Mientras sopesaba su próximo movimiento militar, Stalin tomó posesión del palacio de Barbarroja y ordenó que se limpiase y fregase, eliminando todo lo que recordase al antiguo rey.
—Quemad su ropa, quemad su colchón, quemad todo lo que arda —había ordenado.
Cuando por fin se apagó la hoguera que ardía en el patio principal, un pequeño ejército de sirvientes trasladó al rejuvenecido palacio todas las posesiones de Stalin y las de sus generales y consejeros.
—¿Cuánto tiempo nos tendremos que quedar en este maldito lugar? —preguntó el mariscal de campo Kutuzov después de inspeccionar sus gélidos aposentos.
—¿A qué vienen tantas prisas? —quiso saber Stalin.
—Prefiero Moscú.
—Todos preferimos Moscú —replicó el zar—. Pero somos soldados, Mijaíl, y los soldados combaten. Marksburg nos resulta más conveniente que Moscú para lanzarnos a la conquista de Europa. ¿Necesitas que te lo dibuje en un mapa?
—Entonces empecemos de una vez —resopló Kutuzov—. Marchemos sobre Escandinavia, que caerá como un castillo de naipes, naveguemos hasta Britania y tomemos Londres desde el norte. Ya has visto mis planes de invasión.
—Pronto, pronto, Mijaíl, pero primero debemos consolidar nuestra posición en Germania. Cualquier oficial o noble alemán que no sea por completo leal y digno de confianza debe ser purgado y reemplazado por uno de los nuestros, por hombres en los que podamos confiar. De lo contrario, en cuanto yo me marche de Marksburg, algún ambicioso intentará coronarse nuevo rey y todo lo que hemos logrado desaparecerá de un plumazo.
Ahora, en plena noche, Stalin contemplaba a solas en el húmedo salón real la leña que ardía en la chimenea. Se echó una manta sobre el regazo y sintió que empezaba a dormirse.
Su ayuda de cámara entró de puntillas. Nikita, un joven pecoso, llevaba a su lado desde que Stalin le arrebató las riendas del poder al viejo y loco zar Iván, que había gobernado Rusia durante más de cuatrocientos años haciendo honor a su apodo en la Tierra, Iván el Terrible.
Nikita se plantó ante Stalin y esperó a que este reparase en su presencia.
—¿Qué sucede? —preguntó el zar—. ¿Me vas a regañar por dormirme en una silla?
—Le pido disculpas por molestarlo, pero ha llegado un grupo de hombres al castillo. El jefe, un bárbaro según me han dicho, ha pedido ver a Barbarroja y cuando se le ha informado de su destitución, ha solicitado verle a usted.
—Seguro que este asunto puede aguardar hasta mañana. Pero si se niega a esperar, que los guardias lo aniquilen. No tengo paciencia con los bárbaros. Hay demasiados en este mundo. ¿Ya me han calentado la cama?
Nikita inclinó la cabeza, un gesto que hacía siempre que se disponía a contradecirle.
—Disculpe, zar Iósif, pero ese bárbaro trae un gran tesoro que quiere mostrarle.
—¿Un tesoro? —bramó Stalin—. El palacio está lleno de tesoros. Si veo una bandeja de oro o un anillo con piedras preciosas más, vomitaré. Y ahora, Nikita...
—Niños —soltó el joven.
—¿Qué has dicho?
—Niños. Tiene niños.
—Eso es absurdo —masculló Stalin, cada vez más irritado—. Haz que fusilen a ese bárbaro.
—No le hubiera molestado si no los hubiese visto con mis propios ojos. Me ha mostrado a un niño. Muy pequeño, de no más de cuatro o cinco años si mis recuerdos no me engañan. El crío estaba asustado. Tenía la cara empapada de lágrimas. El bárbaro asegura que también tiene una niña en su campamento, todavía más pequeña. Y a una mujer que los cuida.
—¿Has visto a ese niño? ¿Y no has estado bebiendo?
—Solo un poco de vino. No lo suficiente como para imaginarme un niño.
—Esto no tiene sentido —murmuró Stalin, sacándose de encima la manta y señalando sus botas—. Las leyes del Infierno son inviolables. Aquí no llegan niños.
—Pero, zar Iósif —insistió Nikita—, es que estos niños no están muertos.
Stalin bebió otra copa para tranquilizarse. Llevaba más de una hora esperando a que el bárbaro volviese al castillo con su «tesoro».
