Garibaldi lo llamó «retirada estratégica».
Los ejércitos combinados de Stalin superaban en efectivos al suyo. Su contingente de italianos, franceses e íberos constituían una fuerza de combate formidable, pero solo sumaban varias divisiones, no un ejército completo. Antonio se había llevado un millar de hombres a Roma y la mayor parte del ejército íbero había permanecido en Burgos con la reina Mencía. Necesitaba el grueso del ejército francés, que permanecía acuartelado en París.
Cuando John y su grupo llegaron al campamento italiano hubo poco tiempo para las bienvenidas. Garibaldi, por supuesto, quiso ver a los niños, y desafió a sus artríticas rodillas acuclillándose para jugar con ellos un rato antes de dedicar toda su atención a la furiosa batalla.
Simon había ido directo hasta el carro y había ayudado a Alice a bajar mientras intercambiaban palabras tiernas.
Mientras Garibaldi se reunía con John y algunos más para discutir las tácticas a seguir, los italianos levantaron el campamento y se prepararon para combatir a lo largo de quinientos kilómetros en el corazón de Francia.
Garibaldi, plantado ante el mapa extendido en una mesa, declaró:
—Quinientos valientes impedirán el avance de Stalin con maniobras de guerrilla y darán al grueso de nuestro ejército tiempo suficiente para llegar hasta París. Espero que Forneau haya logrado conservar la paz en nuestra ausencia y mantenido la alianza.
—¿Hay noticias de Antonio? —preguntó John.
Garibaldi no fue capaz de responder y dejó que lo hiciese Caravaggio.
—Llegó un mensajero. Pésimas noticias. Catalina Sforza nos traicionó y se vendió al rey Alejandro. Los macedonios han conquistado Roma y Nápoles. Antonio ha sido aniquilado.
—Lo siento, Giuseppe —murmuró John—. Era un buen hombre. Dios mío, los problemas se te acumulan.
—Para mí lo prioritario es ayudar a esta buena gente y a estos niños a regresar a casa —aseguró Garibaldi—. Los pequeños no deberían sufrir las penurias de este mundo terrible y no van a seguir haciéndolo.
Ahora, tras cuatro días de duro viaje, París estaba ya cerca, a solo una jornada más de camino. El tiempo era vital. John empezó a llevar una cuenta atrás del tiempo de que disponían con signos de exclamación en lugar de líneas. Solo quedaban siete días hasta el reinicio del MAAC y todavía se encontraban muy lejos de Dartford.
Las raciones eran escasas y los niños estaban apáticos. A lo largo del camino, a regañadientes, Garibaldi había ido requisando comida en las aldeas y ciudades. No era el mejor modo de iniciar su nuevo reinado de compasión, pero no tenía muchas más opciones. Al menos no sometería a esa gente a torturas y violaciones, práctica habitual entre los soldados que buscaban comida.
Los mensajeros iban y venían entre las tropas en retirada y la guerrilla que combatía en vanguardia y los informes eran desconcertantes. Los enfrentamientos con el enemigo se habían reducido y eran cada vez más esporádicos. Y casi todos los enemigos heridos que encontraban eran alemanes, no rusos.
Entre los italianos se extendía la idea de que Stalin había decidido esperar para lanzar su ataque, tal vez para reclutar más tropas alemanas en los ducados más remotos, o quizá aguardaba la llegada de refuerzos de territorio ruso.
Fuese cual fuese la explicación, a la mañana siguiente dejaron escapar un suspiro de alivio cuando entraron en la efervescente ciudad amurallada de París. Forneau y un amplio comité de nobles franceses leales dieron la bienvenida al ejército que regresaba con estandartes y banderas. Forneau había logrado mantener la alianza unida.
Hubo poco tiempo para los preparativos y menos para las despedidas. Los que debían volver a la Tierra no podían permitirse descansar una noche en París. Garibaldi reunió a un centenar de soldados para que los escoltasen durante la siguiente etapa de viaje. Les ofrecieron pan, queso y carne seca de las cocinas reales y cambiaron los fatigados caballos por otros de refresco.
—¿Por dónde vais a cruzar el canal? —les preguntó Garibaldi.
John estaba a punto de decir que por Calais, una playa que conocía bien por los anteriores viajes, pero Brian se le adelantó.
—Boulogne-sur-Mer —afirmó—. Es el mejor punto.
—¿Por qué por ahí? —preguntó John.
—Conozco esas aguas de cuando navegaba —respondió Brian—. Es una buena playa, sin tantas rocas, y la travesía es en línea recta hasta Dover y desde allí al estuario del Támesis.
—De acuerdo —accedió John.
—¿Cómo encontraréis un barco? —preguntó Garibaldi—. Guy, ¿hay algún barco francés por esa zona?
Forneau negó con la cabeza.
—Robespierre no era partidario de tener una gran armada. El duque de Bretaña comanda una pequeña flota de galeones en Brest, pero no está dentro de nuestra esfera de influencia. No tenemos ningún barco en Boulogne-sur-Mer, pero allí hay muchos pescadores. Os daremos plata para que podáis pagar por la travesía.
—Bueno, creo que ha llegado el momento de despedirse de nuevo —dijo John, tendiéndole la mano a Garibaldi—. Has multiplicado tus éxitos, pero también se te han multiplicado los retos. Ojalá pudiese ayudarte más.
—Ya me has ayudado mucho. Que os vaya muy bien. Lleva a Emily de vuelta a casa. Lleva a Arabel y sus encantadores hijos de vuelta a casa. Y lleva a estos buenos hombres y mujeres de vuelta a casa.
