La mañana era como cualquier otra, opresivamente gris y apagada. Halcones en busca de presas planeaban en círculo por encima del castillo de Marksburg y el ancho río.
El vehículo a vapor llevaba bien visible una bandera blanca y les permitieron pasar sin problemas hasta unos metros de la muralla, donde les obligaron a detenerse.
Emily empezó a temblar de manera ostensible cuando cruzó la entrada. John la rodeó con el brazo por la cintura y le susurró unas palabras de ánimo. Sabía por lo que había pasado en el interior de esos gruesos y fríos muros.
Brian y Trevor iban justo detrás de ellos, cada uno a un lado de Arabel para protegerla, y observaban los rostros ceñudos de los rusos y alemanes con los que se iban cruzando.
En el patio central, donde Emily había visto hombres empalados por orden de Himmler, se les acercó un individuo de expresión severa y ojos muy juntos que vestía el basto uniforme del ejército ruso. Se puso muy rígido al toparse con cinco personas vivas.
—Soy el coronel Yagoda. —Su inglés era rudimentario y lo utilizaba con parquedad—. Seguidme.
Emily conocía la sala a la que los condujo, el gran salón en el que había mantenido su primer encuentro con Barbarroja. Ahora tenía un aspecto diferente, menos cavernoso gracias a que habían añadido más muebles y retirado la larga mesa de banquetes del monarca germano. El nuevo propietario la había redecorado.
Había sillas alrededor de una alfombra raída junto a la enorme chimenea. Gruesas velas colocadas sobre altos candelabros de hierro añadían luz a la que proyectaba el fuego. Yagoda los invitó a sentarse.
Brian le dio un codazo a Trevor.
—No me gusta la pinta que tiene esto —musitó.
Entraron un número suficiente de soldados como para, una vez formados en fila, cubrir todas las paredes del salón. Resultaba una escenificación teatral de poder y unidad. Los verdes uniformes rusos se alternaban con los trajes azules de los alemanes.
—Estamos en la guarida del león —comentó Trevor.
Arabel había hecho un esfuerzo por mantenerse entera, pero sus defensas empezaban a resquebrajarse. Se tapó los ojos con la mano cuando se le escaparon las lágrimas. Emily estiró el brazo y le cogió la otra mano.
John no esperó a que el último soldado ocupase su puesto. Le comunicó a Yagoda que, según el acuerdo al que habían llegado, tenían derecho a ver primero a los niños.
—¿Traéis los libros? —preguntó el ruso.
Los habían cacheado. Sabía perfectamente que los traían, pero John decidió seguirle el juego.
—Sí, los traemos.
—Enseguida vendrán los niños.
Arabel empezó a hiperventilar y Emily se levantó y se acuclilló junto a ella, acariciándole los hombros y hablándole en voz baja para que se tranquilizara.
La espera se hizo interminable, pero por fin llegaron.
Arabel se levantó despacio.
Sam salió disparado y recorrió la inmensa sala con las manos extendidas y gritando «¡Mami!».
Delia le dijo a Belle que podía hacer lo mismo si quería, pero la niña no quiso soltarle la mano, así que avanzaron juntas sin acelerar el paso.
Arabel se arrodilló sobre la alfombra para ponerse a la altura de Sam. A Emily, el encontronazo del niño con los brazos de su madre le evocó la colisión de protones que había originado todo aquello.
Belle señaló y dijo:
—Mira, tía Delia, la tía Emily también ha venido.
Emily se apartó de Arabel y se acercó a Belle, la levantó y le llenó la suave carita de besos.
—Tú debes de ser Delia —saludó Emily.
—Y tú debes de ser Emily.
—Gracias. Gracias desde lo más profundo de mi corazón.
—Son unos niños encantadores. Gracias a Dios que han podido volver con su madre.
John se unió a ellos. Yagoda parecía molesto porque todo el mundo fuese de un lado a otro.
—Ven conmigo, vamos a saludar a mamá —le dijo Emily a Belle.
—Y tú debes de ser John Camp. —Delia le abrazó.
—Estás abrazando al tío correcto. Brian y Trev, venid.
Delia les besó a ambos.
—Todos vosotros sois mis caballeros andantes vestidos con brillantes armaduras —dijo, secándose las lágrimas.
—¿Os han tratado bien? —le preguntó John.
