19

 

 

 

 

El sol matinal resplandecía, pero el granjero de rostro rubicundo no estaba contento. Maldijo a los dos agentes de policía de Eye que habían tenido el descaro de meterse con el coche en su granja y hacerle parar el tractor con el que estaba sembrando. Cuando le explicaron qué querían, se puso lívido, dio una patada en el suelo y los amenazó con llamar a su diputado local.

—¡No tienen mi permiso para que un helicóptero aterrice en mi granja! —vociferó—. ¿Dónde estamos?, ¿en la Unión Soviética? Esto es una propiedad privada, por el amor de Dios.

El agente más joven conocía a la familia del granjero.

—Lo siento, Gerald —le dijo—. Ya sé que es una putada pedirte esto, pero tal como nos lo han planteado no es una petición a la que puedas negarte. Lo que nos han dicho es que unos tíos del MI5 de Londres vienen al pueblo por un tema urgente y este es el punto más cercano en el que pueden aterrizar, y lo van a hacer te guste o no.

—Tómatelo como un deber patriótico —añadió el agente de más edad.

—¿Deber patriótico? —se enfureció el granjero—. Yo os diré lo que es un deber patriótico. Es recordaros a paletos como vosotros y vuestro patético gobierno que es época de siembra, y que si os metéis en mis campos con un coche y hacéis aterrizar un helicóptero me vais a pisotear y dispersar las semillas. ¿Tan estúpidos sois, muchachos?

Pero lo único que pudo hacer el granjero fue sacar su móvil y llamar a su esposa. Al menos, ella entendería su queja.

El helicóptero apareció en el cielo procedente del oeste. El piloto dio una vuelta al campo y aterrizó sobre el rico terreno de labranza, a poca distancia del coche de policía. El granjero se metió en la cabina de su tractor para protegerse los ojos del viento que levantaba el rotor y después salió para encararse con los tipos que bajaban del aparato.

Ben y dos de sus agentes fueron los primeros en salir, seguidos por Murphy y Rix.

—Ben Wellington, de la seguridad del Estado —se presentó al policía de más edad—. Gracias por su ayuda.

—Bienvenido. Soy el agente Kent.

El granjero les estaba gritando, pero el policía más joven le ordenó que no se acercase.

—Parece enfadado —comentó Ben.

—Es época de siembra —le explicó Kent.

—Vaya. Bueno, con suerte no le molestaremos mucho rato. Tengo que pedirles que se queden aquí vigilando con mi piloto hasta que regresemos.

El policía miró de reojo a los dos moradores del Infierno y le preguntó a Ben:

—¿Adónde van?, si puedo preguntarlo.

—No muy lejos. A Low Street.

—¿Podemos ayudarles con alguna dirección o algún nombre?

—Gracias, pero no. Ya nos apañaremos.

—Nunca antes habíamos tenido al MI5 por aquí.

—¿No? —Ben se puso en movimiento—. Siempre hay una primera vez para todo.

Salieron del campo y recorrieron un camino estrecho que desembocaba en Low Street, justo enfrente de The Swan, el único pub del pueblo de Hoxne. Rix giró hacia la derecha y con las manos en la cintura contempló la calle mientras Murphy se liaba un cigarrillo. El pueblo tenía solo ochocientos habitantes y a esas horas tan tempranas no se veía ni un alma.

Ben se acercó a Rix.

—¿Hacia dónde, Jason? —le preguntó.

—Creo que es por allí. Lo sabré seguro cuando lo vea.

Recorrieron la calle dejando atrás la oficina de correos y el colmado, y al pasar junto a una cabina telefónica roja Murphy se detuvo y miró en el interior.

—Alguien ha cortado el teléfono —comentó, sorprendido.

—Ahora ya solo están como decoración —le explicó Ben—. Todo el mundo tiene móviles.

—Qué ridiculez —masculló mientras pasaban junto a un banco cubierto en una zona ajardinada.

