25

 

 

 

 

Antonio por fin había llegado.

Sentado en una silla, bebía en el vasto palacio que se alzaba sobre las embarradas calles de la desparramada ciudad. Para él seguía siendo el palacio Borgia de Roma, y aunque el rey César reposaba sin cabeza en un pudridero, sospechaba que los romanos continuarían llamándolo así durante mucho tiempo.

Masticaba una corteza mientras esperaba el regreso de su emisario. Todos sus hombres estaban agotados. Habían viajado de París a Roma a toda velocidad y algunos incluso se habían caído de las monturas, exhaustos.

—¡Por Garibaldi! —les había gritado para animarlos—. ¡Por Italia! —Y en voz baja para sí mismo había añadido—: Por Catalina.

Catalina Sforza, la hermosa y trágica reina Borgia, encerrada por su monstruoso marido en una jaula dorada durante siglos, había sido liberada de su yugo por el levantamiento de Garibaldi y podía vivir como una mujer libre.

La última vez que Antonio la había visto, con el olor a pólvora impregnando la parte más noble del palacio, él le limpió de la mejilla la sangre del rey derrocado. Ella le había preguntado su nombre y él, henchido de orgullo, se había presentado. Y ella había pronunciado las palabras que desde ese día él se repetía una y otra vez:

—No sé qué destino me espera, pero si tu señor me perdona la vida, me gustaría conocerte mejor, Antonio.

Ahora, con los macedonios avanzando desde el Egeo, tenía que volver a salvar a Catalina. Y cuando llegase ese momento, esta vez sería más audaz. Dominaría su timidez y le diría que deseaba conocerla mejor. Mucho mejor.

El emisario regresó y le dio las noticias que Antonio esperaba recibir. Catalina estaba sana y salva y lo recibiría esa misma tarde. Mientras hablaban, se estaban llevando provisiones desde el palacio al cercano palazzo de Garibaldi, donde se instalarían Antonio y sus hombres.

Cabalgó hacia el palazzo aturdido por las expectativas de esa tarde. Se lavaría a conciencia la mugre y elegiría la ropa adecuada. Se entonaría un poco con vino, lo justo para soltarse la lengua, pero no lo bastante como para hacer locuras. No se acostaría con ella esa noche, incluso aunque Catalina se lo pidiera. Primero tenía que organizar la defensa de Roma. Después, una vez que hubiesen enviado a los macedonios de vuelta a sus barcos, él reclamaría su premio y todos esos años miserables pasados en el Infierno por fin, durante una noche, se borrarían de su memoria.

Ya había anochecido cuando Antonio y sus lugartenientes cabalgaron hasta el palacio. Las calles estaban tranquilas; las tabernas ante las que pasaron, llenas de corrillos de comerciantes, los únicos que podían gastar dinero en la cerveza fabricada por otro. Los alrededores del palacio se hallaban iluminados con antorchas. Traspasaron la verja exterior, vigilada por guardias en posición de firmes, y Antonio se preguntó quiénes eran esos hombres. ¿Se trataba de la guardia personal de Catalina? ¿Remanentes de la guarnición de Borgia? ¿Leales a Garibaldi? Tenía que averiguarlo si pretendía organizar la defensa de la ciudad. Si dudara de su valor, los sustituiría por hombres de su propia brigada.

Una vez en el patio interior, desmontó y entró en el edificio, seguido por el contingente de soldados que lo acompañaba, a través de unas galerías decoradas con los magníficos óleos que Caravaggio había pintado bajo el mecenazgo de Borgia.

Se vio reflejado en un enorme espejo, uno de los tesoros del palacio, y aunque le satisfizo cómo le caía la larga melena negra por debajo del sombrero nuevo, en realidad uno de los de Garibaldi, que le había prestado un sirviente en el palazzo, se percató de que había olvidado ordenar que le limpiasen las polvorientas botas. No se quitaba esa idea de la cabeza mientras esperaba en el salón del trono, con las manos entrelazadas reposando sobre la guerrera.

