32

 

 

 

 

No era una celda, pero tampoco era una cómoda habitación de invitados. La estancia en la que los habían encerrado estaba en la torre del castillo, varias plantas por debajo de la gélida habitación en la que estuvo confinada Emily durante su anterior estancia en Marksburg. Disponían de lo básico. Había colchones de paja en el suelo de piedra, una jofaina con agua para beber y un cubo para las evacuaciones en una esquina. Los hombres se dieron la vuelta cuando Emily tuvo que usarlo.

La única ventana resultaba demasiado pequeña para escapar por ella, aunque tuviesen tiempo de desencajar la reja. Cuando en el exterior empezó a oscurecer, lo mismo sucedió en la habitación, y sin velas no tardarían en estar envueltos por una negrura absoluta. Permanecían sentados con la espalda apoyada en la fría pared de piedra.

—Esto es una mierda —masculló Trevor. Se trataba de una pequeña variante de lo que llevaba horas repitiendo, y John ya empezaba a estar hasta las narices.

—Sí, Trev, claro que es una mierda. Todos sabemos que es una mierda. Y eso nos convierte a todos en mierdosos de grado máximo. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? ¿Bombardear el castillo con cañonazos y cohetes con los niños dentro?

—Primero teníamos que intentarlo sin usar la violencia —dijo Emily—. Lo hemos intentado y hemos fracasado.

—Eso no me consuela —replicó Trevor—. No me gusta estar encerrado y sobre todo no me gusta que Arabel se haya separado de nosotros.

—Giuseppe y los demás nos rescatarán —aseguró Emily sin mucha convicción.

—Cuando los italianos lancen un ataque, esta torre va a recibir de lo lindo —apuntó Brian—. Es el blanco más fácil, y un impacto directo provocará que nos caigan encima unas cuantas toneladas de piedras.

—Dios mío, espero que Arabel y los niños no estén también en la torre —murmuró Emily.

—¿Tienes algún plan, jefe? —le preguntó Brian a John.

—Lo único que se me ocurre es organizar un gran barullo, hacerles creer que uno de nosotros está enfermo o que dos de nosotros se están peleando, cualquier excusa que obligue a los guardias a entrar. Entonces los reducimos, etcétera.

—El truco más viejo del mundo —reconoció Brian.

—¿Posibilidades de éxito? —quiso saber Emily.

—No muy altas, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

—Puedes aceptar los términos de Stalin —propuso Emily.

—¿Y liquidar a Giuseppe? —se asombró John—. ¿De verdad me lo estás sugiriendo?

—No, claro que no. Pero eso te permitiría salir de aquí. Uno de nosotros saldría, lo cual es mejor que ninguno.

—Oh, por favor —protestó John.

—Podrías decirle a Garibaldi que no disparen contra la torre —reflexionó Trevor—. Podrías dibujarle un esquema del interior del castillo. Eso le ayudaría cuando lo asalte.

—Basta, muchachos —zanjó John—. No os voy a dejar aquí.

Se lo dijo a todos, pero miraba a Emily.

—Entonces envíala a ella —propuso Trevor—. O a uno de nosotros.

—Me lo pensaré.

Desaparecieron los últimos rastros de luz.

La habitación quedó a oscuras y en silencio. Habían dejado de hablar. Supieron que Brian se había dormido porque empezó a roncar. Uno tras otro se fueron durmiendo hasta que bien entrada la noche solo John permanecía despierto.

Tenía a Emily abrazada, con la cabeza apoyada en su hombro. Pese a que ya se le había dormido el brazo, por nada del mundo se iba a mover para evitar despertarla.

Hasta que...

Se escucharon dos golpes amortiguados detrás de la puerta seguidos por un agudo grito y un tercer golpe.

Trevor se despertó y empezó a decir algo, pero John le hizo callar. Brian se despertó con un «¿Qué?». La cabeza de Emily se deslizó del hombro de John.

Todos se pusieron de pie, tratando de ver algo en la oscuridad.

Se oyó el ruido de una llave en la cerradura.

John susurró que él se colocaría a un lado de la puerta, que Trevor lo hiciera en el otro y Brian delante. Obligó a Emily a sentarse en el colchón y le pidió que no se levantase.

Los ruidos continuaron. John palpó la pared hasta estar seguro de que se había situado a la derecha de la puerta.

La cerradura se movió y la puerta se abrió.

La intensa luz de una antorcha lo cegó durante unos instantes.