—Todo lo bien que se puede esperar en un sitio como este —respondió ella—. A todos se les cae la baba con los niños, y eso significa que usan guantes de seda. Sobre todo Stalin. Los niños lo han convertido en el tío Iósif. Estoy muy feliz de que hayáis logrado dar con Arabel. Estaba muy preocupada. ¿La habéis encontrado en España?
—Sí —confirmó Trevor—. Fue toda una aventura.
—Tú eres el único al que no conozco de nada —le dijo Delia a Brian—. ¿Eres del gobierno?
—Solo si cuenta trabajar en la BBC —respondió él riéndose—. Soy el canon televisivo en acción.
—Un momento, ahora caigo. Tú eres Brian Kilmeade, el experto en armas antiguas de la tele.
—Querida, las armas son antiguas, pero yo no.
—Bueno, gracias a todos. Habéis arriesgado la vida para rescatarnos. En el fondo de mi corazón sabía que lo intentaríais, pero durante las largas noches mi cabeza no estaba tan segura. ¿Nos vais a sacar de aquí?
—Lo intentaremos —dijo John.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Vamos a hacer un trato.
—¿Nosotros a cambio de qué?
—De libros.
Ella sonrió al comprender enseguida la jugada.
—¿Aceptarán? —inquirió.
—Nuestros negociadores mantuvieron un encuentro previo con ellos y parece que sí.
—¿Y si al final no lo hacen? No son gente muy afable, ¿sabes?
—Tenemos el apoyo de un ejército de italianos, franceses y españoles a unos klicks de aquí.
—Klicks —repitió Delia feliz—, kilómetros, adoro la jerga militar.
Arabel abrazaba contra su pecho a los dos niños y les hacía preguntas sobre cosas cotidianas en las que no había dejado de pensar. ¿Se habían puesto enfermos? ¿Comían bien? ¿Habían echado de menos a su madre?
Yagoda cortó las conversaciones dando unas palmadas.
—Basta —ordenó—. Ya habéis visto a los niños. Ahora deben marcharse.
—¡No! —gritó Arabel, provocando que Sam pegase un salto y Belle rompiese a llorar.
Yagoda dijo algo en ruso y varios soldados se acercaron a Arabel.
Trevor hizo amago de interferir, pero John le detuvo.
—Sigámosles el juego. No podemos enfrentarnos a todos estos soldados.
Un militar le puso la mano encima a Sam y Arabel respondió abofeteándole y dándole puñetazos.
—Emily, tienes que controlarla —le pidió John.
Ella se mostró de acuerdo y le dijo a su hermana que, en cuanto cerrasen el trato, se podrían marchar todos juntos.
—Sabías que iba a ser duro. Ya hablamos de ello.
—No puedo permitir que se los lleven —gimoteó Arabel.
—Yo cuidaré de ellos —le prometió Delia—. No te preocupes, cariño, estarán bien y seguro que no tardarás nada en volver a verlos.
Arabel se soltó de su hermana y se dirigió a Yagoda.
—Quiero ir con ellos.
Trevor intentó convencerla de que no lo hiciese.
—No —respondió ella—. Lo siento, pero tengo que estar con ellos.
Yagoda dio de inmediato su aprobación.
—Puedes ir con ellos.
Arabel se dirigió a sus compañeros de fatigas.
—No quiero dejaros, pero no puedo abandonarlos a ellos. Por favor, sacadnos a todos de aquí. —Extendió las manos para que se las cogiesen Sam y Belle—. Vamos, niños, enseñadme vuestro cuarto.
Arabel siguió a Delia hacia la puerta y, cuando estaba a punto de desaparecer, se volvió y les dirigió a todos una sonrisa llena de coraje.
—Ahora sentaos —les ordenó Yagoda—. Viene Pasha a revisar los libros.
Pasha.
Caravaggio y Simon les habían hablado de ese enigmático inglés que les había hecho preguntas sobre los llegados de la Tierra, interesándose por quiénes eran, si procedían de Dartford y cómo se llamaban. No habían entendido muchas de sus preguntas y no las recordaban bien. Pero algo de ese tal Pasha había calado en la mente de Emily y lo relacionó con la imagen del hombre al que apenas entrevió aquel día en el campamento alemán, cuando Stalin acudió a ver a Barbarroja. ¿Eran la misma persona? Había estado a punto de rogarle a Caravaggio que se lo dibujase, pero él tenía un montón de trabajo por delante copiando los diagramas de los libros. Durante la larga noche en vela, Emily no se atrevió a pedírselo.