Vio que por la otra punta del gran salón entraba un contingente de su guardia imperial que de pronto se hizo a un lado para dejar paso a un cacique tuerto y achaparrado, vestido con pieles de animales. Detrás de él avanzaba una mujer rolliza de mediana edad que llevaba de la mano a un niño pequeño y a una niña todavía más pequeña.
—Hablan inglés —le susurró Nikita a Stalin.
Stalin ignoró a Clodoveo y pasó junto a él rozándolo sin decir palabra, lo cual hizo que el bárbaro murmurase algo en su gutural idioma.
Delia miró al zar con suspicacia, con una expresión que daba a entender que lo reconocía, pero no acababa de ubicarlo.
—Por favor, no se acerque más —le pidió Delia—. Va a asustar a los niños.
Stalin se acuclilló.
—No quiero asustarlos —respondió en inglés. Su mirada era de absoluto asombro—. ¿Cómo se llama usted, señora?
—Delia. Delia May.
—Bienvenida, señora May. Les doy la bienvenida a usted y a sus pequeños. Yo soy Stalin. Iósif Stalin.
Ella palideció.
—Dios mío.
Stalin se retorció el bigote.
—Él no está, aquí solo está Stalin.
—Ya me había parecido reconocerlo —murmuró ella.
Stalin olfateó el aire.
—Es cierto. No desprendéis olor a muerto.
—Por fortuna no.
—¿Cómo es posible?
—¿Tiene tiempo para escuchar una historia muy larga?
—Sí, sí. Lo siento. Ya habrá tiempo. ¿Cómo se llaman los niños?
—El niño es Sam; la niña, Belle.
—Qué guapos son. Qué dulces. ¿Son suyos?
—Por Dios, no. Yo solo cuido de ellos. Los han separado de su madre.
—¿Ella también está viva?
—Sí.
—¿Puedo hablar con los niños, por favor?
—Si no los asusta.
En ese momento Clodoveo empezó a vociferar y los niños, aterrados, rompieron a llorar.
Stalin se incorporó y preguntó qué decía el bárbaro. El duque de Turingia y un grupo de nobles alemanes habían entrado en el salón y el viejo duque dio un paso adelante para ofrecer su ayuda.
—Mi zar, este hombre habla en un antiguo dialecto —explicó el duque—. Pregunta cuánto va a pagarle por estos trofeos.
—Dadle una bolsa de monedas y sacadlo de aquí —le gritó Stalin a Turingia—. Este bastardo está haciendo llorar a los niños.
El duque se acercó a Clodoveo, habló con él, obtuvo una sonrisa desdentada y un vigoroso gesto de asentimiento con la cabeza y acto seguido los soldados acompañaron al bárbaro hacia la salida.
La noticia de la llegada de visitantes ya había corrido por el castillo y empezaron a llegar al salón tanto rusos como alemanes. Kutuzov apareció envuelto en una túnica y Pasha con los zapatos desabrochados y los cordones golpeando contra el suelo de piedra.
Stalin volvió a acuclillarse y abrió los brazos.
—Niños, acercaos. Sam y Belle, acercaos. Venid a saludar al tío Iósif.
Delia les dijo a los niños que no había peligro y que podían salir de detrás de ella. Sam fue el primero en aparecer y dio un dubitativo paso hacia delante.
—¿Qué edad tiene Sam? —preguntó Stalin.
—Tengo cuatro años.
—Oh, qué niño más mayor. ¿Y cuántos años tiene la pequeña?
Desde detrás de Delia una vocecita respondió:
—Tengo tres.
Stalin se secó las lágrimas que le rodaban por las mejillas y se sonó la nariz con un pañuelo.
—Qué niños más preciosos. Estoy conmocionado. Jamás me hubiera imaginado una cosa así.
—También nosotros estamos conmocionados —afirmó Delia.
Stalin volvió a incorporarse.
—Usted, señora May, es inglesa, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Y de qué parte de Inglaterra es?
—De Londres, pero hemos llegado aquí desde Dartford, que está en Kent.
Desde la otra punta del gran salón se oyó una voz en inglés. Pasha se abrió camino entre la multitud reunida.
—Lo siento —dijo—. ¿Ha dicho usted que viene de Dartford?
