La tensión había hecho enmudecer a todo el mundo.
Los ocho de South Ockendon habían quedado reducidos a cuatro. Iban juntos en uno de los carros cubiertos. La ausencia de Alice les pesaba a todos, en especial a Tracy, que tanto se había apoyado en ella. Charlie había intentado distender el ambiente con algunas bromas, pero lo hacía sin mucho convencimiento. La primera noche del viaje decidió dejarlo correr y adoptó una actitud taciturna. Martin y Tony iban sentados frente a ellos e intercambiaban miradas preocupadas.
El camino más directo de París a la costa era al mismo tiempo el más peligroso. John había puesto a todo el mundo en alerta ante posibles ataques de vagabundos. Había compensado las advertencias asegurando que sus protectores, un centenar de soldados italianos elegidos por Garibaldi, eran capaces de responder con contundencia a la amenaza de cualquier tipo de depredadores que deambulasen por la campiña. Pero todos ellos eran conscientes de que podía producirse un ataque.
También tenían claro que el tiempo se les agotaba. Disponían de cinco días para llegar a Dartford y todavía les iba a llevar un par de jornadas más alcanzar la costa en Boulogne-sur-Mer. Eso les dejaba tres días para cruzar el canal y ni siquiera sabían si encontrarían una embarcación segura en la que hacer la travesía. John se había planteado utilizar automóviles de vapor para ganar una jornada o más en la cuenta atrás, pero sin soldados armados las mujeres y los niños serían demasiado vulnerables.
En la última parada de descanso en un claro, Tony habló con Martin.
—Quiero que sepas que he tomado una decisión.
—¿Sobre qué? —preguntó Martin.
—Si no logramos llegar a tiempo, o si lo del MAAC no funciona como nos han prometido, es decir, si nos quedamos bloqueados aquí, en ese caso no quiero seguir adelante. La sola idea de permanecer aquí atrapado me resulta insoportable.
—No quiero que hables así.
—Lo siento, pero debo hacerlo. Tú eres médico. Eres también mi punto de apoyo. No creo que sea capaz de hacerlo por mi cuenta, así que te pido que lo hagas por mí.
El estoicismo de Martin se resquebrajó y tuvo que ocultar las lágrimas tapándose los ojos con una mano.
—¡Quieres callarte de una vez!
—Solo dime que me ayudarás —le rogó Tony.
Martin bajó la mano y mostró los ojos enrojecidos.
—Te ayudaré y después haré lo mismo.
El resto del grupo estaba en el otro carro cubierto. Los niños dormían en el suelo a sus pies y los seis adultos estaban sentados en los duros bancos.
—Mira a estos angelitos —murmuró Delia, recolocándoles la manta—. Duermen a pierna suelta, como si no tuviesen ninguna preocupación.
—Sam quiere una espada como la de Trevor —explicó Arabel.
Trevor se sintió orgulloso.
—¿En serio ha dicho eso?
—Sí. Esta mañana.
—¿Y tú qué le has contestado? —preguntó Emily.
—Que era demasiado pequeño.
—Buena respuesta.
—Le compraré una de plástico cuando volvamos a casa —decidió Trevor.
De pronto, el estado de ánimo de Arabel se torció.
—Si no logramos salir de aquí, necesitará aprender a usar una de verdad.
—Ni pienses en esa opción —le riñó Emily.
—¿Qué posibilidades tenemos de regresar? —preguntó Arabel—. Dímelo, por favor, ahora que los niños están dormidos. Quiero saber la verdad.
Fueron tantas las miradas que se concentraron en John que se sintió obligado a contestar.
—Hemos superado un montón de obstáculos para llegar hasta aquí. Con un poco de suerte, lo conseguiremos.
—A mí lo que me parece más complicado es encontrar un barco —comentó Trevor.
Brian llevaba horas callado, pero ahora intervino:
—Daremos con uno. Los barcos y el mar van juntos, como el té y la leche.