Una silueta enorme ocupó el hueco de la puerta, iluminada por las velas del pasillo.

Trevor saltó sobre el intruso justo en el momento en que Emily reconocía la gran cabeza calva con su escaso flequillo.

—¡No! —gritó—. ¡Es un amigo!

Trevor ya estaba en el suelo, después de recibir un golpe del gigante.

John también lo reconoció como uno de los miembros del séquito de Himmler.

—¡Andreas! —Emily corrió hacia él—. Querido Andreas.

—¿Has pensado en Andreas? —preguntó el eunuco en alemán.

Ella le contestó en alemán:

—Claro que sí.

—¿Te has acordado de mí?

—¡Sí! Me he acordado de ti.

—¿Lograste volver a casa?

—Sí.

—¿Y por qué has vuelto?

—Tenía que salvar a los niños.

—Los he visto —dijo él—. Quería jugar con ellos, pero los rusos no me dejaban. No me gustan los rusos.

John había salido de la habitación y cuantificaba los daños. Había tres soldados rusos en el suelo junto a un hacha enorme con el mango manchado de sangre. John les quitó las pistolas y las espadas y las repartió entre Trevor y Brian, pero a Emily no le entregó ninguna.

—Andreas —dijo ella en alemán—. ¿Sabes dónde tienen a los niños?

—En el palacio del rey Federico. No, ya no es su palacio. Qué tonto eres, Andreas. Iósif es el rey. Están en una habitación dos plantas por encima del salón de banquetes.

—¿Nos puedes llevar hasta allí?

—Será difícil. Habrá soldados.

—Tenemos que intentarlo.

Emily les explicó a los demás lo que habían estado hablando.

—¿Cómo quieres hacerlo, jefe? —le preguntó Trevor a John.

—Vamos a tener que meternos en la boca del lobo —respondió—. Esperemos que el lobo esté dormido.

Se toparon con problemas enseguida, pero ya contaban con ello. Andreas le contó a Emily que había dos guardias vigilando la entrada de la torre. Habían visto pasar al eunuco, de modo que, con las instrucciones traducidas por Emily, John envió a Andreas como avanzadilla para dar conversación a los soldados con las dos palabras en ruso que conocía, da y niet, repetidas una y otra vez. Cuando los tuvieron distraídos con las payasadas de Andreas, John, Trevor y Brian atacaron con rapidez y sigilo y arrastraron los cuerpos detrás de un carro. Atravesaron el patio lateral sin problemas y John echó una ojeada por la puerta que llevaba al patio principal y al palacio.

La plazoleta parecía desierta, con la excepción de unos caballos atados que debieron olerlos, porque empezaron a relinchar. Oyeron unas voces hablando en ruso procedentes del otro lado del patio, pero las antorchas no proyectaban luz suficiente para ver cuántos eran.

John decidió enviar a Trevor y Brian por el flanco izquierdo. Él y Emily irían por la derecha. Avanzarían pegados a las paredes y agachados hasta situarse cerca de los guardias del palacio. Andreas caminaría por el centro del patio.

—¿Puedes decirle que simule estar borracho? —le sugirió John a Emily.

—Siempre gesticula como si estuviese borracho —respondió ella.

—Pues dile que exagere.

Emily le pidió a Andreas que se arrodillase para poder susurrarle las instrucciones al oído y después le plantó un beso en la mejilla para darle ánimos.

—Andreas va a actuar como un borracho —aseguró el enorme alemán encantado con el papel.

No iba a ganar ningún premio por su actuación. Hizo eses, canturreó y sobreactuó el papel, y lo peor de todo, avanzó demasiado rápido, obligándolos a recorrer el patio a toda velocidad. Debido a la oscuridad, Brian tropezó con un cubo, pero los horribles canturreos de Andreas taparon el estrépito.

Los seis soldados que hacían guardia ante las puertas del palacio eran rusos encallecidos que formaban parte de las tropas de élite de Stalin. No iban a dejarse engatusar fácilmente por Andreas.

Cuando llegó a cinco metros de ellos, uno se adelantó para detenerlo, bajando la alabarda y ladrando el ruso.

Da, niet, da, niet —canturreaba Andreas, moviendo los brazos y saltando sobre una pierna.

Otros tres guardias avanzaron para ayudar a su camarada y dos se quedaron en sus puestos, desenvainando las espadas por si acaso.

