Ya habían pasado más de dos semanas desde la decisiva batalla a las afueras de París que había inclinado la balanza hacia la victoria de la alianza entre italianos y franceses frente a los ejércitos de Britania, Germania y Rusia. Las escaramuzas se seguían produciendo a diario, pero la gran guerra era ya historia y nadie bien informado dudaba de que las armas de John Camp habían sido cruciales en el resultado. Sus granadas habían sembrado el caos entre las filas del rey Enrique al oeste de París y su cañón La Hitte había pulverizado a los alemanes y los rusos en el este.
Tras la derrota, Enrique regresó a Britania en una retirada ordenada, Barbarroja huyó hacia su castillo de Marksburg y Stalin lo había seguido hasta allí para mantener una reunión estratégica. Francia volvía a disfrutar de la paz.
Los italianos continuaron en París, convertidos en huéspedes oficiosos del rey Maximilien Robespierre, aunque él no los había invitado formalmente a quedarse. Se quejaba a diario al duque de Orleans y a su primer ministro, Guy Forneau, de que él preferiría que el rey Giuseppe se marchase a Roma.
—No me fío de él —decía el monarca—. No es más que un soldado, un plebeyo que no siente ningún respeto por los atributos de un rey.
Forneau hizo rechinar los dientes al oír ese comentario. ¿Había olvidado Robespierre su origen plebeyo? ¿Quién era él para despreciar a un hombre como Giuseppe Garibaldi, cuya sangre puede que fuese humilde, pero cuyo corazón era sin lugar a dudas noble?
—Su majestad sin duda reconocerá que, sin la ayuda de los italianos, Barbarroja estaría ahora sentado en su trono. Además, Garibaldi se está recuperando de una herida de guerra y no puede emprender todavía un viaje largo.
—Cuando esté lo bastante recuperado le invitaremos cordialmente a marcharse —respondió el rey—. En Francia no hay sitio más que para un señor.
El palacio de Robespierre era lo bastante grande como para que el grupo de italianos dispusiesen de su propia ala, alejados de las habitaciones privadas del monarca. Forneau tenía piernas cortas y era asmático, de modo que las largas caminatas entre las dos alas del palacio le resultaban agotadoras. Esa noche llegó a la habitación de Garibaldi y encontró al médico de Maximilien curándole la herida del muslo. Era un médico del siglo XX que había asesinado al gerente de su hospital después de que este lo despidiese por atender a pacientes estando borracho. En el Infierno continuaba su historia de amor con la botella. Forneau le olió el vino en el aliento y se acercó para asegurarse de que Garibaldi recibía el tratamiento adecuado.
—La herida está limpia, muy limpia —aseguró el médico en inglés, la lengua que compartían—. El peligro ya ha pasado.
Con torpeza, intentó volver a vendársela, pero Caravaggio lo apartó de un codazo y se la vendó él mismo y completó el trabajo con un elegante lazo.
—Buenas noches, doctor —dijo el artista, y lo despidió con un gesto burlón—. No se pierda en su propia casa.
Forneau esperó a que el médico saliera tambaleándose antes de empezar a hablar. Antonio y Simon, que jugaban a las cartas en una mesa en la otra punta de la habitación, dejaron los naipes y se reunieron con los demás junto al lecho de Garibaldi.
—Creo que se está curando pese a los esfuerzos de este médico —bromeó Forneau.
Garibaldi sonrió y sacó las piernas de la cama para incorporarse.
—En mi época las enfermeras decían que Dios velaba por ti. Si aquí no podemos concederle el mérito ni a Dios ni al médico, supongo que soy simplemente afortunado. ¿Qué tal está Robespierre? Hace días que no lo veo.
—Su presencia le intranquiliza —respondió Forneau.
—No es el único que está intranquilo —refunfuñó Simon—. ¿Por qué seguimos todavía aquí? En mi opinión deberíamos haber perseguido a los rusos y a los hunos para aniquilarlos.
—Yo estoy de acuerdo con él —corroboró Antonio, lo que llenó de orgullo a Simon—. Soltamos el anzuelo y liberamos al pez. Deberíamos habérnoslo comido.
Garibaldi cogió el bastón que Caravaggio le había tallado y se apoyó en él para dirigirse cojeando hasta una silla.