—Dios, lo que daría por una taza —suspiró Delia—. Y una bandeja de galletas rellenas de mermelada. Y... Oh, mejor me callo. No es el momento de hablar de exquisiteces. Pero si logramos regresar, no volveré a quejarme del menú del comedor del trabajo.
Pero una vez iniciada la conversación sobre el tema de la comida, que siempre sobrevolaba en el ambiente, no hubo forma de detenerla. Intercambiaron comentarios sobre sus platos favoritos y revisaron la lista de cada uno de lo-primero-que-me-voy-a-comer...
Emily frenó ese duelo verbal de caprichos con algo que no tenía nada que ver, pero que no se quitaba de la cabeza.
—Paul dijo que sabía cómo solucionar el problema.
—Tenemos a un montón de gente muy lista trabajando en ello en casa —repuso John—. ¿No dijiste que eran las mejores mentes científicas?
—Lo son, y espero que hayan dado con la respuesta —reconoció Emily—. Solo sé que yo no la tengo, y he hecho algo más que limitarme a pensar en ella en un plano puramente teórico. Paul era el máximo experto en strangelets. No del MAAC, no del Reino Unido, de todo el mundo. Nadie posee su nivel de conocimiento sobre el tema. Es una tragedia que no pudiese hablar con él.
El carro se detuvo abruptamente y los niños se despertaron.
John los esquivó para bajar. Trevor y Brian lo siguieron y cogieron armas, solo por si acaso.
—¿Quieres un arco? —preguntó Brian.
—Últimamente me siento muy cómodo con la espada —respondió Trevor.
—Lo que mejor te vaya, colega. Lo que mejor te vaya.
El conductor señaló a la columna detenida varios metros por delante. No hablaba inglés, y a modo de explicación alzó las manos encogiéndose de hombros.
El capitán de los italianos, uno de los hombres de confianza de Garibaldi, cabalgó hasta el carro. Estaba anocheciendo y el bosque que rodeaba el estrecho camino parecía cernirse sobre la columna.
—¿Qué sucede? —preguntó John, empuñando la espada.
—Uno de mis hombres ha visto luz de antorchas en el bosque —respondió el capitán en un inglés impecable. Había servido como oficial en el ejército de Mussolini y había estudiado literatura clásica antes de unirse a los fascistas. Garibaldi lo admiraba por su experiencia y erudición—. Quiero que estén en guardia por si surge un problema.
Brian oteó el bosque y preparó una flecha.
—Gracias —dijo John—. Creo que no deberíamos detenernos. Nos conviene más seguir avanzando toda la noche, si sus hombres lo pueden aguantar.
—Mis hombres son fuertes. Seguiremos cabalgando. Los bosques son peligrosos. Nos han llegado noticias de, ¿cómo lo dicen ustedes?, grandi gruppi de esas bestias.
—Lo siento, no le entiendo.
—Esas bestias, esos vagabundos, se han dado cuenta de que no pueden llevarse comida y personas de los pueblos y ciudades si se mueven en pequeños grupos. Así que han aprendido a cooperar y forman grandes grupos. Creo que son un gran peligro.
En la retaguardia de la columna, un soldado soltó un terrible alarido y varios gritaron en italiano:
—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Vagabundos!
Los vagabundos atacaron por los dos flancos, emergiendo de la vegetación con sus largos cuchillos curvos. Embistieron de forma simultánea a lo largo de toda la columna de soldados italianos.
John atravesó con la espada al asaltante que tenía más cerca y lo tumbó, y a continuación liquidó a otros tres. Vociferando maldiciones en francés, un vagabundo despanzurró al caballo del capitán y los intestinos del animal se desparramaron por el suelo. El capitán cayó y la pierna derecha se le quedó atrapada bajo el cuerpo del agonizante animal. Inmovilizado, el vagabundo que tenía más cerca lo aniquiló asestándole varias puñaladas en el pecho.