—A mi señal —susurró John a Emily—, tú no te muevas. Quédate aquí.

El soldado de la alabarda le ordenó a Andreas que se detuviese, y como este hizo caso omiso, el guardia adoptó una actitud de combate, preparado para lancearlo.

—¡Ahora! —exclamó John lo bastante alto como para que Brian y Trevor lo oyeran, pero sin despertar a todo el palacio.

No tenían un plan de ataque orquestado. John vio que Brian se lanzaba sobre uno de los hombres de la puerta, de modo que él se dirigió hacia el otro. Las espadas entrechocaron ruidosamente y los tres soldados que habían ido a reforzar al de la alabarda volvieron hacia la entrada. Trevor se lanzó sobre ellos moviendo de un lado a otro la espada y alcanzando por pura suerte a uno en el brazo. El soldado emitió un gruñido y siguió luchando.

El de la alabarda cometió el error de darle la espalda a Andreas. Con una zancada, el eunuco lo rodeó con los brazos, lo levantó y lo estampó contra el suelo. Una patada en la cara remató la faena. Andreas recogió la alabarda y la empuñó al revés, agarrándola por la parte más próxima a la punta afilada y utilizando el borde romo como un mazo, con el que arremetió a golpes contra los soldados que tenía más cerca.

Brian se apuntó su primera víctima clavándole la espada en el estómago a uno de los soldados. Acto seguido se volvió para ayudar a Trevor, que se enfrentaba a un experto combatiente. El adversario de John también era un espadachín habilidoso y fuerte, que respondía a cada uno de sus ataques y lo obligó a recular. El soldado avanzaba mofándose de él en ruso y, aunque John no entendía lo que le decía, la provocación le hizo hervir la sangre y luchar con más ímpetu. Se agachó para esquivar la espada de su oponente y al levantarse de nuevo le arreó un izquierdazo a su cara barbuda, seguido de un rodillazo en la ingle y de un corte en el cuello con la espada que empuñaba con la derecha. La hoja debió alcanzar la espina dorsal, porque el soldado se desplomó paralizado.

John levantó la vista justo a tiempo para ver a Brian quitándole de un golpe la espada al soldado que luchaba contra Trevor y permitiendo así que este combatiese como más le gustaba; dejó caer su propia espada para enfrentarse a su oponente con los puños y le aporreó en la cara y en el estómago. Brian continuó con la espada y atravesó con ella la cara del enemigo que tenía ante él. Andreas pareció darse por fin cuenta de que empuñaba la alabarda al revés. Le dio la vuelta y se la clavó en el pecho al último soldado que quedaba en pie.

Emily emergió de las sombras y arrastraron los cuerpos que seguían mascullando y gruñendo hasta una pared adonde no llegaba la luz. Apoyados contra el muro a ambos lados de la puerta ahora indefensa del palacio había dos arcos y carcajes llenos de flechas.

—Nos vienen de maravilla —se alegró Brian, cogiéndolos y escondiéndolos lejos de la luz de las antorchas.

La única iluminación del gran salón provenía de las brasas de la chimenea, pero era suficiente para poder distinguir las siluetas de las mesas y las sillas.

—¿Hacia dónde? —le preguntó Emily a Andreas.

Él los guio por el salón hasta un pasillo alumbrado por antorchas colocadas cada diez o doce metros. Al final del pasillo, una puerta daba acceso a una escalera oscura. John cogió una de las antorchas y se colocó detrás de Andreas, que empezó a ascender por los escalones y se detuvo en el primer rellano para informarles de que allí era donde dormía el rey Iósif.

En el siguiente rellano oyeron unos sonoros ronquidos. John le pasó la antorcha a Brian y asomó la cabeza por la esquina. A la luz de una antorcha fijada en la pared, distinguió a un único guardia en una silla en mitad del pasillo, con la cabeza inclinada y dormido.

—Pregúntale si es esa habitación —indicó John a Emily.

Andreas respondió que sí.

—Hay un solo guardia —susurró a Trevor y Brian—. Yo me encargo.

—No, déjame a mí —pidió Trevor.

John asintió y se echó a un lado.

Trevor valoró la situación y decidió no arrastrarse ni ir de puntillas. Se limitó a caminar como si nada hasta que se plantó ante el soldado, que en el último momento se despertó y lo miró medio dormido antes de recibir un puñetazo en la sien.

La puerta estaba bloqueada desde fuera con un pesado cerrojo que Trevor abrió haciendo el menor ruido posible.

