El duque de Aragón y un centenar de miembros de la guardia real de Pedro recibieron a la expedición italiana a quince kilómetros de Burgos. Desde allí los escoltarían según lo acordado en la visita al palacio de Caravaggio; entre los italianos se generó una cierta suspicacia, pero sin llegar a sentirse amenazados.
Garibaldi saludó al duque y lo invitó a acompañarlo en uno de los vehículos a vapor, pero Aragón rechazó educadamente el ofrecimiento, mirando la máquina con recelo.
—¿Lleva un animal dentro? —preguntó en un perfecto italiano.
—¿No poseen ustedes ningún vehículo como este en su reino? —le interpeló Garibaldi.
—Ni lo poseemos ni deseamos tener un artefacto así, que asalta los oídos y altera los sentidos.
—Bueno, son máquinas muy útiles —le aseguró Garibaldi—. Si finalmente firmamos una alianza, le ofreceré una de ellas al rey Pedro como regalo.
—Seguro que la aceptará, aunque no creo que quiera viajar en su interior. Tiene excelentes caballos y carrozas. —A continuación, el duque le preguntó al rey—: ¿Habéis dejado en la frontera vuestro armamento para el asedio?
—Solo hemos traído un cañón, otro regalo para Pedro. Le aseguro que venimos en son de paz.
—Ya tenemos muchos cañones, majestad.
—Ninguno como este —le aseguró Garibaldi—. Este silba.
Antes de entrar en la ciudad amurallada de Burgos por la puerta norte, Caravaggio le recordó a Garibaldi que tenía que tomar su dosis de infusión de penicilina. El rey se la tragó e hizo una mueca de asco.
—Allí está el comité de bienvenida. —Garibaldi señaló la parte superior de las gruesas murallas.
Desde las almenas, arqueros y artilleros íberos los observaban con las armas preparadas. La columna italiana de automóviles a vapor, caballos y carros serpenteó por las estrechas calles. Ciudadanos curiosos se asomaban por las ventanas y se subían a los terrados para contemplar el espectáculo. Los soldados italianos acechaban nerviosos cualquier signo sospechoso de una posible emboscada, pero llegaron sin problemas hasta la plaza del palacio real, donde Aragón ordenó que se levantase un campamento para los soldados rasos.
—A vos y a vuestros oficiales los instalaremos en el palacio, por supuesto —informó el duque a Garibaldi en cuanto Simon apagó el motor—. Esta noche celebraremos una cena de bienvenida ofrecida por su majestad.
—Tengo que comentarle algo —le dijo Garibaldi a un expectante Aragón—. Conmigo viajan varias personas interesantes. No son soldados. No son italianos. De hecho, no son habitantes del Infierno.
Aragón siguió a Garibaldi hasta uno de los carros cubiertos y cuando el viejo rey abrió la lona, John y sus compañeros empezaron a descender.
Garibaldi escrutó la expresión de Aragón y le desconcertó su impasibilidad.
—Vivos. —El duque hizo oscilar un dedo en el aire mientras los contaba—. Siete almas vivas.
—No parece sorprendido.
—¿Por qué debería estarlo? Se está empezando a convertir en algo habitual. Nosotros ya tenemos este tipo de gente en el palacio.
—Dos hombres y una mujer.
El duque asintió.
—No se lo podía contar a vuestro enviado, el signore Caravaggio, pero ahora ya puedo decirlo.
Garibaldi se volvió hacia sus amigos procedentes de la Tierra.
—John y Emily —les llamó en inglés—. Tengo buenas noticias para vosotros.
La reunión se desarrolló en un salón de gala del palacio. John y Emily esperaban de pie; Martin, Tony, Alice, Tracy y Charlie se sentaron en mullidos sofás. A cada minuto que pasaba la tensión iba en aumento, hasta que por fin se abrieron las puertas.
Brian apareció el primero, con una gran sonrisa. Trevor y Arabel entraron juntos, cogidos de la mano. Cuando Arabel vio a su hermana, corrió hacia ella. Las dos mujeres se abrazaron y gimotearon apoyando la cabeza en el hombro de la otra.
—Lo habéis conseguido —felicitó John a los dos hombres.
—Por supuesto —replicó Brian chocándole la mano—. Nunca lo hemos dudado.
—Hemos formado un gran equipo —añadió Trevor, y le dio un fuerte abrazo a John.
—Supongo que tendréis unas cuantas historias que contar —sonrió John.