A lo largo de toda la columna, la batalla se recrudecía. Acero golpeando contra acero, puños que aplastaban cráneos, balas de mosquetones y pistolas que penetraban en la carne. Había casi tantos vagabundos como soldados, pero los primeros tenían ventaja porque eran salvajes habitantes de la noche que no sentían miedo.
A tan corta distancia, la mayoría de las flechas de Brian dieron en la diana. Cuando agotó sus reservas, desenvainó la espada y se unió a Trevor. Se protegieron mutuamente las espaldas y cargaron contra aquellos hombres rabiosos y hediondos.
John intentaba abrirse paso hacia el carro de Emily, pero por cada vagabundo que aniquilaba aparecía otro al ataque.
En el carro, Delia y Arabel abrazaron a los aterrorizados niños y los desplazaron hacia la parte frontal. Emily cogió una de las espadas que había quedado en el suelo.
—¿Adónde vas? —gritó Arabel.
—¡A luchar!
—¡No!
Emily no la escuchó. Saltó de la parte trasera y vio a un vagabundo sentado a horcajadas sobre un italiano y a punto de acuchillarlo. Le golpeó el cráneo con la hoja de la espada y se lo partió.
El soldado le sonrió.
—Grazie, signora —le dijo, y volvió al combate.
Otro vagabundo se acercó a Emily. Ella utilizó su llave favorita de Krav Maga y desvió la trayectoria del cuchillo del agresor con un golpe del antebrazo y se preparó para contraatacar con la espada, pero su oponente era demasiado fuerte y seguía amenazándola con el cuchillo.
Notó la sangre salpicándole en la cara.
El cuchillo del vagabundo había desaparecido y su mano también.
John acabó de dejar fuera de combate al tipo con un gancho directo a la barbilla.
No había tiempo para decir nada. Seguían apareciendo más vagabundos, pero John se quedó al lado de Emily.
En el interior del otro carro, aterrorizados, Martin, Tony, Tracy y Charlie estaban apiñados, escuchando los horribles sonidos de la batalla.
—¿Qué hacemos? —gritó Tracy.
—Tenemos que quedarnos aquí —respondió Tony—. Son vagabundos. Nos masacrarán.
Charlie hablaba en voz baja, para sí mismo, y su monólogo fue subiendo de tono.
—¿Qué dices? —le preguntó Martin.
—Los vagabundos mataron a mis hermanos —respondió mientras abría la lona del carro—. Los vagabundos mataron a mi padre. Los vagabundos mataron a mi abuelo. Los voy a matar.
—Por el amor de Dios, Charlie, siéntate —suplicó Martin.
—Ya no tengo miedo. Tenía miedo, pero ya no.
Cogió una de las espadas y saltó del carro.
Los otros tres se miraron horrorizados. No podían hacer otra cosa que escuchar los horribles sonidos del exterior. Alaridos en italiano y francés, y de pronto un grito de Brian y la respuesta de Trevor.
De nuevo se abrió la lona del carro.
—Charlie —dijo Tracy.
Pero no era Charlie. Era un vagabundo y su fétido aliento invadió de inmediato todo el interior.
El vagabundo clavó los ojos en Tracy y su boca desdentada dejó a la vista una lengua marrón. Trepó al carro. Menos de dos metros lo separaban de ellos.
Tracy intentó gritar, pero no logró emitir ningún sonido.
Pero Tony sí gritó.
No era un grito de terror, sino de rabia.
Se abalanzó sobre el vagabundo, que estaba con la guardia baja, probablemente pensando en la inminente violación.
Tony le golpeó la cabeza contra el suelo y el individuo gruñó de dolor. Sin saber muy bien cómo, se encontró con el cuchillo del agresor en la mano y se lo clavó en el torso una y otra vez. Lo único que había aporreado con tanta fuerza en su vida era la masa del pan.