John hizo una señal a los demás para que le siguieran en el momento en que Trevor desaparecía en el interior de la habitación. Ante la puerta, recolocó al guardia desmayado en la silla. Entraron y cerraron.

Delia fue la primera en despertarse. Se sentó en la cama y estaba a punto de gritar cuando Trevor se abalanzó sobre ella y le tapó la boca.

—Somos nosotros —susurró.

Brian sostuvo la antorcha en alto. Arabel se despertó sobresaltada. Emily la abrazó. Los niños dormían en su cama, ajenos a la intrusión.

Arabel se apartó de Emily y se plantó ante Trevor.

—Sabías que vendrías —dijo, lanzándose hacia sus brazos abiertos.

—Vamos —urgió John—. Tenéis que vestiros a toda velocidad.

—¿Puedo tocar a los niños? —le preguntó Andreas a Emily.

—Claro que puedes. Pero primero vamos a despertarlos con suavidad para que no se asusten.

—Despertaos, niños —musitó Arabel inclinándose sobre ellos—. Levantaos, que nos vamos de aventura.

Ponerle la ropa a Belle fue como vestir a una muñeca de trapo, pero Sam empezó a dar botes de entusiasmo cuando vio las espadas.

—¿Quién es? —preguntó, señalando a Andreas.

—Es un amigo mío —le explicó Emily—. Quiere estrecharte la mano. ¿Se la estrechas?

Emily le describió a Andreas cómo estrechar la mano y el gigantón extendió su enorme garra y apretó con tanta delicadeza que no hubiera ni roto un huevo.

—¿A ella también puedo? —preguntó.

—Puedes acariciarle la cabeza —le ofreció Emily.

Lo hizo, y al sonreír mostró los dientes de color marrón.

—Me gustan los niños.

—Andreas, seguro que a ellos les gustaría jugar contigo, pero tenemos que ponerlos a salvo. Tenemos que salir del castillo.

—Dile que necesitamos un caballo y un carro, mejor si es cubierto —le pidió John—. Aunque encontrásemos el automóvil, llevaría demasiado tiempo ponerlo en marcha y haría demasiado ruido.

Arabel llevaba a Belle y Delia se encargaba de Sam, pese a que el niño estaba indignado y decía que quería caminar solo y llevar una espada. Rehicieron el camino escaleras abajo y atravesaron el gran salón. John y Brian iban delante y salieron al patio. Estaba desierto. Las únicas señales de la pelea eran unos charcos de sangre entre las piedras del suelo. Brian recuperó los arcos y los carcajes y él y John se los echaron a la espalda.

Emily se acercó a John.

—Debemos encontrar a Paul Loomis.

—No tenemos ni idea de dónde está.

—Dijo que sabía cómo arreglar esto. Hemos de dar con él.

—Escucha, Emily —le dijo John en voz baja para que los demás no le oyesen—. Nuestras posibilidades de salir de aquí son escasas, pero serán nulas si ahora nos entretenemos en recorrer el castillo para buscar a ese hombre.

—Pero...

—Piensa en los niños. Necesitamos un carro.

Emily asintió y fue a hablar con Andreas.

—¿Dónde hay un carro? —le susurró.

—Los establos están hacia allí —respondió, metiéndose por un callejón.

Trevor era quien ahora llevaba la antorcha y se aseguró de que todo el mundo cruzase sin problemas el tramo entre la pared del palacio y la pared del muro.

Delante de ellos se oían sonidos a bajo volumen, como resoplidos de animales, que cesaron de pronto.

Brian preparó el arco y cargó una flecha.

Se oyeron susurros en alemán. Andreas oyó su nombre y respondió en voz baja. Dos siluetas se despegaron del muro del callejón, un hombre grueso y una mujer muy delgada, ambos desnudos de cintura para abajo.

—¿Por qué no llevan pantalones? —preguntó Sam.

El hombre sonrió a Andreas y saludó con la mano.

—¿Quiénes son? —inquirió Emily.

—Son amigos míos —explicó Andreas—. Estaban follando.

—Ya veo —dijo Emily—. ¿Te fías de que no digan que nos han visto?

—No dirán nada. Ellos también odian a los rusos.

—No pasa nada —les dijo Emily a los demás, mientras Andreas hablaba con ellos—. Dice que no abrirán la boca.

—Esta visión me va a quitar las ganas de follar por el resto de mi vida —murmuró Brian.