Trevor asintió.
—Imagino que tú también. ¿Por qué estáis aquí? Se suponía que teníais que rescatar a los niños.
—Es una historia complicada, pero necesitábamos ayuda. Garibaldi tenía que estrechar lazos con los íberos antes de enfrentarse a los alemanes y los rusos. No dudo que Arabel se habrá alegrado de verte.
—Alegrado no es la palabra. Lo ha pasado mal, pero es una superviviente.
—Es cosa de familia —aseguró John.
—Está angustiada por los niños.
—Ya me lo figuro.
Trevor señaló a los otros.
—No me digas que todos estos son el grupo desaparecido de South Ockendon.
—Lo que queda de él. Ellos también lo han pasado mal. Te los voy a presentar.
Emily y Arabel se sentaron en un sofá para buscar cierta intimidad.
—Has venido a rescatarme —dijo Arabel, cogiendo de las manos a su hermana—. De hecho, has vuelto a este horrible lugar.
—Tenía que encontrarte. Eso era lo prioritario.
—Sam y Belle. —Se le hizo un nudo en la garganta al pronunciar sus nombres—. ¿Sabes dónde están?
—Están en Alemania. Sabemos dónde exactamente.
—Entonces ¿por qué has venido a rescatarme a mí? —preguntó entre lágrimas—. Es a ellos a quienes tienes que salvar.
—Vamos a ir en su busca. Iremos todos juntos. Y después regresaremos a casa.
—¿Cómo?
—Tendremos que volver a Dartford. Pondrán en funcionamiento el colisionador para llevarnos de vuelta. Ya te lo explicaré más tarde.
—Lo siento, pero odio el colisionador. —Arabel apartó las manos.
—No, yo lo siento. Tengo la sensación de que todo esto ha sucedido por mi culpa.
John escuchó la conversación y se acercó.
—No ha sido culpa de Emily. Su jefe es el verdadero responsable de lo sucedido.
—Arabel, quiero presentarte a John Camp.
Ella hizo ademán de incorporarse, pero John se acuclilló para saludarla.
—He oído hablar mucho de ti —le dijo.
—De modo que este es John. No sé por qué no nos hemos conocido antes.
—Creo que Arabel me mantenía escondido hasta que me curase de mis malos hábitos.
—Bueno, en cualquier caso, es un placer conocerte por fin. Aunque sea en estas circunstancias.
—¿Cómo lo llevas? —le preguntó John.
Se le humedecieron de nuevo los ojos.
—He tenido que sacar fuerzas de donde no las tenía. Siempre pensaba qué hubiera hecho Emily en cada situación.
Su hermana la abrazó con fuerza.
—¿Cómo están mamá y papá? —preguntó Arabel.
—Conociéndolos, estoy segura de que no han perdido la fe.
—¿Quieres que te presente a los demás? —le preguntó John.
—¿Ellos también estaban en el MAAC?
Emily negó con la cabeza.
—Me temo que son transeúntes inocentes, que estaban muy lejos de allí. Te caerán bien. Son buena gente.
Cumpliendo con los deseos del rey Pedro, una delegación de negociadores se reunió esa tarde antes de la cena de Estado. Pedro consideró que estaba por debajo de su rango involucrarse personalmente en los detalles y dejó en manos de Aragón y los otros nobles el encuentro con los italianos para discutir los pormenores de la alianza. A Garibaldi le parecía absurdo no participar en la reunión, pero los suyos le convencieron de que la asimetría sería considerada una ofensa. De modo que sus consejeros más cercanos, incluidos Caravaggio y Simon, se sentaron a la mesa para tratar de sellar un acuerdo. Aragón estaba perplejo por la ausencia de nobles en la delegación italiana, y Caravaggio le informó de que la suya era más o menos una monarquía popular.
—Garibaldi es ante todo un soldado —explicó—, yo soy pintor, Simon construye máquinas de vapor. Todos decidimos ponernos de su parte porque creemos que ofrece otro modo de vida en el Infierno, una vida mejor. Pero no odiamos a la nobleza. Algunos de mis mejores amigos son duques.
—Me alegra oírlo —respondió Aragón con una pizca de sarcasmo—. Supongo que la nobleza francesa estará bien representada en el nuevo sistema.
—Eso ya lo veremos —sentenció Caravaggio.
—Bueno, vuestras extrañas ideas italianas no nos incumben. Centrémonos en el asunto de la reunión. ¿Por qué deberíamos sellar una alianza con vosotros?