Ben miraba con atención a Rix mientras este observaba cada una de las casas alineadas en la calle. Algunas eran adosadas, otras no; unas eran de ladrillo visto, otras con acabado de estuco; todas ellas de postal. De pronto Rix se detuvo ante una casa blanca con tejado de tejas y una enredadera alrededor de la puerta.

—¿Es esta? —le preguntó Ben.

—Sí, es esta.

—¿Estás seguro?

—He dicho que es esta.

—De acuerdo. Manteneos fuera de la vista, por favor.

Ben llamó. Alguien entreabrió la cortina de la ventana de la derecha y después abrió la puerta. Apareció una robusta mujer de mediana edad que dijo «hola» con tono interrogativo. Miró a Ben de arriba abajo y después estiró el cuello para ver a los hombres que estaban detrás de él.

—Buenos días, señora. Soy Ben Wellington, del servicio de seguridad. —Él le tendió su identificación, ella la leyó y se la devolvió—. Estamos investigando un asunto de seguridad nacional. Tenemos motivos para creer que hace poco puede usted haber sido contactada por un hombre que es objeto de nuestra investigación.

—Espere un momento —replicó la mujer—. Yo no vivo aquí. Solo soy cuidadora a domicilio. Me encargo de la propietaria, la señora Hardwick.

—¿Está ella en la casa?

—Sí, pero está durmiendo.

—¿Podría despertarla para hacerle unas preguntas?

—No creo que eso sea una buena idea. Hoy no se encuentra bien, está acatarrada. Tiene noventa años. ¿No lo sabía?

—No, no lo sabía.

—La he tumbado para que duerma un poco después del desayuno. Está aturdida por las pastillas que le ha prescrito el médico. Así que ya ve, no le haría ningún bien que la despertara.

—¿Está usted con ella todos los días? —preguntó Ben.

—Cinco días a la semana. Los fines de semana me sustituye otra cuidadora.

—¿La propietaria tiene una hija?

—No lo sé. Si la tiene, yo no la conozco.

—¿Puedo preguntarle si recientemente ha aparecido por aquí un hombre para verla?

—No mientras estaba yo.

—¿El nombre Lucas Hathaway le dice algo?

—Me temo que no.

—¿Puede esperar unos segundos, por favor? —le pidió Ben.

Se alejó de la puerta y fue a hablar con Rix.

—¿Estás seguro de que esta es la casa?

—Es la de la foto. Estoy seguro.

—Bueno, puede que sea la casa, pero lo que no está claro es si la mujer que vive en ella es la madre de la novia de Hathaway. Esa mujer podría haberse mudado o fallecido hace años.

—¿Por qué no le preguntas cuánto hace que vive aquí? —sugirió Rix.

Ben llamó a la cuidadora y le trasladó la cuestión.

—Por lo que sé, ha vivido siempre en el pueblo. Dentro hay una foto de ella de joven en esta misma casa.

—Ya que hemos llegado hasta aquí —propuso Rix—, deberíamos registrar la casa.

—¿Con qué fin? —preguntó Ben.

—Señora —la llamó Rix—. ¿Usted pasa las noches en la casa?

—Oh, no. Yo vengo por la mañana y me marcho después de prepararle la comida. La señora se las apaña sola, pero le ayudamos con las comidas. Una mujer del pueblo le echa una mano con la limpieza y la colada.

—Hathaway podría haber venido y estar oculto en la casa —comentó Rix—. Y es posible que esta mujer no se haya enterado.

Ben se mostró escéptico, pero pidió poder echar un vistazo al interior de la casa y al jardín.

—Tiene usted pinta de buena persona y su identificación parece auténtica, pero la vida me ha enseñado a no ser demasiado confiada. Y como además no es mi casa, la verdad es que no me hace ninguna gracia.

—¿Se sentiría más cómoda si la policía local nos acompaña? —le preguntó Ben.

La mujer asintió y cerró la puerta con gesto educado.