Los establos estaban al final del callejón. Los caballos se pusieron nerviosos y se movieron en sus cuadras cuando los oyeron entrar. John y Trevor fueron en busca de un carro y Brian inspeccionó los caballos y los arreos.

La operación llevó más tiempo de lo que les hubiera gustado porque, cuando por fin tuvieron enganchados dos caballos a un carro cubierto, ya empezaba a clarear.

Con los niños en el interior junto con Delia, Emily y Arabel, Andreas condujo a los caballos por las riendas. Brian caminaba a su lado, vigilando el oscuro camino, con los dedos preparados en la cuerda del arco. John iba delante, con la espada y la pistola listas, y Trevor cubría la retaguardia.

El camino discurría en paralelo a la muralla del castillo y conducía hasta el puente levadizo. John sabía que el siguiente paso sería complicado. Tendrían que bajar el enorme puente levadizo. Y habría soldados.

Cuando apareció ante sus ojos la caseta de la guardia, John le indicó con un gesto a Andreas que soltase las riendas. Delia salió para sustituirlo y Emily ocupó el puesto de Trevor en la retaguardia.

John, Brian, Andreas y Trevor avanzaron arrastrándose. Tenían que pasar junto al edificio principal del acuartelamiento, seis plantas con cientos de soldados alemanes y rusos durmiendo apretujados en sus catres. Pasado el cuartel estaba la caseta de la guardia. Echaron un vistazo a través de las ventanas. La habitación estaba iluminada con velas. Había unos cuantos soldados jugando a los dados; otros dormían alrededor de la mesa, con las cabezas apoyadas en los brazos. Andreas señaló y con una pantomima representó el movimiento del torno para bajar el puente. Tendrían que encargarse de esos soldados antes de llegar al puente levadizo.

—No va a ser fácil —susurró Brian.

—Hay que ser rápidos y contundentes —dijo John.

Los dos se prepararon para disparar con los arcos. A una señal de John, Trevor abrió de golpe la puerta de la caseta y se apartó.

Dos flechas cortaron el aire e impactaron en el pecho de dos de los jugadores de dados. Brian recargó a gran velocidad y volvió a disparar. Cuando estaba colocando la tercera flecha, Trevor, John y Andreas entraron en la caseta. Los dos primeros empuñaban espadas, mientras que el eunuco se servía únicamente de sus enormes manos para entrechocar cabezas. La mayoría de los soldados de la caseta estaban adormilados y borrachos. No actuaron como soldados de élite, sino que cayeron sin oponer demasiada resistencia, sucumbiendo al filo de las espadas y a las flechas de Brian.

Brian entró y revisó la caseta en busca del mecanismo que movía el puente. Había dedicado un episodio entero de su serie de televisión a los puentes levadizos y a las defensas de los castillos medievales y enseguida se hizo una composición de lugar. Identificó el torno que controlaba el mecanismo de la verja interior y empezó a mover la manivela para alzar la pesada estructura de hierro.

Llamó a los demás.

—Estos dos tornos de aquí mueven el puente. Estas cadenas son de las poleas y los contrapesos bajan por estas trampillas. Trevor, tú y Andreas podéis ponerlo en funcionamiento. Este torno es el que eleva la verja exterior.

—Yo voy a buscar el carro —dijo John, y salió de la caseta.

Las mujeres se alegraron al verlo regresar. Cogió las riendas que sostenía Delia, les indicó que volvieran al carro y poco a poco, intentando no hacer ningún ruido, tiró de los caballos y pasaron junto al acuartelamiento, en cuyo interior no se veía ninguna luz.

La verja interior, una enorme reja de hierro, estaba ya alzada por completo y permitía que el carro pasase por debajo y se adentrase en el túnel abovedado. John distinguía parcialmente el interior de la caseta a través de una estrecha abertura de observación. Los anchos hombros de Andreas movían uno de los tornos. Oía las pesadas cadenas que se deslizaban por las ruedecillas y veía el resplandor del cielo del amanecer que empezaba a asomar a medida que el enorme puente levadizo descendía. Una vez que el puente estuviera abajo, había que levantar una verja exterior idéntica a la interior.

En la caseta nadie se dio cuenta de que uno de los soldados a los que Andreas había golpeado en la cabeza se había recuperado y, gateando, había logrado llegar hasta la puerta. Una vez fuera se incorporó y corrió hacia el acuartelamiento.