Los habitantes de la Tierra y del Infierno intercambiaron abrazos y se dieron la mano. Trevor llevaba a los niños cargados uno en cada brazo y Garibaldi les acarició la cabeza a los dos a la vez. Cuando llegó el momento de la despedida entre Emily y Caravaggio, él la besó en ambas mejillas y le entregó un papel enrollado.
—He sufrido mucho haciéndolo, pero he pensado que te gustaría —le dijo con una sonrisa taimada.
Ella desenrolló el papel: era un retrato heroico de John conduciendo un automóvil de vapor con aire resuelto.
Emily volvió a besarle.
—Me encanta.
De pronto, una voz se alzó en el círculo.
—No voy con vosotros.
Era Alice. Simon la cogía de la mano.
—¿Que dices? —le preguntó Tracy.
—Me quedo. Me quedo aquí —repitió Alice— con este hombre bueno. He hecho un largo viaje hasta este lugar horrible y aquí he encontrado al hombre al que amo. Puedo actuar como una cobarde y dejarlo, o puedo ser valiente por una vez en mi vida, quedarme con él y unirme a su causa.
—Alice —intervino Martin—, debes saber que tú envejecerás y Simon no. Tú un día morirás y Simon vivirá eternamente.
—Gracias, Martin. Eres un médico maravilloso y un buen hombre. No tengo ningún motivo para dudar de lo que me dices. Si vuelvo a casa, también envejeceré y moriré, pero con la única compañía de mis gatos. —Contuvo las lágrimas—. Dios mío, echaré de menos a mis gatos, pero pocas cosas más.
—Haré todo lo posible por encontrarte un gato —le dijo Simon.
Ella le acarició el brazo con ternura.
—Quién sabe —continuó Alice—, tal vez algún día llegue a ejercer aquí mi oficio de electricista.
—Estaremos orgullosos de acogerte en nuestras filas —le aseguró Garibaldi.
—Última oportunidad para cambiar de idea —le dijo John.
—Mi decisión es firme —replicó Alice.
En vida, Stalin no fue un gran bebedor y la muerte no había modificado sus hábitos. Mientras su carroza avanzaba dando botes por el camino lleno de baches, sostenía una pequeña copa de vino con el brazo extendido para evitar mancharse el uniforme. El general Kutuzov, sentado frente a él, intentaba llenar su copa por enésima vez. Stalin observaba con desprecio la mancha color borgoña que se extendía por la rodilla de su viejo colega.
—Y bien, camarada, entonces ¿desapruebas mis tácticas? —preguntó el zar.
—No las desapruebo, no es algo tan radical. Tan solo me planteo si es una buena decisión dividir un poderoso ejército en dos fuerzas más reducidas.
—Técnicamente es lo que he hecho, pero ocho de cada diez hombres siguen con nosotros, y solo dos de cada diez se han derivado al otro grupo. Pasha, ¿tú qué opinas?
Loomis ocupaba un banco más pequeño en la parte trasera de la carroza.
—No soy militar —respondió.
—No eres militar, no eres un experto en armas —le reprendió Stalin—, ¿qué clase de hombre eres?
—Soy un hombre roto.
—Eres un alma en pena —le definió Stalin—. Debes de tener sangre rusa en las venas.
—Bebamos por la sangre rusa.
El comentario procedía del recién promovido jefe de la policía secreta, Vladímir Bushenkov, otro hombre que había servido a Stalin en vida. Se quedó ciego de un ojo en una pelea de borrachos y llevaba un parche para ocultar la desfiguración de su rostro.
—No, bebamos por nuestro Pasha —propuso Stalin, alzando la copa—. Nos ha informado de que esa gente se lleva a los niños a Britania para intentar volver a su época y lugar. —De pronto y de un modo explosivo, Stalin alzó la voz—. Quiero a esos niños de vuelta. Quiero a toda esa gente de vuelta. Los niños me hacen feliz. Los otros me son útiles. Esa tal Emily puede trabajar contigo, Pasha, dos científicos sumando esfuerzos; John Camp es un buen soldado. Y ese Trevor Jones también. ¡El tal Brian dicen que es una estrella de cine! Quiero que todos ellos trabajen para mí. No les castigaré por escapar, pero sí voy a destrozar a ese rufián de Garibaldi, eso sin duda.
—Espero que no los atrapemos —confesó Loomis.
Bushenkov reaccionó con furia y, tal vez para demostrar su idoneidad para el cargo, desenfundó la pistola.
—Tranquilo, tranquilo, Vladímir —intervino Stalin—. Baja el arma. En vida hubiera hecho que le pegasen un tiro a cualquier hombre por decir lo que ha dicho, pero Pasha puede permitirse la traición, ¿verdad que sí, Pasha? En la Tierra yo podía liquidar a un científico y disponía de un centenar para ocupar su puesto. Pero aquí no. Así que adelante, puedes seguir actuando como un alma en pena, puedes comportarte como un traidor. Continuaremos hacia el norte por los Países Bajos que nos son afines y nos adelantaremos a ellos por el flanco. Van a tener que cruzar el canal y lo harán desde territorio amigo francés, en algún punto entre Calais y Boulogne-sur-Mer. No tengo la menor duda. En la Tierra y en el Infierno es por allí por donde los ingleses invaden Francia y los franceses invaden Inglaterra. Y nosotros, mi borracho general y mi melancólico científico, estaremos esperándolos.