—Muy sencillo —respondió Simon—. Germania y Rusia han hecho un pacto. Cada uno de ellos era ya de por sí fuerte. Juntos lo serán más todavía. Apuesto a que unidos bajo el poder del zar ya están maquinando sus próximos movimientos. Tal vez su siguiente objetivo sea Britania. Tal vez lo seamos nosotros. Tal vez vosotros. Querrán conquistar toda Europa, esto está claro.
—Tal vez —musitó Aragón—. Desconozco sus intenciones.
—Perdonadme por decir esto —intervino Caravaggio—. Solo soy un artista, no un político ni un hombre de guerra, pero creo que Iberia es débil en estos momentos. Acabáis de perder una guerra con los ingleses. Hemos oído que tenéis problemas con los moros. —Buscando un efecto teatral, vació su copa de vino y volvió a llenarla—. Eso puede condenaros al desastre. Uníos a nosotros en una gran alianza íbero-italiano-francesa y juntos frustraremos los planes del zar Iósif antes de que pueda enviarnos a todos a un pudridero por toda la eternidad.
La cena real, aunque preparada a toda prisa, estuvo meticulosamente orquestada, pero para Pedro no había detalle más importante que la ubicación de los comensales en la mesa.
Mientras Aragón negociaba, Pedro le daba vueltas a la colocación de los invitados hasta estar seguro de haber logrado el efecto deseado. Cuando por fin dio por buena la distribución, apareció la reina Mencía y pidió hacer algunos cambios.
Para dar cabida a todos los comensales se había sustituido la larga mesa real por varias mesas redondas, y un pequeño ejército de sirvientes se movilizaron para tener preparado a tiempo el salón del banquete.
Garibaldi se quejó de la pompa y el protocolo, pero aceptó instalarse en el palacio y entrar en el salón en el momento exacto en que lo hacía Pedro, anunciado por los redobles de docenas de tambores. Pese a llevar su mejor uniforme, parecía un campesino en comparación con Pedro, con su traje repleto de adornos y su impecable peinado. Los dos hombres entraron cada uno por un lado del salón y debían encontrarse en el centro para recibir el aplauso de los centenares de invitados.
Garibaldi se preguntó cómo se las apañarían para conversar, pero de pronto apareció un hombrecillo a su lado, que se presentó como García Manrique, humilde servidor y traductor. Pedro ralentizó el paso para que Garibaldi llegase primero al punto de encuentro y tuviese que esperarlo. El rey íbero se le acercó y le dio la bienvenida con una leve inclinación de cabeza y le tendió la mano.
—Bienvenido a Iberia, rey Giuseppe.
—Es un honor conocerle, rey Pedro.
—Vamos, vos os sentaréis a mi lado, por supuesto.
La elección de los comensales de la mesa del rey era una mezcla de protocolo y deseo. A la izquierda del rey se sentaba Garibaldi, y a su derecha, la reina Mencía. A la derecha de esta, Aragón. A Brian lo habían colocado justo enfrente de la reina, y para compensar, Arabel se había visto obligada a separarse de Emily y colocarse frente a Pedro. Para completar el círculo, Caravaggio se sentaba al lado de Garibaldi y embelesó a la reina con un pequeño y halagador retrato de ella que bosquejó allí mismo. García Manrique permanecía de pie detrás de los dos monarcas sentados. Su escasa estatura era óptima para la ocasión.
En una mesa cercana a los monarcas, atrayendo la curiosidad de toda la corte íbera, se sentaron juntos los viajeros provenientes de la Tierra.
—Si Pedro se atreve siquiera a ponerle una mano encima, lo machaco —murmuró Emily sin quitar ojo a la mesa real.
—Yo te ayudaré a hacerlo —masculló Trevor.
—Dios mío, espero que la comida sea decente —imploró Charlie—. Me muero de hambre.
—Yo también —añadió Alice, que cruzó una mirada con Simon, sentado a una mesa próxima.
Martin y Tony participaron en la ronda de brindis protocolarios que vino a continuación.
—A tu salud —dijo Martin—. No me puedo creer lo valiente que has sido.
—Lo mismo digo —replicó Tony—. Lo mismo digo de todo corazón.
En la mesa real, Pedro clavó el tenedor en un capón y se dirigió a Garibaldi.
—Bueno, me han informado de que ya tenemos las bases para un pacto.
—También yo he sido informado al respecto.