El viaje de Calais a París no estuvo exento de incidentes, pero los hombres armados del conde repelieron a vagabundos y bandoleros con una eficacia despiadada. John había distribuido entre su grupo armas para defenderse, pero los hombres del conde hicieron el trabajo sucio, derramando sangre y cortando cabezas ante la menor provocación.
Llegaron exhaustos a un París monocromo cubierto por una densa capa de humo de chimenea. John les señaló a sus camaradas de la Tierra el gran palacio de la Île de la Cité.
—Ese es —les indicó.
—Nuestro París es mágico —le aseguró Tony a Martin, tosiendo por culpa del humo—. Este París es una mierda.
—Si tienen camas y bañeras yo no me voy a quejar demasiado —aseguró Alice.
Emily le puso una mano en el hombro a John.
—Giuseppe es el único hombre del Infierno al que tengo ganas de volver a ver.
—¿A Caravaggio no? —le preguntó John.
—Bueno, a él también —sonrió Emily—. Es maravilloso. ¿Y ya te he dicho que tiene mucho talento?
El conde de Calais se acercó a las garitas de la guardia que flanqueaban el puente levadizo. Tras una animada discusión con el capitán, volvió sobre sus pasos agitando su único brazo.
—Les he explicado quiénes sois y quién soy yo. Van a avisar a los oficiales de alto rango.
—¿A Garibaldi?
—Eso espero. Me gustaría conocer al nuevo rey. No olvide decirle que les he ayudado a usted y a sus extraños amigos.
—Confíe en mí. Le van a dar una medalla.
Tras una larga espera, el capitán de la guardia llamó al conde, que a su vez avisó a John. El enorme puente levadizo bajó poco a poco y el grupo cruzó el río y traspasó la muralla defensiva exterior del castillo.
Desde la distancia, un hombre corrió hacia ellos y a juzgar por la torpeza de sus movimientos parecía claro que no estaba muy acostumbrado a correr.
Cuando estuvo lo bastante cerca, John vio de quién se trataba y le gritó:
—¡Guy! ¿Cómo está?
—¡John Camp! —saludó Forneau—. No me puedo creer que sea usted.
Jadeando y recuperando el aliento por el esfuerzo, le dio una palmada en el hombro a John y este le estrechó la mano.
—¿No pudo regresar a su mundo? —le preguntó Forneau.
—Sí que lo conseguimos, pero hemos vuelto. Ya se lo explicaré todo, pero primero le quiero presentar a Emily Loughty.
Forneau realizó una profunda inclinación, todavía con la respiración acelerada.
—Giuseppe ya me había contado que era muy guapa, y ahora puedo verlo con mis propios ojos. Es un honor conocerla, mi querida señora.
Emily saludó con su mejor versión de una reverencia y le dijo que había oído hablar muy bien de él.
—Vamos, entren —les invitó Forneau—. Tenemos muchas cosas de que hablar.
El conde de Calais dio un paso adelante, se presentó y empezó a explicar cómo les había ayudado a llegar hasta París por un camino lleno de peligros.
—Sí, sí —le cortó Forneau con un gesto de distanciamiento—. Se le recompensará debidamente por sus servicios, señor. Seguro que es usted un buen súbdito de la corona. Mañana arreglaremos este asunto.
—¿Sabe Giuseppe que estamos aquí? —preguntó John, dejando a un lado al conde, aunque sin perder las formas.
—Pero si él no está aquí. Él y la mayoría de nuestros amigos italianos se han marchado.
La noticia fue un jarro de agua fría para John y Emily.
—¿Dónde está? —preguntó John.
—Ha ido a Iberia para buscar una alianza con el rey Pedro. En los últimos tiempos han sucedido muchas cosas. Por favor, entren. Así podremos hablar más cómodos.
—No disponemos de mucho tiempo. Necesitamos su ayuda. La reina de Britania está en Francia...
—Sí, sí, lo sé —le interrumpió Forneau—. Mis espías me han informado de ello. Estaba en Estrasburgo, pero ha sido aniquilada por un señor de la guerra, Clodoveo.
Emily dejó escapar un grito visceral. Conocía a aquella bestia tuerta demasiado bien.
—Oh, Dios mío, John. ¡Los niños!
—¿Niños? —preguntó Forneau—. ¿Saben de la existencia de esos niños?
—Son mis sobrinos —respondió Emily—. Por eso estoy aquí.
