—¿Qué tal estás esta preciosa mañana? —preguntó Christine.
Había liberado a la rubia de las cuerdas con las que por las noches la ataba al lavabo. Christine empuñaba un cuchillo de cocina para disuadirla de cualquier tentativa de fuga.
Se habían organizado de la manera más confortable posible teniendo en cuenta lo reducido del espacio. Habían colocado edredones y almohadas en el suelo. Tenía agua en el lavabo. Y tenía, por supuesto, un váter. Le daban tres comidas al día y la recompensaban con chucherías si mantenía la boca cerrada y no se ponía a maldecir a gritos. Pero no le permitían ni una gota de alcohol y evidentemente se había pasado la mayor parte de la semana con el síndrome de abstinencia. No se retorcía ni se arañaba la piel, pero no había sido agradable ni fácil.
Ya no oponía resistencia. Esta mañana estaba tranquila y serena, e hizo una pregunta razonable:
—Estoy un poco perdida. ¿Roger ha vuelto al colegio?
—Vuelve el lunes. Hoy es domingo —le respondió Christine mientras le dejaba un plato con huevos y una tostada.
—¿Podré verlo?
—No creo que deba ver a su madre atada a un lavabo.
—Sabe que estoy aquí.
—¿Cómo no iba a saberlo? Con todo el jaleo que has armado.
—Estaba enferma.
—Dímelo a mí.
—¿Qué le habéis contado?
—Que su madre no se encontraba bien por culpa de un problema estomacal y necesitaba usar continuamente el váter. Le hemos dicho que somos enfermeras.
—¿Os ha creído?
—Creo que sí. Es un encanto de niño.
—Lo sé.
—No se merece el trato que le das.
La madre no respondió.
—¿Te acuerdas siquiera de cómo lo tratas cuando estás borracha? —le preguntó Christine, con los brazos cruzados en actitud severa.
La madre rompió a llorar.
—Lo he pasado muy mal.
—Yo sé lo que es pasarlo muy mal. Molly sabe lo que es pasarlo muy mal. Tú no sabes lo que es pasarlo muy mal.
—Ted no...
—No quiero volver a oírlo. Ted no pasa la pensión del niño. Te dejó por una zorra. El ayuntamiento te ha recortado las ayudas. Basta ya. Tienes un hijo maravilloso, una casa preciosa, estás sana, bien alimentada y te puedes valer por ti misma. No sabes lo que es pasarlo mal de verdad.
La mujer puso los ojos en blanco.
—¿En el Infierno?
Christine no quería contarle nada, pero Molly, harta de los lamentos y el victimismo de la mujer, reaccionó explicándoselo todo. La mujer no se había creído ni una palabra y no habían vuelto a sacar el tema hasta ahora.
—Sí, en el Infierno. Me da igual si me crees o no. Pero te diré una cosa. No sé si alguna vez has cruzado la línea lo suficiente como para ganarte un billete con destino allí, pero en el Infierno a los que abusan de los niños, a los que los maltratan, les dan el mismo trato que a los pederastas en las cárceles si son tan estúpidos como para hablar de ello y dejar que se sepa lo que han hecho. Solo que en el Infierno eso es para siempre. Hemos conseguido que estés sobria. Mantente así y cuida del encanto de hijo que tienes. Si no lo haces, te estaremos esperando al otro lado.
—Hablas como si os fueseis a marchar.
—Nos iremos hoy.
—Gracias a Dios. ¿Me vais a desatar?
—No, pero dejaré los nudos lo bastante sueltos como para que te puedas liberar tú misma en unas horas. Y no llames a Roger para que te ayude. Lo traumatizarías. Estás lo bastante serena para entenderlo.
—¿Adónde vais?
—¿Para que se lo digas a la policía?
—Es simple curiosidad.
—Vamos a ver a mi madre. En su día no me pude despedir de ella.
En la sala, Roger estaba haciendo un puzle. Molly comía galletas sentada en el sofá.
Christine se acuclilló junto a él y le dijo:
—Te prepararé unos sándwiches.
—No tengo hambre.
—No son para ahora. Son para después. Te los dejaré en la mesa de la cocina envueltos en papel de aluminio.
—¿Me los traerás más tarde? —preguntó él.
—Me encantaría, pero la tía Molly y yo tenemos que marcharnos.
El niño levantó la mirada de inmediato.
—Pero yo no quiero que os vayáis.
—Lo sé. Nosotras tampoco queremos, pero tenemos que hacerlo.
—¿Mami sigue en el lavabo?
—Sí, pero ya está mejor. Saldrá para verte dentro de un rato.
—Pero no entres allí —le advirtió Molly—. Aunque ella te lo pida. ¿Recuerdas lo que te dije sobre las mujeres y su intimidad?
Roger asintió.
—¿Volveréis?
—No, no volveremos, cariño —le dijo Christine—, pero espero que recuerdes la estupenda semana que hemos pasado juntos.
A Roger le empezó a temblar el labio inferior.