Catalina, que apareció precedida de sus doncellas y guardia personal, mantenía el mismo aspecto seductor que Antonio recordaba. La reina había fallecido a los cuarenta años y había sido una vistosa belleza de su época, y mientras que la mayoría de las mujeres hermosas veían marchitarse sus encantos en el Infierno, ella se había conservado de un modo inusual. Seguía siendo encantadora, delicada, con sus rasgos elegantes y su cabello pelirrojo que enmarcaba el rostro con sus rizos. Vestía el mismo traje de terciopelo verde que llevaba puesto el día del derrocamiento de Borgia. Se preguntó si acaso le estaba mandando un mensaje.

Antonio saludó con una inclinación de cabeza.

—Antonio Di Costanzo —dijo ella, mientras se sentaba en su antiguo trono—. Acércate.

Catalina extendió la mano y él se la besó, dejando que sus labios se recrearan en la piel de esa mujer un impropio segundo de más.

—Señora, os traigo saludos de parte del rey Giuseppe.

Ella sonrió.

—Todavía no me he acostumbrado a llamar rey al signore Garibaldi. ¿Qué tal está?

—Está bien, señora. Ha ganado una importante batalla contra las fuerzas combinadas de germanos y rusos.

—¿En serio? ¿Con la ayuda de ese hombre vivo que lanza bombas?

—En efecto, ese hombre, John Camp, fue de gran ayuda, como también lo fue la alianza que el rey Giuseppe pudo sellar con los franceses. De hecho, orquestó un golpe de Estado contra el rey Maximilien y ahora es el monarca de un reino que incluye Italia y Francia.

—Qué extraordinario. Ha recorrido mucho camino en muy poco tiempo. Me pregunto adónde nos llevará todo esto.

—A una Europa mejor, señora. A un Infierno mejor.

Ella sonrió de nuevo.

—Un Infierno mejor. Bonitas palabras. Dime, Antonio, ¿por qué has regresado a Roma?

—Nos han llegado noticias de que una fuerza invasora de macedonios y eslavos ha desembarcado en nuestras costas. Seguro que os habéis enterado.

—Desde luego que sí.

—El rey Giuseppe me ha pedido que lidere un ejército con los mejores soldados italianos para defender nuestro reino, y eso es lo que he hecho. Esta noche me reuniré con los jefes militares que permanecieron en Italia mientras nosotros combatíamos en tierras extranjeras. Nos dirigiremos hacia el sur para interceptar a los macedonios antes de que puedan sitiar Roma.

—Pero ¿por qué os dirigiréis hacia el sur?

—Señora, porque doy por hecho que es donde se encuentran los atacantes. Primero tomarán Nápoles y después marcharán sobre Roma.

—Creo que no tienes por qué meterte en semejante lío —continuó, quitándose el pañuelo amarillo del cuello y dejándolo caer al suelo.

Mientras él se inclinaba para recogerlo, los miembros de la guardia personal de Catalina aprovecharon el momento para lancear a los hombres de Antonio, empalándolos con una despiadada eficacia.

Antonio se incorporó de inmediato y se preparó para desenvainar su espada, pero una docena de soldados se abalanzaron sobre él y, pese a sus esfuerzos, lo retuvieron agarrándolo por los brazos.

Un joven bronceado y musculado, ataviado con una falda de batalla de cuero y las insignias púrpuras del ejército macedonio, entró en el salón y se plantó ante Catalina.

—¿Qué es esta traición? —gritó Antonio por encima de los lamentos de sus soldados heridos.

El macedonio le respondió en un italiano rudimentario:

—Te he ahorrado una larga marcha, signore. No estoy al sur. Estoy delante de ti.

—¿Quién eres?

El joven esbozó una sonrisa, pero no dirigida a él, sino a Catalina, que respondió pasándose la lengua por los labios con un gesto seductor. Antonio vio que el joven empuñaba una daga. Intentó liberarse, pero lo tenían inmovilizado.

—Soy el rey Alejandro —respondió el macedonio, acortando la distancia entre ellos con varias zancadas y hundiendo la daga entre las costillas de Antonio—. Pero puedes llamarme Alejandro Magno.