—Díganos todo lo que sepa, Guy —le pidió John.
—No creía lo que me contaron, pero ahora tal vez sí. Me llegó la información de que Clodoveo había secuestrado a unos niños en Estrasburgo. Los entregó en Marksburg a cambio de oro. De modo que ahora están allí, en Marksburg.
—¿Los tiene Barbarroja? —preguntó Emily con voz temblorosa.
—No, él no. Él ya no es el rey. El zar de Rusia ha tomado el control de Germania. Los tiene el zar Iósif.
—Lo recuerdo —dijo John con tono tranquilo, intentando disimular su inquietud—. Me habló de él.
—Tenemos que ir a Marksburg —sentenció Emily con premura—. Debemos dirigirnos allí de inmediato.
—Por favor, primero tienen que descansar un poco —insistió Forneau—. Y no pueden presentarse allí sin más y esperar tener éxito en su búsqueda. El zar y sus aliados germanos poseen un ejército formidable. Necesitarán una buena ayuda.
Fue en ese momento cuando Forneau reparó en la presencia de Martin, Tony y los demás, agrupados a cierta distancia. Se acercó con paso lento hacia ellos, olisqueando el aire y negando con la cabeza, asombrado.
—Cuántas almas vivas. El pasaje entre ambos mundos se ha ampliado, ¿no es así? Soy Guy Forneau, lord regente del nuevo rey. Les doy la bienvenida a Francia.
—¿Esto es España? —preguntó Trevor.
—Espera un momento —contestó Brian, estudiando la vasta playa rocosa—. Déjame ver qué dicen las señales. O mejor aún, voy a encender el GPS.
—He hecho una pregunta idiota.
Tiraron de la gabarra hasta vararla en la playa y después la ataron a una roca para asegurarla, aunque Brian dudaba de que el apaño aguantase cuando subiera la marea.
—De hecho, no es una pregunta completamente idiota —añadió Brian al cabo de un rato—. Hace años navegué por el golfo de Vizcaya. Y esta ensenada se parece mucho a una que recuerdo. Si no me equivoco, esto es Santander. Claro que el Santander que yo recuerdo era un gran puerto repleto de cruceros, en los alrededores de esta playa había un montón de edificios altos de apartamentos y esa colina estaba llena de casas con unos bonitos tejados de color salmón. Por lo demás, está idéntico. ¿Te apetece una sangría?
—¿Alguien te ha dicho alguna vez que en ocasiones llegas a ser irritante?
—Solo todas mis exesposas. Y mis novias. Y Ronnie, mi agente. Y la gente del equipo de mis programas.
Reunieron sus posesiones: espadas, mochilas y lo que les quedaba de comida y agua, y empezaron a caminar por la playa, confiando en el convencimiento de Brian de que Bilbao estaba hacia el este. No tenían ni idea de la ubicación de Burgos. Trevor estaba ya harto de oírle decir a Brian que lo único que tenían que hacer era llamar a información para pedir la dirección.
A lo lejos vieron a unos pescadores echando las redes y se dirigieron tierra adentro para evitar el contacto. La playa dio paso a una zona de matorrales y después a un prado. Distinguieron humo hacia el este. Al principio parecía un hilillo, pero a medida que se acercaban se convirtió en una enorme columna gris oscuro recortada contra el cielo. Trevor dedujo que estaría a unos tres kilómetros.
Después de caminar kilómetro y medio, la humareda no se había reducido y descubrieron el motivo. Desde allí las llamas ya eran visibles y quemaban una extensa zona.
—Tenemos que esquivarlo —sugirió Trevor.
Brian se mostró de acuerdo.
—Podemos dar un rodeo por el sur, pero será mejor que no nos alejemos mucho del camino.
Cuando se acercaron más descubrieron que lo que ardían eran varias casas. Un pueblo entero estaba en llamas. Unos metros más adelante escucharon los primeros gritos, voces masculinas que aullaban de dolor y miedo. Y un grito más agudo que cada vez sonaba más fuerte.
Apareció ante ellos una mujer que huía del pueblo en llamas.
Y detrás de ella, cuatro hombres que la perseguían, gritando y blandiendo sus espadas.
Brian y Trevor se miraron con una misma expresión que no requería palabras. Iban a portarse como caballeros andantes.
—Pero hagámoslo rápido —apuntó Trevor—. No hemos venido aquí para esto.