—No llores. Ya eres un niño mayor, y los niños mayores no lloran. Vamos, dame un gran abrazo de despedida.
Christine tuvo que contener las lágrimas al sentir aquel cuerpecillo entre sus brazos. Después apartó al niño y Molly aprovechó su turno.
Cerraron la puerta al salir y Molly empezó a hablar, pero Christine seguía luchando por controlar sus emociones.
—Por favor, no digas nada, ¿de acuerdo? —le rogó.
La casa de Stoke Newington parecía una pocilga. Los vagabundos habían acabado con toda la comida y bebida de la vivienda, tirando por el suelo todo lo que no se podía comer. En la sala de estar, la cocina y los dormitorios habían volcado la mayoría de los muebles durante sus consecutivos estados de ebriedad y agresividad. Y como una plaga de langostas que ya habían esquilmado un pedazo de tierra hasta dejarla yerma, había llegado el momento de marcharse. La hermana de Christine había tenido la suerte de no haber regresado todavía de sus vacaciones en Cornualles, pero cuando lo hiciera no se iba a alegrar con el panorama que la esperaba.
En el Infierno, Talley era el líder indiscutible, pero en la Tierra, Hathaway había ido poco a poco laminando su autoridad. Su conocimiento del mundo moderno lo colocaba en una posición que incluso el cerebro reptiliano de Talley reconocía que era vital para la supervivencia del grupo. Pero eso no le impedía reivindicar su liderazgo cuando iba muy cargado de alcohol. Un enfrentamiento físico especialmente brutal había acabado con ambos ensangrentados y varias sillas rotas.
Esa mañana Hathaway había sido el primero en despertarse, y como no encontraba nada para comer excepto una masa para pastel congelada, puso en pie un sillón volcado y la calentó.
El odio era su compañero. No lo había abandonado ni un solo día en el Infierno y tampoco ahora en la Tierra. La venganza era inspiradora. Para él ocupaba un plano superior a la satisfacción de las necesidades biológicas básicas. Rix, Murphy y sus esposas eran su raison d’être. Los había odiado lo suficiente como para haberlos matado, pero eso no bastaba. Cuando los reencontró en el Infierno estaban en una buena situación, al menos para los estándares de la mayoría de los desgraciados del Infierno. Rix tenía a Christine y Murphy, a Molly. Para siempre. Tenía que darles un escarmiento. Tenía que enviarlos a un pudridero. Era consciente de que cuando los destruyera sentiría un enorme vacío en su desolada existencia, pero aun así tenía que hacerlo.
No había resultado fácil. En el pueblo de South Ockendon donde vivían había suficientes hombres en buena forma para defenderse de los vagabundos. Otros pueblos eran objetivos más sencillos. Por eso había supuesto un subidón encontrar aquel día a las dos mujeres solas en el bosque. Después de violarlas durante el día entero, habría lanzado sus cabezas rodando hacia el pueblo como si fuesen bolas de bolera. Ahora lamentaba profundamente no haberles cortado el cuello en cuanto llegaron a la Tierra. Pero toda aquella experiencia había sido demasiado desconcertante y confusa. No volvería a cometer el mismo error por segunda vez.
Su odio habitaba en algún lugar en la frontera del pensamiento racional. Su lógica funcionaba de la siguiente manera: se había visto obligado a matarlos a los cuatro porque iban a entregarse a la policía. Mellors le había ordenado la acción. «Limpia la mierda, Lucas —le había pedido Mellors—. Límpiala o acabaremos todos pringados.» Había acabado en el Infierno porque los había matado. Sí, la niña secuestrada había muerto, pero él no estaba allí cuando sucedió, ¿verdad que no? Nadie sabía qué tipo de juez celestial te condenaba al Infierno, pero quizá su condena no era por la niña. ¿Cómo iba a estar seguro de que fuese por eso? De modo que en ese caso eran ellos, Rix y Murphy, Christine y Molly, los responsables de su aterrizaje en el Infierno.
Apareció Talley arrastrando los pies y con aire bilioso.
—Dame algo de beber.
—No queda nada.
—Joder, claro que queda.
—Echa un vistazo si no me crees.
Talley abrió el armarito de los licores y encontró una botella.
—¿Y esto qué es? —dijo triunfante.
—Es para el margarita. No lleva alcohol.
—No te creo.
—Pruébalo.
Talley había aprendido a abrir los tapones de rosca y enseguida se echó un trago al gaznate, que escupió salpicando por toda la habitación.
—Te lo he dicho. Tampoco queda comida. Ya es hora de que nos larguemos.
—¿Para encontrar a las tías?
—Sí, para encontrar a las tías.
A Christine los ojos empezaron a llenársele de lágrimas en cuanto pasaron de Eye a Hoxne por Eye Road. Había un par de bungalows y casitas nuevas cerca de los árboles, pero la entrada del pueblo estaba tal como la recordaba. Las casas, los setos, las viejas tomas de agua; todo seguía en el sitio exacto en el que lo situaba su memoria.