Oyó que Martin le decía algo.
—Ya puedes parar, Tony. Ya puedes parar. Te lo has cargado.
Se detuvo. Soltó el cuchillo ensangrentado y empezó a gimotear.
Martin lo abrazó.
—Ha sido el gesto más valiente que he visto en mi vida —le aseguró.
A lo largo del camino había cuerpos retorciéndose de vagabundos y soldados caídos en combate. John, Emily, Trevor y Brian cada vez encontraban menos asaltantes con los que enfrentarse y llegó un momento en que los que quedaban en pie huyeron hacia la oscuridad y la batalla llegó a su fin.
Los italianos lanzaron un agotado grito de victoria. Emily se sentó en el suelo, demasiado exhausta para hablar.
—Eres una tigresa —la felicitó John, entre jadeos—. Te voy a llevar al campo de batalla cada día de la semana.
—Los niños —resolló ella, intentando ponerse en pie.
John la ayudó a incorporarse, se dirigieron con Trevor hacia el carro y abrieron la lona. Arabel y Delia lanzaron un grito de alivio. Los niños estaban a salvo.
El medio centenar de soldados supervivientes atendieron a los heridos. Vendaron a los que podían salvarse. A los que eran irrecuperables, todavía gruñendo y retorciéndose horriblemente, los amontonaron en el carro de las provisiones para depositarlos en algún lugar más digno que la cuneta del camino, donde serían destrozados y devorados por los vagabundos.
John reunió a sus compañeros. Los conductores de los carros habían caído en el combate. Viajarían todos en un solo carro, conducido por John y Brian.
—¿Dónde está Charlie? —preguntó Tracy de pronto.
Lo buscaron por todas partes. Había dos vagabundos en el suelo boca abajo, gruñendo agonizantes y con los cuerpos destrozados. Estaban encima de algo. John los apartó.
—¡Doc! —gritó John.
Martin examinó el cuerpo sin vida de Charlie y le cerró los párpados.
—Pobre Charlie —se lamentó Tracy.
—Vamos —dijo John sin alzar la voz—. Debemos partir.
—Deberíamos enterrarlo como Dios manda —exigió Tony con firmeza—. No podemos permitir que esos cabrones lo devoren.
John suspiró y aceptó la propuesta.
No dijo lo que estaba pensando.
«Si no nos damos prisa, tendremos que cavar más tumbas.»
No lo veían, pero lo oían.
La niebla matinal era tan densa que solo el ruido de las olas al romper les indicaba que habían llegado a la costa.
John y Brian habían conducido el carro sin apenas detenerse durante día y medio después de la batalla con los vagabundos. Una última noche llena de peligros en la campiña francesa había dado paso a un nebuloso amanecer.
Los dos hombres estaban al límite de sus fuerzas, pero no habían dejado que Trevor los relevase. Querían que estuviese con los demás en el carro por si sufrían otro ataque. Los demás, apiñados en el interior, dormían de manera intermitente apoyando la cabeza en el hombro de un compañero y hacían todo lo que podían por mantener entretenidos a los inquietos niños.
Ahora estaban más cerca de su meta, pero todavía quedaba mucho camino.
John tiró de las riendas.
—Me da miedo seguir avanzando —dijo—. Podríamos ir directos hacia un acantilado.
Brian se mostró de acuerdo.
—Esta niebla es tan densa que parece un puré.
Saltaron del carro y se dirigieron a la parte trasera para ayudar a los otros a bajar. Los soldados desmontaron y se tumbaron sobre la hierba.
—Tienes un aspecto horrible —le dijo Emily a John, abrazándolo.
Él la besó.
—Siempre me dices cosas muy bonitas.
Brian empezó a alejarse y John le preguntó adónde iba.
—Nos queda por solucionar el pequeño detalle del barco. Voy a hacer un reconocimiento rápido.