—Totalmente de acuerdo —coincidió Brian, y desenvainó su espada.
La mujer los vio y se quedó petrificada, creyéndose atrapada.
—¡Aquí, aquí! ¡Somos amigos! —gritó Brian, agotando casi todo el español que conocía.
La mujer volvió la cabeza para ver dónde estaban los hombres que la perseguían. Era joven e iba descalza, tenía el cabello negro y vestía una sencilla falda. Tomó una decisión y corrió hacia los desconocidos.
Trevor y Brian mantuvieron sus posiciones y la mujer pasó ante ellos, con el miedo en la mirada. Siguió corriendo y se detuvo a unos cincuenta metros.
Sus perseguidores parecieron darse cuenta de que se avecinaba un combate y ralentizaron el paso para intercambiar instrucciones a gritos.
—La espada en la mano derecha, el cuchillo en la izquierda —recitó Brian, dándole a su pupilo un curso de repaso acelerado—. Y quítate la mochila.
—Ojalá tuviese una nueve milímetros —masculló Trevor, respirando hondo mientras se preparaba.
—Lo mismo digo. Las armas antiguas son una porquería, ¿no te parece?
Los perseguidores armados con espadas se dividieron en dos grupos e iniciaron una maniobra envolvente; primero avanzaron con paso lento y de pronto se lanzaron sobre ellos corriendo.
—Mantén la posición —susurró Brian, con su espalda pegada a la de Trevor—. Cárgate a uno rápido y ya será un combate de uno contra uno.
Al primer contacto, los atacantes parecieron descubrir que había algo diferente en sus adversarios, pero no había tiempo para otra cosa que no fuera combatir.
Brian sorprendió a sus dos oponentes cargando contra ellos con la espada en alto, y mientras iniciaba el movimiento descendente aprovechó para cortarle el tendón de la corva con el cuchillo a uno de ellos. Antes de que pudiese capitalizar su ventaja, el otro se le tiró encima y tuvo que parar sus envites con la espada.
Trevor se quedó clavado en su sitio, basculando ligeramente hacia delante, tal como Brian le había enseñado. Sus dos oponentes lanzaron un ataque coordinado y tuvo que detener las arremetidas de dos espadas al mismo tiempo. Logró bloquear una, pero la otra le rasgó la chaqueta. Temió que llegase el dolor, pero no apareció. Rabioso por lo cerca que había estado de resultar herido, lanzó un furioso contraataque y se sorprendió a sí mismo gritando como un maníaco.
El bramido resultó eficaz. Uno de sus oponentes dudó el tiempo suficiente para que Trevor le asestase una estocada antes de que pudiera defenderse de un modo efectivo. La espada le desgarró el hombro y la camisa marrón que llevaba se tiñó de rojo. El segundo atacante, el que le había rasgado la chaqueta, reaccionó con rapidez y embistió con la espada con tal fuerza que a Trevor se le escapó la suya de la mano. El tipo sonrió y pareció retarlo a inclinarse para recogerla. Trevor se pasó el cuchillo a la mano derecha y se preparó para lo peor.
Por el rabillo del ojo vio la hoja de una espada. Brian atacó al aspirante a verdugo de Trevor y este tuvo el tiempo justo para bloquear el golpe con su espada. Trevor echó un rápido vistazo a los dos cuerpos que yacían en el suelo, eficazmente eliminados por el hombre de la BBC.
El otro soldado al que Trevor había herido trató de empuñar de nuevo la espada, pero tenía el hombro destrozado. Optó por huir hacia el pueblo en llamas.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó a Brian.
—No, no te acerques —le gritó este—. No quiero herirte por error.
Brian y su oponente se enfrentaron con las espadas durante un minuto y de pronto se detuvieron de un modo tan abrupto como habían comenzado. El soldado bajó la mirada para observar algo que se le había clavado en un costado y dejó caer la espada, porque necesitaba las dos manos para hacer otra cosa. Se arrancó el cuchillo de Brian, lo miró perplejo, se desplomó hacia delante y su sangre empezó a empapar la hierba.
Trevor se volvió para mirar a la mujer. Ella dejó escapar un aullido y emprendió de nuevo la huida.
—Eh —la llamó—. No pasa nada. Ya no te pueden hacer daño.
Oyó que Brian decía:
—Pero ellos sí que pueden.