A los cinco minutos, uno de los hombres de Ben regresó con el agente Kent.

—Ya le había ofrecido mi ayuda —le recordó el policía.

—Sí, y ahora le acepto la oferta —replicó Ben mientras llamaba otra vez a la puerta—. Vamos a intentarlo de nuevo.

La cuidadora conocía al agente local y les permitió pasar para registrar la casa si prometían guardar silencio. La vivienda era pequeña y los hombres de Ben esperaron fuera. La mujer arrugó la nariz ante Rix y Murphy. Se metió en la cocina con el policía para tomar una taza de té y comentó en voz alta para que la oyeran que ciertas personas deberían utilizar desodorante.

En la planta baja había solo tres habitaciones y dos más en la superior, además de un jardincito del tamaño de un sello de correos sin cobertizo, con lo que el registro concluyó con rapidez. Asomaron la cabeza en el dormitorio de la anciana; la oyeron roncar y distinguieron una cabeza de cabellos canos que emergía por encima de las sábanas. En la planta baja, en la sala de estar, Rix revisó las fotos enmarcadas de la mesa. Cogió una para observarla con más detalle.

—¿Qué has visto? —le preguntó Ben.

—Nada —reconoció Rix, que volvió a dejar enseguida la foto en la mesa. Localizó un álbum en un estante y comenzó a hojearlo mientras Murphy salía para fumar otro cigarrillo.

Rix proyectó hacia fuera el labio inferior.

—¿Qué has descubierto? —insistió Ben.

—Es ella.

Ben sacó la fotografía del plástico. Una atractiva morena con el pelo escalado y tejanos acampanados posaba junto a un árbol en el jardín trasero de la casa. La fecha estaba anotada en el reverso: 1979.

—¿Esta es la novia de Hathaway?

Rix asintió y volvió a colocar la foto en su sitio. Siguió pasando páginas, miró unas cuantas fotografías más y cerró el álbum con un golpe seco.

—Bueno no hay ninguna pista que confirme que ha estado aquí.

—Todavía se le puede ocurrir venir —advirtió Rix.

—Supongo que sí —reconoció Ben—. Le pediremos a la policía local que vigile la casa. Estos agentes parecen muy predispuestos a servir al gobierno de su majestad.

 

 

Volvían a estar en la autovía M1, esta vez en dirección sur. Talley, muy despierto, iba sentado al lado de Hathaway, mientras que Youngblood y Chambers dormían en el asiento trasero. Todos ellos estaban tan manchados de rojo que parecía que se hubiesen bañado en una cuba de sangre.

—No sé adónde ir —reconoció Hathaway con tono aburrido.

—¿Y me preguntas a mí adónde deberíamos ir? Ni puta idea, ojalá lo supiese —se quejó Talley.

—Era solo hablar por hablar.

—Hay una idea que no deja de rondarme por la cabeza —comentó Talley.

—¿Cuál?

—Encontrar a las fulanas.

—¿Por qué te importa tanto?

—Porque sí, por eso. Son ellas las que nos han metido en el lío en el que estamos.

Hathaway puso cara de reflexionar durante un rato y después masculló, irritado:

—¿Las estás culpando a ellas de que hayamos acabado aquí? Recuerda que éramos nosotros las que las perseguíamos para violarlas y hacerles cosas peores cuando eso sucedió.

—Pues yo les echo la culpa a ellas.

—Tu lógica es aplastante.

—Si no te necesitase para conducir esta máquina y llevarnos de un lado a otro te arrancaría el hígado y me lo comería delante de tu estúpida jeta —respondió Talley tan rabioso que despertó a los del asiento de atrás—. No vuelvas a faltarme al respeto. ¿Me has oído bien? ¿Me has oído?

Hathaway optó por no empeorar las cosas.

—Sí, claro, Talley, claro. Lo que tú digas.

—Quiero encontrarlas y darles su merecido.