—¿Y bien? —preguntó Molly.
—Está igual.
Pasó con el Mini por el viejo puente que cruzaba el río Dove. Vio aparecer The Swan. Su primer pub. De niña había jugado debajo de las mesas de ese establecimiento y a los catorce años probó allí sus primeras bebidas alcohólicas, unos vodkas con lima exageradamente dulces, sin que nadie pusiese ningún problema. Se había casado en la iglesia de Green Street, había celebrado la recepción en una carpa en el jardín de The Swan y ella y Jason habían pasado la noche de bodas en el hotel Angel, en Bury St. Edmunds.
Las manos empezaron a temblarle en el volante cuando vio la cabina de teléfono roja junto a la oficina de correos y la tienda de ultramarinos.
—¿Qué pasa? —preguntó Molly.
—Es allí.
Varias personas charlaban en la calle delante de la tienda. Avanzó lentamente y al llegar ante la casa cubierta de hiedra de su madre tenía la boca tan seca que casi no podía ni hablar.
—Es esta.
—Muy bonita —comentó Molly.
Christine no quería aparcar un coche robado a la vista de todo el mundo en Low Street, de modo que dio la vuelta a la manzana y lo dejó en la poco transitada Church Hill. Se rociaron con colonia y recorrieron el estrecho callejón que conectaba las dos calles.
—Llama tú —le pidió a Molly—. El impacto de verme de golpe podría matarla. Yo esperaré fuera. Sé amable, ¿de acuerdo?
—Sé cómo actuar, querida.
Molly llamó, esperó y volvió a llamar. Después de aguardar un buen rato apareció una anciana de cabellos blancos, frágil y encorvada, que se apoyaba en un bastón.
—Oh, hola —saludó la mujer—. ¿Eres del ayuntamiento?
—No, cielo, no lo soy.
—Vaya. La chica que viene a ayudarme los fines de semana me ha llamado para avisar de que estaba enferma, así que pensaba que el ayuntamiento había enviado a otra persona.
—Oh, señora, entonces ¿no tiene la comida preparada? —le preguntó Molly.
—Iba a comerme unos cereales, quizá con trocitos de fruta.
—Bueno, pues me llamo Molly. No me manda el ayuntamiento, pero estaré encantada de prepararle una comida un poco más sustanciosa. ¿Quiere que lo haga?
—Sería muy amable por tu parte —respondió la anciana—. Has dicho que te llamas Molly, ¿verdad? Pero que no te manda el ayuntamiento.
—No, pero sé preparar una buena comida.
Christine no había podido ver ni un instante a su madre, pero había oído su voz. Sonaba más temblorosa, pero seguía siendo inconfundible. Cuando Molly entró, Christine se quedó paseando arriba y abajo por la calle, recordando quién vivía en cada una de las casas del vecindario.
—Eh.
Se volvió. Molly estaba en la puerta y le hacía señas para que se acercase.
—¿Qué le has dicho?
—Que hay una persona a la que quería que viese. Está un poco despistada por la edad, pero es un encanto.
Christine entró como quien se adentra en un lugar sagrado, caminando despacio y con actitud reverencial. Todo le resultaba familiar. Al pasar a la cocina, su madre le daba la espalda. Molly había calentado unos raviolis.
—Esta es la mujer a la que quería que viese.
Su madre se volvió y parpadeó desconcertada.
—Hola.
—Hola —respondió Christine en un susurro.
—¿Cómo te llamas, querida?
Christine se acercó a la mesa.
—¿No me reconoces?
La anciana estudió su rostro y pareció inquietarse de un modo difuso.
—Lo siento, yo...
—Soy yo, mamá. No te asustes. Soy Christine.
Hathaway arrancó cuando ya anochecía. Todos tenían el estómago vacío. Estaban acostumbrados a pasar hambre, pero el tiempo que llevaban en la Tierra los había reblandecido. Aquí la comida era fácil de conseguir y Youngblood y Chambers en particular refunfuñaban porque se morían de hambre.
—No vamos a parar —gruñó Hathaway—. Es demasiado peligroso. Ya comeremos cuando lleguemos.
—¿Qué comeremos? —preguntó Youngblood.
—Comida caliente —respondió Hathaway. Y sonrió—. Y tal vez algo de comida caníbal si hay suerte.
Tenía uno de los mapas de Gareth West. Pedirle a Talley que lo guiase con él era como pedirle ayuda a un asno, de modo que se puso el mapa en el regazo y lo fue consultando de vez en cuando. Se sintió más seguro una vez fuera de la A140. Menos faros, menos coches con los que cruzarse. Oscuras carreteras secundarias.
Molly ayudó a Christine a acostar a su madre. Los sobresaltos del día no la habían matado, como se temía Christine, pero la habían dejado agotada.
En un primer momento la madre se había limitado a ignorarla. Se concentró en su plato de raviolis y se lo terminó tranquilamente antes de decir:
—Mi Christine está muerta.
La llevaron hasta la pequeña sala de estar y la sentaron en su sillón ante la tele.