Pedro hablaba con la boca llena de la grasienta carne del ave. Brian le susurró a Arabel: «Come como un cerdo» y ella resopló divertida.
—Últimamente no he tenido ocasión de reír —admitió.
García Manrique empezó a traducir el discurso del rey:
—Con este pacto, Italia y Francia nos ayudaréis en nuestra aventura contra los ingleses, y nosotros os ayudaremos en la campaña contra los alemanes y los rusos.
—Exacto —confirmó Garibaldi—. Sin embargo, puede que sea necesario ampliar esta cooperación militar para enfrentarse a nuestro problema con los macedonios y al vuestro con los moros.
—Giuseppe, no sé nada de ese problema con los macedonios del que me hablas, pero te aseguro que nosotros no tenemos ningún problema con los moros. Estoy esperando la llegada en cualquier momento de un mensajero con la noticia de que el duque de Madrid los ha aplastado.
—Bueno, pues brindemos por eso. —Garibaldi alzó la copa—. Lo que queda por decidir es el orden de prioridades. Enrique se ha replegado en Britania, de modo que no es urgente atender ese flanco. Stalin ha organizado su cuartel general en Marksburg y desde allí supone una amenaza para nosotros. Sugiero que lancemos contra él un ataque conjunto a la mayor brevedad. Cuando lo hayamos aniquilado o mandado de vuelta a Rusia con el rabo entre las piernas, entonces podremos discutir sobre cómo actuar contra los ingleses.
—Nuestros asesores pueden acabar de perfilar los detalles cuando preparen el documento final del pacto —comentó Pedro con desdén—. Pero dime —añadió, inclinándose hacia Garibaldi y desplazando a Manrique—. ¿Cómo sé que no vas a intentar cortarme la cabeza, como hiciste con Borgia y Robespierre? Llevo muchísimo tiempo en este mundo y nunca había visto a un hombre adquirir tanto poder en tan poco tiempo. Es una hazaña impresionante e inquietante. Debes de ser un hombre despiadado. Un hombre muy despiadado. Pero permíteme decirte una cosa, Giuseppe: no quiero perder mi cabeza, me he acostumbrado a ella.
—No tienes nada que temer. A César Borgia y a Maximilien Robespierre los detestaba su propio pueblo, y estoy seguro de que esto en tu caso no sucede. La gente ansiaba un cambio y yo se lo ofrecí.
—¿Ansiaba? —preguntó Pedro asombrado—. ¿Por qué iba yo a preocuparme de si la gente tiene ansia de comida, de protección, de cambio o de todo junto? Son escoria. Por eso están donde están.
—Bueno, supongo que eso nos convierte a nosotros en escoria real.
Cuando García Manrique tradujo esto, Aragón levantó la cabeza del plato, estupefacto. La reina Mencía se lo estaba pasando en grande y Caravaggio mostró su aprobación con un resoplido y comenzó a esbozar algo en el cuaderno que siempre tenía a punto. Pedro, en cambio, frunció el ceño como si padeciese dispepsia y atacó otro capón.
Se produjo un barullo al fondo de la sala que hizo que todo el mundo volviese la cabeza. Pedro ordenó a Aragón que acudiese a ver qué sucedía. Regresó con un soldado herido, con el brazo empapado de sangre y flácido, y la cabeza vendada.
—¿Qué significa esto? —le preguntó el rey al duque, mirando al herido con desdén.
—Este hombre viene de Madrid —dijo Aragón con tono dubitativo, como si le diese miedo continuar.
—Sí, ¿y qué más? —inquirió el rey.
—Siento tener que informar de que el duque de Madrid y su ejército han sido aniquilados.
—¿Aniquilados? ¿Qué quiere decir aniquilados?
Garibaldi azuzó al hombrecillo para que le tradujese y cruzó una mirada preocupada con Caravaggio.
—¿Qué crees que está pasando? —le preguntó Emily a John.
—No lo sé, pero no parece nada bueno.
Aragón explicó la noticia con más detalle. Los moros habían superado las posiciones defensivas del duque y habían dejado fuera de combate a miles de soldados. Los enemigos eran superiores en número y en estrategia.
Pedro dejó caer el cuchillo.
—¿Madrid? —preguntó—. ¿Los moros han tomado Madrid?
El mensajero inclinó la cabeza.
—No, señor; entraron y la saquearon en busca de comida, y después partieron.