—Por continuar con la analogía de Antonio —reflexionó—, diría que si hubiéramos intentado comernos el pescado, se nos habrían clavado las espinas en la garganta. Tuvimos la suerte de salir victoriosos, pero si hubiésemos extendido nuestras líneas para perseguir a nuestros enemigos hasta Germania, habríamos perdido todo lo ganado. Este juego al que estamos jugando se gana consolidando posiciones. Hace solo un mes no nos habríamos podido imaginar que lograríamos derribar a ese monstruo de César Borgia y no estaríamos plácidamente instalados en el palacio del rey Maximilien.
—Sí, estoy de acuerdo —asintió Forneau—. Francia es la próxima perla de vuestro collar.
—Nuestro collar, Guy —le corrigió Garibaldi—. Bueno, nos hemos mofado del doctor porque bebe vino, pero ahora me apetece a mí beber un poco.
Simon sirvió las copas y acercaron las sillas para formar un círculo.
—Ahora que ya está usted fuera de peligro —continuó Forneau—, creo que podemos poner en marcha el siguiente paso de nuestro plan.
—¿Cree que Orleans tiene agallas suficientes? —preguntó Garibaldi.
—Por sí solo no. Pero si le garantizo mi apoyo, creo que sí. Recuerde que fue él quien me propuso la idea. Tiene tantas ganas de llevar la corona que imagino que sueña con ella, y se desespera al despertarse y ver que su testa no está coronada.
—¿Podremos controlar los acontecimientos que se sucederán? —quiso saber Antonio.
—Nada está garantizado, pero creo que sí —respondió Forneau—. Sería demasiado peligroso para mí tantear a los nobles de la corte, pero creo que serán más favorables a Orleans que al rey. Están hartos de este soberano cruel y caprichoso.
—Orleans también puede convertirse en un tirano si se le concede la oportunidad —soltó Caravaggio.
—No vas errado, amigo mío —reconoció Forneau—. A la larga, cualquiera de estos nobles se podría convertir en un tirano tan terrible como Robespierre.
—¿Y cómo sabéis que yo no acabaré tomando el mismo camino? —le preguntó Garibaldi en voz baja.
—Disculpa, ¿qué? —farfulló Simon.
Garibaldi lo repitió elevando el tono de voz.
—Porque te conocemos —respondió Antonio, molesto porque su líder dudase de sus propias virtudes.
—No estéis tan seguros —negó Garibaldi—. Debéis estar siempre vigilantes, incluso conmigo. Si me convierto en un tirano, espero que vosotros, mis buenos amigos, actuéis con prontitud y contundencia.
Simon se levantó para rellenarse la copa y dijo sin alzar la voz:
—Bueno, yo soy optimista. Giuseppe, llevas un mes siendo rey y todavía no la has cagado.
Forneau le envió una críptica nota al duque de Orleans y esperó su respuesta. Le llegó muy rápido en forma de una única palabra escrita en una tarjeta que le trajeron en una bandeja de plata: «Ven». Forneau se preguntó por qué la tinta estaba corrida.
Cuando llegó ante los aposentos del duque, uno de los criados le hizo pasar. Orleans estaba metido en una bañera, lo que explicaba la tinta corrida. El duque entrecerró los ojos tratando de ver a cierta distancia, pidió sus gruesas gafas y se puso en pie, dejando a la vista su anodino miembro viril antes de que los criados le acercasen una toalla y una túnica. Orleans se acomodó en un diván y ordenó a los sirvientes que se retirasen.
—¿Qué quieres? —preguntó con su melena húmeda goteando sobre los listones del suelo—. Tu mensaje era opaco.
—No se trata de qué quiero yo, mi querido duque. Se trata de lo que quieres tú.
Orleans pareció captar el mensaje.
—Ya veo —dijo, cada vez más animado—. ¿Has reflexionado sobre mi propuesta?
—Sí.
—¿Y a qué conclusión has llegado?
—Creo que es el momento de dar el paso.
—¿En serio? ¿Con los italianos aquí? ¿No sería mejor esperar a que se fueran?
—Su presencia puede jugar a nuestro favor.
—¿Cómo? ¿No es una complicación? Tienen una alianza con Robespierre. Yo sería un actor nuevo sobre el escenario.
Forneau asintió muy serio.
