Trotter estaba furioso con todo el mundo excepto consigo mismo.
El titular de The Guardian decía: «Asesinato».
¿Por qué el jefe de su sección de ciencia y el administrador de una escuela de inglés llamado Lenny Moore habían sido asesinados por un francotirador en el centro de Londres? ¿Por qué se habían citado esos dos hombres? No había ninguna anotación al respecto en la agenda de Hannaford, ninguna conexión conocida entre los dos. La policía no tenía ninguna pista y se limitaba a constatar que los asesinatos no eran obra de un aficionado. No se había producido ningún robo ni había rastro de amenazas previas. Y ambas víctimas carecían de antecedentes penales.
Trotter tenía sentado frente a él en el despacho a su hombre para las operaciones clandestinas, Mark Germaine. Le había entregado el sobre que sus hombres habían sustraído del bolsillo de Lenny Moore. Contenía una nota de Giles Farmer dirigida a Hannaford:
Disculpa que te líe, pero me siento más seguro si puedes dirigirte a Bow Street, frente a la Ópera. Por si hubieran escuchado nuestra conversación telefónica.
GILES FARMER
—De modo que os engañó con un truco de escolar —masculló Trotter.
—Parece que sí —reconoció Germaine.
—Y os cargasteis a ese tal Moore por error.
—Se parecía mucho a Farmer. Usted ha visto las fotos. Por la mira telescópica, de noche y desde un tejado a doscientos metros, bueno, no puedo culpar a mis muchachos.
—¿No puedes? Te diré lo que yo no puedo hacer, Mark. No puedo decirle al jefe de la policía que cancele la investigación, porque no le puedo hablar de la operación.
—La policía no encontrará ninguna pista. Nuestros hombres utilizaron munición de nueve milímetros imposible de rastrear y un fusil de francotirador VKS ruso. Las tres cámaras de videovigilancia que cubrían sus puntos de entrada y salida esa noche, bueno, resulta que no funcionaban. Estamos impolutos.
—Esa no es la palabra correcta, Mark. No estamos impolutos, pero con suerte, por la cuenta que te trae, no nos pillarán.
—¿Por la cuenta que me trae?
—Soy demasiado valioso. Están pasando cosas muy gordas.
—¿Qué había detrás de la operación? Yo he ordenado apretar el gatillo, pero no sé por qué.
—Eso está por encima de tu rango. Tienes que saber cuál es tu lugar. El único modo de que acabes bien tu trabajo es que os encarguéis de la persona correcta.
—¿Dónde está Farmer?
Trotter se incorporó, dando a entender que el rapapolvo había concluido.
—Por desgracia no tengo ni la más remota idea.
Giles había estado bebiendo. Mucho.
Siempre le había gustado tomar cervezas con los colegas, pero ahora llevaba una semana olvidando las penas con el abundante surtido de bebidas alcohólicas del armarito de los licores de Ian Strindberg. Descubrió que era un bebedor silencioso y lúgubre. Se metía en la habitación de invitados y no hacía ningún ruido, ni rompía ningún mueble u objeto artístico. Ian tenía demasiado trabajo y poca empatía, de modo que no interfería, más allá de preguntarle las pocas veces que se cruzaban:
—¿Todo bien, colega? ¿Seguro que no hay nada que pueda hacer por ti?
Giles se sentía a la deriva y cada vez más desesperado. Una de aquellas balas iba dirigida a él. Él y no Lenny Moore podía haber sido el muerto y enterrado. En su sopor alcohólico pensaba cómo sería la no existencia. No creía en cosas como la existencia ultraterrena, pero tampoco se consideraba un ateo. Ni siquiera agnóstico. Simplemente nunca hasta ahora había pensado en la muerte y sus consecuencias a nivel personal. ¿Las luces se apagaban sin más? ¿Se llegaba a experimentar la sensación de no existir?
Estaba desapareciendo gente. No había ni rastro de Emily Loughty, ocho personas de South Ockendon se habían esfumado y al marido de Tracy Wiggins le habían asegurado que su mujer estaba muerta, le habían contado una película y le habían entregado unas cenizas en una urna. Todo aquello olía a podrido. Estaba desapareciendo gente y al mismo tiempo aparecía otra gente desconocida. Dos intrusos en la potabilizadora de agua de Iver North que eran demasiado especiales para que la policía se ocupase de ellos. Múltiples intrusos en una tranquila urbanización en South Ockendon en un incidente etiquetado como «bioterrorismo», pero en el que no hubo arrestos ni datos convincentes sobre los avances de la investigación. Tres puntos en el mapa: Dartford, South Ockendon e Iver. Si se conectaban esos puntos resultaba que todos estaban encima del circuito oval del acelerador de partículas del MAAC.