—Yo también quiero encontrarlas —se unió Youngblood desde el asiento trasero—. Tengo que acabar un trabajito entre sus piernas.

Chambers soltó una risita al oír el comentario.

—Escuchad —intervino Hathaway—, llevo buscándolas desde que llegué al Infierno, pero Rix y Murphy estaban siempre ahí, protegiéndolas. Nada me gustaría más que atraparlas, pero no sé dónde pueden estar, ¿alguien lo sabe?

—Tú eres de su misma época —le recriminó Talley—. Dímelo tú. ¿Adónde pueden haber ido?

Hathaway dijo que no tenía ni la más remota idea y siguió conduciendo en silencio durante varios kilómetros.

—Una noche hice una visita a Jason y Christine en su apartamento para recoger algo —añadió pasado un rato—. Ella tenía en la mano una carta del abogado de su ex que acababa de recibir. Tenía algo que ver con la manutención del hijo que tenían en común.

—¿Qué es un ex? —preguntó Talley.

—Exmarido. Se había divorciado. Lo había dejado.

—Así que ella querrá ver a su hijo, ¿no? —pensó Talley—. ¿Dónde puede estar?

—No tengo modo de saberlo. Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba. Pero sí me acuerdo del nombre de su exmarido. Ella siempre estaba con «el jodido Gareth» por aquí y «el jodido Gareth» por allá.

—Entonces dirige esta máquina hacia Gareth.

—No es tan sencillo. Necesito recordar su apellido. Y después acordarme de dónde vivía. Y a continuación tendremos que averiguar si sigue vivo.

—Bueno, pues piensa en todo eso.

Hathaway se puso a ello, tirando del vago recuerdo de que el apellido de ese hombre tenía alguna particularidad. Había visto la carta del abogado y se habían reído.

¿Cómo se apellidaba ese tío?

¿Era South o Southern?

No, pero era algo por el estilo, ¿verdad que sí? Una dirección. ¿North? ¿East? ¿West?

West, sí, era eso. Pero ¿por qué recordaría un apellido así?

De pronto se le hizo la luz en su cabeza: porque se apellidaba West y era de Southsea. Una yuxtaposición de lo más tonta que se le había quedado grabada durante más de treinta años, en el Infierno y de vuelta de él.

—Necesito encontrar un listín telefónico —dijo Hathaway—. Si sigue con vida y reside donde siempre tal vez podamos encontrarlo y a través de él localizar al hijo y atrapar a esas dos fulanas.

—Muy bien —aplaudió Talley—. Porque quiero darles su merecido.

 

 

Encontrar la dirección de Gareth West no fue tarea fácil.

Primero Hathaway paró en un área de servicio en la autovía cerca de Leicester y la atravesó con paso lento, buscando una cabina telefónica. No se atrevió a entrar en el restaurante ni en la gasolinera porque iba cubierto de sangre. A continuación, salió de la M1 y tomó una carretera secundaria, buscando alguna cabina en los pueblos por los que pasaban. Por fin localizó una en un pueblecito y, con varias monedas que encontró en la guantera, se metió en ella para descubrir, perplejo, que no había ni teléfono, ni cable, ni nada, tan solo la cabina vacía.

Siguió conduciendo. Youngblood y Chambers empezaron a clamar que estaban hambrientos y al ver a un anciano que salía de su coche con una botella de leche y un periódico y se dirigía a la puerta de su casa, decidió cazar la oportunidad al vuelo. La casa estaba aislada y ese hombre era una presa fácil.

Partieron varias horas después de que Hathaway hubiese obligado a su víctima a enseñarle cómo preguntar por una dirección por teléfono; después de que Talley le hubiera cortado el cuello al viejo; después de que entre todos hubiesen vaciado la despensa y la nevera; después de haber dormido un poco; después de haberse cambiado de ropa y después de que Hathaway hubiese cogido los mapas y extraído la gasolina del coche del viejo.