—¿Por qué iban a hacer eso? —preguntó Pedro—. ¿Adónde han ido?
—Vienen hacia aquí, majestad —informó el mensajero—. Ya están llegando a Burgos. Han tomado posiciones al sur, al norte, al este y al oeste.
Garibaldi se dirigió a Caravaggio:
—Y eso que no tenía un problema con los moros.
El artista cerró el cuaderno en el que había estado dibujando a dos ranas sentadas sobre las hojas de un lirio acuático en un estanque repleto de basura, cada uno con su corona en la cabeza elegantemente ladeada.
Esa noche el grupo de la Tierra se reunió con los italianos.
—No tenemos elección —explicó John—. Tendremos que luchar para salir de aquí.
—Me temo que así es —corroboró Garibaldi—. Aragón me ha dicho que solo disponen de dos mil soldados en la ciudad. Gran parte de los efectivos se habían desplazado a Madrid.
—A los que hay que sumar nuestros quinientos —añadió Simon.
—He hablado con los íberos que huyeron con el mensajero a Burgos —dijo Caravaggio—. Miles y miles de moros se cernieron sobre las tropas íberas de Madrid como un cangrejo que cierra las pinzas sobre su víctima.
—¿Qué armamento llevan? —preguntó Simon.
—Tienen arqueros, espadachines, lanceros y tropas a caballo. Artillería ligera y pesada. Algunos mosquetones y pistolas, pero no en gran cantidad —detalló Caravaggio.
—Superiores en número y en estrategia —comentó Brian—. Apuesto a que es un ejército muy disciplinado.
—Tenemos un problema —meditó John—. Estamos en una ciudad amurallada. Por su aspecto, los muros son sólidos y deberían resistir un bombardeo durante bastante tiempo.
—Estoy de acuerdo —intervino Tony—. Si a lo largo de todo el perímetro las murallas son iguales que el tramo por el que pasamos al entrar en la ciudad, estamos hablando de seis metros de grosor. ¿Y os fijasteis en el perfil exterior cóncavo? Es ideal para desviar los proyectiles de artillería.
—Entonces ¿por qué tenemos un problema? —preguntó Charlie.
—Porque los atacantes van a plantear esto como un sitio —explicó John—. Primero nos bombardearán, pero si los muros resisten, cambiarán de táctica y buscarán la rendición por hambre. Ellos se avituallarán saqueando las ciudades y pueblos de los alrededores, tal vez incluso trayendo provisiones de Madrid. Disponemos de diecisiete días para regresar a Dartford. Un sitio puede prolongarse diecisiete semanas.
—Sí que es un problema bien gordo —asintió Garibaldi—. Tal vez podamos intentar pasar entre las líneas del ejército moro y buscar tropas de refuerzo en Francia. Sacarles ventaja con los vehículos de vapor.
—Es una locura —opinó Simon—. Lo haré si me lo ordenas, pero no me gusta.
Escucharon una voz procedente de la otra punta de la habitación. Brian paseaba de un lado a otro. Se acercó a los demás y dijo:
—Necesitamos cambiar las tornas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Trevor.
—Quiere decir que no nos defenderemos —añadió John—. Que pasemos a la ofensiva.
—Exacto —confirmó Brian.
—No estaréis proponiendo atacarles fuera de la muralla de la ciudad —se inquietó Garibaldi.
—No —lo tranquilizó John—. Mientras me recuperaba de la operación en el hospital, aproveché para reflexionar y hacer algunas indagaciones. Si hay una buena forja en la ciudad podríamos sorprender a esos moros con unas cuantas cosas que no habrán visto en su vida.
Caravaggio se ofreció para preguntarle a Aragón si tenían forjas.
—Es una lástima que no podamos subir el cañón a esos muros —lamentó Simon.
—¿Quién dice que no podemos? —intervino Tony, y le pidió a Caravaggio carboncillo y papel—. Yo podría diseñar algo para lograrlo.
—Pero hay un problema —dijo Emily—. No me fío ni un pelo de Pedro, por mucho que se muestre dispuesto a colaborar. Si le salvamos el culo, ¿cómo podemos estar seguros de que cumplirá su palabra de liberar a Arabel, a la que durante la cena no ha dejado de mirar con lascivia, y que nos proporcionará los soldados que necesitamos para rescatar a Sam y Belle?
—No bajaremos la guardia —respondió Garibaldi—; actuaremos con prudencia y al menor signo de traición, lo aplastaremos sin piedad.