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Stalin esperaba a sus visitantes.

El día anterior le habían informado de que un automóvil a vapor fabricado en Francia había llegado a Marksburg enarbolando una bandera blanca. Los soldados alemanes y rusos que patrullaban por el sinuoso camino que llevaba hasta el castillo en la cima de la colina sobre el Rin habían desarmado al conductor y a los pasajeros antes de permitirles seguir adelante.

Fue el coronel Yagoda con su cara de rata quien había interrogado a quien se presentó como el portavoz.

—¿Cómo te llamas? —preguntó en inglés, el idioma que ambos entendían.

—Soy Michelangelo Merisi da Caravaggio.

—Disculpa, ¿has dicho Caravaggio?

—El mismo.

—¿Caravaggio el pintor?

—Soy pintor, sí.

Yagoda no estaba habituado a asombrarse, pero eso es lo que reflejó por un instante su rostro.

—¿Qué haces aquí?

—¿En Germania o en el Infierno?

—En el Infierno.

—Asesiné a un hombre. Bueno, lo maté por accidente. Yo solo quería cortarle las manos, pero como cirujano soy un desastre.

—Conozco el trabajo de Caravaggio. Admiro sus pinturas. Dices que quieres ver al zar. Sin embargo, no puedo decirle al zar que Caravaggio quiere verlo sin tener alguna prueba de que eres quien dices ser.

—Entonces dame un trozo de papel o de pergamino.

Yagoda tenía una pila de papel de gran calidad en su escritorio de viaje. Le pasó una hoja y un lápiz de carboncillo.

Caravaggio se inclinó sobre el papel. En menos de un minuto había terminado.

Yagoda sintió un escalofrío. Había dibujado un impresionante retrato de un joven ángel alado con el pecho atravesado por una flecha.

—Sí que eres Caravaggio —murmuró.

—A tu servicio.

Nikita llamó a la puerta de Stalin. El zar estaba sentado ante su mesa revisando los refinados planes para la invasión de Britania del mariscal Kutuzov.

—Los dos visitantes y el coronel Yagoda han venido a verlo —le anunció el pecoso joven.

—¿Uno de ellos es el pintor? —preguntó Stalin, agitando el dibujo del ángel.

—Así es. El otro es un inglés.

—Ja. Justo ahora estaba pensando en los ingleses. ¿Necesitaré un traductor del italiano?

—El pintor habla inglés.

Stalin hinchó los carrillos y dejó escapar el aire.

—Así que ahora toca trabajar.

Caravaggio entró con Simon. Yagoda los seguía a cierta distancia. Stalin se levantó para recibirlos.

—Caballeros, bienvenidos a Marksburg. Soy Stalin.

Caravaggio saludó con una inclinación y estaba a punto de presentarse cuando Stalin le interrumpió diciéndole que sabía quién era y lo mucho que admiraba su obra.

—Hay demasiada religión en su pintura, pero aun así me gusta. Me educaron para ser sacerdote y pasé cinco años en un seminario ortodoxo griego, pero después rechacé la religión. En mi Rusia éramos ateos y aquí nadie cree en nada, de modo que me siento como en casa. Perdón, era broma. De sus pinturas, mi favorita es la de David sosteniendo la cabeza de Goliat. Esa no habla de religión. Solo de poder.

—A mí también me gustó pintar esa obra —reconoció Caravaggio—. Quizá la repita.

—¿Quién es el caballero inglés? —preguntó Stalin—. ¿Y por qué combate al lado de los italianos?

—Soy Simon Wright, excelencia. En vida era un humilde fabricante de máquinas de vapor. Y lucho al lado de Giuseppe Garibaldi porque lo admiro.

—Me vendría bien tener buenos fabricantes de máquinas de vapor. Me gustan mucho esos vehículos a vapor. Los alemanes los tienen. En Rusia también disponemos de ellos, sabe, pero se estropean mucho. ¿Por qué admira a Garibaldi?

—Habla de un futuro mejor, de un Infierno más humano. Supongo que es eso lo que me gusta.

Stalin se sentó y les invitó a hacer lo mismo. Yagoda permaneció de pie entre las sombras.

—Un Infierno mejor con él gobernando, supongo —comentó Stalin.

—No creo que se trate de esto —respondió Simon.

—Créame, fabricante de máquinas de vapor, siempre se trata de eso. Pero díganme, caballeros. Son ustedes mis enemigos. Destruyeron una buena parte de mi ejército con su magnífico cañón. ¿Para qué han venido aquí?

—Nos envía el rey Giuseppe —respondió Caravaggio— para organizar un encuentro entre usted y él. Está de camino, pero nosotros podíamos viajar más rápido con estas máquinas.

—¿En camino desde dónde? —Yagoda ya se lo había explicado, pero quería oírlo de primera mano.