¿Qué sucede cuando mueres?, pensó Giles.
Si hay una vida ultraterrena, ¿dónde se desarrolla?
¿Tiene una dimensión espiritual?
¿Y si no fuese espiritual? ¿Y si fuese tangible?
Rompió a llorar. Maldito MAAC. ¡Maldito! ¿Qué secretos podían ser tan atroces como para que el gobierno estuviese dispuesto a matar para protegerlos? ¿Qué caja de Pandora había abierto el MAAC?
Miró la botella de ginebra y el ordenador de Ian que no había abierto desde los asesinatos. Ambos estaban en la mesilla de noche. Su mano titubeó entre uno y otro.
Sabía lo que tenía que hacer.
Cogió el ordenador.
Para ocultar su rastro, Rix y Murphy robaron tres coches, uno detrás de otro, la noche de la masacre de Hoxne. Se dirigieron hacia el sur conduciendo sin prisas hasta que el alba les sorprendió a las afueras de Reading. Allí dieron vueltas durante una hora hasta que Murphy vio el cartel de un café con internet, e hicieron tiempo una hora más esperando a que abriese. Christine le había pasado a Rix algo de dinero antes de separarse y lo utilizaron para pagar el acceso a la red a un empleado suspicaz que los olisqueó y les mostró cómo conectarse a internet desde uno de los ordenadores.
—¿Nunca habéis navegado? —les preguntó el empleado, sorprendido por su absoluta falta de destreza.
—¿A ti qué te parece, muchacho? —respondió Murphy con sorna.
Cinco minutos después, ya habían terminado.
—Todavía disponéis de cincuenta y cinco minutos —les dijo el empleado, levantando la mirada de su revista.
—¿Ah, sí? ¿Cuánto nos devuelves?
—No se devuelve nada por el tiempo no consumido.
—Pues dile al dueño de internet que es un cabronazo —masculló Murphy.
Rix conocía bien el camino. Había estado en Poole en un campamento de verano cuando era niño y Lyme Regis no estaba muy lejos siguiendo la costa. En tres horas se plantaron allí.
Avanzaron por Broad Street, frenando cada poco para fijarse en las señales hasta que llegaron a la posada de Rock Point. Frente a ella, el mar estaba en calma y resplandecía bajo el sol de mediodía.
—No me importaría tomarme medio pastel de carne y una pinta —dijo Murphy.
—Ni hablar, Murphy —replicó Rix—. Hagamos lo que hemos venido a hacer. Voy a preguntarle a ese chico.
Bajó el cristal de la ventanilla y le preguntó a un chaval si sabía dónde estaba Kingsway. El chico señaló en una dirección y no tardaron en llegar a una calle con casas adosadas de fachadas blancas o de tonos pastel.
—Es allí. —Murphy señaló el número en un buzón.
—Está a punto de darme un infarto —reconoció Rix, acercando el coche a la acera.
—Lo que sientes es odio, no nervios —dijo Murphy.
Rix caminó hasta la puerta de una casa pintada de amarillo claro, respiró hondo y llamó.
Oyó un televisor encendido y una voz de hombre que decía:
—Sí, sí, un momento.
Se abrió la puerta. Debía ser ya octogenario, pero mostraba muy buen aspecto para su edad, fuerte, corpulento y rubicundo de tanto tomar el sol y adobarse en alcohol. Tenía el cabello completamente blanco, pero lo conservaba todo y lo llevaba peinado tal como Rix lo recordaba.
—Hola, Jack —saludó Rix—. ¿Te acuerdas de mí?
El hombre lo miró desconcertado durante un instante.
Y a continuación se dibujó en su rostro una mueca de horror.
Salió corriendo hacia la parte trasera de la casa, diciendo para sí mismo «No puede ser, no puede ser».
Llegó a la puerta del jardín trasero y la abrió de golpe.
Murphy estaba al otro lado, esperándolo.
El rostro rubicundo del hombre pasó a un color muy claro, similar al de la puerta, y cayó fulminado.