Pasha entró por la misma puerta por la que había salido Arabel.
Caminó directamente hacia ella, ignorando a todos los demás.
—Emily.
El nombre salió de sus labios como una combinación de palabra y sollozo.
—Paul —dijo ella—. Eres tú.
—¿Lo conoces? —le preguntó John.
—Es mi antiguo jefe. Es Paul Loomis.
Emily se acercó y lo abrazó. Él rompió a llorar con tanta fuerza que parecía que hubiese estado conteniendo esas lágrimas los últimos siete años y de pronto todo su freno cediese.
—¿Quién es? —le preguntó Trevor a John en voz baja.
—Era el director del MAAC antes de Henry Quint.
—¿El que se suicidó después de pegarles un tiro a su mujer y al tipo que se acostaba con ella?
—El mismo.
—Joder.
Yagoda volvía a impacientarse. Le gritó a Pasha que el zar estaba esperando.
Pasha se separó de Emily, pero con las manos todavía entrelazadas, ella le susurró:
—Eras tú aquel día en el campamento de Barbarroja.
Él se mostró confundido.
—¿Tú estabas allí?
—Sí.
—Me pareció entender que tus amigos decían que habíais llegado hace dos semanas.
—Diecisiete días. Pero estuve antes en el Infierno y ahora he vuelto.
—¿Y por qué extraña razón has hecho esto?
—Por los hijos de mi hermana. ¿No sabías que soy su tía? ¿Delia no te lo dijo?
—No me permitían verlos. Stalin mantenía el acceso restringido. Solo supe de ti ayer a través de tus amigos. Anoche no pegué ojo.
Yagoda volvió a gritar, pero ellos no se dieron por aludidos.
—¿Cómo has acabado con Stalin?
—Es un lío. Fallecí en Sidcup. Unos rastreadores, como los llaman aquí, me cogieron y me entregaron a un tipo llamado Solomon...
—Wisdom —completó ella—. Un hombre odioso.
—Ah, lo has conocido. Me vendió al mejor postor, que resultó ser el embajador ruso, y después de un viaje horroroso, llegué al palacio imperial de Stalin en Moscú. Me llama Pasha, así que supongo que Paul ha desaparecido, pero Pasha sigue al pie del cañón.
Yagoda empezó a separarlos físicamente y empujó a Pasha hasta una silla.
—Enseñadle los libros —ordenó Yagoda.
Todos se sentaron y John sacó los dos libros de la mochila. Cuando se los entregó a Pasha, se presentó.
—He oído hablar mucho de ti. Yo me incorporé al MAAC cuando tú ya no estabas. Soy el jefe de seguridad. Trevor Jones es mi segundo y ese caballero es Brian Kilmeade, al que debes recordar por su programa de televisión sobre armas medievales.
—Encantado de conoceros a todos —saludó Pasha—. Me temo que no veía mucha televisión. —Cogió los libros y se apoyó en el respaldo, pero antes de estudiarlos, le dijo a Emily—: Necesito saber qué ha sucedido. ¿Algo salió mal en el proyecto Hércules?
—Muy mal. Tu sucesor, Henry Quint...
—¿Le dieron a él el puesto?
—Por desgracia sí. Quint excedió los límites del Hércules I y subió directamente hasta los parámetros del Hércules II.
—¿A treinta TeV?
—Sí, a treinta.
—Y produjisteis strangelets. —No era una pregunta, era una constatación.
—Así es. Y gravitones.
—Dios mío. Y la combinación...
—¡Los libros, por favor! —gritó Yagoda.
—Tenemos que cerrar el agujero interdimensional —explicó Emily—. Pero no sabemos cómo hacerlo.
—Vamos, Pasha —explotó Yagoda.
—Lo siento —se excusó Loomis—. Será mejor que los mire.