—De Iberia.

—Que según le han explicado a Yagoda, también ha conquistado.

—No con la guerra —respondió Simon—. Sino con una alianza.

—Es fantástico. Ustedes lo llaman alianza. Pedro fue destruido. Yo a eso lo llamo coup d’état.

Caravaggio extendió las manos y se encogió de hombros.

—Lo llamemos como lo llamemos, está hecho.

—De manera que en muy poco tiempo Garibaldi pasa de ser un oscuro noble a convertirse en rey de Italia, de Francia y de Iberia. Me parece extraordinario.

—Y usted, excelencia, ahora es zar de Rusia y rey de Germania —replicó Caravaggio.

—Sí, pero yo ya fui gobernante en vida. Este hombre, en cambio, era, bueno, seré educado y no diré más.

—Por época, yo no coincidí con él en vida —dijo Caravaggio a la defensiva—, pero tengo entendido que fue un gran hombre.

Stalin se rio.

—No nos pongamos a comparar el tamaño de nuestros órganos sexuales. Díganme cuál es el trato que me proponen.

Simon había estado meditando el mejor modo de planteárselo, pero olvidó el breve discurso introductorio y soltó de golpe:

—Queremos hacer un trato sobre los niños.

—Yagoda, ¿tú sabías algo de esto? —vociferó Stalin en ruso.

El coronel salió de entre las sombras y tragó saliva.

—Es la primera vez que oigo hablar de ello.

Stalin parecía furioso. Dejó petrificado a Simon con su acerada mirada y preguntó:

—¿Cómo conocéis la existencia de los niños?

—Los franceses se enteraron de que estaban aquí —explicó Simon con la boca seca de repente.

—¿Por qué los queréis?

—Nosotros no los queremos. Los quiere su madre.

—¿Tenéis a la madre? —preguntó Stalin, elevando el tono de voz.

—Sí. Y los echa mucho de menos.

—Entonces decidle a esa mujer viva que venga con Stalin. Se puede quedar aquí con sus hijos. Problema resuelto.

—No es tan sencillo —intervino Caravaggio—. Esta mujer y otras personas vivas que están con nosotros quieren regresar a la Tierra. Necesitan llegar en breve a Britania. Solo desde allí pueden volver a casa. No tengo los conocimientos necesarios para explicar cómo es eso posible, pero ellos dicen que lo es y les creo.

Stalin jugueteó con su bigote.

—Entonces me pedís que os entregue a unos niños con los que estoy encantado. ¿Y qué me ofrecéis a cambio?

Simon jugó sus cartas.

—Altos hornos y grandes máquinas de vapor, eso es lo que le ofrecemos.

Los ojos caídos de Stalin se abrieron como platos.

—¿Quién posee esas cosas? ¿Tú, fabricante de máquinas de vapor?

—Nosotros no las tenemos. Pero sabemos cómo construirlas. Caravaggio se lo mostrará.

El artista rebuscó en su jubón, un gesto que provocó que Yagoda sacase la pistola, pero Caravaggio no llevaba ningún arma. Solo varias hojas de papel impreso.

—Estas son las primeras páginas de dos libros que las personas vivas han traído al Infierno —explicó—. Estos libros están en nuestras manos.

Había habido cierto desacuerdo entre los italianos sobre la estrategia a seguir. Algunos consideraban que era un error monumental darle a Stalin la posibilidad de construir poderosas armas de guerra otorgándole acceso a esa tecnología. Según argumentaba este sector, si lo hacían, los condenarían a todos a una futura derrota y a la opresión. Y sin los libros, ellos no podrían desarrollar esa tecnología con finalidades nobles, para convertir el Infierno en un lugar mejor. Otros consideraban que les debían a sus amigos de la Tierra la recuperación de los hijos de Arabel. Fue Garibaldi quien tuvo la idea que permitió romper el empate entre las dos posturas.

—¿Por qué no hacemos copias? —propuso—. Si tenemos que entregarle a Stalin los originales, nosotros también podremos disponer de esa tecnología. Creo que en Italia, Francia e Iberia podemos encontrar suficientes herreros y constructores de máquinas de vapor como Simon, además de albañiles y otro tipo de hombres y mujeres cualificados procedentes del mundo moderno para derrotar a los rusos y alemanes, aunque ellos también posean los libros. Nosotros nos podemos adelantar a ellos.