—¿No lo ves, mamá? —insistió ella—. ¿No ves que soy yo?
Obligada a estudiar el rostro de esa mujer, la anciana se había puesto nerviosa.
—¿Estoy muerta? —preguntó.
—No, mamá, no estás muerta.
—Entonces ¿cómo es que estoy con mi hija?
—He vuelto para verte.
—Eso no sucede nunca.
—Ha sucedido esta vez.
—Pero ella murió, moriste hace mucho tiempo. —La anciana hizo una mueca de desconcierto—. Hiciste cosas malas.
—Lo sé, y me arrepiento de lo que hice. No pude despedirme de ti.
—Te pareces a Christine.
—Es porque soy Christine. ¿Me perdonas, mamá?
—Claro que te perdono. Soy tu madre. ¿Estás segura de que no estoy muerta?
—Estás viva, mamá. Soy yo la que está muerta.
—¿Ella también está muerta?
—Sí. Molly también está muerta.
—Me ha preparado raviolis. La chica que viene a ayudarme no podía venir hoy.
Christine cerró la puerta del cuarto de su madre y se sentó abajo con Molly en la sala de estar. La única bebida alcohólica que había en la casa era una botella de jerez. Sirvió dos copas.
—Creo que se le va la cabeza —comentó Molly.
Christine se bebió la suya de un trago.
—En algunos momentos he llegado a creer que entendía lo que le explicaba, ya sabes, que me creía, pero un momento después vuelve a estar perdida en su propio mundo.
—A veces los ancianos se comportan así.
—Esto ha sido un error. Deberíamos marcharnos mañana mismo a primera hora.
—¿Para ir adónde?
—No lo sé. A alguna parte, a cualquier sitio. Ya ni siquiera me importa si nos pillan. Estoy harta de huir.
La puerta trasera saltó por los aires llenando la cocina de astillas y cristales.
Antes incluso de que pudiesen levantarse, Hathaway estaba plantado ante ellas y el resto de los vagabundos detrás de él.
—Esto es perfecto —masculló—. Demasiado perfecto.
Sonó el móvil de Ben. Era una de las pocas noches desde que empezó la crisis en que se había alejado del trabajo durante unas horas y había llevado a su mujer a un restaurante. Una cena íntima no iba a arreglar su matrimonio, pero era un primer paso. El reinicio del MAAC se produciría dentro de nueve días. Con suerte, eso sería el final de aquella pesadilla. Nueve días hasta poder regresar a la normalidad. Nueve días hasta poder reintegrarse en el comparativamente relajado mundo del terrorismo nacional.
Su mujer se puso lívida cuando él miró el teléfono.
—De verdad, Ben, me prometiste...
Él no reconoció el número.
—Lo siento. Solo voy a comprobar si es algo urgente.
—En la mesa no —pidió ella—. La gente nos está mirando.
Ben se levantó mientras respondía y se dirigió hacia la entrada del restaurante.
—Ben Wellington.
—Sí, señor Wellington. Soy el agente Kent de la policía de Suffolk.
—Dígame, agente.
—He hecho lo que me pidió. He mantenido vigilada la casa de la señora Hardwick. Espero no molestarlo llamándole a estas horas.
—No pasa nada. ¿En qué puedo ayudarlo?
—He pasado por delante con mi coche particular y he visto a varios hombres saliendo de un vehículo aparcado delante de su casa.
—¿Cuánto hace de eso?
—No más de un minuto.
—¿Han entrado?
—No lo sé. He seguido conduciendo y he buscado un sitio discreto desde el que poder llamarle.
—¿Cuántos hombres eran?
—Cuatro. ¿Quiere que intervenga?
Ben dijo «no» tan alto que el maître lo miró indignado.
—No intervenga. Por favor, mantenga la casa vigilada desde una distancia de absoluta seguridad. No llame a sus colegas. Estaré allí en una hora. Si sucede algo más, llámeme de inmediato.
Volvió a toda prisa a la mesa, dejó un puñado de billetes y miró a su furiosa esposa negando con la cabeza en un gesto desolado.
—Lo siento. Tendrás que pedir un taxi para volver a casa. Te prometo que te compensaré este desplante.
Llegó el camarero con los entrantes.
—Por favor, no te molestes —replicó ella.
Youngblood bajó dando saltitos por la escalera.
—Arriba hay una vieja metida en la cama. Nadie más.
—Dejadla en paz —dijo Christine iracunda.
—No tiene mucha carne —comentó el vagabundo, dirigiéndose hacia la cocina—. Pero un poco sí.
—¿Quieres saber cómo hemos dado contigo? —le preguntó Hathaway.
—No tengo especial interés —respondió Christine.
—Tu querido Gareth nos dijo dónde encontrarte. Justo antes de que lo destrozásemos.
Las dos mujeres se miraron, demasiado aterrorizadas para preguntar sobre el destino del hijo de Christine, Gavin.
—¿Solo a él? —se las apañó para preguntar.