—Olvidas que Garibaldi también es, por seguir con tu acertada comparación, un actor nuevo sobre el escenario. Está abierto a nuevas opciones. Y sé por conversaciones que he mantenido con las personas de su círculo que tiene una pobre opinión de nuestro rey. De hecho, me han comentado que en privado se refiere a él como «el estúpido pavo real».
—Sí que es un estúpido pavo real, ¿no crees? —se rio Orleans.
—Hay más.
—¿Sí?
—Garibaldi les ha dicho a los suyos que siente un inmenso respeto por ti como líder militar y considera que serías un aliado mucho más sólido y fiable para su país.
Orleans estaba demasiado entusiasmado como para contenerse. Se levantó y empezó a pasearse muy ufano por la habitación, con la túnica abierta.
—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Cuándo debemos actuar?
—El rey va a anunciar la celebración de un gran banquete mañana por la noche para sus nobles y los italianos. En el banquete felicitará al rey Giuseppe por su recuperación y le deseará un grato regreso a Italia.
—En otras palabras, le va a decir «lárgate, Giuseppe. Vuelve a Roma, encantado de haberte conocido».
—Esa es la idea. Creo que en ese banquete podrías hacer una audaz declaración ante nuestros nobles y nuestros aliados italianos para mostrarles tu apoyo. Piensa en ello, mañana por la noche podrías acostarte en la cama del rey; no, en tu nueva cama.
—¿Y qué me pides a cambio de tu fidelidad? —preguntó Orleans.
—Nada más que servirte como leal consejero.
—¿Nada más? ¿Ni siquiera una pesada bolsa de oro y un rebaño de atractivas esclavas?
Forneau dejó que en la comisura de sus labios se dibujase una sonrisa.
—Bueno, tal vez una pequeña bolsa y una o dos muchachas hermosas.
El banquete real se convirtió en una ceremonia tensa y el ambiente estaba cargado de presagios. Los italianos sabían lo que se avecinaba, Forneau también, igual que Orleans. Incluso tal vez este último se lo había comunicado a algunas personas de su confianza. El que sin duda no tenía ni idea de lo que se estaba cociendo era Robespierre, que estaba de muy buen humor, disfrutando de la derrota de sus indomables enemigos y animado por la inminente partida de los italianos. Comió y bebió sin mesura y se rio a carcajadas de sus propios chistes y de los de los nobles más aduladores.
Garibaldi estaba sentado a su derecha y Orleans, a su izquierda. El italiano no tenía apetito. Siempre comía con frugalidad antes de una batalla y esta noche no era una excepción. Se iba a librar una contienda, si sería o no terrible y sangrienta todavía no estaba claro. A los nobles franceses, esos hombres con los que compartían mesa en el gran comedor, todos ellos arrogantes, acicalados, borrachos y lúbricos, habría que aplacarlos o matarlos. El instrumento para aplacarlos serían sus palabras. Bebió el vino a pequeños sorbos para mantener la cabeza despejada.
Los sirvientes se movían por el salón acarreando bandejas con algún tipo de carne chamuscada. De pronto Robespierre se puso en pie para dirigir unas palabras a los presentes. Tenía un aire remilgado, con su ceñido traje azul claro y el cabello cano engominado y repeinado. Su voz era aguda, parecida a la de una mujer.
Mientras el rey se disponía a dar su discurso, Garibaldi se percató de que Orleans trataba de entablar contacto visual con él, como buscando el apoyo necesario para llevar a cabo lo que se disponía a hacer. El viejo italiano evitó su mirada y volvió la cabeza hacia Antonio y Simon, que estaban en una mesa cercana. Les hizo un gesto de asentimiento. Ellos, alzando la voz y con grosería, dijeron que tenían que ir a mear y salieron juntos del salón.
Si a Robespierre le ofendió el desaire, no dejó que se reflejase en su jovial y sudoroso rostro.
—Queridos amigos y aliados, durante las dos últimas semanas no hemos dejado de celebrar nuestra victoria no sobre uno, ni sobre dos, sino sobre tres formidables enemigos, los perros ingleses, los lobos alemanes y los osos rusos. Pero esta noche las celebraciones llegan a su cenit y mis cocineros han preparado una cena especial con perros, lobos y osos asados.
Los nobles franceses estallaron en aplausos mientras que los italianos mantuvieron una actitud más discreta.