Y entonces descubrió lo que estaba viendo Brian. Un nutrido grupo de jinetes galopaba hacia ellos desde el pueblo y se acercaban a gran velocidad.
—¿Qué hacemos? —preguntó Trevor.
Brian tiró las armas y levantó las manos.
—O nos rendimos o morimos. Y no me apetece morir dentro de un minuto.
Trevor imitó a Brian y ambos esperaron lo que fuese que se les venía encima.
La mayoría de los caballos se detuvieron a su alrededor, pero unos pocos siguieron a la mujer que huía.
Los jinetes miraban a Trevor y Brian con suspicacia. Este giró la cabeza y vio cómo uno de los perseguidores levantaba a la mujer del suelo y la cargaba en su silla de montar.
Uno de los jinetes iba mucho mejor vestido que el resto. Era un hombre de mediana edad con la cara sudorosa llena de marcas de viruela; vestía un jubón negro, pantalones ceñidos del mismo color y un sombrero flexible también negro asegurado con un barboquejo. Desmontó y dio instrucciones en español a uno de sus hombres para que recogiera las armas antes de que él se acercase. Otros retiraron los cuerpos de sus camaradas, que todavía se movían.
Por fin el líder avanzó hacia ellos, los olfateó e hizo una mueca de desconcierto.
—¿Quiénes sois? —les preguntó en español.
Brian entendió la pregunta y respondió en inglés.
—Me llamo Brian y mi amigo es Trevor. ¿Habla inglés?
El hombre respondió:
—Inglés sí, un poco. ¿De dónde venís? No sois de por aquí.
Brian bajó poco a poco los brazos, pero el jefe de los jinetes le gritó «no, no», él obedeció y el tipo ordenó que los registrasen antes de permitirles bajar las manos.
—Venimos de Inglaterra —dijo Brian.
—¿De Britania?
—No. De Inglaterra. No somos del Infierno. Venimos de la Tierra —le aclaró Trevor.
—Señor, todos venimos de la Tierra. Primero fallecimos. ¿Vosotros habéis fallecido?
—No, estamos vivos —respondió Trevor.
—Eso es imposible.
—Estamos vivos, es cierto —insistió Brian—. Unos científicos nos han enviado aquí.
—¿Para qué?
—Para buscar a unos amigos —explicó Trevor.
—¿Quiénes son esos amigos?
—Otras personas vivas. Dos mujeres y dos niños que han sido enviados aquí por error.
—No entiendo lo que me estáis contando. Decidme, ¿por qué habéis aniquilado a mis hombres?
—Perseguían a esa mujer —respondió Brian.
—Ella me pertenece —dijo el líder—. El pueblo de Astillero me pertenece. Si ordeno que incendien el pueblo, se incendia. Si ordeno que atrapen a esa mujer, la atrapan.
—¿Y quién es usted? —preguntó Trevor.
—El príncipe Diego de Anera, heredero de la corona de Bilbao. Vais a venir conmigo.
—¿Nos ayudará? —preguntó Trevor—. Uno de nuestros amigos, una mujer, está en Iberia, creemos que en Burgos. Tenemos que encontrarla.
—Sí, os ayudaré. ¿Podéis pagar? ¿Tenéis oro?
—Algo mejor que oro —repuso Brian—. Llevamos una cosa muy valiosa en esa mochila.
El príncipe recogió la mochila y la abrió.
—¿Esto? —preguntó, sacando un libro.
—Sí.
El príncipe lo abrió y enseguida lo cerró.
—No sé leer en vuestro idioma.
—No es un problema. Podemos traducirlo —ofreció Trevor.
—¿Por qué es valioso?
—Porque enseña a fabricar bombas. Bombas muy grandes.
El príncipe arqueó las cejas, ordenó a cuatro de sus jinetes que compartieran montura y les ofreció dos caballos.
—Vamos. Iremos a mi casa en Bilbao.
—Eso suena bien —dijo Brian—. ¿Algún problema con lo de montar a caballo, Trev?
Trevor soltó unas cuantas maldiciones.
—No permitas que el animal note que le tienes miedo. Saldrás airoso.
—Más que ella.
La fugitiva pasó ante ellos. Levantó la cabeza de la silla de montar y les lanzó una mirada afligida mientras su captor la llevaba de vuelta al pueblo, donde le esperaba un destino incierto.
—No podemos salvarlos a todos —murmuró Brian.