 

 

Después de pasarse horas observando las idas y venidas alrededor del palacio de la reina Mencía, Trevor y Brian llegaron a la conclusión de que no había un modo fácil de colarse en el interior. Pensaron que quizá hubiese una posibilidad de entrar ocultos en un carromato de mercancías, pero se dieron cuenta de que los soldados que vigilaban la puerta principal clavaban las espadas entre los productos que transportaban los carros.

Plantados en un callejón cercano para alejarse de los desgraciados que pululaban por allí, Brian murmuró:

—Creo que deberíamos ir hasta la puerta, rendirnos y cruzar los dedos para que no nos ejecuten de manera sumaria.

—No me entusiasma la idea —contestó Trevor, pero justo en ese momento varios soldados armados con mosquetones aparecieron por ambos lados del callejón gritándoles para que depusiesen las armas.

—¿Ahora ya te gusta más? —le preguntó Brian, dejando caer al suelo su espada.

Un oficial aplastó la pistola que empuñaba contra el pecho de Trevor y empezó a gritarle.

—¿Qué dice?

—Me parece entender que te está preguntando si eres un espía moro —respondió Brian.

—Joder, dile que no.

—¿Tú crees?

Los soldados los ataron con suma brusquedad y los condujeron al palacio, donde continuó el maltrato. Los despojaron de todas sus pertenencias, les quitaron el libro y los ataron juntos, espalda contra espalda, en una habitación sin ventanas decorada con unos pocos muebles de buena calidad.

Entró un hombre bien vestido y al parecer muy alarmado, y les empezó a lanzar una trepidante sucesión de preguntas en portugués. Cuando vio las caras de desconcierto de los prisioneros se pasó al español.

—Inglés —dijo Brian vocalizando pausadamente—. ¿Habla usted inglés?

El hombre pareció sorprendido.

—¿Inglés? Sí, hablo inglés. ¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí? ¿Sois espías? ¿Por qué tenéis un aspecto diferente?

—No somos espías —respondió Trevor—. Y yo no soy moro. No sé ni qué es eso.

—Hemos venido para ver a la reina —añadió Brian—. Somos amigos. Le hemos traído un libro muy especial. ¿Lo ha visto?

El portugués dijo que sí, que había visto el libro, y que le había desconcertado mucho.

—Desátenos y le daremos todas las respuestas —le propuso Brian—. Prepárese para quedarse pasmado.

Aquel hombre era Felipe Guomez, el asesor principal de la reina Mencía, un individuo elegante y nervioso que se mostró cada vez más alterado cuando le explicaron quiénes eran y qué pretendían. A cada uno de sus «es imposible», ellos respondían con un «no, es cierto», hasta que Guomez alzó las manos y admitió que, después de todo, quizá estuviesen diciendo la verdad.

—Me han llegado noticias de que el rey Pedro se ha amancebado con una mujer que es como vosotros, quiero decir que está viva. No me lo creía, pero ahora tal vez deba dar crédito a esas informaciones. Tal vez esa sea la mujer a la que buscáis.

—Sin duda es ella —aseguró Trevor muy excitado.

—Esperad aquí —ordenó Guomez—. Hablaré con la reina.

La reina Mencía debió de ser muy hermosa en su juventud y seguramente todavía lo era cuando falleció víctima de la plaga a los cuarenta. Los siglos en el Infierno la habían marcado con esa mirada apática y ese semblante inexpresivo característicos de quienes llevaban mucho tiempo ahí, pero gracias a su estatus y a su buena alimentación, mantenía una voluptuosidad que acentuaba con el escotado vestido que lucía.

Trevor y Brian fueron conducidos hasta una pequeña sala para una audiencia con la reina, que los miró de arriba abajo a ambos, aunque concentró su atención en Brian.

No hablaba ni una palabra de inglés y Guomez ejercía las veces de traductor. Estaba claro que su consejero la había informado de lo acontecido, porque ella no les pidió más explicaciones sobre qué hacían allí. En lugar de eso, empezó con dos preguntas interesantes: ¿se esperaban que el Infierno fuese así? y ¿tenían intención de regresar a la tierra de los vivos?

