Me despediré de él y nos marcharemos.
—Yo no quiero marcharme —protestó Molly sorbiendo su té.
Se oyeron sonoras pisadas bajando por la escalera y Gavin reapareció. Sostenía un viejo cuaderno abierto en una página con fotografías.
Lo plantó ante la cara de Christine y dijo:
—Dime cómo es posible que tengas el mismo aspecto que mi madre, que me abandonó cuando yo tenía diez años. Explícamelo, Jane.