—¿A quién más esperabas que nos cargásemos? —inquirió Hathaway—. ¿Hemos olvidado a alguno de tus seres queridos?
—No hay nadie más.
—Sí, sí que lo hay. Tu hermana. La esperamos durante una semana, pero no apareció por su casa. Una mujer con suerte.
—Te empalmas pensando en mí, ¿verdad, pedazo de mierda? —escupió Christine.
Hathaway se frotó la entrepierna.
—No sabes ni la mitad.
—Empecemos con las violaciones —propuso Chambers.
—Hay tiempo de sobra para eso —respondió Talley, tomando el control de la situación—. Primero queremos comida y bebidas fuertes.
—Si no hay comida preparada —intervino Youngblood—, propongo que nos comamos a la vieja.
—Vamos a la cocina —propuso Molly—. Cocinaremos para vosotros.
Talley lanzó un gruñido de aprobación. A Molly casi le fallaron las rodillas cuando se puso de pie. Christine vio el miedo en sus ojos y la agarró para que se mantuviese firme.
—Vigílalas —ordenó Talley a Chambers—. ¿Y qué hay de la bebida?
—Solo hay un poco de jerez —dijo Christine.
Talley se bebió lo que quedaba de un trago y empezó a abrir armarios buscando más.
—Había un pub calle abajo —recordó Hathaway. Consultó el reloj de encima de la chimenea. Eran las once. Musitó que ya no tenía ni idea de a qué hora cerraban los pubs, pero que sería mejor esperar a que el local estuviese más tranquilo.
—Iremos después de jalar —propuso Talley—. Entonces nos emborracharemos y violaremos a este par.
—Por eso eres el jefe, Talley —masculló Hathaway—. Siempre tienes un plan.
El vagabundo, que no supo percibir el sarcasmo, pareció encantado con el cumplido.
El helicóptero de los servicios secretos recogió a Ben en la sede central de Thames House en Millbank y lo llevó a Dartford. Rix y Murphy esperaban allí con sus vigilantes, cerca de la pista de tenis del MAAC.
El Gazelle aterrizó y Rix y Murphy subieron y se pusieron los cinturones.
—¿Qué pasa? —preguntó Rix—. Esos no nos han querido contar nada.
—Puede que los hayamos localizado —explicó Ben.
—¿Dónde? —preguntó Murphy.
—En Hoxne. Un agente local ha visto a cuatro hombres en la casa. Le he dicho que no intervenga.
—Si son ellos, le has salvado la vida a ese tío —aseguró Rix—. ¿Solo cuatro hombres?
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
—Por si habían metido rehenes en la casa —contestó rápido Rix.
—Ya veo. Sé que la vivienda no tiene ninguna relación con Hathaway —siguió Ben.
—¿Qué sabes? —preguntó Rix.
—La anciana que vive allí es la señora Hardwick. Es la madre de Christine.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—Lo descubrí cuando volvimos de Hoxne. No fue difícil atar cabos.
—¿Y por qué no nos lo dijiste?
—No vi razón para hacerlo. Me convenía más que creyeseis que controlabais la situación.
—Eres un cabrón, ¿lo sabes? —masculló Rix.
—Eso me dicen. Esta misma noche me ha pasado.
Rix señaló a los dos oficiales del MI5 que acompañaban a Ben.
—¿Solo acudís vosotros?
—Y vosotros dos.
—¿Nos estás nombrando colaboradores? —preguntó Murphy, riendo.
—Algo así.
—¿Vas armado? —inquirió Rix.
—Yo no. Pero ellos sí. Aterrizaremos en el mismo campo de antes.
—Treinta minutos para el aterrizaje —anunció el piloto.
Murphy le susurró al oído a Rix:
—¿Crees que nuestras mujeres están allí?
—Espero que no, Murphy, joder, espero que no.
—Vigílalas —le ordenó Talley a Youngblood—. Volveremos con bebida. Y no empieces a violarlas hasta que volvamos.
Youngblood se metió más pan de molde en la boca y amenazó con un cuchillo de cocina a Molly y Christine.
—No intentéis nada conmigo u os corto el pescuezo.
Hathaway, Talley y Chambers bajaron por Low Street hacia The Swan. El pueblo estaba a oscuras y en silencio. Pasaron junto a un coche aparcado con el morro hacia fuera en el camino de acceso a una casa y no vieron a un hombre escondido en el asiento del conductor.
El agente Kent esperó a que pasasen y, con sigilo, se apeó del vehículo. Dejó que se alejasen un poco más y los siguió hasta que los vio desaparecer por la parte trasera del pub.
Llamó al móvil de Ben, pero le saltó el buzón de voz. Le dejó un breve mensaje y siguió con la persecución.
En el pub solo quedaba el propietario, acabando de recoger. Había cerrado ya la puerta delantera, pero no la trasera y cuando vio entrar a Hathaway le dijo:
—Ya hemos cerrado, colega.
Hathaway siguió avanzando, seguido por los otros dos.