—Tenéis que decirme cuál de los platos os ha gustado más —continuó el rey—. Está claro que una gran victoria a menudo requiere de un gran aliado, y nosotros ahora tenemos uno en el reino de Italia, nuestros amigos del sur. Nos alegra que su valiente nuevo monarca, el rey Giuseppe, se haya recuperado por completo de la herida sufrida en la batalla, pero nos entristece que deba regresar ya a sus tierras. Lo echaremos de menos. Para recordar su estancia en Francia, llenaremos sus carros de barricas de nuestros mejores vinos y tal vez podamos esperar que en justa reciprocidad el rey nos mande barricas de su mejor aceite de oliva.
—Por supuesto —respondió Garibaldi alzando la voz—. Puede contar con ello.
Mientras le aplaudían, Garibaldi vio que Orleans deslizaba hacia atrás su silla.
Robespierre bebió un sorbo de vino y continuó:
—Por mucho que adoréis a vuestro rey, estoy seguro de que queréis que mi discurso no se alargue, así que...
Orleans se puso en pie y el rey lo miró perplejo.
—¡Sí, no te vas a alargar! —gritó el duque, clavándole una daga en el cuello con un movimiento rapidísimo.
Todos los presentes se levantaron y dejaron escapar un grito ahogado mientras el plato del rey se llenaba de sangre.
Los ojos de Robespierre casi se le salían de las órbitas. Intentó hablar, pero le fue imposible. De manera instintiva se llevó las manos a la garganta para tratar de detener la hemorragia, pero fue un gesto inútil. Sin embargo, cuando sus piernas estaban a punto de dejar de sostenerlo, la expresión de su rostro cambió y miró a Orleans. La ira pareció disiparse y transformarse en un inmenso pesar y sus labios vocalizaron dos sílabas: «Pour quoi?».
—¿Por qué? —le gritó Orleans al rey que se desangraba y se había desplomado sobre su silla—. ¿Por qué? Porque eres débil y yo soy fuerte. Porque llevo esperando este momento años, décadas, siglos. Porque soy un hombre más dotado para ser rey y mi reinado será...
—Muy breve —gritó Simon mientras él y Antonio aparecían por detrás de la mesa real.
Antonio blandía una espada que había ocultado en la cocina y la blandió con todas sus fuerzas, resoplando por el esfuerzo mientras la hoja atravesaba piel, músculos, ligamentos y al final topaba con la columna vertebral del duque. En medio de un auténtico géiser de sangre, la cabeza de Orleans se despegó de sus hombros y cayó al suelo con un golpe seco.
Los ojos de Robespierre la siguieron mientras se alejaba rodando y un instante después se desplomó sobre su plato.
Furiosos, los nobles franceses comenzaron a insultar a los italianos. Muchos de ellos sacaron sus armas y el contingente italiano también mostró las suyas, pero Garibaldi les ordenó bajarlas. Incluso Antonio tiró su ensangrentada espada y permaneció junto a Simon, con los brazos cruzados y el mentón alzado. Fue entonces cuando Forneau, que había permanecido discretamente sentado a la mesa real, se levantó y alzó los brazos.
—¡Mis queridos conciudadanos! ¡Por favor, mantened la calma! Tenéis que escucharme. Me conocéis y yo os conozco. Sentaos y dejad que os hable, os lo ruego.
La perpleja multitud obedeció entre murmullos, pero no guardaron las espadas y pistolas.
—Estoy seguro de que el rey Maximilien y el duque de Orleans todavía pueden oírme, lo cual es perfecto. Hemos sufrido largo tiempo bajo el cruel y caprichoso yugo de Robespierre, y Orleans no habría sido mejor, sino tal vez peor que él. Ya es hora de que tengamos un gobernante que sea mejor persona, una persona que pueda ayudarnos a superarnos, un hombre capaz de introducir un ápice de bondad en esta existencia funesta a la que hemos sido condenados.
El duque de Borgoña, sentado cerca de él, le interrumpió.
—¿Y tú? ¿Tú, Forneau? ¿Un burócrata? ¿Tú crees que eres ese hombre?
Forneau aplacó los abucheos alzando de nuevo los brazos.
—¡Por supuesto que no! Yo no soy ese hombre.
—¿Y entonces quién? —vociferó alguien.
Forneau se colocó detrás de Garibaldi y anunció:
—Él, él es ese hombre.
Más de uno gritó que era italiano. ¿Había olvidado que estaban en Francia?