Repuestos y saciados, volvieron a tomar la autopista en dirección a Southsea.

Los cuatro moradores del Infierno llegaron a Nightingale Road a última hora de la tarde. Hathaway aparcó y bajó del coche, dejando a los demás dentro. La casa tenía grabado el nombre G. West en el buzón. Pulsó el timbre y la voz amortiguada de Gareth preguntó quién llamaba.

—Tengo un paquete para entregarle, señor West —anunció Hathaway, utilizando un truco que siempre le había funcionado en su vida criminal.

Gareth abrió la puerta y Hathaway lo empujó y entró sin problemas.

Varios minutos después, fue a buscar a sus tres compinches. En el interior de la casa Gareth ya estaba atado a una silla y con un trapo en la boca. Le caía sangre de la nariz.

—Han estado aquí —le aseguró Hathaway a Talley.

—¿Esas fulanas han estado aquí?

—Sí. Pero ya se han largado.

—¿Estás seguro?

—Es lo que me ha dicho él. Pero mejor echemos un vistazo.

—Hacedlo. ¿Hay bebidas por algún lado?

Talley se sentó en una silla en la cocina y comenzó a beber brandi directamente de la botella mientras Gareth lo miraba, con sus ojos azules humedecidos por las lágrimas, pero sin parpadear.

—¿Quieres decirme algo? —le preguntó Talley.

Gareth asintió y Talley le quitó la mordaza.

—Habla, pero no se te ocurra gritar o te rompo la cara.

—Eres de allí, ¿verdad?

—¿De allí? Sí, soy de allí. ¿Pasa algo?

—¿Por qué estás aquí?

—Estoy buscando a las fulanas.

Gareth dijo que no lo entendía.

—Fulanas. Ya sabes, las mujeres con las que estábamos.

—Christine y Molly estuvieron aquí. Ya se lo he dicho al otro.

—¿Seguro que se han marchado?

—Sí, se han ido.

—¿Adónde?

—No tengo ni idea.

—Eso ya lo veremos, ¿no crees?

Le volvió a colocar a Gareth el trapo en la boca y siguió dándole a la botella hasta que Hathaway y los demás aparecieron en la cocina.

—No hay ni rastro de ellas —informó Chambers.

—Dice que no sabe adónde han ido —dijo Talley.

Hathaway le volvió a quitar el trapo.

—¿Tenían coche? —le preguntó.

Gareth pidió agua. Hathaway llenó un vaso en el grifo y se lo acercó a los labios. Él bebió con ganas y respondió:

—Creo que sí.

—Tienes un hijo, ¿verdad?

Gareth guardó silencio.

—Escucha —le dijo Hathaway—. Lo encontraremos, y también lo ataremos a una silla. Él no nos interesa, solo queremos a Christine y Molly, ¿lo entiendes?

—Dejad a mi hijo en paz —exigió Gareth, temblando de rabia—. Vino y vio a Christine. No se creía lo que estaba viendo. No quiso saber nada de ella. Se marchó antes de que ellas se fuesen. No las encontraréis con él.

—Lo ves, no ha sido tan difícil, ¿verdad que no? ¿No te sientes aliviado por haberle ahorrado a tu hijo un buen lío?

—¿Os vais a marchar de una vez?

—Pronto, pronto —respondió Hathaway—. Primero piensa en esto. ¿A quién más podrían querer ver las dos damas después de todos estos años? ¿Queda algún amigo o pariente todavía vivito y coleando?

—De Molly no sé nada.

—¿Y Christine?

—Su hermana vive en Londres. Se lo dije. Y su madre, la abuela de Gavin, también vive todavía.

—De acuerdo, Gareth. ¿Por qué no me cuentas cosas sobre la hermana y la abuela?

Hathaway encontró un bolígrafo y un sobre viejo y bromeó sobre que era probable que hubiese olvidado cómo se escribe. Gareth le dio las direcciones. Talley salió y regresó después de rebuscar en el armario del vestíbulo.