No podían hacer nada hasta que se levantase la niebla, de modo que se sentaron en círculo y repartieron la comida y el agua que les quedaba.
John sacó la libreta y marcó un corto y grueso signo de exclamación.
Tres días.
En aquel mundo el sol nunca brillaba, pero estaba ahí, detrás de la permanente capa de nubes. A medida que el sol se alzaba y empezaba a calentar el suelo, la niebla más próxima fue disipándose.
John creyó oír algo y se levantó.
—¿Qué pasa? —preguntó Trevor.
—No lo sé —respondió John, mirando a su alrededor.
—¿Es Brian?
—Creo que no.
La niebla iba perdiendo densidad.
—Dios mío.
Todos se incorporaron.
Sam se agarró al vestido de su madre.
—Mami, ¿por qué hay tantos caballos?
Extendiéndose hacia el este, a unos doscientos metros, apareció una hilera continua de caballos, cientos y cientos de ellos y un millar de soldados o más, con docenas de carros y carromatos; un ejército emergiendo de la niebla.
Los soldados italianos, demasiados agotados para empuñar las armas, no podían hacer otra cosa que señalar con gesto fatigado y lamentar la jugarreta del destino.
Un único jinete se acercó a trote, como si al avanzar con lentitud magnificase su autoridad.
De pie junto a su carroza, Stalin le pasó a Loomis el catalejo.
—¿Lo ves, Pasha? Te dije que los encontraríamos.
Loomis ajustó la lente y avistó a Emily entre sus compañeros. Las lágrimas le emborronaron la imagen y devolvió el catalejo.
—¿Son lágrimas de felicidad? —le preguntó Stalin, riéndose.
—No les hará daño ni a ella ni a los otros, ¿verdad?
—Si se comportan como buenos y leales súbditos, ¿por qué iba a hacerles daño? Y eso también es válido para ti, Pasha. Recuérdalo, por favor.
El jinete tuerto se detuvo a unos metros de ellos y desmontó, sosteniendo las riendas con la mano izquierda, mientras que la derecha descansaba sobre la empuñadura de su sable envainado.
—Soy Vladímir Bushenkov —se presentó—. Deponed vuestras armas y seguidme. El zar desea vuestra compañía.
John se volvió hacia Emily.
—Casi lo habíamos logrado. Hemos estado jodidamente cerca.
—¿Está Paul, quiero decir Pasha, aquí? —le preguntó Emily a Bushenkov.
—Está aquí.
—Al menos descubriré cómo dominar los strangelets —le dijo a John—. Si alguna vez regresamos, sabré cómo actuar.
Detrás de ellos, escucharon la voz fina y cansada de Tracy llamándoles.
—Disculpad, pero ¿se supone que eso debe estar ahí?
John y Emily le dieron la espalda a Bushenkov y miraron hacia el mar.
Docenas de líneas oscuras aparecieron entre la niebla cada vez más ligera, ascendiendo y descendiendo. Vieron emerger un barco, y después varios más.
Martin y Tony gritaban para que todo el mundo mirase aquí y allá.
Por el norte y por el sur de la hilera de rusos aparecieron hordas de hombres de entre la niebla que se iba disipando.
Miles de hombres.
Un cañón ligero disparó una salva de advertencia. La bala impactó en tierra, cerca de los rusos.
La prominente nuez de Bushenkov subía y bajaba cada vez que tragaba y maldijo en ruso.
—¿Me echabais de menos?
Era Brian, que se acercaba desde la playa acompañado por un pelotón de portaestandartes.
La noticia de que estaban rodeados por un ejército se extendió entre las filas de la caballería rusa. Los soldados empezaron a dar voces, pidiendo órdenes para saber cómo actuar.
Stalin aulló de rabia.
—¿Quiénes son? ¿Quiénes son estos bastardos? Garibaldi está en París. No puede haber llegado aquí.
Se corrió la voz.
Íberos.