—Ya casi está —le indicó Brian a Trevor—, sigue dándole.

El trabajo con el torno le resultaba más duro a Trevor que a Andreas, que ni siquiera sudaba. Brian levantó el pulgar en un gesto de victoria a través de la ranura de observación y John se subió al banco del conductor del carro cuando el puente levadizo por fin golpeó el suelo con un ruido sordo.

El aire se llenó de los gritos procedentes del acuartelamiento en cuanto se dio la alarma y fue pasando de catre en catre y de planta en planta.

—Mantened a los niños agachados —les gritó John a las mujeres. Tomó las riendas, preparado para partir, pero la verja de hierro seguía sin elevarse y les bloqueaba el camino.

Andreas cogió el torno que levantaba la verja exterior y les gritó a Trevor y Brian:

Eile, eile, gehen!

Captaron el mensaje y salieron corriendo de la caseta hacia el carro.

Brian subió por la parte trasera y se colocó en posición para poder disparar con el arco al mismo tiempo que hacía de escudo humano entre los atacantes y las mujeres y los niños. Trevor subió al lado de John en el banco del conductor.

La verja empezó a subir.

—¡Se están acercando! —vociferó Brian.

—¡Vamos! —gritó Trevor, dirigiéndose a la verja.

Brian disparó una flecha y le pidió a Delia que le fuera pasando más.

John no le quitaba ojo a la verja, que subía centímetro a centímetro. A juzgar por las exhortaciones de Brian desde la parte trasera, no iban a poder esperar a que la verja subiera del todo. En cuanto John creyó que tenía espacio suficiente para pasar, sacudió las riendas y arreó a los caballos. El carro se puso en marcha.

El techo rozó con estruendo contra las púas de la verja.

Un enjambre de soldados avanzaba hacia el carro ya en movimiento. Emily levantó la cabeza, que tenía apoyada sobre el cuerpo acurrucado de Sam, y echó un vistazo por la parte trasera.

Vio aparecer a Andreas corriendo hacia el carro, casi pegado a los soldados más próximos.

—Andreas viene corriendo —gritó—. ¡Aminorad la marcha!

—No podemos —respondió Brian, intentando disparar una flecha sin darle al enorme eunuco—. ¡Por el amor de Dios, no paréis!

Brian vio pasar una flecha junto al carro y soltó una maldición. Una segunda flecha pasó zumbando por encima de sus cabezas. Pero a continuación, los arqueros que los perseguían decidieron optar por un blanco más fácil.

Andreas dejó de correr.

Tenía varias flechas clavadas en la espalda.

Se volvió y recibió más flechas en el pecho. Trató de seguir corriendo hacia el carro, pero no pudo. Cayó de rodillas.

—¡No! —gritó Emily.

Su mirada y la de Andreas se cruzaron.

El carro aceleraba cada vez más y la distancia entre ellos se incrementaba.

Se las apañó para gritarle una última frase:

—¡Por favor, recuerda a Andreas!

Cayó desplomado y al instante fue pisoteado por la horda de soldados.

—Lo haré —murmuró Emily, con las lágrimas a punto de brotar.

John no tuvo otro remedio que dejar que los caballos galopasen por el sinuoso camino que descendía por la ladera de la montaña.

En el interior del carro todos iban de un lado a otro por las sacudidas y Belle empezó a llorar.

—¿Todavía nos persiguen? —le preguntó John a Trevor, que amartilló la pistola y se incorporó parcialmente para mirar por encima del techo del carro.

Ya estaba amaneciendo y pudo ver con claridad toda la colina. Ya no los seguían. Habían dejado atrás a los soldados.

—Todo va bien. —Pero entonces divisó un caballo y un jinete, y después otro—. No, no va bien.

Disparó y el jinete más próximo cayó del caballo.

—Utiliza la mía —le gritó John, pasándole la pistola.

Volvió a disparar. El segundo caballo reculó y tiró al jinete.

Trevor se sentó.

En el amanecer de un gris metálico John distinguió las aguas turbias del Rin y, a lo lejos, el puente de madera que conducía hasta el campamento italiano en la orilla oeste.

Los cascos de los caballos se hundían en el camino embarrado. Se acercaban a una curva muy pronunciada y John gritó para que todos se agarrasen. El carro se balanceó hasta tal punto que temió volcar, pero siguieron adelante, engañando a la gravedad.