Emily observó al hombre que ahora se hacía llamar Pasha pasando los dedos con gesto reverencial por los libros antes de abrirlos. Su rostro se relajó. Tal vez recordase cuando se sentaba en su acogedor estudio en Sidcup los sábados por la noche con un buen libro y un vaso de whisky. Para leerlos, mantuvo los libros a bastante distancia de la cara. En vida llevaba gafas, pero aquí no disponía de ellas. Emily recordó las veces que se sentaba en su despacho en el MAAC y hacía lo que estaba haciendo ahora: observarlo mientras él leía uno de sus informes y esperaba su dictamen como un niño aguarda la aprobación paterna. Y cuando esa aprobación llegaba, amablemente envuelta en algún comentario sabio y algunas sugerencias, ella se sentía feliz de verdad y salía levitando del despacho.
—Disculpa las páginas sueltas —alegó John.
Loomis empezó a examinarlas.
John se inclinó hacia él y le susurró al oído una tontería para rebajar la tensión. Le preguntó si el libro sobre altos hornos había entrado en la lista de los más vendidos en 1917. Loomis sonrió.
Llegó a la última página y a continuación dedicó su atención al volumen sobre las máquinas de vapor. Lo estudió con la misma actitud metódica.
Transcurrió media hora. Trevor estaba cada vez más nervioso. No dejaba de mirar hacia la puerta por la que había salido Arabel.
Loomis cerró el libro y se frotó los ojos.
Yagoda detuvo sus irritantes paseos de un lado a otro.
—¿Y bien? —le preguntó.
—Escucha —dijo Loomis en inglés—. Como está perfectamente claro, sé poco sobre estas tecnologías seminales. Sin embargo, diría que estos libros proporcionan detalles prácticos sobre técnicas de producción industrial a gran escala. Creo que basándonos en los textos podremos construir altos hornos y máquinas de vapor. Lo cual no quiere decir que no se vaya a necesitar un proceso de prueba y error para convertir la teoría en práctica, pero los libros son válidos. No llevo aquí mucho tiempo, pero todavía no me he encontrado a un solo ingeniero del siglo XIX o del XX. A diferencia de mí, esos hombres probablemente llevaron vidas virtuosas.
—Paul, cometiste un error —le dijo Emily, con labios temblorosos y los ojos humedecidos por las lágrimas—. Pero eras el hombre más virtuoso al que jamás he conocido.
Él sonrió un instante.
—Emily, deja que te explique lo que hice. Volví a casa antes de hora porque se había cancelado una reunión. Me encontré a Jane en la cama, en nuestra cama, con nuestro vecino, un tipo zalamero que trabajaba como auditor y se pasaba el día hablando de golf, un tipo al que yo apenas soportaba. Pero estaba en forma, era vigoroso y se reía mucho, y yo en cambio, bueno, yo era como era. Jane estaba desnuda, encima de él, gimoteando de placer, Nunca la había oído gemir así. No me vieron y me alejé de la puerta con sigilo. En ese momento me transformé en otra persona. No me reconocía, ni entendía mis razonamientos. Actuaba respondiendo a automatismos. Bajé y abrí el armario en el que guardaba la escopeta de mi padre. La cargué con dos cartuchos y me guardé otros dos en el bolsillo. Subí por la escalera. Ya habían terminado y estaban echados muy juntos. No dije ni una palabra. No les di tiempo para decir nada ni para taparse con la sábana. Les disparé a bocajarro y me di la vuelta. Recargué la escopeta, me metí el cañón en la boca y apreté el gatillo. Un instante después estaba intacto en un agradable prado, contemplando un cielo monótono. Había llegado aquí. Cualquier virtud que pudiese poseer fue borrada por ese acto.
—Oh, Paul.
—Emily, Paul ya no existe. Ahora soy Pasha, un monstruo que trabaja para otro monstruo.
John se había percatado de que Yagoda había salido de la sala en cuanto Pasha dio su veredicto sobre los méritos de los libros. Ahora estaba de vuelta con otro hombre que, aunque anterior a la época de John, le resultó perfectamente reconocible: el menudo y poderoso Iósif Stalin.
—Entonces, Pasha, ¿los libros son útiles? —preguntó en inglés.
Loomis lo miró con ojos tristes.
—Sí, diría que son útiles. Muy útiles.
—¿Estos son los únicos ejemplares?
—Sí, son los únicos —mintió John.
—Bien, bien —se alegró Stalin.
—Entonces tenemos un trato.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó Stalin.
—John Camp, soldado.