Garibaldi se puso en pie, ocultando sus achaques y dolores con una expresión plácida.
—Queridos amigos, vosotros sois franceses, yo italiano. Nuestras diferencias idiomáticas, culturales e históricas serían asuntos dignos de discusión, incluso podrían provocar una guerra en nuestras vidas en la Tierra, pero en nuestra actual situación todo esto parecen minucias. Ya no estamos divididos por triviales diferencias en las prácticas religiosas, por matrimonios y sucesiones, por el dominio de determinadas familias. Todo eso ha sido borrado por las consecuencias de nuestra maldad. Podemos seguir actuando con maldad y egoísmo, tal como la mayoría de nosotros hemos actuado durante décadas y siglos, o podemos explorar un camino diferente.
—¿Qué camino? —preguntó el duque de Borgoña.
A Garibaldi se le quebró la voz, tal vez por agotamiento, tal vez por la emoción. Los reunidos en el comedor tuvieron que inclinarse hacia delante para oír lo que decía.
—Durante cada uno de mis días en el Infierno —explicó— no he dedicado ni un minuto a lamentar el acto que me condenó a este mundo, porque no se puede hacer nada por cambiar el pasado. He lamentado siempre la vida que llevamos aquí y me he preguntado una y otra vez si no hay un modo mejor de sobrellevarla. ¿Hay una manera de hacer que este mundo sea más humano, no solo para los que son como nosotros, los privilegiados que viven en palacios y buenas casas y tienen suficiente comida y vino, sino para todos los parias del Infierno? ¿Hay un modo de lograr que nuestra existencia sea menos bárbara? ¿Hay una forma de traer un rayo de esperanza a nuestros cielos siempre grises? ¿Hay un modo de conseguir que hombres y mujeres vivan menos atemorizados?
Una mujer, una de las muchas cortesanas del palacio, rompió a llorar sin disimulo y enseguida se le unieron otros, y esos llantos acompañaron el resto del discurso de Garibaldi.
—¿Y cómo pretendes cumplir esta noble meta, querido Giuseppe? —preguntó el duque de Borgoña, escupiendo bilis por la boca—. Disculpa, rey Giuseppe, casi olvido que llevas un mes entero siendo rey.
Garibaldi hizo una larga pausa, un prolongado e incómodo silencio, y el comedor enmudeció. Incluso los gimoteos bajaron de volumen.
—No lo sé —respondió por fin.
—¿No lo sabes? —se burló el duque de Borgoña.
—Estaría chiflado si pretendiese saber con certeza cómo conseguirlo —replicó el italiano—. Pero aquí van algunas ideas: para empezar, debemos eliminar a todos los tiranos que se hacen llamar reyes, individuos como Borgia y Robespierre que han acabado emborrachándose de su propio poder. Necesitamos voces nuevas.
—¿Como la tuya? —preguntó un noble.
—Sí, como la mía, pese a todas mis imperfecciones. Debemos derrocar a todos los reyes y tiranos que se interponen en nuestro camino. Soy un soldado. Sé que en ocasiones se requiere el uso de la fuerza para cambiar el mundo, en especial este mundo. Pero cuando lo hayamos conseguido, y eso no sucederá en un año, ni en diez, tal vez ni en cien, podremos acabar con nuestras incesantes guerras y conquistas y actuar de un modo más reflexivo para construir un futuro menos dominado por el miedo, borrando a todos los vagabundos de la faz del Infierno, añadiendo un toque de humanidad a los pudrideros, tratando a las mujeres como a iguales y no como una propiedad, construyendo talleres y fábricas, y enseñando oficios a hombres y mujeres para mejorar la existencia de todos nosotros. Aquí jamás engendraremos hijos, pero eso no significa que no tengamos que pensar en el futuro y planear un mañana mejor.
Tenía la garganta seca. Cogió la copa de vino y en el momento en que la separó de sus labios sucedió algo. Comenzó con dos manos aplaudiendo. Después fueron cuatro, después una docena y, al poco rato, toda la sala era un hervidero de aplausos y vítores, hasta que incluso el duque de Borgoña se sumó, al principio con reticencia y después con entusiasmo.
Forneau aprovechó el momento para gritar a pleno pulmón:
—¡Proclamo a este hombre, a este hombre extraordinario, Giuseppe Garibaldi, rey de un imperio franco-italiano unido y orgulloso!