—¿Ya has terminado? —le preguntó a Hathaway.

Este respondió que sí.

—Entonces me lo voy a cargar —anunció, balanceando el pesado martillo que había encontrado en la caja de herramientas de Gareth.

 

 

Si Giles Farmer había dudado alguna vez de la buena posición económica de su amigo Ian Strindberg, su estancia de dos días en su apartamento de Belgravia había disipado todas sus dudas. La habitación de invitados en Eaton Mews daba a un frondoso jardín, y el lavabo de la suite era casi tan grande como todo su estudio. Había tenido la casa casi para él solo, porque poco después de llegar Ian tuvo que marcharse a Bruselas por trabajo. A Giles siempre le había costado entender a qué se dedicaba Ian. Estaba relacionado con los seguros o los reaseguros, pero se le escapaban los detalles. Colegas desde la universidad, Ian siempre le había echado un cable y prestado algunas libras a su excéntrico amigo mientras este luchaba contra molinos de viento.

Durante todo el tiempo que Giles estuvo en esta residencia de lujo se había sentido fracasado y a la deriva. No se atrevía a consultar su correo electrónico o su blog desde el portátil de Ian por miedo a que lo localizasen. También le daba miedo contactar con alguno de los miembros de su red de seguidores de las teorías de la conspiración. Sin saber a ciencia cierta hasta dónde llegaban los tentáculos de los rastreadores de webs del gobierno, ni siquiera se sentía cómodo buscando información sobre alteraciones en el suministro eléctrico o noticias sobre los incidentes de South Ockendon e Iver North. Con lo que sus únicas opciones para pasar el rato eran la televisión, la radio o una novela de Trollope.

En su estado de ansiedad, recibió con entusiasmo el sonido de las llaves de Ian abriendo la puerta y su voz llamándolo para comprobar si seguía allí.

Se encontraron en el salón.

—¿Cómo va todo? —le preguntó Ian.

—Estoy al borde del ataque de nervios.

—¿Tan mal? Venga, bebamos una copa de vino para animarte. ¿Tinto o blanco?

—Los dos.

—Este es mi chico. Perdona que ayer no pudiera hacerte caso. Ahora soy todo oídos. Cuéntame tu desgracia. ¿Quién me dijiste que te estaba espiando?

Ian se quitó los mocasines y estiró sus largas piernas en una otomana. Fue bebiendo tragos de vino y frunció el ceño mientras escuchaba la historia que Giles le contaba. Después examinó la pequeña cámara que este había sacado del extractor.

—Dios mío, Giles, ¿cómo sabes que no sigue transmitiendo?

—¿Porque no está conectada a ninguna fuente de energía?

—No seas sarcástico —replicó Ian—. Yo solo he estudiado económicas, ¿recuerdas?

—Lo siento.

—No, en serio. No sé ni cambiar una bombilla. Escucha, colega, colocar una cámara en casa de alguien no es cualquier cosa. No soy un experto, pero diría que necesitan una orden del Tribunal Supremo. Mi primo Harry es abogado, se lo puedo preguntar.

Giles gesticuló como si tocase la pandereta.

—No hables con nadie. Si es una operación legal, necesitan una orden judicial. Si es una operación encubierta pueden hacer lo que les dé la gana.

—¿Quién?

—El MI5, el MI6, la inteligencia militar. O algún otro grupo de gilipollas que ni siquiera sabemos que existe.

—¿Y crees que todo esto es porque les has puesto nerviosos?

—Ian, creo que estoy cerca de algo muy gordo. Algo ha ido muy mal con su precioso supercolisionador. Creo que quieren callarme y harán cualquier cosa por silenciarme. No sé en qué otro sitio esconderme. ¿Puedo quedarme unos días más, hasta que se me ocurra algo?

Ian se humedeció los labios con la lengua y se toqueteó el tupé.

—Por supuesto que sí, colega. No te preocupes.