Trevor comenzó a responderle, pero ella le interrumpió a media frase y dijo:

—Él no.

—Creo que le gustas —le susurró Trevor a Brian.

—No me jodas —respondió este también en voz baja, y a continuación le explicó a la reina que él no era un hombre religioso y hasta entonces no creía que existiese el Infierno.

La reina se rio y le pidió que continuase.

—Dicho esto —siguió Brian—, supongo que me esperaba más fuego y azufre, tal como siempre lo presentan. Satán y sus compinches, ese tipo de cosas. Pero la realidad no tiene nada que ver con eso.

—A mí también me sorprendió lo que me encontré aquí —reconoció la reina—. Para algunos es aterrador. A mí me resulta monótono y aburrido; anhelo un poco de emoción.

—Es la chispa de la vida —comentó Brian.

La reina asintió con vehemencia y repitió la segunda pregunta.

Él le respondió que no entendía cómo funcionaba todo eso, pero que había unos científicos muy listos en el mundo actual que disponían de una máquina para enviarlos al Infierno y traerlos de vuelta.

—Tenemos que regresar a Inglaterra en una semana y media con la mujer a la que hemos venido a buscar, la que tiene en su poder el rey Pedro. Ellos pulsarán un botón y, paf, estaremos de vuelta en casa.

A la reina pareció encantarle el «paf» y una vez entendió su sentido, comenzó a repetirla una y otra vez.

—Háblame de esa mujer a la que buscáis —le pidió la reina—. ¿Es tuya?

—¿Mía? —exclamó Brian—. Cielo santo, no. Ni siquiera la conozco. —Señaló con el dedo a Trevor—. Es amiga de él.

Boa, boa —dijo la reina, y Guomez tradujo imitando el tono complacido de la soberana—: Bien, bien.

—Estás metido en un buen lío —le susurró Trevor a Brian.

—Bueno —añadió la reina—, en relación a esta mujer, mis confidentes en Burgos me han dicho que ha aparecido una mujer muy peculiar que ha cautivado al rey. Él adquiere con frecuencia nuevas concubinas. Tal vez ella sea la mujer que buscáis.

—Creemos que sí —respondió Brian—. Por eso necesitamos ir a Burgos.

La reina le comentó algo a Guomez, que alzó el libro de La química de la pólvora y los explosivos y ella preguntó:

—¿Qué es este libro? ¿Por qué es tan valioso?

Brian hizo un despliegue de su aplomo como presentador de la BBC para vender la importancia del producto.

—Lo que el señor Guomez sostiene en la mano puede cambiarlo todo para su majestad. Este libro contiene las fórmulas secretas desarrolladas durante años que les permitirán construir armas muy poderosas para derrotar a sus enemigos. ¿Disponen de científicos?

—No tenemos muchos —respondió Guomez por ella—. No suelen acabar aquí.

—Bueno, no importa —continuó Brian sin amilanarse—. Cualquiera capaz de seguir los pasos de una fórmula puede utilizar este libro para fabricar bombas enormes y cosas por el estilo.

—¿Estas bombas pueden derrotar a los moros? —preguntó la reina.

—Desde luego que sí. A los moros y a cualquiera.

—¿Él es un científico? —preguntó la reina señalando a Trevor con el dorso de la mano.

—No, pero es un militar.

—¿Puede fabricar esas bombas?

—Espero que sí.

—¿Por qué le has dicho eso? —susurró Trevor.

—Sígueme el juego, ¿de acuerdo? —respondió en voz baja Brian antes de continuar su conversación con la reina—: Dice que por supuesto que sí. De modo que lo que le pido a su majestad es que nos ayude a llegar a Burgos para poder liberar a esa mujer.

—Puedo considerar lo que me pides. Sin embargo, necesito saber más. Esta noche cenarás conmigo.

—¿Él también? —preguntó Brian con un rayo de esperanza.

No hacía falta que Guomez le tradujese la respuesta de la reina, pero lo hizo.

—No, solo tú.