Garibaldi notó que una lágrima se le deslizaba por la mejilla. Se la secó y con un gesto le indicó a Forneau que se acercase para hablarle al oído.
—¿Qué cree que pensará de todo esto el viejo Maximilien? —le susurró entre el barullo.
Forneau sonrió.
—No podremos escuchar su opinión sobre sus sabias palabras, pero le buscaré un pudridero lo más humano posible. Incluso haré que lo decoren con algunos de sus ornamentos preferidos.
Las celebraciones duraron solo un día. Garibaldi había convocado un gabinete de guerra formado por generales italianos y nobles franceses para plantear una estrategia frente a la amenaza que suponía el reagrupamiento de rusos y alemanes para un contraataque. El duque de Borgoña, un hombre pomposo, había empezado a maniobrar la noche anterior y Garibaldi consideró que sería necesario elevarlo de rango para mantener la alianza. De modo que pasó a ser el gran duque Godofredo de Borgoña y recibió uno de los ornamentados palacios de Robespierre cerca de París como compensación. También habría que satisfacer de un modo u otro a unos cuantos nobles más, pero Garibaldi le pidió a Forneau, al que había nombrado lord regente, que se encargase de los fatigosos detalles.
Llegó a la sala en la que estaba reunido el gabinete la noticia de que había aparecido un jinete procedente de Italia que pedía ver al rey Giuseppe de inmediato. Garibaldi salió de la habitación y unos minutos después avisaron a Antonio, Simon y Caravaggio para que se reunieran con él.
Garibaldi se paseaba de un lado a otro mientras el exhausto mensajero, demasiado débil para mantenerse en pie, acercaba una jarra de cerveza a sus labios resecos.
Antonio vio la mirada desolada de su señor y le preguntó qué sucedía.
—Este buen hombre ha cabalgado día y noche durante casi tres semanas para entregarme un mensaje urgente e inquietante. Tenemos un problema, caballeros, un problema muy serio.
—¿Qué problema? —preguntó Caravaggio.
—El macedonio ha invadido Italia.
—Ese bastardo —rugió Antonio—. ¿Dónde está? ¿Con cuántos hombres?
—Cuéntales lo que me has contado a mí —le pidió Garibaldi al mensajero.
El hombre alzó la cabeza pese a la fatiga. Tenía los ojos hundidos y su voz era poco más que un susurro.
—Sus barcos fondearon cerca de Lecce. Había muchos, muchísimos soldados, miles según me dijeron, y cientos de caballos. Marchaban sobre Nápoles cuando el duque de Amalfi me envió para advertirle. Sin duda su destino final era Roma, pero desconozco si han llegado hasta allí.
—Catalina —suspiró Antonio.
Desde que derrocaron a César Borgia, Antonio no había dejado de hablar de la hermosa reina, Catalina Sforza.
—Loco de amor —murmuró para sí mismo Simon.
—¿Qué dices? —le preguntó con suspicacia Antonio.
—He dicho que estás loco de amor.
—¿Enamorado? Tal vez. ¿Loco? No. Ni siquiera sé si algún día será mía, pero tengo la certeza de que está en peligro. Señor, déjame regresar a Italia para ayudar a organizar la defensa contra los invasores.
Garibaldi asintió, pero levantó un dedo para dar a entender que necesitaba reflexionar. Dio tres vueltas a la sala de visitas antes de hablar.
—Nada importante resulta nunca fácil, pero nuestra tarea es muy difícil. Hemos sido afortunados al derrotar a los alemanes y los rusos. No lo habríamos conseguido sin la ayuda de John Camp. Pero ahora él no está. Y nosotros seguimos aquí. Y los alemanes y los rusos no se han ido a dormir. Seguro que la próxima vez combatirán juntos y entonces, bueno, quizá no tengamos tanta suerte. Hemos tenido la fortuna de eliminar rápido a Maximilien y forjar este pacto con Francia. Pero los pactos se sellan y se disuelven. Este requerirá mimo. Ahora nos enfrentamos a un nuevo reto, tal vez el más grande. El más viejo adversario de Italia se ha abalanzado sobre el país mientras estamos lejos. Tenemos que librar una batalla en muchos frentes. Ojalá fuese más joven. Hay tanto por hacer, tanto...
Antonio insistió en que le diera una respuesta.