—¿No me habéis oído? Ya hemos cerrado.
—Ya, pero es que estamos sedientos —replicó Hathaway.
El dueño, un joven en buena forma, no pareció muy intimidado. Cogió un viejo bate de críquet de detrás de la barra y se lo mostró.
—Será mejor que os larguéis o llamo a la policía.
—¿Qué crees que vas a hacer con eso? —Hathaway enseñó los dientes al sonreír.
—Escuchen, caballeros, esto es un pub de un pueblecito tranquilo. No busco problemas, pero no me voy a dejar avasallar. —Los vagabundos se acercaron hasta la barra, lo bastante cerca del propietario como para que este los oliese—. ¿De dónde habéis salido?
—Hemos hecho un largo viaje para tomar un trago en tu establecimiento —comentó Hathaway, admirando la chimenea y las vigas—. Un local con historia. Y bien, ¿nos vas a servir o vamos a tener que servirnos nosotros mismos?
Algo llamó la atención del propietario. Un rostro pegado a la ventana delantera.
El agente Kent le indicó por señas que iba a entrar por la puerta trasera.
El joven levantó el bate a la defensiva, pero en un abrir y cerrar de ojos Talley y Chambers saltaron por encima de la barra y se le tiraron encima, mordiendo, arrancando y golpeando.
—Deteneos —gritó Kent desde la sala—. Policía.
Hathaway, que contemplaba el desarrollo de la carnicería, lo miró.
—¿Eres policía, muchacho? —le preguntó—. Pasa, tómate una copa con nosotros. Será la última, colega.
Las luces de aterrizaje iluminaron el oscuro campo. El helicóptero tomó tierra y, pertrechados con linternas, el equipo del MI5 y los moradores del Infierno corrieron en dirección a Low Street. El buzón de voz de Ben emitió un pitido y vio que era una llamada del agente. Escuchó el mensaje sin dejar de correr y cuando acabó les gritó a los demás que se detuviesen.
—El pub —dijo—. Han ido al pub.
Se deslizaron hasta la ventana frontal y uno de los agentes asomó la cabeza. Las luces estaban encendidas. El hombre soltó un taco y desenfundó.
—Un hombre en el suelo —susurró—. Y sangre por todas partes.
—Vigila la parte delantera —ordenó Ben—. Nosotros entraremos por detrás.
El otro oficial armado encabezó la marcha hacia la puerta trasera. El agente Kent estaba en el suelo del pub, tan mutilado que resultaba irreconocible. Ben tragó saliva y controló las arcadas mientras recuperaba la cartera y la placa del agente.
—Esto es obra de los vagabundos —aseguró Rix.
—Hay otro muerto detrás de la barra —añadió Murphy—. Probablemente el dueño.
Ben les pidió que abriesen la puerta delantera para dejar entrar al otro agente y que rastreasen la posible presencia de los sospechosos.
—Ya no estarán aquí —dijo Rix—. Habrán cargado con un montón de botellas y regresado a su nueva guarida.
Subieron corriendo Low Street y se deslizaron con sigilo hacia las ventanas de la fachada delantera de la casa cubierta de hiedra. Acuclillado sobre el parterre, Ben hizo una seña a Rix para que mirase por la ventana.
Las cortinas estaban corridas, pero quedaba una ranura en medio.
Distinguió piernas masculinas moviéndose de un lado a otro. Después vio una mano reposando en el brazo de una silla. La mano de una mujer. Cambió ligeramente de posición para ver más. Logró entrever unos mechones de cabello y una oreja.
Era Christine.
Murphy vio cómo cambiaba su expresión a medida que asomaban la angustia y la ira.
Rix se apartó de la ventaba caminando agachado e hizo señas a los demás para que le siguieran, alejándose unos metros de la casa.
—Nuestras chicas están dentro.
—¿Vuestras esposas? —preguntó Ben.
—Sí.
—¿Las has visto a las dos? —preguntó Murphy.
—Solo a Christine.
—Como esto es una situación con rehenes, quizá será mejor que pidamos refuerzos —reflexionó Ben.
—No hay tiempo para eso —le cortó Murphy—. Se emborracharán muy rápido y empezarán a suceder cosas horribles.
—Tenemos que entrar ahora mismo, y debemos hacerlo con contundencia —propuso Rix—. Tenéis que entrar disparando a matar.
—No operamos de este modo —dijo Ben—. Sean cuales sean las circunstancias, detendremos a esos hombres siguiendo la ley y solo emplearemos fuerza letal si es absolutamente necesario.
—Y yo que pensaba que eras un tío listo —se quejó Rix—. Créeme, será necesario.
Ben envió a uno de sus hombres con Murphy a la parte trasera y les indicó que esperasen su orden.
Ben, Rix y el otro agente armado se dirigieron hacia la puerta delantera.
Wellington respiró hondo mientras el agente probaba con cautela el pomo. Giró. Ben asintió y gritó «¡Adelante!» a pleno pulmón.