Antes de abandonar Iberia habían rastreado el palacio en busca de pergamino, papel, lápices y tinta, y durante la búsqueda también encontraron el libro de Pedro sobre explosivos. Los vivos se pusieron de inmediato manos a la obra y a todos los soldados del ejército italiano lo bastante cultos como para poder copiar palabras los metieron en los carromatos, cada uno con una o dos páginas arrancadas de los libros, e hicieron las copias en los bamboleantes carros. Cuando Caravaggio regresase de su misión en el castillo de Marksburg copiaría a toda prisa los diagramas e ilustraciones. Si hubieran dispuesto de todo el tiempo del mundo le habrían encargado a un escriba que hiciera copias unificadas de los libros enteros, pero de momento con este esfuerzo colectivo saldrían del paso.

Stalin examinó las páginas que le tendió Caravaggio, llamó a Nikita y le ordenó que trajese a Pasha para que diera su opinión.

—Debo mostrárselas a mis expertos técnicos —se excusó Stalin de modo ampuloso.

Caravaggio y Simon se mostraron de acuerdo.

—¿Disponéis de los libros completos?

—Sí, si cerramos el trato, se los traeremos cuando volvamos.

—¿De modo que me proponéis intercambiar a los niños por estos libros?

—Exacto —afirmó Simon—, los niños y la mujer viva que está con ellos.

Simon mostró la zanahoria y Caravaggio, el palo.

—Este intercambio debería ser muy sencillo y será lo mejor para ambas partes. Sin embargo, debe saber que hay otro modo posible de hacer las cosas, aunque más complicado. El rey Giuseppe puede venir aquí en son de paz o en pie de guerra. Posee un ejército enorme. Montones de italianos, franceses y ahora íberos. Posee también armas especiales que ha utilizado para derrotar con facilidad a los moros que amenazaban Burgos. Podemos llevarnos a los niños del modo sencillo o del modo complicado.

Stalin se puso en pie abruptamente.

—Tendréis que esperar —dijo.

Convocó a Yagoda y los dos se retiraron a la habitación contigua.

—Así que mi enemigo viene aquí y me amenaza en mi propia casa. —Stalin estaba furioso.

—Estoy seguro de que prefieren un intercambio —reflexionó Yagoda—. Lo más probable es que no quieran parecer débiles y por eso amenazan con la guerra. Es una táctica habitual.

—De acuerdo, pero no me gusta que me acorralen con este tipo de ultimátum. ¿Qué opinas sobre esas armas especiales de las que han hablado? ¿Crees que se refieren al famoso cañón?

—Tal vez.

—¿Cuántos hemos fabricado en las forjas alemanas?

—La última vez que lo comprobó teníamos ocho, pero dos habían explotado durante las pruebas y otro está inservible porque tiene grietas.

—¿Y cuántos poseen ellos?

—No lo sabemos.

—¿No puedes infiltrar un espía en sus filas?

—Redoblaremos los esfuerzos —prometió Yagoda.

Se abrió la puerta y entró Pasha con las páginas de los libros.

—¿Qué opinas? —le preguntó Stalin—. ¿Estos libros pueden sernos útiles?

Pasha estaba algo mareado después de subir y bajar las empinadas escaleras del castillo. En esas condiciones, hablar en ruso le costaba demasiado y molestó al zar al preguntarle en inglés:

—Por favor, primero quiero saber una cosa. Nikita me ha dicho que esto lo han traído al Infierno otras personas vivas. ¿Ellos también venían de Dartford?

—No se lo he preguntado —respondió Stalin en ruso—. Lo que quiero saber es si estos libros nos pueden ser útiles.

—Sí, creo que sí. Muy útiles. Son de principios del siglo XX, una época en que la revolución industrial estaba en su apogeo y todo dependía de las innovaciones en la fabricación de hierro y del uso del vapor como energía. Nosotros somos más medievales que modernos. Eso ya lo sabe. Si estos libros nos proporcionan una guía práctica de cómo acceder a estas tecnologías, podemos dar un salto de gigante a una nueva era, con máquinas, electricidad...

—Y armas mucho más potentes —añadió Yagoda.

—Sí —suspiró Pasha—. Supongo que eso también. Pero necesitaré ver los textos íntegros para saber hasta qué punto son útiles esos libros. Tienen que ser muy claros y explicativos. Tenemos muy poca gente con competencia técnica.

—Tú eres competente —dijo Stalin—. Eres brillante.

—Bueno, gracias por el cumplido, pero...

—Ya sé, ya sé, no sabes nada de armas.

—Y lo más importante, no sé fabricar acero ni máquinas de vapor.

—Toma un trago, Pasha —le invitó el zar—. Estás pálido. Les diré a nuestros visitantes que concertaremos una cita con ellos para comprobar si los libros enteros nos interesan.

—¿Siguen aquí?

—Están en la habitación de al lado.

Pasha se entusiasmó.

—Si no le importa, me gustaría hablar con ellos. Quiero saber más sobre las personas vivas que trajeron los libros. Quiero saber si procedían de Dartford y quiero saber quiénes son.