—Un soldado americano —dijo Stalin con tono alegre—. Tuve muchos amigos americanos. Me pregunto cuántos de ellos estarán en el Infierno en América. Algún día, tal vez con la ayuda de estos libros, construiremos barcos que nos permitan ir hasta allí y ver cómo es. Tal vez me encuentre con vaqueros e indios. —Se rio con ganas, anticipando su siguiente frase—. Tal vez me encuentre a Roosevelt. —Señaló a Emily—. ¿Y tú quién eres?
—Emily Loughty. Sam y Belle son mis sobrinos.
—Qué bonito. Una familia feliz. ¿Y a qué te dedicas?
—Soy científica, como Paul.
—¡Precioso! Adoro a los científicos. —Se volvió para mirar a Brian y Trevor—. ¿Y vosotros dos?
—Yo también soy soldado. Y policía —se presentó Trevor.
—No me puedo creer que esté hablando con Iósif Stalin. Es increíble —intervino Brian—. Yo trabajo en la televisión y en el cine.
—Aquí no tenemos películas. Tal vez en un futuro, ¿eh?
John se metió en la conversación:
—¿Tenemos un trato?
—Un trato, un trato... —reflexionó Stalin—. Dime, ¿dónde está Garibaldi?
—¿Qué tiene eso que ver con el trato?
—¿Aparece en mi reino con un ejército enorme y me preguntas qué tiene que ver eso con el trato? —espetó Stalin, furioso.
—No está lejos de aquí —dijo finalmente John—. Está esperando con el ejército enorme a que regresemos con los niños.
—¿Le gustan los niños? A mí también me gustan. Para mí son muy importantes. Los libros son interesantes, pero necesito un trato mejor.
John vio la mirada cargada de odio de Emily.
—Oh, vaya. ¿Y cuánto mejor?
—Me traéis la cabeza de Garibaldi y el trato está cerrado.
John se levantó de la silla.
—Eso no va a suceder —exclamó.
Los soldados estaban muy atentos a los gestos de Stalin. Respondieron a un ligero movimiento de su cabeza sacando las armas, espadas y pistolas y empezaron a avanzar desde las paredes como si estrechasen un nudo corredizo.
—¿John? —musitó Trevor, preparando los puños.
—No. Comete un gran error —le dijo a Stalin—. Este es un buen trato. Estos libros lo pueden cambiar todo. Nosotros volvemos a casa con los nuestros y nadie sale malparado.
—¿Crees que me importa que la gente salga malparada? —repuso Stalin—. Cuando la vida era un bien muy valioso, aniquilé a millones de personas para conseguir mis objetivos para Rusia. Aquí todo carece de valor, excepto los niños.
—Por el amor de Dios —gritó Loomis—. Coja los libros y deje marchar a esta gente. —Se plantó ante uno de los soldados que avanzaban y le bloqueó el paso, un gesto simbólico y del todo inútil.
—¡Lleváoslo! —vociferó Yagoda, y dos soldados lo agarraron por los brazos y lo arrastraron hacia la puerta.
—¡Dejadlo en paz! —gritó Emily.
—Emily, sé cómo cerrar el agujero —exclamó Loomis antes de desaparecer tras la puerta.
—¿Cómo, Paul? ¿Cómo? —gritó ella, pero él ya había desaparecido.
Brian y Trevor estaban en posición de combate.
—¿Qué quieres que hagamos, jefe? —preguntó Trevor.
—Dejarlo correr. No podemos vencerles. Lo hemos intentado y hemos fracasado.
Permitieron que les apresaran.
—Si mañana por la tarde no estamos de vuelta, Garibaldi atacará —anunció John, con los brazos bloqueados a su espalda.
—El castillo tiene muros muy resistentes —respondió Stalin.
—No aguantarán la potencia de sus armas.
—Nosotros también disponemos de esas armas. —Imitó el zumbido de uno de los cañones de John—. Te doy de plazo hasta mañana por la mañana para aceptar el trato de traerme la cabeza del italiano. —Se plantó delante de Emily y, debido a su estatura, tuvo que levantar la mirada—. Después empezaré a torturar a esta mujer para ver si cambias de opinión.
—Eres un cabronazo —escupió furioso John.
—Esto es el Infierno, señor Camp. Aquí todos somos unos cabronazos.