El camino se hizo más recto y Trevor volvió a echar un vistazo atrás, pero Brian, que también estaba controlando la retaguardia, se le adelantó.

—Han movilizado a la caballería —gritó—. ¡Los tenemos detrás!

John volvió a sacudir las riendas y azuzó a los caballos para que volaran.

Ya estaban en la llanura, avanzando en paralelo al río. El puente se hallaba muy cerca.

Brian siguió informando de lo que veía desde la parte trasera del carro.

—¡Se están acercando! —Y al poco rato—: Están moviendo algo en la muralla del castillo. Es un jodido cañón.

John tuvo que aminorar la velocidad de los caballos para tomar la curva hacia el puente y después los volvió a poner al galope. Las ruedas del carro rechinaron al pasar sobre los toscos listones de madera.

—Dile a Brian que dispare al aire —gritó John—. Quiero que los italianos sepan que llegamos.

Trevor se volvió y pasó la orden a gritos.

Bum.

A ese estallido le siguió un silbido que John conocía demasiado bien.

La maldición que soltó quedó amortiguada por el estruendo provocado por la explosión de la bala del cañón ruso unos metros por delante de ellos, al este del Rin.

Arabel gritó y se echó encima de Belle para protegerla.

Brian vio desaparecer el cañón por el retroceso. Pero volvió a aparecer.

—¡Están recargando! —gritó.

El único que no parecía tener miedo era Sam, que imitaba entusiasmado el estallido y el silbido del cañón.

—¡Van a mantener el alcance del disparo y esperarán a que lleguemos al punto en el que caen los cañonazos! —dijo John.

—Sal del camino y métete en el prado cuando lleguemos a ese punto —propuso Trevor—. Tenemos que evitar avanzar en línea recta.

Una vez cruzado el puente, los márgenes eran demasiado empinados y llenos de árboles para desviarse del sendero. Los caballos galopaban directos hacia el punto de impacto del último cañonazo.

—¡No puedo desviarme del camino!

Vio un árbol en llamas a cincuenta metros.

El punto de impacto.

Un segundo cañonazo bien cronometrado los haría saltar por los aires. John valoró la posibilidad de frenar y detener el carro, pero Brian gritó que la caballería rusa ya estaba cruzando el puente.

Si John estuviese en la muralla, prendería la mecha del cañón dentro de unos cinco segundos.

Bum.

John vio un fogonazo procedente de una zona de matorrales por delante de ellos seguido de un inconfundible silbido.

Garibaldi.

El cañonazo impactó en los muros del castillo, a mitad de camino entre el suelo y la parte superior de la muralla, pero bastó para que los artilleros rusos adoptaran una posición defensiva.

El carro dejó atrás a toda velocidad el punto de impacto.

Ante ellos tenían una visión casi tan maravillosa como la del fogonazo del cañón. Una división de caballería compuesta por italianos, franceses y españoles galopaba hacia ellos. Cuando llegaron a su altura se dividieron en dos filas y pasaron a ambos lados del carro, galopando hacia los rusos.

Trevor lanzó varios vítores cuando se cruzaron con los soldados, que levantaron las espadas y respondieron con gritos de victoria.

—¡Maravilloso! —bramó Trevor—. ¡Jodidamente maravilloso!

—¿Estamos a salvo? —preguntó Emily.

—De momento sí —respondió John a gritos, y en voz más baja añadió—: De momento.

El grueso de las tropas alemanas y el resto de las divisiones rusas estaban concentradas en un vasto campamento al este del castillo de Marksburg. Habían despertado a Stalin para informarle de la fuga. Furioso, envió a un mensajero a caballo para movilizar a su ejército, que se preparó para partir.

—¡Mis botas! —pidió Stalin a Nikita—. ¿Y dónde está Yagoda?

—Ya se le ha convocado.

Yagoda apareció terminando de meterse la camisa por los pantalones, con aspecto adormilado por el brusco despertar y la resaca del exceso de vino de la noche anterior.

—¿Cómo ha podido suceder? —vociferó Stalin.

El coronel con cara de rata aseguró que no lo sabía, pero que lo averiguaría y se lo haría pagar a los responsables.

—Empecemos por el máximo responsable —masculló Stalin, que sacó su elegante pistola y sin dudarlo un instante le descerrajó un tiro a Yagoda entre los ojos.

Stalin se puso las botas por encima de los pantalones.

—Vamos allá, Nikita —urgió—. Nos espera una guerra, una guerra a lo grande.