La sala era tan pequeña que en cuanto entraron se toparon con los vagabundos y las mujeres sin apenas espacio para maniobrar. Cuando Murphy y el otro agente entraron por la cocina ya era casi imposible moverse.
Los ojos de Christine se cruzaron con los de Rix un instante antes de que empezase la pelea y Molly gritó: «¡Colin!».
Ben fue el primero en caer cuando le golpearon con una botella de whisky en la cabeza. Uno de los agentes del MI5 tomó la rápida decisión de que la fuerza letal era necesaria, pero antes de poder disparar, Youngblood se le lanzó al cuello, le clavó los dientes y le arrancó un pedazo de carne llevándose parte de la yugular. El otro agente corrió mejor suerte y le disparó a quemarropa en la cabeza a Chambers antes de que Talley le apuñalara mortalmente bajo las costillas con una cuchillada ascendente.
Talley se volvió hacia Murphy con una sonrisa grotesca.
—Vamos, ven, te voy a devorar, violaré a tu mujer y después me la comeré.
Con toda la ira acumulada en los treinta años pasados en el Infierno, Murphy se abalanzó sobre Talley.
Hathaway agarró a Christine por el pelo, la levantó de la silla y le bloqueó el cuello con el brazo.
—Acércate, Jason —se burló—. Quiero que veas cómo le rompo el puto cuello.
—No, Lucas, acércate tú —replicó Rix, con la respiración acelerada—. Sé un hombre y enfréntate a mí. El que gane se queda con Christine. ¿Qué me dices?
La boca de Youngblood estaba roja por la sangre. Excitado por la violencia, necesitaba más para saciarse y dirigió su atención hacia Rix, al que golpeó en la cara con el puño.
Rix encajó el golpe y después de lanzar una mirada de impotencia a Christine, se enfrascó en una pelea con Youngblood, luchando como lo hacían los vagabundos, con manos, pies y dientes.
Hathaway parecía disfrutar contemplando la refriega, pero de pronto lanzó un grito y se volvió. Molly había cogido uno de los cuchillos de cocina de los vagabundos y se lo había clavado en el costado. Hathaway soltó a Christine, miró con desprecio a Molly y le asestó un puñetazo en la mandíbula.
—¡Molly! —gritó Murphy.
Él y Talley estaban en plena pelea, pero ver a su mujer inmóvil en el suelo le encendió. Le arreó a Talley un brutal puñetazo en la nuez y cuando esté empezó a toser y ahogarse, le dio un rodillazo en la ingle y volvió a golpearle en el cuello con más fuerza si cabe. El rostro de Talley adquirió una tonalidad azulada y cayó de rodillas, ahogándose hasta la muerte.
Youngblood pesaba unos veinte kilos más que Rix y lo estaba machacando. Un puñetazo demoledor en la cabeza lo había mandado al suelo junto al noqueado Ben. La botella causante de su desmayo yacía a su lado. Rix la cogió y golpeó con ella a Youngblood en la rodilla con tal fuerza que se rompió el cristal.
El vagabundo dejó escapar un aullido de dolor y se dobló sobre sí mismo, proporcionándole a Rix el blanco que deseaba. Con un gancho le clavó la botella rota en el estómago y no dejó de hundirla y moverla hasta que la camisa del caníbal quedó empapada de sangre. No paró hasta que Youngblood se desplomó en el suelo sin vida.
Murphy vio vía libre y arrastró a Molly hasta la cocina, lejos de la pelea.
Rix se volvió al oír el grito de Christine.
Hathaway empuñaba el cuchillo que Molly le había clavado y volvía a tener a Christine agarrada por el cuello.
—¡Lucas, no lo hagas! —gritó Rix.
—¡Vas a ver este cuchillo clavado en su cerebro!
Alzó la mano para asestarle la puñalada.
Se oyó una explosión.
La nariz de Hathaway fue reemplazada por una cavidad roja. Cayó de espaldas y chocó contra la pared salpicada de sangre.
Rix bajó la mirada hacia Ben. Estaba en el suelo junto a él, con el brazo extendido, y empuñaba la pistola de uno de los agentes muertos.
—Un puto disparo de primera —masculló Rix, ayudándole a levantarse.
Un instante después Christine estaba abrazada a él.
—No sabíamos que estabais aquí —gimoteó ella.
—Pero nosotros sí sabíamos que vosotras habíais llegado aquí —respondió él, besándola.
—¿Quién es él?
—Ben Wellington —presentó Rix—. Es un jefazo del MI5. Parece que somos demasiado peligrosos para que nos persigan polis normales.
Ben se palpó el ensangrentado cuero cabelludo.
—Encantado de conocerte, Christine —farfulló, todavía un poco aturdido—. Llevábamos tiempo buscándote. —Contempló la carnicería que lo rodeaba—. Dios mío.
—Aquí tienes tu arresto de acuerdo con la ley —dijo Rix. Y gritó hacia la cocina—: Murphy, ¿cómo está Molly?
—Está volviendo en sí.