Se oyeron más cañonazos. Esta vez impactaron más cerca de los rusos. Un rugido emergió de miles de pulmones íberos y los rusos empezaron a romper filas y a huir tierra adentro.
Stalin se negó a moverse hasta que el general Kutuzov se acercó a él y lo metió en la carroza.
Loomis salió corriendo hacia el mar, pero Stalin ordenó a su guardia personal que se lo trajeran y, cuando lo atraparon, él les pateó y les gritó que le dejasen marchar, pero consiguieron introducirlo en la carroza. Con el látigo del conductor, los caballos se pusieron al galope y la carroza en retirada no tardó en desaparecer de la vista.
Bushenkov había permanecido inmóvil, atrapado entre los atacantes íberos y la previsible ira de Stalin. John se le acercó y le dijo:
—Lárgate de aquí. Tenemos que tomar un barco.
La barbilla del policía secreto tembló. Sin decir una palabra, montó en su caballo y se alejó al galope.
En la playa, detrás de Brian, aparecieron nutridas falanges íberas. La niebla era ahora tan traslúcida que permitía ver en toda su majestuosidad la armada íbera anclada frente a la costa junto a docenas de barcas de pesca varadas en la arena.
Soldados elegantemente vestidos se desplazaron hacia los lados para revelar la presencia en el centro de la reina Mencía, que caminaba por la arena de la playa, con las botas de cuero mojadas por las olas y cogida del brazo de su consejero, Guomez.
John y Trevor felicitaron a Brian con efusivos abrazos.
—Sabías que estarían aquí, ¿verdad? —preguntó John.
—Digamos que tenía la esperanza de que así fuese —respondió sonriendo Brian.
Trevor negó con la cabeza y sonrió también.
—Un listillo es siempre un listillo.
La reina sonrió y saludó con un movimiento de la cabeza a Brian, pero fue directa hacia los niños. Delia cogió en brazos a Sam y Arabel hizo lo mismo con Belle para que Mencía no tuviese que inclinarse.
—Qué milagro —dijo, y Guomez fue traduciendo—. Sois las flores más coloridas y fragantes que su majestad recuerda haber visto en su vida. Se siente muy feliz de haber podido acudir en rescate de los niños, y por supuesto también de todas las demás personas vivas. Os desea lo mejor y espera que podáis regresar a vuestra tierra.
—Pues adelante —animó Brian, con un nudo en la garganta—. Será mejor que partáis cuanto antes. Sopla poco viento, así que la travesía no será rápida.
—No vienes con nosotros, ¿verdad? —musitó Trevor.
—No.
Trevor se enojó.
—Joder, Brian, tú...
Él le hizo callar.
—Escucha, colega. Hice un trato. Por magnánima que pueda parecer, es perro viejo. No estaba dispuesta a ayudarnos a menos que yo aceptase quedarme. Te juro que es un clon de mi primera mujer.
—Podemos intentar razonar con ella —ofreció John.
—No es con ella con la que tenéis que razonar —le corrigió Brian—. Es conmigo. Alice lo ha hecho, así que yo también puedo hacerlo. Escuchad —añadió, dirigiéndose a todos—. Siempre he pensado que había nacido unos cientos de años demasiado tarde. Siempre he sido absolutamente feliz imaginándome como un soldado medieval, brincando como un idiota en representaciones de época. De este último mes, con la aventura que hemos vivido, diría lo siguiente: que en este mundo, con todos estos cabrones muertos, nunca me he sentido más vivo. Y ahora, volved a casa. Tengo que negociar mi nuevo título. Estaba pensando en príncipe Brian Corazón de León. Me va como anillo al dedo, ¿no os parece? Y una última cosa. Trev, ven aquí.
Trevor se acercó, intentando controlar las emociones.
Brian se inclinó hacia él y le susurró:
—Lo has hecho muy bien, colega. Eres el mejor alumno que he tenido.