—Sí, Antonio, puedes partir y regresar a Roma. Llévate un millar de hombres. Moviliza al ejército a medida que atravieses Italia hacia el sur. Derrota al macedonio.
—Esto nos va a dejar en una posición de debilidad aquí —comentó Caravaggio.
—Sí —admitió Garibaldi—. Por eso debemos buscar un nuevo aliado.
—¿Quién? —preguntó Simon.
—Uno que no es amigo ni de los alemanes ni de los rusos. Uno que desprecia a los ingleses y al que seguro que le ha encantado que enviáramos a Enrique de vuelta a casa con el rabo entre las piernas. Tenemos que sellar un pacto con Pedro. Necesitamos una alianza con los íberos.
El mantra de Brian era no perder nunca de vista la costa. «Solo nos podemos perder y por lo tanto cagarla —decía—, si perdemos de vista la costa.» El otro problema era la escasez de provisiones. Habían zarpado con comida y agua solo para unos días y tenían que desembarcar periódicamente para abastecerse en tierra.
Durante una semana se ciñeron al plan, navegaron hacia el sur por el canal y se mantuvieron cerca de la costa francesa. Hicieron el primer desembarco una tarde en una playa de Normandía y tuvieron la suerte de caer en un pequeño asentamiento de pescadores apenas armados y nada belicosos, un antiguo clan cuyos miembros los olfatearon y los estudiaron, pero no les pusieron ningún problema cuando les ofrecieron una espada a cambio de un barril de agua de lluvia y un cesto de pescado seco. El trato se cerró con ingeniosos gestos y sin intercambiar ni una sola palabra.
El plan se torció cuando pasado Jersey, una tormenta les alcanzó en plena noche y arrastró su gabarra mar adentro. El navío de casco plano no estaba equipado para soportar el fuerte oleaje y de no ser por la pericia marinera de Brian no habrían sobrevivido a aquella experiencia.
Todavía era noche cerrada cuando el mar se calmó. Mareados, pero felices de seguir con vida, durmieron un rato mecidos por el ahora tranquilo océano y se despertaron con las primeras luces para enfrentarse a su complicada situación.
Mientras masticaba un trozo de pescado seco, Trevor miró a su alrededor. El cielo y el agua tenían la misma tonalidad azul grisáceo.
—¿Recuerdas lo de no perder de vista la costa? —preguntó.
—Lo recuerdo porque lo dije yo, colega —respondió Brian—. Estamos bien jodidos, pero no temas, saldremos de esta. Eso sí, sería de gran ayuda tener una brújula, que no tenemos, o poder ver el sol, que no vemos.
—Una vez vi algo sobre magnetizar una aguja y colocarla flotando encima de una hoja —añadió Trevor tratando de ayudar mientras escupía una espina.
—El problema es que necesitamos una aguja o un trozo de alambre, y tampoco tenemos nada de eso. Ahora bien, si lo tuviésemos, podríamos frotar la aguja o el alambre con un trozo de seda o lana y el metal se magnetizaría. Pero seguiríamos sin saber dónde está el norte y dónde el sur, porque no hay ni rastro del sol. Lo único que tendríamos es una línea norte-sur. No sería del todo inútil, pero tampoco nos resolvería la papeleta. No, mi joven amigo, tenemos que utilizar los ojos y los oídos para sacar nuestros culos de este embrollo. Busca pájaros, Trevor, y escucha el ruido del oleaje.
Se pasaron las siguientes horas observando el cielo en busca de gaviotas. Por fin, Trevor divisó una.
—¿Hacia dónde se dirige el puto pájaro? —preguntó, girando sobre la cubierta hasta que se mareó.
—Parece que está volando en círculo, como tú —comentó Brian—. No resulta de gran ayuda. Necesitamos a un bicho menos despistado.
Al cabo de un rato vieron tres pájaros que volaban en una línea razonablemente recta.
—¿Crees que deberíamos seguir a esta bandada? —preguntó Brian, izando la vela.
—Desde luego que sí.
—No. No. Debemos. Hacerlo. —Brian le dio cuatro golpecitos en el pecho a Trevor para enfatizar cada palabra—. Al alba los pájaros vuelan desde la costa hacia mar adentro para buscar comida. Al anochecer vuelan hacia la costa para pasar la noche. Fin de la lección. Vamos a navegar en la dirección opuesta y con los oídos atentos a las olas. Vamos a reencontrar nuestra ruta.