Christine miró a Rix, que la animó a que fuera a ver cómo estaba Molly.
Ben se sentó, sacó el cargador de la pistola y después la bala que quedaba en la recámara.
—Gracias —dijo—. Me habrían matado a mí también.
—Siento que hayas perdido a tus hombres —respondió Rix—. ¿Y ahora qué?
—¿Ahora? Déjame pensar. Será mejor que traiga aquí de inmediato una brigada de limpieza. Necesitamos inventar una historia para que esto no salga a la luz. Dios, hay mucho que hacer. Volvamos al helicóptero. Llamaremos a un equipo médico para que nos espere en Dartford.
—¿Vas a volver a encerrarnos?
—Sí, pero estaréis con vuestras mujeres. —Volvió a palparse la cabeza y murmuró—: Que es con quien yo debería estar. Con mi mujer.
Christine subió sola por la escalera. Su madre seguía dormida, ajena a todo lo que había ocurrido. Se inclinó y la besó en la frente.
—Adiós, mamá —se despidió—. Por favor, recuerda a tu niña, ¿de acuerdo?
Una vez abajo, con las mejillas húmedas por las lágrimas, le preguntó a Ben si estaba seguro de que lo limpiarían todo.
—Acabo de hablar con mi gente. Ya viene hacia aquí un equipo completo. Para cuando llegue su cuidadora por la mañana, sin que nadie sepa cómo, tendrá una moqueta nueva. El desaguisado en el pub es un problema muy diferente, pero también pensaremos en el modo de arreglarlo. Dios mío, tengo que localizar a los familiares más cercanos de mis hombres.
Los cinco salieron por la puerta trasera de la vivienda y recorrieron el pueblo y la campiña hasta donde los esperaba el helicóptero. Murphy cogía de la mano a Molly, Rix llevaba a Christine del brazo y Ben iba detrás, informando al gabinete de crisis del MI5 reunido en la sede central de Thames House.
Las mujeres fueron las primeras en subir al Gazelle. Ben se tambaleó un poco, todavía mareado por el golpe. Rix se ofreció a ayudarle a subir y después subió él y le ató el cinturón.
Ben lo miró con curiosidad.
—Lo siento, colega. Tenemos que terminar un asunto —se disculpó Rix—. Cuida de nuestras chicas.
Y dicho esto, él y Murphy se apearon y desaparecieron en la noche.
Ben intentó desabrocharse el cinturón, pero se dio cuenta de que estaba demasiado mareado para salir tras ellos.
Dejó escapar un intenso suspiro y les preguntó a las mujeres:
—¿Os habían contado sus intenciones?
Ellas asintieron.
—¿Os han dicho adónde van?
—No tenemos ni idea —le aseguró Christine—. Pero volverán a buscarnos. Estamos seguras de que lo harán.
Estaba tan oscuro que no veían ni sus propias manos delante de su cara.
—¿Hay alguien ahí?
Era la voz de Youngblood, a no más de metro y medio.
—¿Eres tú, Youngblood? —preguntó Hathaway.
—Sí, soy yo.
Se oyó una tercera voz:
—Nos han destrozado a conciencia.
—Talley —se rio Hathaway.
—¿Dónde estamos?
Oían el ruido de ramas mecidas por el viento y un búho ululando a lo lejos.
—Cerca de un bosque —dedujo Youngblood.
—¿Hemos vuelto al Infierno? —preguntó Talley.
—¿Adónde, sino? —opinó Hathaway, levantándose de la hierba—. No me puedo creer que haya muerto por segunda vez. Es jodidamente fantástico. Los putos Colin y Jason. Estamos conectados de un modo indefectible. Yo los maté y ahora ellos me han matado a mí.
—Nos lo hemos pasado en grande, ¿no? —masculló Talley, incorporándose—. Un montón de papeo, buena bebida.
—Pero poca violación —se lamentó Youngblood.
—Creo que estamos muy lejos de Ockendon —calculó Hathaway—. Vamos a tener que encontrar el modo de regresar allí.
—¿Por qué? —dijo Talley—. Los vagabundos sobreviven en cualquier lado. Seguro que por aquí cerca hay algún pueblo que podemos saquear.
—Yo preferiría regresar a Ockendon, por si Jason, Colin y sus putas vuelven a aparecer por allí. Tengo que romper de una vez el lazo que nos une.
Los ojos se les estaban acostumbrando a la oscuridad. Se hallaban en un claro. Y en efecto había un bosque cerca. Un crujido más fuerte de una rama los desconcertó, porque no hacía tanto viento.
El crujido dio paso a una estampida de pies.
Y aullidos; aullidos que reconocieron.
Aullidos de vagabundos.
Antes de que pudiesen huir corriendo, los cuchillos curvos de los vagabundos les desgarraron el cuerpo.
Por la mañana no quedaría de ellos más que una pila de huesos sanguinolentos con restos de carne colgando y, en el bosque, un grupo de vagabundos dormiría con los estómagos llenos de comida caníbal.