El barco de la emperatriz Matilde recaló en las provincias del sur de Francia. A Sam y a Belle el descenso por el río y el cruce del canal les había parecido una gran aventura y habían tirado con fuerza de Delia, que no les soltaba de la mano, mientras desembarcaban por la pasarela. A Delia nunca le habían gustado los barcos de menor tamaño que el Queen Mary y horas después del desembarco seguía con el estómago revuelto y una sensación de náuseas.
Los carros cubiertos que el conde de Southampton había pedido para recoger al séquito de la emperatriz en Ostende no cumplían los estándares habituales del monarca, pero el tiempo apremiaba y él había hecho lo que había podido dadas las circunstancias. Southampton era el valido de la emperatriz, llevaba más de un siglo siéndolo. Pero nadie en Britania servía solo a la emperatriz. En última instancia él dependía de Enrique, y al verse envuelto en la huida precipitada de Matilde temía que su larga racha de buena suerte llegase a su fin. Sabía que el rey había enviado hombres en busca de su emperatriz en fuga para que se la trajeran de vuelta. Dudaba de que Enrique le permitiese regresar a la corte y se había pasado toda la travesía del canal pensando si sería capaz de aprender francés.
Las tierras bajas de Europa habían cambiado de manos entre Francia y Alemania incontables veces. Durante los dos últimos siglos Francia se las había arreglado para conservarlas bajo su dominio a costa de mantener un costoso despliegue de tropas en las ciudades clave de la frontera, como Lieja y Bastoña, y de enviar periódicos sobornos al duque de Luxemburgo, quien detestaba a los alemanes y a los franceses por igual, pero temía más al rey Federico y a los alemanes, de modo que se había mantenido fiel al rey Maximilien.
Matilde viajaba en su propio carro con algunas de sus damas de la corte y su caja fuerte, repleta de oro, plata y piedras preciosas. Southampton le había arreglado el carro con cojines y telas trasladados en el barco, pero seguía teniendo un aire plebeyo y la emperatriz se quejaba con vehemencia cada vez que el duque cabalgaba a su altura. Delia y los niños iban en otro carro, más pequeño, que se bamboleaba más que el barco, provocando que el estómago de la agente siguiera revuelto. El séquito lo completaban sirvientes y cocineros en una hilera de carros que avanzaban por la campiña protegidos por una docena de hombres armados a lomos de caballos recién comprados.
Los niños pasaron el rato contemplando desde el carro los caballos y decidiendo que primero este y después aquel otro era su favorito.
—Me gusta el marrón —aseguró Belle, dando un codazo a Sam para que mirase.
—Veo tres marrones —respondió Sam.
—¡Ese! —insistió ella, señalándolo.
—A mí ese no me gusta nada —replicó Sam con obstinación.
—¿Y qué me dices de ese rubio? —preguntó Belle, golpeándole en el brazo.
—Ya no quiero seguir jugando —se quejó él.
—¡Pero yo sí! —gritó ella con una voz tan aguda que a Sam le dolieron los oídos y le dio un puñetazo en la pierna a su hermana.
—Niños, basta, por favor —les rogó Delia.
Belle rompió a llorar y empezó a llamar a su madre. Sam no tardó en unírsele.
—Niños, pronto veremos a vuestra madre. Por favor, por favor, por favor, no lloréis. —Pero mientras lo decía, Delia perdió el control de sus propias emociones y se volvió para contemplar el deprimente paisaje. A un lado del camino, al fondo, se alzaba acechante un bosque, tan sombrío y profundo que parecía un telón negro. Se preguntó qué horrores se esconderían entre esos árboles.
Y entonces también ella empezó a llorar.
En el interior del bosque, una columna de hombres avanzaba en fila a caballo por un estrecho sendero atravesado por gruesas raíces. La encabezaba un tipo hosco, patizambo y tuerto, el antiguo rey de los francos que ya no tenía reino y vagaba por la campiña blandiendo un hacha y desvalijando a los viajeros.
Desde lejos, Clodoveo distinguió la hilera de carros de Matilde, que aparecían y desaparecían entre los árboles.
No sabía quién viajaba en esos carruajes, pero a juzgar por la guardia armada que los acompañaba seguro que sería alguien importante que llevaría consigo un tesoro que él iba a convertir en su botín.